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Violencia vicaria: qué significa y porqué será delito penal

Qué es la violencia vicaria y por qué será delito penal en España: claves, señales de riesgo y pasos para proteger a la infancia y a madres.
La violencia vicaria es la estrategia de un agresor que, para castigar a su pareja o expareja, instrumentaliza a terceras personas —sobre todo a hijas e hijos— con el fin de infligirle el máximo daño psicológico. No es un eufemismo, ni una moda terminológica: designa un patrón concreto y reconocible de violencia de género que utiliza el vínculo afectivo como arma. En España, este fenómeno ya se aborda desde hace años mediante distintas figuras del Código Penal (homicidio, lesiones, amenazas, coacciones, maltrato habitual, quebrantamiento de medidas) y a través de medidas civiles y administrativas de protección, especialmente en el ámbito de la infancia.
Será delito penal específico en cuanto el Parlamento apruebe y el Boletín Oficial del Estado publique la reforma del Código Penal que el Gobierno ha puesto en marcha. El texto en preparación crea un tipo penal autónomo para la violencia vicaria —con penas de prisión y medidas complementarias— que se sumará, no sustituirá, a los delitos de resultado que ya se persiguen hoy. Hasta ese momento, los hechos continúan castigándose con las tipificaciones existentes, pero la nueva figura dará visibilidad jurídica a esta modalidad de maltrato y permitirá ajustar mejor las medidas de protección.
Qué es la violencia vicaria y qué significa en la práctica
Decir “violencia vicaria” es decir daño por interpósita persona. El agresor no golpea directamente a la mujer para someterla; la hiere a través de lo que más quiere: sus hijos e hijas, otros menores a su cargo, familiares cercanos, incluso su entorno afectivo más íntimo. Esa instrumentalización no convierte a los menores en simples “medios”: se trata de víctimas directas. El foco de la agresión es la mujer, sí, pero el impacto —físico o psicológico— recae de lleno sobre terceras personas, a menudo niños y adolescentes que ni siquiera tienen herramientas para entender lo que está sucediendo.
La expresión nació en el ámbito clínico y se extendió pronto a la intervención social y a los juzgados. La idea es sencilla y a la vez brutal: dañar a una mujer a través de aquellos con quienes sostiene un vínculo, aprovechando la asimetría de poder que caracteriza al ciclo de la violencia de género. Esta táctica aparece tanto en contextos de convivencia como, sobre todo, tras la separación o el divorcio, cuando algunos agresores descubren que pueden convertir el régimen de visitas y la coparentalidad en un campo de batalla. A veces se manifiesta con gestos que, aislados, parecen nimios; sumados, dibujan un patrón de control y terror. Otras veces, por desgracia, el patrón desemboca en crímenes que conmueven al país.
Comprender qué significa violencia vicaria exige reconocer que no hablamos de “un mal divorcio” ni de “conflictos parentales”. La clave está en la intencionalidad: el tercero es el instrumento. La humillación y el dolor van dirigidos a la mujer, pero el vehículo es la vida de sus hijos, su relación con ellos, su familia, su estabilidad emocional. Ese matiz —intención de causar daño a través de otros— es el que el legislador busca aislar y tipificar, para dotar de coherencia a la respuesta penal y, sobre todo, para ajustar las medidas de protección a la realidad del riesgo.
Por qué el Gobierno la tipifica: el salto del concepto al tipo penal
La tipificación responde a una evolución lógica. Primero se nombró el fenómeno; después, los poderes públicos incorporaron el enfoque a protocolos y estadísticas; ahora el paso que se da es convertir ese patrón en un delito autónomo. El objetivo no es “multiplicar” castigos por inercia, sino cerrar lagunas: identificar mejor la instrumentalización de menores y otros seres queridos, incorporar agravantes y medidas que hoy resultan engorrosas o insuficientes, y facilitar que los operadores jurídicos —jueces, fiscales, forenses, equipos psicosociales— manejen un marco común.
