Síguenos

Economía

¿Quién ganó el Premio Nobel de Economía 2025 y por qué?

Publicado

el

Quién ganó el Premio Nobel de Economía 2025

Mokyr, Aghion y Howitt reciben el Nobel de Economía 2025 por explicar cómo la innovación y la destrucción creativa sostienen el crecimiento.

Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt han sido reconocidos en 2025 con el Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel por explicar de forma decisiva cómo la innovación alimenta el crecimiento económico sostenido. El fallo destaca una contribución doble y complementaria: la mitad del galardón recae en Mokyr por identificar las condiciones históricas, sociales e institucionales que convierten el conocimiento en progreso tecnológico; la otra mitad se reparte entre Aghion y Howitt por la teoría del crecimiento a través de la destrucción creativa, el marco formal que describe cómo las nuevas ideas sustituyen a las viejas y elevan la productividad de manera continua.

El jurado ha subrayado que, durante siglos, la “normalidad” fue el estancamiento. Lo excepcional —lo difícil de lograr— es una senda de avances encadenados donde cada mejora se apoya en la anterior. La obra de los premiados explica por qué esa senda se abre cuando una sociedad produce ciencia, difunde conocimiento útil y acepta el cambio, y cómo ese proceso queda plasmado en el tejido productivo: empresas que invierten en I+D, hacen obsoletas las tecnologías previas y, durante un tiempo, disfrutan rentas de innovación que justifican el riesgo. El mensaje de fondo es claro: sin un ecosistema de competencia, protección inteligente de la propiedad intelectual, capital humano y apertura al ensayo y error, el crecimiento se apaga.

Un veredicto que recoloca el debate sobre el crecimiento

El reconocimiento de 2025 no gira en torno a una moda académica sino a un pilar que sostiene la macroeconomía contemporánea. El crecimiento no brota por acumulación de factores, ni por simple “maduración” de la economía: emerge de un flujo constante de ideas que se convierten en productos, procesos y sectores nuevos. Esta corrección de perspectiva tiene consecuencias prácticas. Cambia la agenda de política económica y cambia, también, cómo evaluamos las reformas. No basta con incentivos fiscales puntuales o con proteger a los incumbentes para dar “seguridad”; hace falta un entorno que permita la entrada de nuevos actores, que reduzca las barreras a la escalabilidad y que premie la adopción de tecnologías, incluso cuando eso desordena el mapa de intereses a corto plazo.

En esa clave, el fallo de Estocolmo es un aviso para navegantes: “sostener el crecimiento no está garantizado”. No es un recurso retórico. Es una advertencia empírica. Las economías que se encienden gracias a un ciclo de innovación bien engrasado pueden también apagarse si se bloquea la competencia, se burocratizan los permisos, se encarece el coste del fracaso emprendedor o la investigación básica pierde financiación estable. El premio de este año, por tanto, empuja el foco hacia el diseño institucional que facilita —o frena— que la ciencia se convierta en tecnología y, esta, en productividad.

Los premiados y el núcleo de sus aportaciones

Joel Mokyr firma la mitad del premio por una contribución que va más allá del relato histórico. Su obra ha mostrado con precisión que la transición desde la “economía de la escasez” secular hacia el progreso sostenido no se explica solo con máquinas y fábricas; se explica con ideas organizadas. Mokyr distingue entre el conocimiento epistémico (saber por qué funciona algo) y el conocimiento práctico (saber cómo hacerlo funcionar) y documenta que, cuando ambos convergen en comunidades técnicas, gremios, academias y redes transnacionales, la innovación se vuelve acumulativa. No se trata de un eslogan sobre la Ilustración, sino de las condiciones materiales que permitieron a inventores e ingenieros construir sobre descubrimientos previos con menos fricción, más validación y mejores incentivos.

