Más preguntas
¿De qué están hechas realmente las chuches que compras?

Las chuches esconden más ciencia de la que parece: azúcares, gelificantes y aromas crean esa textura y sabor que tanto engancha.
Las chucherías que llenan bolsas y estanterías —gominolas, caramelos, nubes, regaliz, chicle— se construyen sobre una base sencilla y repetida: azúcares y jarabes (sacarosa, glucosa o glucosa-fructosa), agua y un sistema de textura. Esa “columna vertebral” se completa con ácidos alimentarios que afinan el sabor (cítrico, málico, láctico), aromas que dan identidad y colorantes autorizados para lograr tonos vivos. Por fuera, un agente de recubrimiento (aceites o ceras como la cera de carnauba) aporta brillo y evita que se peguen. Lo esencial cabe en una frase: dulzor, estructura, acidez, aroma, color y protección.
La proporción de cada pieza cambia en función del efecto buscado. En una gominola típica, el azúcar y el jarabe ocupan gran parte del peso; el gelificante elegido —gelatina, pectina, agar, carragenanos o almidón— dicta la mordida; los ácidos ajustan el pH y “encienden” el sabor; los aromas y colorantes terminan de definir el perfil sensorial; el glaseado redondea el acabado. En caramelos duros casi todo es azúcar concentrado hasta formar un “vidrio” quebradizo; en chicles, la clave no es el azúcar sino la base masticable: una mezcla de polímeros alimentarios y resinas a la que se adhieren edulcorantes y sabores. En la Unión Europea el catálogo de ingredientes permitidos y las condiciones de uso es público, y las etiquetas deben reflejarlo con claridad.
Ingredientes base de las golosinas modernas
Las golosinas producen placer inmediato, sí, pero su formulación no tiene nada de improvisada. Se diseñan con precisión para equilibrar textura, dulzor, aroma, color y conservación, y responder a lo que el consumidor espera: una mordida elástica que “cede” sin romper, un caramelo duro que cruje limpio, un marshmallow que se deshace con aireado delicado o un chicle que mantiene el sabor más tiempo. Sobre el papel, la lista es corta; en fábrica, la química de los alimentos manda.
En el bloque de los azúcares y jarabes, la sacarosa aporta dulzor y cuerpo; la glucosa reduce la tendencia a cristalizar y vuelve las masas más maleables; los jarabes de glucosa-fructosa elevan el dulzor percibido y contribuyen a retener humedad. La actividad de agua —ese porcentaje de agua “libre”— se controla con la cocción y con la propia mezcla de azúcares: determina desde la vida útil hasta la sensación pegajosa o seca al tacto. Un caramelo duro se cocina a temperaturas muy altas hasta que apenas queda agua, de ahí su transparencia y dureza. Una gominola, en cambio, conserva más humedad para resultar masticable y agradable en boca.
El segundo bloque, decisivo, es el de los gelificantes. La gelatina (de origen animal, porcina o bovina) es la reina de los ositos y de todas las piezas con mordida elástica y un “fundido” suave a temperatura corporal. Por eso gustan: ofrecen mordida larga, ese rebote que se busca. La pectina, polisacárido de cítricos y manzana, cuaja geles más cortos y frágiles, ideales para gominolas veganas y para sabores ácidos, porque soporta pH bajos sin perder estructura. El agar-agar y los carragenanos —derivados de algas— producen geles más firmes y densos; el almidón modificado se emplea cuando se persiguen costes contenidos y una sensación de mordida “larga” y algo pegajosa. La elección del sistema de gel depende del efecto sensorial buscado, del etiquetado que se quiere lucir en el envase y, también, de la velocidad de proceso en la línea de producción.
El tercer pilar está en los ácidos alimentarios, que no solo “suben” el sabor. Ácido cítrico, málico o láctico ajustan el pH para que los geles cuajen bien, dan brillo al perfil frutal y aportan un plus de conservación al dificultar el crecimiento microbiano. Cuando una golosina pica, normalmente combina ácidos con un recubrimiento de azúcar ácido —cristales con cítrico o málico— que crea esa descarga rápida al contacto con la lengua.
