Cultura y sociedad
Por qué hay combates entre Afganistán y Pakistán en la frontera

Foto de Staff Sgt. Bradley Lail, CC BY 2.0, vía Wikimedia Commons
Claves del choque armado entre Afganistán y Pakistán: cifras enfrentadas, Durand en disputa, Torkham y Chaman cerrados y mediación del Golfo.
La nueva oleada de fuego entre Afganistán y Pakistán se explica por un detonante inmediato y por un conflicto que no ha dejado de latir durante décadas. En lo inmediato, las autoridades talibanes aseguran que respondieron durante la noche a bombardeos paquistaníes efectuados el viernes en territorio afgano. Kabul sostiene que sus fuerzas asaltaron puestos fronterizos, capturaron instalaciones y causaron decenas de bajas entre militares paquistaníes. Islamabad discute esa versión y, a su vez, señala que se defendió de ataques “no provocados” contra sus posiciones. El saldo humano es confuso: los talibanes hablan de 58 soldados paquistaníes muertos y admiten nueve caídos propios, con heridos a ambos lados. El cruce de fuego obligó a cerrar los pasos de Torkham y Chaman, dos arterias vitales para el comercio y el tránsito diario entre ambos países. Y en mitad de la noche, a petición de Catar y Arabia Saudí, se produjo una pausa que no bastó para disipar la tensión.
El trasfondo es más áspero y explica por qué la chispa prende tan rápido. La línea Durand, trazada en 1893 y nunca reconocida por los gobiernos afganos, sigue siendo una herida abierta que corta comunidades pastunes y baluches. Pakistán la da por frontera internacional, Afganistán la discute, y de esa ambigüedad nacen fricciones constantes: un mojón movido, una garita nueva, una zanja en una ladera que el vecino considera suya. A ese desacuerdo se suma la acusación histórica de Islamabad de que en suelo afgano se refugia el Tehreek-e-Taliban Pakistan (TTP), el conglomerado insurgente que golpea dentro de Pakistán; Kabul lo niega. Desde 2017, la construcción de una valla de miles de kilómetros —alambre, zanjas, sensores— ha reducido parte de la porosidad, pero no ha resuelto la disputa política ni la desconfianza. Con ese tablero, cualquier intercambio de artillería corre el riesgo de convertirse en un patrón repetido.
Lo ocurrido en las últimas horas
El parte de la noche fue seco y contundente: 12 de octubre de 2025, Kabul denuncia ataques aéreos paquistaníes dos días antes y enmarca su respuesta como “operaciones de represalia”. El portavoz talibán, Zabihullah Mujahid, habla de puestos capturados —“unos 25”, según su versión—, de armas incautadas y de bajas paquistaníes elevadas. El Ejército de Pakistán no acepta esos números; sí reconoce choques intensos en distintos tramos, el uso de artillería y la neutralización de posiciones afganas. En paralelo, la diplomacia regional intenta frenar la curva: canales de Doha y Riad piden contención y ofrecen mediación. La pausa de medianoche alivió el ruido de los morteros, pero a primera hora continuaron tiroteos intermitentes en sectores sensibles.
En el terreno, la crisis se tradujo en barrearas cerradas, motores apagados y colas de camiones inmóviles. Cuando Torkham —en Khyber— y Chaman —en Baluchistán— se clausuran, la vida se detiene en buena parte del este afgano y del noroeste paquistaní. Miles de conductores pasan de la carretera al campamento improvisado, y los percheros de fruta, harina, combustible o medicinas se someten al sol y a la aritmética cruel de la espera: el hielo que se derrite, el gasoil que se agota, la mercancía que pierde valor. El cierre remueve, también, historias pequeñas que rara vez llegan al parte oficial: un estudiante que no cruza a clase, una consulta médica perdida, una familia que no se reúne a tiempo para un funeral. En esta frontera, cada portón echado cuesta dinero y calma.
El conteo de víctimas y daños, a falta de confirmaciones cruzadas, seguirá lleno de sombras durante horas o días. Lo que sí está claro es el calendario de reacción que se repite desde hace años. Cuando un lado denuncia una incursión —sea un bombardeo, sea la construcción de un puesto en un área disputada—, el otro exhibe la defensa firme de su integridad. Si no hay canales de desescalada operativos, el intercambio de artillería llega rápido. La novedad ahora no está en la coreografía, sino en la magnitud de lo reclamado por Kabul: muchas bajas enemigas y una veintena larga de posiciones capturadas. Incluso si esas cifras no se confirman, marcan el tono político de la jornada.