En su lectura, la cultura de la explicación —no conformarse con el “truco” que sale, sino entender la causa— multiplicó la probabilidad de que un avance local se replicara, se adaptara y escalara. Esa arquitectura social del conocimiento, añade Mokyr, se refuerza con instituciones que protegen la libertad de investigación, la circulación de ideas y una propiedad intelectual calibrada para no estrangular la difusión. La consecuencia económica es directa: cuando el país abraza ese sistema, la curva de productividad se quiebra al alza. Por eso su obra no es un homenaje a la historia de la tecnología, sino una guía para el presente.

Philippe Aghion y Peter Howitt comparten la otra mitad del galardón por convertir en modelo lo que Joseph Schumpeter intuyó: el crecimiento moderno es un proceso de destrucción creativa. En su marco teórico de referencia, las empresas invierten en investigación para “subir un escalón” tecnológico. Si lo logran, acceden a rentas temporales —derechos de propiedad, ventajas de producto, curvas de aprendizaje— y desplazan a quienes se quedaron con la tecnología anterior. Ese reemplazo no es un fallo del mercado: es el motor. Eleva el nivel tecnológico agregado, empuja la productividad y renueva el parque de ideas de la economía. Pero no ocurre sin reglas. Requiere competencia suficiente para que la innovación no se “duerma” y una protección temporal para que el riesgo se remunere. Requiere, también, un entorno que no desincentive la entrada.

Cómo funciona —de verdad— la destrucción creativa

El modelo Aghion-Howitt, uno de los cimientos de la teoría del crecimiento endógeno, dibuja una economía que avanza a saltos discretos: cada innovación introduce una calidad superior que vuelve anticuado el estado anterior. La probabilidad de “dar con” innovación depende del esfuerzo en I+D y de la rivalidad en el mercado: demasiada protección mata el incentivo a innovar; demasiada competencia reduce la posibilidad de recuperar la inversión. De ese equilibrio surge una curva no lineal —la famosa hipótesis de la relación en forma de U invertida entre competencia e innovación— que ha alimentado, en la última década, debates tan concretos como la intensidad de la política de competencia en mercados digitales, la duración óptima de patentes en tecnologías de ciclo corto o la conveniencia de ayudas públicas condicionadas a resultados.

Aghion y Howitt han extendido su paradigma para pensar en educación, en financiación y en políticas industriales con dos velocidades: sostener la investigación básica y, a la vez, crear condiciones para la adopción. En su marco, los países pueden caer en trampas de baja innovación si la competencia se debilita, si el sistema financiero penaliza el riesgo tecnológico o si el talento se fuga por falta de oportunidades de escala. No basta con gastar más en I+D como porcentaje del PIB —aunque ayuda—: hay que acertar con el diseño del ecosistema.

Por qué este Nobel importa en 2025 para España y Europa

El reconocimiento llega en un momento delicado para Europa: productividad estancada, inversión en intangibles por debajo de la de Estados Unidos, déficit de capital riesgo tardío y una transición doble —verde y digital— que necesita impulso tecnológico real, no solo normas. España, con programas de Next Generation EU, PERTE y una red de centros públicos y privados de investigación que ha ganado músculo, encara un dilema práctico que este Nobel ilumina: cómo convertir el esfuerzo en ciencia en crecimiento medible.

La respuesta no es única, pero el marco de los premiados orienta prioridades. Primero, una política estable y predecible de apoyo a la investigación básica que no dependa de convocatorias episódicas ni de ciclos políticos cortos. Segundo, un ajuste fino de la competencia: abrir mercados y reducir obstáculos a la entrada en sectores donde la rivalidad genera innovación (servicios avanzados, software, dispositivos médicos), sin olvidar que algunas tecnologías requieren plataformas y estándares que eviten la fragmentación. Tercero, reforzar la transferencia de conocimiento con incentivos alineados: contratos tecnológicos, movilidad entre universidad y empresa, y evaluación de carreras académicas que reconozca la transferencia sin castigar la publicación de alto impacto. Por último, facilitar la escalabilidad con regulación pro-innovación (sandbox donde tenga sentido, ventanillas únicas reales) y un circuito de financiación que vaya desde la prueba de concepto hasta la expansión internacional.