En el capítulo de aromas y colorantes la paleta es enorme. Aromas naturales, idénticos a los naturales o de síntesis aportan la identidad: fresa, cola, manzana, tropical, canela, menta, regaliz. Los colorantes pueden ser naturales (por ejemplo, curcumina para el amarillo, concentrados vegetales) o sintéticos. La normativa europea exige declarar claramente su presencia con nombre o número E, y establece advertencias específicas para determinadas familias de colorantes azoicos por su relación con la actividad y la atención infantil. No es un detalle menor en etiqueta: si una bolsa sigue empleándolos, lo verás indicado en una frase precisa.
El último toque es el recubrimiento o glaseado. Si una gominola sale directa de molde, corre el riesgo de pegarse por humedad de superficie. Por eso pasa a tambores donde se recubre con aceites vegetales y ceras alimentarias. La más habitual es la cera de carnauba, de origen vegetal, y también la cera de abejas. Dan brillo, tacto seco y estabilidad en bolsa. Y sí, ese aspecto “reluciente” es completamente intencional y regulado.
Cómo se fabrican: del jarabe al molde
Contar la composición de las chuches sin explicar cómo se producen deja la historia a medias. El proceso manda sobre la receta. En gominolas, todo arranca con un almíbar de azúcar y jarabes llevado a una concentración concreta. En caliente se añade el gelificante (gelatina hidratada previamente, pectina disuelta con control de pH, agar cocido) y, ya en el punto justo, se incorporan ácidos, aromas y color. La mezcla, aún fluida, se deposita en moldes siguiendo dos caminos.
En el sistema clásico, una máquina llamada mogul “imprime” cavidades en bandejas de almidón. Es como una cama de harina fina. El jarabe se vierte en esas huellas; el almidón mantiene la forma, absorbe parte de la humedad superficial y evita que el gel se pegue. Tras un reposo controlado de horas o días (según receta), las piezas se desmoldan, se cepillan para retirar restos de almidón y se glasean. El método alternativo usa moldes de silicona o acero con sistemas de desmoldeo sin almidón y secados acelerados, muy útiles para pectina o combinaciones de hidrocoloides que cuajan rápido. En ambos casos, la temperatura y el tiempo son clave: si te pasas, destruyes aromas; si te quedas corto, el gel no cuaja con la consistencia prevista.
Cuando hablamos de caramelos duros, la película cambia. La mezcla de sacarosa y jarabes se lleva a puntos de cocción elevados (por encima de 140-150 °C), se concentra, pierde agua y, al enfriar, forma una matriz vítrea. De ahí su transparencia y su fractura limpia. Si el caramelo es blando —toffee, fudge— la cocción es menos intensa y entra en juego la grasa láctea con proteínas de la leche: se emulsiona y, en el batido, se crean cristales diminutos que determinan esa textura mantecada que se deshace sin romper.
Las nubes o marshmallows son otro mundo. La base es un jarabe con gelatina (o mezclas vegetales) que se airea intensamente, incorporando burbujas finas y estables. La esponjosidad se debe a esa espuma estructurada por proteínas y azúcares. El producto se extruye en cordones, se espolvorea con azúcar glas y almidón para que no se pegue y se corta.
Y el chicle: aquí lo esencial no es el azúcar, sino la base masticable, una mezcla insoluble de polímeros y resinas alimentarias con plastificantes y ceras. Esa base se funde, se amasa, se mezcla con edulcorantes (sacarosa o, en “sin azúcar”, polioles como sorbitol, xilitol o maltitol) y sabores —a menudo encapsulados—, y pasa a extrusión y troquelado. La sensación de masticación, el rebote y la duración del sabor dependen en gran medida de esa base: hay formulaciones pensadas para liberar el aroma de golpe y otras para hacerlo de manera sostenida.
