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Economía

¿Por qué uno de cada diez empleados es pobre en España?

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uno de cada diez empleados es pobre en España

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El 11,2% de quienes trabajan en España vive bajo el umbral de pobreza. Datos, causas —salarios, parcialidad, alquiler— y qué puede revertirlo

El dato es claro y duele: el 11,2 % de quienes trabajaron en 2024 en España viven con ingresos por debajo del umbral de pobreza tras impuestos y prestaciones. Traducido a vida cotidiana, hablamos de trabajadores con nómina que, aun así, no alcanzan el 60 % de la renta mediana de los hogares. España se sitúa como el tercer peor país de la Unión Europea, solo por detrás de Luxemburgo y Bulgaria, y bastante por encima de la media comunitaria (8,2 %). No es una rareza estadística: es un síntoma persistente de salarios bajos en la base, jornadas incompletas, alquileres elevados en las principales ciudades y carreras laborales con muchos dientes de sierra.

No hay una única llave que abra esta puerta. La parcialidad involuntaria —trabajar menos horas de las deseadas— empuja hacia abajo los ingresos mensuales; los costes de vivienda devoran una parte desproporcionada del sueldo en áreas urbanas; los salarios cercanos al mínimo concentran a millones de personas en sectores de baja productividad; y determinados perfiles —hombres en ocupaciones intensivas en horas irregulares, trabajadores extranjeros, jóvenes que encadenan contratos— soportan más riesgo de pobreza laboral. Todo eso convive con dos realidades en paralelo: más empleo y un salario mínimo que crece con fuerza. La paradoja, por tanto, no se resuelve con un único movimiento: si sube el sueldo por hora pero la jornada no llega, o el alquiler se come la mitad de la renta, el indicador apenas se mueve.

Radiografía inmediata del dato

La fotografía de 2024 se ha tomado con regla fina. La estadística atiende a personas de 18 años o más que declararon trabajar a lo largo del año, sea por cuenta ajena o por cuenta propia. El umbral de riesgo de pobreza se establece en ese 60 % de la mediana de ingresos disponibles por unidad de consumo, después de transferencias sociales. No mide carencia material severa ni exclusión en sentido amplio, pero se relaciona con ambas: cuando la renta cae por debajo de esa línea, aumenta la probabilidad de retrasar pagos, endeudarse o renunciar a bienes básicos. La brecha de género, curiosamente, no dibuja el patrón tradicional: 12,1 % en hombres frente a 10,1 % en mujeres en el caso de España. La diferencia no es abismal, pero rompe el prejuicio de que la pobreza laboral “siempre” castiga más a ellas; aquí pesa el tipo de ocupaciones y la distribución real de horas.

En el espejo europeo, la comparación aporta matices incómodos. Luxemburgo lidera el ránking con un 13,4 %, prueba de que incluso en países de salarios elevados, los precios de la vivienda y la composición de los hogares pueden disparar el indicador. En el otro extremo, Finlandia (2,8 %), República Checa (3,6 %) y Bélgica (4,3 %) resisten con tasas bajas, gracias a más jornada completa, salarios medianos más altos y colchones de política social bien calibrados. España, pese a mejorar una décima respecto a 2023 (del 11,3 % al 11,2 %), escala del cuarto al tercer peor puesto por la fuerte corrección de otros países. La media de la UE, por su parte, recorta también una décima y se queda en 8,2 %. La tendencia europea apunta hacia abajo, la española se mantiene alta. Ahí está la brecha que explica este artículo.

Salarios, jornadas y el papel de la parcialidad

El sueldo es obvio, pero no suficiente para entender el fenómeno. Quién cobra, cuánto cobra y cuántas horas vende al mes son variables que se entrelazan. España ha vivido un ciclo intenso de subidas del salario mínimo desde 2018, con especial empuje en los últimos años, lo que ha elevado el suelo salarial de una parte relevante de la población ocupada. Esto ha tirado hacia arriba de tablas y convenios en sectores con mucha presencia de sueldos bajos. Aun así, el indicador de pobreza laboral apenas cede. ¿Por qué? Porque millones de personas trabajan en la proximidad del mínimo, y aquello que rodea al sueldo —horas, turnos, estacionalidad, alquilermarca la diferencia entre estar por encima o por debajo del umbral.

