Naturaleza
¿Qué es el hongo matsutake y por qué es tan caro?

El matsutake, símbolo del otoño japonés, rompe precios: biología, temporada y mercado; sabores y rituales que explican un culto gastronómico.
El matsutake es la seta de otoño más codiciada de Japón: un hongo silvestre, fragante y difícil de encontrar que vive en simbiosis con los pinares maduros. Su valor nace de esa rareza ecológica, de una temporada brevísima y de una cultura gastronómica que lo venera desde hace siglos. No es solo sabor. Es un aroma poderoso, entre pino, resina y hoja seca, que la cocina japonesa trata con técnicas mínimas para no taparlo. En el mercado, ese perfume —si llega en el punto perfecto— se paga como un lujo. La medida del momento la marca Hyogo: en Tamba-Sasayama, durante la primera subasta del año, ocho piezas alcanzaron 850.000 yenes (4.850 euros). El lote se lo quedó el ryokan Kinmata, que lo servirá a la parrilla a quienes pernocten. Un dato que explica, con números, por qué esta seta vale tanto.
El precio no es un capricho aislado. Aunque durante la campaña los matsutake suelen moverse entre 100.000 y 150.000 yenes el kilo, con una media cercana a los 700 euros/kg, el primer lote del otoño se dispara por un motivo muy japonés: se aplican “tarifas de felicitación” que honran el arranque de la temporada y al productor que llega antes y mejor. Este octubre —11 de octubre de 2025, 09:50, Tokio— la puja inaugural se adelantó seis días respecto al pasado año y colocó en la báscula 263,5 gramos de setas aún en botón, con longitudes de 6,5 a 11 centímetros. Fue, según los organizadores, el lote de “primeros” más pesado desde que se abrió el mercado local en 2018. La sensación en la plaza es optimista: tras Obon, a mediados de agosto, llovió lo justo y el suelo del pinar guardó humedad. Si el monte acompaña, habrá setas. Si hay setas, habrá competencia. Y si hay competencia, los precios de arranque tienden a rozar el récord.
Un lujo de temporada que empieza fuerte en Hyogo
El ritual de Tamba-Sasayama describe bien el lugar que ocupa el matsutake en la cultura culinaria japonesa. No hay artificio. Las piezas llegan casi sin tocar, se exhiben enteras, se pesan con precisión y el subastador arranca la puja al sonar la campana. Quien compra sabe lo que busca: compactación del botón, carne firme, ausencia de golpes, velo aún visible y, sobre todo, potencia aromática. Esa es la vara de medir. En el arranque, un botón perfecto puede multiplicar el precio de una pieza abierta. Y el mercado acepta esa lógica: el primer bocado de otoño, servido en un cuenco de suimono o en una parrilla de carbón binchōtan, vale más que cualquier otro momento del año.
El Kinmata, célebre ryokan con cocina de tradición en la región, anunció que preparará el lote a la parrilla y lo ofrecerá únicamente a huéspedes. La decisión es coherente con el canon: el calor directo libera el perfume del hongo sin pulverizar su textura. Bastan unos granos de sal o unas gotas de sudachi. No hay trampa ni cartón. El servicio ideal es casi desnudo, porque el matsutake, cuando llega con la turgencia adecuada, no necesita más.
En este mercado, además, el calendario es parte del precio. Cada plaza tiene su “primera campanada”; en esa jornada, las pujas incorporan un plus ceremonial que en Japón se entiende como gesto de buenos deseos hacia la temporada. A esto se suma un dato climático que, esta vez, ha jugado a favor: la humedad acumulada en la ladera después de agosto. Los recolectores lo notaron pronto y la organización adelantó la fecha respecto a 2024. De ahí que el primer registro de peso desde 2018 se haya batido con margen.