Qué lleva cada tipo: gominolas, caramelos, regaliz y chicle
La pregunta recurrente —qué llevan exactamente— tiene matices según la familia. El catálogo se entiende mejor con ejemplos concretos.
Una gominola clásica combina azúcar, jarabe de glucosa, gelatina o pectina, ácido cítrico, aroma frutal y color. Si el objetivo es un producto vegano o vegetariano, la gelatina cede paso a pectina, agar o carragenanos. El resultado suele ser una mordida más “corta”, con rotura limpia y sensación agradable en piezas ácidas. Las gomas recubiertas de azúcar ácido logran la descarga inicial con cristales impregnados en cítrico o málico, que se disuelven al instante y multiplican la percepción de sabor. En términos nutricionales, las gominolas tradicionales rondan 320-350 kcal por 100 g, con carbohidratos en cifras altas y proteínas marginales salvo que el porcentaje de gelatina sea notable.
Los caramelos duros se mueven en otro terreno. Son, en esencia, vidrio de azúcar con aromas y color en dosis bajas. Su dureza es consecuencia de una baja humedad y de la estructura amorfa del azúcar cocido. De ahí que “corten” tan limpio. Se pueden airear para crear piezas “sopladas” con rayas opacas, un efecto visual clásico. Si son mentolados o de hierbas, el aporte calórico puede bajar cuando la formulación usa edulcorantes intensos o polioles y reduce al mínimo los azúcares.
El regaliz arranca de extracto de raíz de regaliz, con su sabor inconfundible, mezclado con azúcares y gelificantes. La textura “chiclosa” de muchos regalices proviene de almidones y pequeñas fracciones de gomas vegetales. En el mercado conviven piezas con aromas de anís, menta o fruta, y no es raro encontrar combinaciones con pasta de fruta. En la etiqueta conviene vigilar si hay amonio cloruro en recetas “saladas” al estilo nórdico, toda una experiencia.
El chicle se construye sobre su base masticable: poli(acetato de vinilo), poliisobuteno y otras resinas aprobadas para uso alimentario. A partir de ahí se decide casi todo. Si la etiqueta dice “sin azúcar”, lo habitual es que el dulzor lo pongan polioles como xilitol (muy usado en formatos “dentales”), sorbitol o maltitol, a veces acompañados por edulcorantes intensos como acesulfamo K, sucralosa o glucósidos de esteviol. El sabor suele ir encapsulado para que dure más y se libere con la masticación. Las capas exteriores pueden incorporar polvos que generan sensación de frescura o pequeños cristales que crujen.
Dos detalles que cambian la experiencia
El primero: por qué brillan. Ese brillo no es grasa libre ni “aceite” sin control. Es cera de carnauba o cera de abejas en cantidades muy bajas. Evita que se peguen, mejora la estabilidad frente a la humedad ambiental y aporta un tacto seco. Si el envase brilla por dentro, suele ser por esa misma protección.
El segundo: por qué algunas pican más. La percepción de acidez no solo depende de cuánto ácido cítrico o málico lleva una receta, sino de dónde está. Si el ácido va en el recubrimiento, el impacto es instantáneo. Si está disuelto en la masa, la acidez es homogénea y, a veces, más suave. Por eso hay gominolas que “dan el golpe” y otras que aguantan con un tono frutal estable.
Etiquetado y normativa en España y la UE
El marco regulatorio europeo para aditivos, colorantes, edulcorantes y agentes de recubrimiento es detallado, y se refleja en el etiquetado. Cualquier lista de ingredientes debe ordenar los componentes de mayor a menor, usar su nombre o número E y, cuando proceda, incluir advertencias obligatorias.
Entre las más visibles está la referida a determinados colorantes azoicos (como E-102, E-104, E-110, E-122, E-124, E-129). Si una golosina los usa, la etiqueta debe incorporar una frase que advierta sobre posibles efectos en la actividad y la atención infantil. No es optativo. Muchos fabricantes han reformulado para esquivarlos, aunque persisten en productos importados o en recetas clásicas.