España parte con fortalezas no despreciables —talento científico, una red de pymes flexibles, centros punteros en biomedicina y fotónica, una adopción digital acelerada en servicios—, pero arrastra debilidades: baja tasa de patentes per cápita comparada con la Europa líder, tamaño medio empresarial reducido y un mapa de capital riesgo aún sesgado hacia fases tempranas. La lógica Aghion-Howitt sugiere que, si se quiere mover la aguja de la productividad, hay que facilitar que los proyectos prometedores den el salto a empresas medianas y grandes, donde el gasto en I+D, el diseño de producto y la producción avanzada se retroalimentan.

Evidencia, debates y límites: lo que realmente sabemos

La agenda empírica que nació al calor de estos trabajos ha dado resultados útiles. Uno de los hallazgos más influyentes es que la relación entre competencia e innovación no es monotónica. En mercados blindados, las empresas con rentas aseguradas invierten menos en romper el statu quo; en mercados hiperrivales, la presión a corto plazo sofoca la capacidad de financiar proyectos con retorno incierto. En el punto intermedio, la amenaza creíble de entrada y el premio a quien acierta con la innovación empujan el ciclo. La política pública, por tanto, debe evitar los extremos: ni oligopolios blindados ni competencia de escaparate que solo baja precios sin mejorar la frontera tecnológica.

El debate se extiende a las patentes. ¿Cuánto tiempo de protección y con qué alcance? En tecnologías de ciclo corto —software, electrónica de consumo—, protecciones demasiado largas pueden frenar la recombinación de ideas; en sectores de maduración lenta —biotecnología, química—, la ventana de exclusividad sostiene la inversión. El marco de los laureados no impone una regla universal; ofrece criterios para diferenciar por sector y por tipo de innovación. Otro frente de discusión es el tamaño de las empresas digitales. La evidencia sugiere que, por un lado, las grandes plataformas pueden acelerar la difusión tecnológica; por otro, su poder de red puede elevar barreras a la entrada y desincentivar el desafío innovador. Aquí, la combinación de reglas procompetencia, portabilidad de datos y interoperabilidad aparece como solución de compromiso.

También hay límites y preguntas abiertas. No toda innovación es pro-productividad; parte del esfuerzo se dirige a mejorar la posición relativa de una empresa sin mover la frontera (innovación defensiva). Y la transición verde exige innovaciones que, en ocasiones, no compiten solo en precio, sino en externalidades evitadas: emisiones, contaminación, resiliencia. La política industrial de nueva generación tiene que incorporar esas metas y evitar que la financiación pública perpetúe tecnologías inmaduras si no muestran trayectorias de eficiencia. La buena noticia es que el paradigma premiado ofrece un plano para evaluar proyectos: coste de oportunidad, potencial de aprendizaje, derrames de conocimiento y efectos sobre la competencia.

Del laboratorio al mercado: mecanismos que sí marcan diferencias

El Nobel de 2025 pone el foco en los mecanismos de transferencia que convierten ciencia en PIB. Son más terrenales de lo que parece. Licencias tecnológicas rápidas y transparentes; unidades de valorización en universidades que combinen criterio científico y visión de negocio; marcos que reduzcan la mortalidad burocrática de startups de base tecnológica; y un sistema de compras públicas innovadoras que actúe como primer cliente en áreas estratégicas (salud digital, defensa, energía). Una y otra vez, los datos muestran que, cuando se acorta el tiempo entre la idea y el primer contrato, la supervivencia de los proyectos aumenta y la curva de aprendizaje se acelera.

A esta cadena se suman dos engranajes que en Europa —y en España— han ganado atención: talento y financiación. El primero requiere políticas de atracción y retención (visados ágiles, carreras científicas predecibles, salarios competitivos en áreas de escasez). El segundo, un continuum que no deje huecos: pruebas de concepto bien dotadas, fondos de transferencia que acompañen a los equipos en fases medias y capital para escalado internacional. Ninguno de estos componentes funciona en aislamiento; el círculo virtuoso necesita masa crítica y reglas que premien la colaboración público-privada sin capturas.