Una línea que nunca cicatrizó: la Durand y sus consecuencias
Contar esta historia sin el mapa sería engañar. La línea Durand es un trazo de 2.640 kilómetros que separa Afganistán de Pakistán a través de montañas, desfiladeros y desiertos. Nació de un acuerdo entre el emir afgano Abdur Rahman Khan y el gobierno británico de la India colonial. Más de un siglo después, sigue sin un reconocimiento formal por parte de Kabul. Islamabad asume que es su frontera internacional, la ha señalado, vallado y militarizado por tramos; Afganistán discute esa base jurídica y, con ella, la legitimidad de ciertas obras y controles. Entre medias, pueblos pastunes y baluches divididos, pastos partidos y rutas antiguas cortadas.
El siglo XX apenas trajo claridad. Guerras, invasiones y cambios de régimen borraron mojones, arrasaron hitos y reescribieron mapas internos sin que la línea Durand pasase del papel discutido a la realidad aceptada. Después de 2001, con el mundo mirando a Afganistán, la frontera se convirtió en frente de seguridad para Pakistán. Desde 2017, Islamabad impulsó una valla casi continua en las zonas más porosas. La barrera no es un detalle: alambres dobles, zanjas antivehículo, sensores, torretas; una ingeniería para frenar infiltraciones insurgentes y contrabando. Cambió la geografía de la cotidianeidad. Familias partidas entre dos Estados empezaron a depender de permisos. Pastores que iban y venían por costumbre se encontraron con un portón donde antes había una vereda. Comerciantes de pequeña escala tuvieron que elegir: papeleo o caminos secundarios más caros y peligrosos.
La fricción nace, muchas veces, de lo pequeño. Un nuevo puesto de control que se erige en una ladera discutida. Una garita que un lado interpreta como asentada “de su lado” y el otro justifica por necesidad operativa. Una zanja que interrumpe una canalización o una ruta de paso. Son detalles, pero en una frontera sin consenso esas obras parecen banderas clavadas. La reacción que sigue es conocida: aviso, tensión, armas. Cuando ocurre en Torkham o Chaman, el impacto se multiplica por el volumen de mercancías, personas y dinero que dependen de esos corredores.
Un actor incómodo: el Tehreek-e-Taliban Pakistan
Para Islamabad, el TTP es el vector central de la inestabilidad. No es un bloque monolítico. Es un paraguas de grupos con liderazgo local, redes familiares y fidelidades variables, unido por un horizonte ideológico compartido y por un objetivo: socavar al Estado paquistaní. En los últimos años, ha reivindicado ataques contra fuerzas de seguridad, comisarías, convoyes y, en ocasiones, contra objetivos civiles. La hipótesis que repite el estamento de seguridad paquistaní es nítida: el TTP encuentra refugio al otro lado de la línea, en Afganistán, desde donde planifica y se rearma. Kabul lo niega y afirma que no permitirá que su territorio se utilice para agredir a un país vecino.
La realidad, como casi siempre, es más enrevesada. Tras la vuelta de los talibanes al poder en agosto de 2021, muchos analistas advirtieron de un “efecto espejo”: grupos armados afines en Pakistán podían sentir aliento. No significa que Kabul y el TTP actúen como uno —las agendas no siempre coinciden—, pero sí que el entorno regional se volvió más permeable a conexiones operativas y a desplazamientos discretos. En este marco, incursiones o bombardeos selectivos de Pakistán en áreas afganas con presencia presunta de militantes se han vuelto más frecuentes. Desde Kabul, esos ataques se leen como una violación de soberanía. La respuesta —artillería contra puestos, cierre de cruces, lenguaje de firmeza— entra en el guion.
El dilema para los talibanes es evidente. Por un lado, necesitan demostrar a su base y a sus mandos que no toleran incursiones ni ataques desde el aire. Por otro, temen el coste de una escalada abierta con un vecino con el que comparten una frontera larga, comercio esencial y una red social entrelazada. Por eso la aceptación de una pausa de medianoche, “a petición” de Catar y Arabia Saudí, encaja con ese equilibrio: mostrar músculo y, al mismo tiempo, mantener abierto un canal que evite un conflicto más amplio. Para Pakistán, la ecuación tampoco es sencilla. Un golpe contundente contra posiciones enemigas satisface la demanda interna de seguridad; una guerra prolongada en la franja montañosa drena recursos y complica su propia agenda económica y política.