En edulcorantes, la mención más conocida es la asociada al aspartamo. Si un producto contiene aspartamo o aspartamo-acesulfamo, la etiqueta debe indicar que “contiene una fuente de fenilalanina” porque las personas con fenilcetonuria no metabolizan ese aminoácido. Es una advertencia sanitaria concreta y no negociable. A su lado conviven otros edulcorantes intensos (acesulfamo K, sucralosa, glucósidos de esteviol) que no requieren ese aviso.
Los polioles —sorbitol, xilitol, maltitol, isomalt, eritritol— son habituales en caramelos y chicles sin azúcar. Aportan dulzor con menos calorías que el azúcar y menor riesgo de caries, pero a partir de cierta cantidad pueden tener efecto laxante. Por eso, cuando un producto supera un umbral de polioles en su composición, la etiqueta debe incluir un aviso estándar sobre posibles efectos laxantes por consumo excesivo. La norma no pretende asustar; busca informar sobre un comportamiento fisiológico bien descrito.
También cambian los catálogos de aditivos. Un ejemplo claro es el dióxido de titanio (E-171), que durante años se empleó para blanquear y dar opacidad a ciertos caramelos y recubrimientos. Tras su reevaluación, dejó de estar autorizado como aditivo alimentario en la UE. El sector reaccionó con rapidez: nuevas mezclas, pigmentos alternativos y cambios de proceso han reemplazado su función sin alterar en exceso la apariencia final. Ver E-171 en un producto nuevo del mercado europeo ya no debería ocurrir.
En alérgenos, las golosinas no suelen contener gluten ni huevo de forma sistemática, pero hay excepciones. Algunas nubes usan clara de huevo para estabilizar la espuma; ciertos surtidos de caramelos de goma pueden utilizar almidones procedentes de trigo o compartir línea con productos con gluten, con lo que aparece el clásico “puede contener trazas”. Además, no faltan alertas puntuales por errores de etiquetado: presencia de gluten no declarado o cambios de formulación sin actualización de la lista. Quien deba evitar un ingrediente concreto haría bien en revisar cada lote: las reformulaciones son más frecuentes de lo que parece.
Salud pública, dientes y consumo razonable
Las chucherías son alimentos de placer. No se piensan como base de una dieta, sino como ocasiones puntuales. Eso no significa que todo dé igual. La evidencia sobre azúcares libres, salud dental y peso corporal es sólida: cuanto mayor es la exposición del esmalte a azúcares pegajosos y ácidos, mayor el riesgo de caries y erosión. En piezas masticables y pegajosas, el tiempo de contacto cuenta. Un sorbo de agua al terminar y un cepillado cuando toca ayudan de verdad.
¿Y las sin azúcar? Llevan polioles y, a menudo, edulcorantes intensos. Su impacto en caries es menor; la carga calórica baja, aunque no desaparece (los polioles también aportan energía, con excepciones como el eritritol, que apenas se metaboliza). El sabor ha avanzado mucho: el maltitol se acerca al perfil de la sacarosa; el xilitol deja una sensación refrescante característica. Pero excederse puede provocar molestias gastrointestinales; de ahí la advertencia en etiqueta. Para quienes controlan ingestas de azúcar o necesitan opciones aptas por motivos médicos, estas formulaciones son útiles. Para el resto, moderación y porciones claras siguen siendo la pauta.
Las opcionales veganas son otro frente. Con pectina, agar o carragenanos se logran texturas competentes, especialmente cuando se busca un perfil ácido. Eso sí, cambian matices sensoriales: la gelatina ofrece una mordida elástica y un fundido muy particulares; la pectina tiende a una rotura limpia y una sensación más breve. En color, si se evita el carmín (E-120) —de origen animal—, se recurre a pigmentos vegetales o a mezclas que sostienen tonos intensos sin recurrir a ese E-número.