El proceso legislativo es conocido: Consejo de Ministros, trámite parlamentario, aprobación y publicación en el BOE. La reforma prevé un artículo específico que castigará a quien, con el propósito de herir a su pareja o expareja, cometa delitos sobre hijas e hijos, menores bajo su tutela o guarda, ascendientes, hermanos o la nueva pareja de la víctima. La pena se sumará a la que corresponda por el delito de resultado (por ejemplo, homicidio o lesiones). Junto a la prisión, el proyecto contempla medidas accesorias: órdenes de alejamiento más finas, inhabilitaciones, prohibiciones de comunicación y, de forma novedosa, restricciones de difusión para evitar la revictimización mediante la explotación mediática o comercial de los hechos.
Cuando se pregunta cuándo la violencia vicaria será delito penal con nombre propio, la respuesta es clara: cuando la reforma entre en vigor, que será la fecha fijada en la propia ley tras su publicación. No hay atajos. Hasta entonces, el sistema debe seguir actuando con las herramientas actuales, que son muchas si se aplican con rigor. La novedad del tipo no resta eficacia a lo que ya existe; la organiza y la visibiliza.
Cómo actúa: señales, patrones y pruebas que pesarán en un juzgado
La violencia vicaria rara vez irrumpe de golpe. Se cocina a fuego lento en el terreno gris de lo cotidiano. El agresor manipula la comunicación con los menores para convertirlos en mensajeros del miedo; desautoriza sistemáticamente a la madre frente a ellos; amenaza con retirarles la custodia o con “hacerles daño” si la mujer le denuncia; utiliza el régimen de visitas para chantajear; incumple horarios con una única finalidad: controlar y castigar. Aparecen conductas de alienación instrumental —no confundir con teorías controvertidas y desaconsejadas— que buscan que los niños repitan un discurso hostil hacia la madre. En paralelo, se activan tácticas de aislamiento: que la mujer sienta que nadie la cree, que todo “parece normal”, que quizá exagera.
En los procesos judiciales, la documentación es decisiva. Mensajes, correos, audios, llamadas, comunicaciones con el centro escolar o con el pediatra, informes de servicios sociales, partes médicos, informes de salud mental. Un cuaderno de incidencias —fechas, hora, situación, testigos— ayuda a mostrar el patrón. El relato no debe dispersarse en mil detalles; conviene ordenarlo en torno a la idea de instrumentalización: “qué hace, con quién, para causar daño a través de quién, qué efecto tiene en la mujer y en los menores”.
Los equipos psicosociales y los servicios especializados en violencia de género y protección de la infancia deben evaluar el riesgo con herramientas específicas. Si un menor expresa miedo a las visitas, no es un dato menor. Puede haber síntomas de ansiedad, deterioro del rendimiento escolar, problemas de sueño, regresiones. El interés superior del menor obliga a adaptar visitas —con supervisión en puntos de encuentro, por ejemplo— o a suspenderlas cuando el riesgo es evidente. El sistema funciona cuando se evita el automatismo de “mantener la relación a toda costa” y se individualiza cada caso con informes consistentes.
El ecosistema digital añade otra capa. La violencia vicaria también se ejerce a través de redes sociales: difusión no consentida de fotografías de los menores, publicaciones que humillan a la madre valiéndose de los niños, presiones por mensajería instantánea antes o después de las visitas, grupos familiares usados como altavoz de insultos o desprecios. El rastro digital, bien preservado, también es prueba.
Qué herramientas legales existen hoy: protección efectiva sin esperar a la nueva figura
Aunque la violencia vicaria aún no tenga un tipo penal autónomo en vigor, el ordenamiento sí ofrece herramientas. La Ley Orgánica 1/2004 contra la violencia de género y la Ley Orgánica de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia (LOPIVI) reconocen a los hijos e hijas como víctimas directas cuando sufren o presencian ese maltrato, con implicaciones claras en medidas civiles, asistenciales y educativas. La suspensión o limitación del régimen de visitas, el uso de puntos de encuentro familiar, la prohibición de comunicación, la orden de protección y el acceso prioritario a apoyo psicológico son medidas habituales cuando el riesgo se acredita.
