Cultura y sociedad
¿Golpe de estado en Madagascar? Qué está pasando de verdad

Foto de Pierre-Yves Beaudouin, CC BY-SA 4.0, vía Wikimedia Commons
Una unidad insurrecta del CAPSAT desafía al Gobierno y desata un pulso por el mando en Madagascar; claves y contexto, y escenarios en curso.
Madagascar atraviesa hoy un episodio crítico de poder que no puede describirse como un golpe consumado, pero sí como una intentona seria que ha fracturado la cadena de mando. Una unidad insurrecta —el CAPSAT, cuerpo de apoyo logístico del Ejército con base en Soanierana, a las afueras de Antananarivo— se ha declarado al frente de las Fuerzas Armadas y ha pedido a los militares desobedecer cualquier orden de disparar contra civiles. El Gobierno sostiene que las instituciones siguen operativas y denuncia un intento ilegal de toma del poder. No hay constancia de que los sublevados controlen ministerios, la radiotelevisión o el aeropuerto; tampoco de que el presidente Andry Rajoelina haya abandonado el país. Eso sí, la tensión es máxima y la calle late con decenas de miles de personas movilizadas.
El origen inmediato de esta crisis está en las protestas que desde el 25 de septiembre recorren la capital y otras ciudades por los cortes de agua y electricidad y que, en pocos días, se transformaron en un movimiento antigubernamental. En ese marco, efectivos del CAPSAT escoltaron este sábado a los manifestantes, algunos en vehículos blindados, y hoy han ido más allá al proclamarse autoridad militar. El nuevo primer ministro, el general Ruphin Fortunat Zafisambo, llama a la calma y al diálogo. La Unión Africana califica de preocupante la deriva y reclama soluciones pacíficas. En las últimas semanas, se han registrado muertos y heridos, con balances que varían según la fuente. De momento, lo que hay es un pulso abierto por el control del aparato de seguridad y un Gobierno que trata de encuadrar la crisis dentro de los márgenes constitucionales.
De las colas por la luz a un clamor político
Las primeras marchas nacieron donde duele lo cotidiano: apagones prolongados, agua que no llega y servicios públicos saturados. La chispa prendió entre jóvenes —la llamada generación Z malgache—, con estética y ritmos de época, convocatorias ágiles en redes y un mensaje que fue creciendo: de “queremos luz” a “basta”. El descontento acumulado —inflación, precariedad, promesas incumplidas— encontró tracción en un país acostumbrado a ciclos de crisis. La protesta pasó de plazas a avenidas, incorporó colectivos de barrios, comerciantes y estudiantes, y fijó un nuevo objetivo: la dimisión de Rajoelina o, como mínimo, un acuerdo político palpable que no se quede en discursos.
En esas, la represión se hizo visible. Hubo jornadas de gases lacrimógenos, cargas en calles estrechas, disparos al aire y escenas de pánico. Organismos internacionales y hospitales de referencia han comunicado víctimas mortales y heridos, mientras el Ejecutivo discute las cifras y atribuye parte de la violencia a saqueos y enfrentamientos ajenos a las marchas pacíficas. En el imaginario ciudadano se instaló la idea de que el Estado perdió el tacto, que se pasó de fuerza. Ese relato, repetido en mercados y taxis, ensanchó la base social de las movilizaciones.
El salto cualitativo llegó cuando soldados del CAPSAT —un cuerpo clave por su control de la logística militar— decidieron no reprimir y, poco después, acompañaron a los manifestantes hacia la Plaza del 13 de Mayo, espacio cargado de simbolismo político en Madagascar. La imagen de uniformados subidos a tanques, rodeados de jóvenes que coreaban consignas, recorrió el país. Y el domingo amaneció con la proclama: “a partir de ahora, las órdenes del Ejército emanan del cuartel del CAPSAT”. Un gesto que, sin control efectivo de los centros neurálgicos del Estado, no equivale a una toma del poder, pero sí a un desafío frontal a la cadena de mando.