La parcialidad involuntaria es una de las piezas silenciosas de este puzzle. Trabajar 20 o 25 horas cuando se quieren 40, encadenar turnos partidos o semanas con horarios imprevisibles, impide sumar la renta mensual necesaria incluso con un salario hora decente. Ese patrón aparece con fuerza en hostelería, comercio, cuidados y logística, los cuatro grandes empleadores de la base laboral. La reforma laboral ha reducido la temporalidad y aumentado los contratos indefinidos, sí, pero el fijo-discontinuo y la estacionalidad siguen dejando huecos de ingresos a lo largo del año. En términos de renta del hogar —la que mide el indicador tras ajustes y transferencias— esos huecos pesan.

También influye la progresión salarial dentro de las empresas. En muchos servicios de baja productividad, las escalas están aplanadas: se entra cerca del mínimo y el salto al siguiente peldaño es pequeño o tarda demasiado. Si el coste de la vida sube más rápido, el salario real disponible cae. Este fenómeno no se corrige solo con normativa; depende de algo más lento y complejo: mejorar la productividad de esos sectores, profesionalizar escalas, invertir en formación y digitalización, y reconocer con salario la experiencia acumulada.

Por último, las horas extraordinarias impagadas —o mal compensadas— y las jornadas partidas que fracturan el día terminan reduciendo ingresos netos cuando obligan a incurrir en más gastos de transporte o cuidados. La estadística de pobreza laboral no captura el estrés, pero sí la renta que llega a fin de mes. Y ese dinero se ve erosionado por un tipo de organización del trabajo que, en demasiados sectores, aún derrite tiempo y euros por el camino.

La vivienda que empuja hacia abajo

Si hay un factor que multiplica el riesgo de pobreza laboral en España es la vivienda, especialmente el alquiler en grandes áreas urbanas. La llamada “sobrecarga por costes residenciales” —cuando un hogar destina el 40 % o más de su renta disponible a vivienda— actúa como un imán hacia el umbral. El fenómeno ya no es exclusivo de las capitales clásicas; coronas metropolitanas y ciudades medias con mercados tensionados han visto subidas de dos dígitos en pocos años, mientras que el sueldo de base apenas se movía a esa velocidad.

Conviene recordar que el riesgo de pobreza se calcula después de impuestos y prestaciones. Es decir, incorpora la protección pública que entra en juego. Aun así, cuando el alquiler se come una parte tan grande de la renta, todo lo demás se contrae: alimentación, gastos corrientes, salud, educación, ocio. Y, si el hogar no puede compartir piso por composición familiar o no encuentra una alternativa asequible en su municipio, la renta por unidad de consumo cae por debajo del umbral. En ciudades donde la oferta pública de vivienda es escasa y las promociones privadas se orientan a rentas medias-altas, el resultado es un embudo que empuja hacia abajo a quienes están más cerca del suelo salarial.

El caso español tiene un rasgo diferencial: gran parte del empleo se concentra en áreas urbanas donde los precios de alquiler y los costes de transporte son más altos. Además, el peso creciente del alquiler frente a la propiedad entre menores de 35 años y familias con ingresos bajos intensifica la presión. Esta mezcla explica por qué países con salarios medios más altos pueden salir mal en la foto (si su vivienda es prohibitiva) y por qué otros logran tasas de pobreza laboral más bajas: más parque público, alquiler social y ayudas bien diseñadas para quienes trabajan y no llegan.

España frente a Europa: similitudes y diferencias

El ránking de 2024 —con España tercera por la cola— no significa que el país esté peor en todo. En creación de empleo, España ha brillado en el último tramo, con cifras récord de afiliación y un peso mayor del contrato indefinido. La cuestión es qué empleo se crea y en qué sectores. Allí donde predominan salarios cercanos al mínimo y jornadas fragmentadas, la estadística de trabajadores pobres apenas se mueve. En cambio, países como Finlandia, Bélgica o la República Checa combinan salarios medianos sólidos con una estructura de jornada completa más extendida y sistemas de transferencias que complementan la renta del trabajo sin crear trampas para quienes logran mejorar su situación.