Qué es el matsutake: biología y aroma
Matsutake significa, literalmente, “seta de pino”. Su nombre científico es Tricholoma matsutake y pertenece al grupo de los hongos ectomicorrícicos: organismos que viven en simbiosis con las raíces de ciertos árboles —en Japón, sobre todo con el pino rojo (Pinus densiflora)—. El hongo forma una red de micelio bajo el suelo que intercambia nutrientes con el árbol; esa alianza condiciona su vida. Si el pinar no es maduro, si el sotobosque está descuidado o si el suelo pierde su pobreza controlada, el matsutake sencillamente no aparece. No es un cultivo de estantería. Es un fruto del bosque que emerge cuando quiere y donde quiere.
La ecología explica la dificultad para cultivarlo a gran escala. A diferencia de shiitake, shimeji o champiñón —producidos con fiabilidad industrial—, el matsutake no ha encontrado equivalente en granja que reproduzca su compleja simbiosis con el pino. Los ensayos de micorrización en vivero han avanzado en laboratorio, pero no existe una producción comercial estable comparable a otras setas. Eso lo hace, de facto, dependiente del monte y de sus caprichos: lluvias, gradiente térmico, pH, carga de microorganismos vecinos, manejo del sotobosque.
Su aroma es otro mundo. Quien lo conoce lo identifica a distancia: una mezcla intensa de resinas, notas de canela y hoja seca, un golpe limpio a pino recién cortado. La gastronomía japonesa respondió a ese carácter con una idea simple: cuanto menos se haga, mejor. Por eso las preparaciones más apreciadas son las que abren el poro del hongo sin taparlo. Suimono (caldo claro), dobin mushi (caldo al vapor en tetera), tempura muy ligera, gohan al vapor con arroz y dashi, y, claro, parrilla. Se evitan salsas invasivas y grasas dominantes. Es un producto de intensidad, no de cantidad.
Por qué se paga tanto
El precio del matsutake resulta de la suma de cuatro factores medibles: escasez ecológica, imposibilidad práctica de cultivo a gran escala, estacionalidad con una ventana muy corta y un mercado ritualizado que premia origen y precocidad. Después llegan el prestigio, la tradición y la oferta internacional, pero el núcleo es ese.
Primero, la escasez. El hongo necesita pinares viejos, con manejo. Japón vivió cosechas abundantes a mediados del siglo XX, pero desde entonces ha visto caer sus volúmenes por encima de cualquier previsión. Influye la expansión urbana, el abandono del campo, la reducción del mantenimiento del sotobosque y un enemigo concreto: el nematodo del pino (Bursaphelenchus xylophilus), que devasta pinares y rompe la alianza árbol-hongo. Cuando esa red se interrumpe, el micelio pierde fuerza y las fructificaciones se vuelven esporádicas.
Segundo, la no domesticación. No hay granja que garantice matsutake con regularidad. Se habla de micorrizar pinos jóvenes y plantarlos, sí, pero convertir esa idea en volumen y calidad comparables al bosque real es otra historia. Por eso en Japón existen importaciones —de China, Corea, Canadá, Estados Unidos, el norte de Europa— que alivian la demanda cuando la campaña flojea. En el mostrador, sin embargo, los primeros lotes locales mandan en aroma y en cotización. Esa preferencia se dispara en octubre.
Tercero, la temporalidad. La ventana de mercado es de semanas. Entre finales de septiembre y noviembre, con diferencias regionales, los recolectores se juegan el año. En ese intervalo cada grado de calidad —botón cerrado, semiabierto, abierto— marca el precio. La clasificación valora el estado del velo, el tamaño, el peso, la forma del pie y, por encima de todo, el perfume. Un botón compacto y aromático, con velo entero, puede costar múltiplos de una pieza abierta. Y al otro lado de la barra hay clientela con disposición a pagarlo.
Cuarto, el ritual del mercado. En las aperturas de campaña se abona un plus de felicitación —un gesto de cortesía tradicional—, y eso coloca el foco en el primer lote. El caso de Hyogo es paradigmático: ocho hongos, 263,5 gramos, 6,5 a 11 cm, 850.000 yenes. La subasta se adelantó y el peso récord para un “primeros” desde 2018 acompañó la narración. En este tipo de mercados, los titulares hacen de termómetro de la montaña.