En el ámbito penal, los jueces pueden imponer medidas cautelares que desactiven el control del agresor: alejamiento, control telemático, retirada de armas, inhabilitaciones. La conducta concreta se encuadra en amenazas, coacciones, maltrato, lesiones, delitos contra la integridad moral, quebrantamiento, etc. Cuando el daño alcanza a animales de compañía —un terreno cada vez más visible— también existen tipificaciones específicas que captan la crueldad de usar ese vínculo afectivo para castigar a la mujer. El sistema, por tanto, no está inerme: la tipificación de la violencia vicaria como delito sumará orden y precisión, pero no sustituye lo que ya opera.
Un punto sensible es la coordinación. Las decisiones penales y civiles deben hablarse: una orden de protección con prohibición de comunicación poco sirve si, en paralelo, se mantiene un régimen de visitas sin garantías. Los juzgados especializados, las fiscalías de violencia sobre la mujer, los equipos técnicos y los servicios sociales deben compartir información con agilidad. La formación en perspectiva de infancia y de género es imprescindible para leer los casos sin prejuicios ni inercias.
En el plano asistencial, la red pública ofrece recursos que conviene tener a mano: el 016 funciona 24/7 y no aparece en la factura; existe atención por WhatsApp (600 000 016) y por correo electrónico; en emergencias, 112; y, para casos con menores, la Fundación ANAR atiende de forma especializada. La sanidad pública y la educación son puertas de entrada esenciales para activar protocolos, registrar señales y derivar a los recursos adecuados. Sin sensacionalismo ni pánico moral: con profesionalidad y constancia.
Casos, datos y una realidad que ya no se puede ignorar
La fotografía española de la última década es elocuente. Decenas de niñas y niños han sido asesinados en contextos de violencia de género desde que el Estado empezó a contabilizar de manera específica estos crímenes. Otros muchos han sufrido lesiones, abusos, amenazas o han quedado atrapados en dinámicas de control que les roban la infancia. El impacto psicológico en las madres —duelos imposibles, estrés postraumático, depresiones severas— es difícil de medir en cifras, pero los equipos clínicos llevan años documentándolo.
La sensibilidad social se ha afinado. Hoy se acepta con menos dudas que exponer a la infancia a la violencia de género es una forma de maltrato. Se entiende mejor que el agresor puede utilizar las visitas para seguir controlando a la mujer, que el “interés superior del menor” no obliga a mantener vínculos que le dañan. Y se ve —cada vez más— que la violencia vicaria se diversifica: no sólo utiliza a menores; también a ascendientes con dependencia, a hermanos, a parejas actuales de la mujer, a su red social. Incluso a mascotas, porque la crueldad se alimenta del apego.
En la jurisprudencia empiezan a aparecer resoluciones que nombran expresamente la violencia vicaria para analizar pruebas y graduar medidas. No se trata de etiquetas vacías: cuando un tribunal reconoce el patrón —daño a través de terceros para quebrar a la mujer—, el caso encaja mejor en órdenes de alejamiento, suspensión de visitas o tratamiento especializado. Se evita, de paso, la narrativa cómoda del “conflicto” que todo lo empata. Nombrar sirve para proteger y para reparar.
El debate público también ha crecido. Se discute sobre responsabilidad mediática, sobre límites a la explotación comercial de crímenes que causan un daño social evidente, sobre el papel de plataformas digitales en la difusión de contenido que revictimiza. La futura figura penal prevé herramientas para contener esa exposición cuando sea parte del maltrato, con criterios de proporcionalidad y tutela judicial.