Hay otra diferencia de fondo: el parque de vivienda asequible. España parte de una base pública pequeña, con ayudas al alquiler que no siempre llegan a quienes tienen trabajo precario o con ingresos variables. En parte por diseño —criterios que se cruzan de manera ineficiente— y en parte por ejecución —presupuestos limitados y geografía desigual—, el resultado es un parcheo que no reduce de forma sostenida la presión de la vivienda sobre la renta. Esto explica también por qué Luxemburgo aparece tan arriba: con sueldos muy altos, una parte de la población ocupada queda, sin embargo, por debajo del 60 % de la mediana nacional cuando la vivienda es carísima y la composición de los hogares (alquileres en solitario, compartidos inestables) castiga la renta por persona.

Otra similitud europea importante está en la distribución sectorial. Allí donde servicios de baja productividad son un gran empleador —hostelería, cuidados, logística—, el riesgo de pobreza laboral se dispara si no hay una vía clara de progresión salarial. Países que han conseguido “desbloquear” estas ramas, profesionalizándolas y empujándolas hacia tecnologías y procesos de mayor valor añadido, consiguen que la mediana salarial tire de los sueldos hacia arriba y que la jornada completa sea la norma. España ha iniciado ese camino, pero todavía no se nota en el indicador.

Perfiles más expuestos y por qué

El dato agregado oculta realidades desiguales. La nacionalidad es un factor determinante: los trabajadores extranjeros concentran tasas de riesgo muy superiores a los nacionales. Entran con peores salarios de salida, soportan más inestabilidad al principio, tienen más dificultades para acceder a vivienda asequible —fianzas altas, falta de historial, garantías exigentes— y se concentran en ocupaciones con rotación y horarios partidos. Esa combinación empuja a una parte significativa de este colectivo por debajo del umbral.

La edad también pesa. Quienes se incorporan al mercado en sus veintes suelen tropezar con contratos a tiempo parcial no deseados, encadenan prácticas o sustituciones y asumen alquileres en mercados muy tensos. Si el hogar no comparte ingresos —por vivir solos o en parejas con un solo sueldo—, la renta per cápita cae con facilidad por debajo del 60 % de la mediana. En el extremo opuesto, hay hogares monoparentales para los que la conciliación real es imposible con turnos rotativos y jornada fragmentada; el cuidado limita la posibilidad de sumar horas y, por tanto, de elevar la renta mensual.

La formación y la cualificación completan el cuadro. Sin títulos medios o superiores, la probabilidad de acabar en ocupaciones de bajo salario aumenta; sin certificados profesionales actuales, el salto a puestos con mejor paga se alarga. Hay un componente territorial: zonas con menos tejido industrial o servicios avanzados ofrecen pocas escaleras para subir de tramo salarial. A eso se añade un factor silencioso que no entra del todo en la estadística: los gastos fijos ineludibles de familias con dependientes —mayores, menores, personas con discapacidad— que aumentan el umbral práctico para no caer en pobreza monetaria.

Por último, la persistencia. No es lo mismo un año malo que una secuencia de tres o cuatro con ingresos inestables. Hay bolsas de pobreza laboral crónica: personas que siguen trabajando, pero no logran cruzar la línea pese a mejoras coyunturales del empleo. Una vez que se acumulan deudas, retrasos y compromisos financieros, volver por encima del umbral cuesta incluso cuando llega un indefinido o una subida salarial modesta. Esto exige políticas de precisión y seguimiento caso a caso, no solo moverse con grandes cifras.

Qué puede mover la aguja en 2025

España ha puesto dos pilares en los últimos años: salario mínimo más alto y menos temporalidad. Han sido necesarios, pero no suficientes. El objetivo para recortar de verdad el 11,2 % pasa por tres carriles que se refuerzan entre sí.