A todo eso se suma una cuestión sencilla de demanda. Los grandes restaurantes kaiseki de Kioto y Tokio —y las casas tradicionales de provincias— siguen marcando el ritmo. El comensal local exige origen y momento. Si es temprano y es de casa, vale más. Si es importado o llega cuando la temporada baja el pistón, el precio se modera. Pero el mito —el del primer matsutake de la temporada— permanece intacto.
De la montaña a la mesa: usos y técnicas
El Kinmata anunció parrilla. Es la opción que mejor explica la naturaleza de esta seta. Una brasa estable, calor medio, cortes gruesos, tiempo corto y un punto final de sal o cítricos. Ya está. El objetivo es que el poro exhale su perfume sin resecar la superficie. Si la pieza llega perfecta, conviene no pelarla: basta una limpieza en seco con brocha o paño. El agua, la mínima indispensable. La humedad superficial lava parte del aroma.
En caldo claro, el hongo se comporta como un altavoz del monte. En un suimono, láminas finas de matsutake, kombu y quizá algo de katsuobushi bastan para construir un líquido cristalino que huele a ladera. El dobin mushi —cocido al vapor en una tetera de barro— intensifica ese efecto: se sirve el caldo en una taza y se ofrecen unas gotas de sudachi o yuzu para ajustar. El gohan de matsutake sigue la misma lógica: el grano caliente absorbe los compuestos aromáticos y los retiene hasta el último bocado.
En cocina occidental, la prudencia es clave. La mantequilla y la nata pueden fijar ciertos terpenos, pero si se imponen opacan el carácter. Un salteado rápido con aceite neutro, retirar del fuego y entonces sí, enriquecer con una grasa templada funciona mejor. Ajo en segundo plano, sin protagonismo. Salsas con matices yodados —por ejemplo, una reducción suave de fumet— dialogan sin invadir. La trufa juega otra liga: el matsutake no busca esa exuberancia; su fuerza está en la nitidez.
A la hora de comprar, los criterios son precisos. Un botón cerrado, firme, con velo visible en la base del sombrero y estructura densa en mano es lo que se busca. El olor —el punto decisivo— debe ser claro, sin notas metálicas ni rastro avinagrado. En cuanto llega a casa, mejor envolver en papel absorbente y guardar en la zona menos fría del frigorífico, sin cerrar en recipientes herméticos: necesita respirar. El matsutake no perdona las cámaras demasiado frías ni los choques de humedad.
El servicio ideal es medido. No hace falta una montaña de setas. Al contrario. Unos pocos trozos bien tratados aromatizan un menú completo. Esa es otra parte de su economía: se compra caro, sí, pero se utiliza como perfume gastronómico. De ahí que un cuenco de caldo o un bol de arroz puedan llevar en el nombre la seta, aunque apenas se vean dos cortes en la superficie.
Producción, amenazas y futuro
Entender el precio obliga a mirar el bosque. El matsutake depende de un ecosistema frágil que no se fabrica en laboratorio. El pino rojo —árbol emblema de esta simbiosis en Japón— ha sufrido en las últimas décadas el ataque del nematodo, una plaga que obstruye sus canales y provoca una mortalidad masiva si no se gestiona a tiempo. A esto se suma el abandono de los montes de proximidad, la acumulación de matorral y la pérdida de los usos tradicionales del sotobosque, que antaño mantenían suelos aireados y con baja competencia para el micelio. Cuando el pinar se cierra y no respira, el matsutake desaparece.