Economía y vidas paradas: qué supone cerrar Torkham y Chaman
El cierre de Torkham y Chaman no es solo una noticia de seguridad, es una crisis logística. Afganistán depende de las importaciones para alimentar a su población y abastecer a sus ciudades. Cuando los camiones se paran, se vacían los mercados. La región oriental —Nangarhar, Kunar, Laghman— lo nota primero. Suben los precios del trigo, del aceite, de la fruta; las farmacias alertan por la falta de determinados medicamentos; los depósitos de combustible hacen cuentas con un stock que cae a ojos vista. En el lado paquistaní, los comerciantes pierden margen y los transportistas ven cómo los costes se disparan por la espera, por el alojamiento improvisado, por el mantenimiento de la cadena de frío. No es la primera vez que ocurre. Parones de días o semanas en 2023 y 2025 dejaron pérdidas cuantiosas y peleas en la fila cuando alguien intentó saltarse el orden.
Cada cierre deja, además, cicatrices administrativas. Tras cada reapertura, aparecen condiciones nuevas: papeles más estrictos, tasas ajustadas, horarios recortados, inspecciones más exhaustivas. Eso alarga el trámite, favorece a quienes cuentan con intermediarios o con mejor acceso a funcionarios, encarece el comercio y empuja a parte del flujo a caminos informales. También altera la ruta del carbón afgano que cruza en dirección a Pakistán —un ingreso relevante para la economía del Emirato— y los suministros que vuelven en sentido inverso, como harina, cemento o fertilizantes. En un país sancionado y sin reconocimiento pleno, cada dólar que entra sale muy caro cuando la frontera se cierra.
Hay una dimensión humana que rara vez ocupa titulares. Las deportaciones periódicas de afganos indocumentados desde Pakistán han añadido presión a los cruces, con familias enteras que intentan regresar en bloque antes de que el clima o la política les deje atrapados en tierra de nadie. Un portón cerrado convierte esa prisa en campamentos improvisados a pie de carretera, con niños, ancianos y enfermos. Para ellos, un día de cierre no es una estadística; es una noche a la intemperie y un futuro aún más incierto.
Mediaciones, fuerzas en juego y margen para una canalización
En medio del ruido de los disparos, Catar y Arabia Saudí han pedido contención y ofrecido mediación. No es casual. Las capitales del Golfo saben que un conflicto abierto en la franja afgano-paquistaní desestabiliza corredores comerciales, tensiona el precio de algunos bienes y puede desatar nuevas olas de refugiados. Sobre todo, conocen a los protagonistas y los canales informales por los que se puede hablar cuando las líneas oficiales se enfrían. La pausa nocturna, aun breve, apuntó a esa palanca diplomática.
El margen de maniobra existe si se activan mecanismos técnicos que ya funcionaron en crisis anteriores: comisiones mixtas para verificar sobre el terreno dónde se está levantando un nuevo puesto; acuerdos temporales para suspender obras en áreas sensibles; protocolos de notificación de movimientos militares mayores en proximidad a la línea; y canales de comunicación operativa que impidan que un intercambio de gritos a través de un altavoz se convierta en fuego cruzado. Nada de eso resuelve la disputa política de fondo, pero sí baja la temperatura y permite que Torkham y Chaman vuelvan a abrir sin condiciones que asfixien el comercio.
La otra llave está en la seguridad compartida. Si Islamabad necesita ver que Kabul actúa contra células del TTP en su territorio —o, al menos, que no ofrece tolerancia—, habrá que encontrar una fórmula de cooperación verificable que no humille públicamente a ninguna de las partes. No es sencillo. Los talibanes quieren exhibir autonomía y control del territorio; Pakistán pide resultados palpables y rápidos. La experiencia reciente demuestra que, cuando hay una ventana política —una coyuntura en la que a ambos lados les interesa enfriar—, aparecen intercambios discretos de información, operaciones puntuales y gestos que se anuncian poco. Lo difícil es sostener ese esquema cuando regresan los atentados o cuando una obra en disputa —una zanja, una torreta— reaviva la confrontación.