Innovación y desigualdad: el reverso que no conviene ignorar

El marco de destrucción creativa no oculta que los cambios tecnológicos reordenan empleos, salarios y regiones. La automatización de tareas rutinarias ha tensionado mercados locales, mientras que los nuevos sectores concentran oportunidades donde existe capital humano y ecosistemas maduros. El debate, entonces, no es si frenar la innovación —sería un error—, sino cómo repartir sus ganancias y acompañar las transiciones. Formación continua con contenidos certificables, políticas activas de empleo basadas en datos, cobertura de movilidad geográfica y—cuando procede—compensaciones temporales ligadas a reciclaje profesional. Invertir parte de las rentas de innovación en estas palancas no ralentiza el crecimiento; lo hace sostenible socialmente.

En ámbitos como la inteligencia artificial, la discusión suma otra capa: gobernanza de riesgos. Aquí, la lección Aghion-Howitt ayuda: las reglas que reducen incertidumbre regulatoria y fijan límites claros tienden a acelerar la inversión en tecnologías generalistas, porque los agentes pueden internalizar mejor los requisitos de seguridad, transparencia y trazabilidad. La alternativa —prohibiciones difusas o vacíos normativos— genera efectos de parálisis.

La dimensión internacional: competencia global por el conocimiento

El premio de este año también recuerda que el conocimiento no reconoce fronteras. La colaboración internacional y la competencia por el talento determinan quién captura valor económico. Estados Unidos mantiene una ventaja estructural en financiación de intangibles y profundidad de mercado; China ha desplegado una estrategia agresiva en tecnologías estratégicas; Europa cuenta con una base científica extraordinaria y un mercado común que, cuando funciona, permite escalar innovaciones. ¿Dónde encaja España? En la liga de países capaces de producir ciencia de nivel mundial y adoptar rápidamente tecnologías globales, con la tarea pendiente de aumentar el tamaño medio de sus empresas tecnológicas y el radio de internacionalización.

Las redes de clusters —biotech en Barcelona, fotónica en Valencia, aeroespacial en Andalucía y Madrid, movilidad sostenible en el eje Navarra–País Vasco–Cataluña— son terrenos fértiles para aplicar esta agenda. El salto cualitativo no vendrá solo de subvenciones; vendrá, sobre todo, de agrupar capacidades, alinear incentivos de investigación, reducir fricción regulatoria y asegurar que el mercado de capitales acompaña.

El premio, el protocolo y la ceremonia: lo esencial

Formalmente, el Nobel de Economía —el Sveriges Riksbank Prize in Economic Sciences in Memory of Alfred Nobel— se concede desde 1969 y lo otorga la Real Academia Sueca de las Ciencias. El importe asciende a 11 millones de coronas suecas y se entrega en Estocolmo cada 10 de diciembre, aniversario de la muerte de Alfred Nobel. Los laureados reciben también una medalla de oro de 18 quilates y un diploma. Aunque no formaba parte del testamento original de Nobel, su prestigio y procedimiento siguen los mismos estándares y calendario que los premios de Física, Química, Medicina, Literatura y Paz.

Más allá del protocolo, este premio suele marcar tendencias. Pone en el centro de la conversación conceptos que, durante años, vivieron en seminarios y revistas especializadas. En 2025, los términos que viajarán de aula en aula —y de ministerio en ministerio— serán innovación impulsada por el conocimiento, destrucción creativa, crecimiento endógeno, ecosistema de competencia y transferencia efectiva. No son etiquetas: son llaves para abrir productividad.

Un mapa de políticas que sí se puede ejecutar

Aterrizar los hallazgos de Mokyr, Aghion y Howitt no exige un “gran plan” inalcanzable. Exige constancia, métricas y priorización. Un mapa posible: evaluar barreras a la entrada por sector y eliminarlas cuando carezcan de justificación técnica; revisar la duración y alcance de patentes según ciclos de innovación; blindar la financiación estable de la ciencia, con convocatorias previsibles y evaluación por pares; acelerar los tiempos de contratación pública para soluciones innovadoras; mejorar la movilidad entre universidad y empresa con carreras duales; y construir un canal de financiación escalable que evite el “valle de la muerte” entre prototipo y mercado.