Un apunte sobre valores aproximados: en gominolas tradicionales, los azúcares totales suelen moverse entre 45 y 70 g por 100 g, con energía alrededor de 320-350 kcal. En caramelos duros el porcentaje de carbohidratos puede acercarse al 100% (si no hay rellenos ni ácidos en cantidad significativa). En chicles sin azúcar, la energía baja de forma notable, y la tabla nutricional muestra más polioles que azúcares. Conviene leer la letra pequeña: las diferencias entre marcas y lotes existen.
Por último, una pregunta práctica: ¿qué pasa si un niño se traga un chicle? Lo normal es que no ocurra nada. La base es insoluble, pero el organismo la expulsa como cualquier otra fibra no digerible. Otra cosa es tragar grandes cantidades o juntar varias piezas: ahí la prudencia manda.
Guía útil para elegir bien en el lineal
La composición de las chuches se entiende de un vistazo cuando sabes qué buscar. Azúcar y jarabes representan el grueso en gominolas y caramelos; la gelatina o su alternativa vegetal explican la mordida; los ácidos afinan el sabor y estabilizan; los aromas dan identidad; los colorantes colorean —con menciones claras cuando procede—; el glaseado protege. Con eso, elegir se vuelve más consciente.
Tres pistas fiables ayudan siempre. Primera: un producto de confitería sin azúcar casi seguro lleva polioles. Si el porcentaje es alto, verás el aviso sobre posible efecto laxante por consumo excesivo. Segunda: una gominola vegana suele declarar pectina, agar o carragenanos en lugar de gelatina. Tercera: si un caramelo luce colores muy intensos, la etiqueta te permitirá comprobar si hay colorantes sujetos a advertencia o si la paleta se ha conseguido con alternativas.
También cuenta el contexto. Si te preocupa el gluten, revisa si hay trazas o almidones concretos en la lista. Si la fenilcetonuria está en la ecuación, mira el aspartamo y su aviso de fenilalanina. Si buscas evitar determinadas familias de colorantes, la frase obligatoria actúa como un semáforo. Si prefieres fórmulas actualizadas en cuanto a aditivos, recuerda que el E-171 ya no se usa en alimentación en la UE; muchas marcas han reformulado y destacan “sin dióxido de titanio” cuando tiene sentido.
La buena noticia es que la etiqueta ofrece la respuesta exacta a esa incógnita cotidiana: qué llevan las golosinas. Y suele estar escrita con más claridad de la que pensamos, con nombres, números E, orden decreciente y advertencias específicas cuando toca. Si miras dos minutos antes de llenar la bolsa, verás lo que hay detrás de cada mordida elástica, de cada caramelo crujiente o de ese chicle que aguanta media tarde. Azúcar, jarabes, gel, acidez, aroma, color y brillo. Y, a partir de ahí, elección informada. Porque saber de qué están hechas las chuches —o si lo prefieres, qué llevan las golosinas— no quita magia a la bolsa: simplemente te coloca al mando.
🔎 Contenido Verificado ✔️
Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AESAN), Consumer Eroski, Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), El País.

- Cultura y sociedad
Huelga general 15 octubre 2025: todo lo que debes saber
- Cultura y sociedad
¿De qué ha muerto Pepe Soho? Quien era y cual es su legado
- Cultura y sociedad
Dana en México, más de 20 muertos en Poza Rica: ¿qué pasó?
- Cultura y sociedad
¿Cómo está David Galván tras la cogida en Las Ventas?
- Cultura y sociedad
¿De qué ha muerto Moncho Neira, el chef del Botafumeiro?
- Economía
¿Por qué partir del 2026 te quitarán 95 euros de tu nomina?
- Cultura y sociedad
¿Cuánto cuesta el desfile de la Fiesta Nacional en Madrid?
- Cultura y sociedad
¿De qué ha muerto el periodista Joaquín Amérigo Segura?