La respuesta pasa por manejar el bosque. En Japón, cooperativas locales, ayuntamientos y propietarios vienen impulsando planes de clareo, retirada de madera muerta y apertura de sendas que devuelvan aire y luz al sustrato. No es una varita mágica —el éxito depende del clima anual—, pero los años con lluvias tras el verano y temperaturas suaves en septiembre y octubre coinciden con mejores entradas. La lectura de Tamba-Sasayama para 2025 va por ahí: si el monte llega húmedo al arranque, aparece antes y en botón.
Fuera de Japón, el interés es creciente. En el Pacífico Noroeste —Oregón, Washington, Columbia Británica— emergen cada otoño los llamados pine mushrooms (T. murrillianum y especies cercanas), que comparten familia aromática y abastecen parte de la demanda japonesa cuando la cosecha doméstica baja el tono. También hay entradas desde China, Corea, Escandinavia y el Báltico. Los volúmenes ayudan, pero la preferencia del gran comedor kaiseki sigue siendo clara: primero, lo local; después, lo importado. No solo por una cuestión de bandera, también por matices: el terroir fúngico existe, y la química del suelo —sílice, hierro, materia orgánica— y la especie de pino marcan diferencias sutiles en perfil aromático.
En investigación, el desafío es mayúsculo. Se trabaja en micorrizar pinos en vivero con Tricholoma para plantaciones controladas, en descifrar qué microbioma acompaña al hongo cuando prospera y en identificar compuestos clave del aroma para correlacionarlos con manejo y clima. ¿Se podría producir matsutake “de granja” algún día con la misma calidad que el de monte? Hoy no. Los técnicos lo dicen con cautela: el vínculo con el árbol es demasiado fino. Y si se simplifica, el resultado puede parecerse, pero no ser lo mismo. Sería otra cosa. El mercado, por ahora, no lo compraría como tal.
Mientras, la estadística japonesa observa la campaña como lo que es: una carrera de semanas. Si el arranque viene generoso, los precios tienden a normalizarse tras los picos de la inauguración. Si el tiempo cambia, la oferta se estrecha y los ceros regresan a la portada. En Tamba-Sasayama, la lectura del subastador y director del mercado, Tomoharu Iseki, ha sido optimista: con la lluvia idónea y el suelo aún húmedo, la montaña puede responder. Habrá que mirar el tramo medio de octubre y el primer tercio de noviembre, cuando el pinar —si acompaña— entrega la mejor combinación de aroma y estructura.
En paralelo, la demanda internacional no deja de crecer. Las cocinas de alta gama en Europa han incorporado el matsutake —con respeto— en menús de temporada y han aprendido a no forzarlo. Se ve en fondos claros, en parrillas de punto preciso y en platos de caza donde su perfume eleva sin mandar. En España, su presencia es más discreta —por disponibilidad y precio—, pero cada otoño se detecta en cartas concretas, sobre todo cuando aparecen lotes con aroma sobresaliente. La logística importa: el hongo viaja mal si el frío es excesivo o si se le encierra sin ventilación. Quien lo trabaja conoce esa fragilidad y la incorpora al margen del plato.
El precio del olor a otoño
El caso de Hyogo no es solo una anécdota. Funciona como barómetro de una temporada que, si el monte acompaña, promete entrada temprana y setas de botón bien formadas. Explica, con datos, por qué el matsutake se paga así: porque no se cultiva como quien enciende una luz; porque su ventana es corta y el mercado japonés valora el primer golpe de aroma con una liturgia que se refleja en el precio; porque los pinares necesitan manejo para que la simbiosis prospera; porque la cocina no especula con él, lo sirve casi desnudo y deja que hable el bosque.
Este otoño, con ocho piezas que alcanzan 850.000 yenes en apertura, la historia se repite: el matsutake vuelve a marcar con precisión qué entendemos por lujo gastronómico. No es brillo ni exceso. Es un olor que dura un instante y se queda en la memoria. Y eso —en Japón, y cada vez más lejos de Japón— tiene un precio.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: El País, La Vanguardia, GastroActitud, Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, Diario Oficial de Galicia (DOG).

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