Qué escenario se abre tras la noche de fuego
En las próximas jornadas, la secuencia más probable pasa por tres pasos. Primero, un alto el fuego tácito en varios sectores, con patrullas en tensión pero sin avances ni disparos pesados. Segundo, una reapertura gradual de Torkham y Chaman, quizá con horarios acotados y trámites reforzados, para evitar el colapso de suministros en el este afgano y aliviar las pérdidas de comerciantes paquistaníes. Tercero, una discusión técnica sobre puntos concretos de fricción: dónde se levantó una garita sin aviso, qué tramos de la valla requieren reubicación, qué protocolos de notificación se aplican la próxima vez. Al mismo tiempo, el tablero interno de cada país pesará: si la cifra real de bajas entre militares paquistaníes fue alta, la presión en Islamabad por una respuesta más dura crecerá; si fue menor y el control territorial no cambió, la ventana para la contención se abre.
Nada de esto resuelve la cuestión central: la línea Durand como frontera disputada en su legitimidad histórica y la persistencia del TTP como factor desestabilizador dentro de Pakistán con presunta conexión transfronteriza. Mientras no haya una fórmula mínima —y verificable— para cooperar contra el TTP, cada atentado relevante en suelo paquistaní tendrá el potencial de abrir un nuevo ciclo de represalia. Y mientras Afganistán no ofrezca señales claras de gestión del territorio que eviten la narrativa del refugio, la justificación para incursiones selectivas seguirá sobre la mesa del establishment de seguridad paquistaní.
La economía de frontera —tan descuidada como decisiva— es la víctima inmediata de cada estallido. Si el cierre se prolonga, los precios en mercados afganos subirán, el carbón se amontonará, el combustible llegará a cuentagotas y los hospitales notarán la falta de medicinas. En Pakistán, el comercio de proximidad perderá volumen y margen, y los transportistas volverán a pagar la factura invisible de la espera. Es una razón de peso para que las administraciones, pese a la retórica, busquen una vuelta rápida a la normalidad operativa.
El vecindario mira. India sigue cada gesto de Islamabad y mide si su rival asume otro frente con Afganistán. Irán vigila las rutas comerciales que conectan su este con retrancas de Afganistán y Baluchistán. China pondera el impacto en proyectos e infraestructuras que rozan la región. Y las monarquías del Golfo pesan costos y beneficios de involucrarse más, si no en la mediación pública, sí en la facilitación discreta de conversaciones.
La frontera arde cuando falta lo esencial
La noche de artillería y cifras infladas —o no— encaja en un patrón que la región conoce demasiado bien: una acción, una respuesta, un cierre de portones, una mediación, una reapertura y un paréntesis hasta el próximo choque. El porqué inmediato, esta vez, fue la cadena que empezó con un bombardeo y siguió con un asalto a puestos. El porqué profundo es el que mantiene viva la mecha: una frontera discutida, una valla que intenta convertir lo ambiguo en acero, una insurgencia que muta y una desconfianza que no se cura con un alto el fuego de medianoche.
Nada impide que se baje la temperatura. Hay herramientas, hay experiencia reciente y hay una urgencia compartida para reabrir Torkham y Chaman sin convertirlos en embudos imposibles. El éxito, a corto plazo, se medirá en días sin disparos y camiones en marcha. El éxito, a medio, exigirá algo que no se firma en un altavoz: protocolos claros en la frontera, verificación de compromisos de seguridad y gestos sostenidos que devuelvan previsibilidad al comercio y a la vida cotidiana en la franja.
Si esas piezas se alinean, la crisis de 12 de octubre quedará como otra sacudida en una historia que sigue siendo áspera. Si no, la frontera volverá a arder en cuanto una obra, una patrulla, una emboscada o un comunicado sin matices lo empuje. En ese paisaje, donde la distancia entre la pedrada y el mortero es ridículamente corta, la estabilidad depende de algo tan simple como difícil: que quienes comparten esa línea hablen, midan y cumplan. Mientras tanto, los camiones esperan. Y un país entero —en realidad, dos— cuentan los días para que vuelva a abrirse el portón.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de medios españoles y centros de análisis con trayectoria contrastada. Fuentes consultadas: RTVE, ABC, Europa Press, La Razón, IEEE.

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