Quién es quién en el tablero militar y político
El CAPSAT —Cuerpo de Administración de Personal y Servicios del Ejército de Tierra— no es un regimiento cualquiera. Gestiona abastecimiento, mantenimiento, transporte y recursos que alimentan a unidades operativas. Controla, dicho en llano, el combustible de la maquinaria militar. Y tiene un pasado que pesa: en 2009, cuando el presidente Marc Ravalomanana fue desalojado del poder, la unidad jugó un papel central al inclinarse del lado del entonces alcalde de Antananarivo, Andry Rajoelina. Esa memoria explica por qué su nombre aparece de nuevo cuando el país tiembla.
En el otro eje, el Gobierno. Rajoelina, reelegido en 2023, busca contener la crisis con un gesto fuerte: disolver el gabinete y nombrar primer ministro a un general de división, Ruphin Fortunat Zafisambo, con la doble misión de restaurar el orden y abrir un diálogo con los jóvenes. La apuesta es arriesgada: militariza la jefatura del Ejecutivo —lo que da señales a los uniformados— y al mismo tiempo intenta civilizar la respuesta con promesas de escucha. El problema es la credibilidad. Tras semanas de gases y detenciones, los convocantes dudan de cualquier mesa que no venga con concesiones verificables: una investigación independiente sobre los abusos, garantías públicas de no usar munición real y un calendario de reformas.
En la constelación de fuerzas, conviene recordar el papel de la gendarmería, cuerpo de naturaleza militar con funciones de seguridad interior, y de la policía, más próxima a la gestión urbana del orden público. En crisis así, las lealtades se activan o se resquebrajan con rapidez. De ahí la importancia de la cadena de mando y de los protocolos: cualquier ambigüedad se traduce en unidades que “interpretan” órdenes, lo que multiplica el riesgo de enfrentamientos entre cuerpos hermanos.
Lo que pasa en la calle, más allá del parte oficial
Antananarivo respira calma tensa. Hay barrios donde las marchas se convierten en asambleas espontáneas con parlamentos improvisados; otros donde cualquier chispa activa carreras y sirenas. Los hospitales más grandes reportan ingresos tras jornadas duras, y a media tarde se multiplican en redes los vídeos de manifestantes que corean las mismas consignas de la semana pasada: “no dispares”, “agua y luz”, “que se vayan”. En muchas escenas asoman soldados confraternizando, saludos, aplausos. Y en otras, gendarmes que marcan distancia y dispersan con gases.
La Plaza del 13 de Mayo funciona como termómetro. Si los grupos llegan en número y sin incidentes, gana el discurso de una protesta cívica. Si hay choques en los accesos o bloqueos de vehículos, se impone el relato del descontrol. La presencia de tanques o vehículos blindados con soldados a bordo, mezclados con la multitud, ofrece una postal poderosa: Estado y calle en el mismo plano, sin disparar. Pero no es un detalle menor que los puntos estratégicos —radiotelevisión pública, aeropuerto de Ivato, palacio presidencial, banco central— no hayan caído en manos de la insurrección. Esos enclaves marcan la diferencia entre una asonada y un golpe de Estado.
Corre, además, el capítulo de los rumores. Que si el presidente habría salido del país, que si hubo detenciones en la cúpula, que si el Estado Mayor se partió en dos. La Presidencia lo desmiente y, por ahora, los datos contrastables apuntan a un poder civil que conserva los sitios clave y a una insurrección con mucho altavoz, no necesariamente con control territorial. El desafío, mientras tanto, se juega también en la noche: toques de queda informales, carreteras cortadas y barrios donde la luz se va y los nervios suben.
Qué puede ocurrir en las próximas horas
Hay tres vectores que se cruzan y que conviene mirar sin dramatismo, pero con precisión. Primero, la legitimidad social de la protesta. La movilización ha mostrado resistencia y tres semanas largas en la calle sin desinflarse. Si limpia su perímetro de violencia y evita el desgaste, seguirá marcando el pulso. Segundo, la disciplina militar. Si el gesto del CAPSAT arrastra a unidades de combate —infantería, artillería, fuerzas especiales—, la crisis escala. Si, por el contrario, se alinean con el ministerio de Defensa y el Estado Mayor, la insurrección se aislará. Tercero, la mediación regional. La Unión Africana y la SADC suelen cerrar filas ante cambios inconstitucionales y empujar a acuerdos. Su implicación real se mide en días, no en horas, pero influye en el cálculo de todos.