¿Hay riesgos de sobrerreacción? La experiencia comparada y la práctica penal española aconsejan huir de automatismos. No todo conflicto posruptura es violencia vicaria, ni toda denuncia apunta a ese patrón. La fortaleza de la respuesta reside en distinguir con rigor: intención, contexto, pruebas. Por eso resultan tan importantes los equipos forenses y psicosociales, la coordinación interinstitucional y la formación continua.
Lo que cambiará con el nuevo delito (y lo que ya funciona)
La tipificación introducirá tres cambios prácticos. Primero, reconocimiento explícito del patrón en el Código Penal, que facilitará la identificación temprana del riesgo en comisarías, juzgados y servicios sociales. Segundo, adaptación de las penas y de las medidas accesorias a esa intencionalidad específica, con margen para limitar comunicaciones, visitas o publicaciones que prolonguen el daño. Tercero, mejor estadística pública: nombrar con precisión permite contabilizar y, por tanto, diseñar políticas de prevención y atención ajustadas.
Nada de esto invalida lo que ya se hace. Los delitos de resultado —homicidio, lesiones, agresiones sexuales, amenazas, coacciones, maltrato habitual— seguirán siendo la columna vertebral de la persecución penal. La violencia vicaria como tipo autónomo vendrá a sumarse cuando el elemento nuclear sea la instrumentalización de terceros para dañar a la mujer. La coordinación con el orden civil —custodia, visitas, patria potestad— seguirá siendo determinante para que las sentencias penales no se queden cortas en la protección efectiva.
El éxito de la reforma dependerá, en gran medida, de su implementación. Formación obligatoria para operadores jurídicos; protocolos claros para valorar el riesgo en infancia; recursos suficientes para puntos de encuentro, atención psicológica y acompañamiento social; tecnología fiable para controles telemáticos cuando proceda; evaluación periódica de resultados. Sin todo eso, la ley puede quedarse en titular. Con ello, salva vidas.
Hacia un sistema que no llegue tarde
España ha recorrido un camino largo para entender y combatir la violencia de género. La violencia vicaria es una de sus caras más crueles y sofisticadas: golpear a través del amor. Nombrarla fue el primer paso; reconocer a los menores como víctimas, otro decisivo; llevar el concepto al Código Penal, el que ahora se prepara. El mensaje que subyace no es punitivista por sí mismo: es protector. Dice que la infancia no es un “terreno neutral” en los conflictos de adultos, que la red afectiva de una mujer no es un arsenal a disposición del agresor, que el Estado puede y debe intervenir con precisión quirúrgica cuando detecta el patrón.
El futuro del combate contra la violencia vicaria no está sólo en los juzgados. Pasa por educación afectivo-sexual desde edades tempranas, por redes de cuidado en barrios y escuelas, por sanidad que pregunta y anota, por medios que cuentan sin convertir el dolor en espectáculo, por empresas que entienden que la violencia también alcanza al trabajo —bajas, cambios de horarios, teletrabajo—, por tecnología que no falla cuando una orden de alejamiento se cruza con la realidad. Pasa, en definitiva, por una cultura de derechos que protege a quien más riesgo corre.
Cuando la reforma se apruebe, la pregunta “violencia vicaria qué es” y “violencia vicaria qué significa” dejará de ser una curiosidad semántica para convertirse en una definición con consecuencias penales claras. Y cuando alguien se pregunte “cuándo la violencia vicaria será delito penal”, la respuesta tendrá fecha y artículos. Hasta ese día —cada día ya— el sistema cuenta con instrumentos suficientes para detener el daño, proteger y reparar. La tipificación será un salto cualitativo; la responsabilidad colectiva de no mirar a otro lado, la base sobre la que ese salto cobra sentido.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables en España, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: Ministerio de Igualdad, Boletín Oficial del Estado, Consejo General del Poder Judicial, Fiscalía General del Estado.

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