Todo ello requiere gobernanza y datos. Trazabilidad del gasto en I+D**, seguimiento de impactos, evaluación de programas con contrafactuales cuando sea posible, transparencia. El resultado no es una promesa inmediata de crecimiento, sino una probabilidad mayor de que el sistema produzca y absorba innovación. Es exactamente el tipo de máquina que describe el trabajo de los premiados.

Una nota sobre sectores estratégicos

La teoría premiada no dicta “ganadores”, pero permite diagnosticar cuellos de botella y justificar intervenciones donde los derrames de conocimiento son altos. Energías limpias, chips, salud digital, ciberseguridad, agrotech de precisión o nuevos materiales presentan características —altos costes iniciales, efectos de red, externalidades— que legitiman apoyo público bien diseñado. Ese apoyo debe ser competitivo, revisable y condicionado a hitos. Cuando se hace así, acelera el aprendizaje, atrae capital privado y multiplica la capacidad de exportación tecnológica.

En paralelo, sectores intensivos en servicios avanzados —consultoría de datos, diseño de software, contenidos digitales, logística inteligente— actúan como vehículos de adopción para el resto de la economía. Si se facilita que integren IA, automatización y analítica en pymes industriales y de servicios, el efecto agregado sobre la productividad se amplifica. De nuevo, el premio de 2025 orienta dónde mirar y qué medir.

Memoria, método y una advertencia

Una de las contribuciones menos comentadas de Mokyr es la dimensión cultural de la innovación: la actitud social ante el error. Los sistemas que no penalizan de por vida el fracaso tecnológico y que permiten volver a intentar generan más experimentos y, por pura probabilidad, más aciertos. Es un componente blando, pero crucial. Aghion y Howitt, por su parte, recuerdan que el equilibrio entre premiar al innovador y permitir competir al seguidor nunca está fijado de una vez: cambia con la tecnología y con el mercado. Dejarlo “al albur” de inercias regulatorias equivale a aceptar que la economía pierda velocidad sin darse cuenta.

La advertencia final es sencilla: no hay crecimiento duradero sin innovación, y no hay innovación sin reglas de juego que la hagan rentable, replicable y socialmente aceptable. El Nobel de 2025 no inventa ese principio; lo corrobora con décadas de investigación, modelos contrastables y evidencia que camina del archivo al laboratorio y del laboratorio a la fábrica.

Un año de innovación con nombre propio

El Nobel de Economía 2025 corona un consenso que llevaba tiempo cuajando: crecer es innovar. Joel Mokyr ha explicado por qué una sociedad que abraza la ciencia y la organización del conocimiento abre la puerta a ciclos largos de progreso. Philippe Aghion y Peter Howitt han mostrado cómo ese progreso se materializa en mercados dinámicos donde lo nuevo desplaza a lo viejo sin pedir permiso. De la combinación nace un plano de navegación que sirve para diseñar políticas, para orientar estrategias empresariales y para evaluar resultados con algo más que intuición.

No es un brindis al sol. Es una hoja de ruta con nombres, conceptos y métricas. En un mundo que compite por el talento, por la tecnología y por la capacidad de aprender rápido, el fallo de Estocolmo de este año funciona como recordatorio y como palanca. Recordatorio de que la prosperidad no es un destino inevitable. Palanca para que Europa, y España dentro de ella, activen el sistema que convierte ideas en productividad. Ese, al final, es el porqué del premio y el motivo por el que, más que celebrar a unos ganadores, conviene aplicar lo que sus trabajos enseñan.


🔎​ Contenido Verificado ✔️

Este artículo se ha redactado con información contrastada en medios españoles de referencia y notas oficiales. Fuentes consultadas: RTVE, ABC, elDiario.es, Europa Press, EFE, Forbes España.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

Lo más leído