Un golpe relámpago —con toma de la radiotelevisión, ocupación del palacio presidencial, control del aeropuerto y detención de ministros— se vislumbra poco probable ahora mismo. No hay señales de esa coordinación ni de un mandato claro dentro de las Fuerzas Armadas. Lo factible en lo inmediato es el pulso prolongado: marchas masivas, desobediencia acotada de unidades, un Gobierno que gana tiempo mientras testea lealtades, y un primer ministro que intenta coser la cadena de mando con un discurso de orden y moderación.
Señales de un golpe consumado (y de que no lo hay)
El termómetro tradicional de golpe en África austral no ha cambiado: control de medios públicos, aeropuerto, palacio presidencial, ministerios clave y comunicaciones. Si los insurrectos ocupan esos puntos o presentan a un Comité de Salvación Nacional con apoyo explícito del Estado Mayor, se estaría en otra fase. Por ahora, nada de eso. Hay un motín amplio, una proclama de autoridad militar y secuencias de fraternización entre soldados y ciudadanos. Pero no se ve una administración alternativa en marcha ni un plan para gestionar aduanas, entradas de ayuda o pago de salarios. Detalle importante: las clases medias urbanas, muy sensibles a la estabilidad, marcan el compás.
La vía del acuerdo político creíble
La otra puerta es el pacto. No un eslogan, pactos medibles: reforma electoral con calendario; auditoría independiente de los abusos policiales desde el 25 de septiembre; compromiso escrito de no usar munición real contra manifestantes; reestructuración del gabinete con perfiles de consenso; y una mesa con verificación de Iglesia, sociedad civil y árbitros regionales. En ese esquema, el Gobierno cede algo que duela —no gestos simbólicos— y los convocantes suspenden movilizaciones masivas con plazos y metas claras. Se ha visto en la región: si el acuerdo no duele a nadie, no sirve.
El contexto regional y el papel de los aliados
Madagascar no vive aislado. La Unión Africana ha expresado “honda preocupación” y reclama moderación y soluciones pacíficas. Es el lenguaje clásico que abre la puerta a mediadores y misiones discretas. La SADC —la comunidad del África austral— suele moverse en la misma línea: rechazo de los cambios inconstitucionales y presión para volver a la legalidad con concesiones políticas. Sudáfrica, actor clave por economía y peso diplomático, ha pedido respeto al orden constitucional; Mozambique y Mauricio siguen de cerca la situación por la seguridad regional y por las rutas marítimas.
En paralelo se asoman los donantes y organismos financieros. Madagascar es dependiente de la ayuda internacional y cualquier parón prolongado de la actividad, sumado a sanciones o a una congelación de programas, golpea las arcas públicas y los servicios. El arroz se encarece cuando las carreteras se bloquean, el transporte se encoge, la pequeña empresa sufre. Es la otra razón por la que incluso los actores más duros acaban sentándose: el costo económico de mantener la crisis supera pronto los beneficios políticos de estirar la cuerda.
Para Rajoelina, además, cuenta el espejo de 2009. Entonces llegó al poder con la mediación regional en una transición accidentada. Hoy su legitimidad depende de no repetir la figura del hombre fuerte que se impone por encima de la ley. De ahí el tono institucional en sus mensajes: Constitución, democracia, diálogo. Y de ahí la clara negación de cualquier rumor sobre su salida del país. La narrativa importa: estabilidad y legalidad frente a motín e insurrección.
Las claves legales de la crisis
La Constitución malgache prohíbe los cambios de poder por la fuerza y establece el marco para la sucesión y los estados de excepción. La doctrina es clara: el Ejército está para defender la integridad territorial y apoyar a las autoridades civiles cuando estas lo requieran, no para sustituirlas. La proclamación del CAPSAT de que asume la cadena de mando colisiona de frente con ese marco. Políticamente, además, pone a los mandos ante una disyuntiva que nadie quiere: obedecer a la Constitución —y por tanto al Gobierno— o sumarse a una insurrección que se presenta como protectora del pueblo.
En el terreno jurídico pesan, también, las responsabilidades por el uso de la fuerza. Hay muertes y heridos. Tarde o temprano habrá investigaciones y los peritajes dirán quién hizo qué y con qué órdenes. Esa sombra judicial actúa de incentivo a la negociación: si los actores ven que un acuerdo político serio puede incluir mecanismos de verdad y reparación, bajan los costes de desescalar. Si, en cambio, todo se plantea como una lógica de vencedores y vencidos, ambas partes redoblan la apuesta y el riesgo de que alguien dispare crece.
La gendarmería y la policía deben operar con protocolos claros: gradualidad en el uso de la fuerza, identificación, registro de intervenciones. La transparencia en esos procedimientos —publicar partes de actuación, habilitar líneas de denuncia— se vuelve vital cuando hay ruido y rumores. La sensación de que alguien controla lo que pasa, que hay reglas, ayuda a bajar la temperatura. Por el lado militar, Estados Mayores y mandos intermedios deberían emitir órdenes por escrito que dejen rastro y eviten interpretaciones. Esa es la diferencia entre un día tenso y una tragedia.
Economía, vida diaria y el desgaste que ya se nota
La política ocupa titulares, pero la economía sufre en silencio. Cada jornada con cortes de carreteras encarece productos básicos; el transporte urbano pierde pasajeros; los mercados cierran antes; escuelas y centros de salud improvisan horarios. El sector turístico, que ya venía tocado, entra en hibernación cuando se multiplican los avisos de precaución. Y la inversión privada espera, porque nadie firma un contrato serio con el país ardiendo. Es el coste invisible de las crisis políticas: cuando todo pase, si pasa, la factura queda.
En concreto, los apagones no son solo un motivo de protesta: afectan a frigoríficos, laboratorios, talleres y tiendas. La microempresa —la que sostiene barrios enteros— no tiene músculo para aguantar semanas con ventas a trompicones. El Gobierno lo sabe y por eso ha anunciado medidas para estabilizar el suministro. Lo urgente es normalizar la distribución de combustible y garantizar que agua y luz lleguen donde la protesta empezó. Si ahí se alivia la presión, baja la temperatura general. Si no, el malestar se enquista.
Señales que decidirán el rumbo inmediato
El mapa de lo que puede pasar se lee mejor si se observan seis señales. Primera, si el CAPSAT consigue sumar a unidades de combate, el pulso entra en otra dimensión; si se queda solo, la insurrección se agota. Segunda, si la radiotelevisión pública cambia de manos o deja de emitir con normalidad, es que el equilibrio se ha roto. Tercera, si el aeropuerto de Ivato y el palacio presidencial se mantienen operativos bajo mando civil, hay margen para negociar. Cuarta, la magnitud de las marchas: si siguen masivas pese al cansancio, el Gobierno tendrá que ofrecer más que palabras. Quinta, el tono de la Unión Africana y la SADC: pasar de la “preocupación” a misiones formales de mediación aprieta a todos. Sexta, la respuesta a la investigación de muertes y heridos: si hay un mecanismo creíble, se abre una salida.
Hoy, la fotografía es la de un intento de romper la cadena de mando y un Ejecutivo que resiste con apoyo de instituciones clave. No hay tanques en la radiotelevisión, no hay decretos de Comité de Salvación, no hay renuncias forzadas ante cámaras. Sí hay dolor en familias que han perdido a alguien, miedo a que un disparo cambie la historia y una ciudadanía que, entre rabia y cansancio, sigue reclamando lo básico: agua, luz, trato digno. La salida, si llega, vendrá de un paquete equilibrado de seguridad, verdad y política con costos repartidos. Y de una lección aprendida hace ya demasiados años en estas latitudes: cuando cuarteles y calles caminan juntos, el país queda herido durante una generación. Evitarlo es, hoy, la prioridad.
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Este artículo se ha elaborado con informaciones contrastadas y de acceso público procedentes de medios españoles con cobertura internacional reciente. Fuentes consultadas: EFE, Europa Press, RTVE, laSexta, Onda Cero.

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