El primero, asegurar más jornada efectiva en sectores donde la parcialidad involuntaria se ha convertido en rutina. No se trata de obligar a tiempo completo, sino de alinear oferta y demanda de horas, premiar la estabilidad de turnos y reducir vacíos entre campañas. Herramientas como bolsas de horas pactadas en convenio, limitación real de horas extras impagadas y mejor control de calendarios pueden transformar sueldos que hoy se quedan cortos en rentas mensuales capaces de sortear el umbral.

El segundo, reducir el esfuerzo de vivienda para quienes trabajan y no llegan. Esto exige escala y foco. Escala: incrementar parque asequible —público y concertado— en áreas tensionadas, con proyectos que sumen miles de viviendas y no solo titulares. Foco: afinar ayudas al alquiler para que premien la continuidad en el empleo y no penalicen las mejoras marginales de sueldo. Allí donde un hogar gana 100 euros más y pierde 120 en ayudas, la trampa de pobreza se activa. Corregir esa aritmética es técnico, pero decisivo.

El tercero, complementar rentas del trabajo con instrumentos bien diseñados. Créditos fiscales o prestaciones por ingresos laborales que suban cuando se trabaja más horas o se mejora la cualificación, prestaciones familiares con tramos claros y compatible con empleo, y deducciones que alivien gastos de cuidados o desplazamiento. La clave es evitar que el sistema castigue a quien progresa un escalón. Si cada euro adicional trae consigo una pérdida mayor de ayudas, el incentivo se rompe y la pobreza laboral persiste.

Junto a esos carriles, hay un trabajo de fondo más lento: subir la productividad en los grandes empleadores de la base —hostelería, comercio, cuidados, logística—. Esto no significa robotizarlo todo ni convertir cada bar en una startup; sí implica organizar mejor los procesos, digitalizar tareas repetitivas, formar a mandos intermedios y pagar la experiencia. Allí donde se ha hecho, la mediana salarial sube y la jornada completa deja de ser un lujo.

En 2025 convendrá vigilar cinco termómetros para ver si la aguja se mueve: la tasa de parcialidad involuntaria, el esfuerzo de vivienda entre inquilinos en ciudades, la evolución del salario mediano (no solo el mínimo), la cobertura real de complementos a rentas del trabajo y la persistencia de la pobreza en hogares con empleo. Si esas cinco agujas giran en la dirección adecuada, el 11,2 % empezará a caer de forma sostenida.

Hacer que el empleo vuelva a proteger

El dato de 2024 no sorprende a quien mira desde el terreno, pero obliga a ordenar prioridades. Hay empleo y hay sueldos que han subido en la base, pero una parte del mercado laboral se ha quedado atrapada en una zona gris donde trabajar no garantiza cubrir lo básico. El retrato tiene nombres propios —profesiones enteras— y mapas —barrios donde el alquiler no casa con los salarios—. Y tiene una aritmética simple: cuando la renta disponible se diluye en vivienda y gastos fijos, la estabilidad se vuelve frágil.

España no parte de cero. Las reformas recientes han limado la temporalidad y han subido el suelo salarial. Las conversiones a indefinido se han notado y el techo que alguna vez parecía inamovible —la cifra de ocupados— se ha batido varias veces. Pero el reto ahora es pasar de tener más contratos indefinidos a sumar más horas estables y más renta neta a final de mes. Es el paso que diferencia crecer en cantidad de mejorar en calidad.

El vivienda-salario seguirá siendo el eje. Donde el alquiler se come la mitad del sueldo, la pobreza laboral resiste como una mancha de aceite. No hay atalajos: hará falta construir, rehabilitar, movilizar vivienda vacía y ordenar incentivos para que emerja una oferta de alquiler asequible. En paralelo, transferencias bien calibradas —que acompañen el empleo y no lo sustituyan— pueden evitar que miles de trabajadores se queden a centímetros del umbral.

Queda también la mirada sectorial. Si los grandes empleadores de la base elevan su valor añadido y reconocen la experiencia, la mediana salarial tirará del resto. Si las cadenas de subcontratación se ordenan y los convenios se cumplen hasta el último eslabón, habrá menos huecos para el trabajo a destajo que empobrece. Y si los horarios se pactan con previsibilidad, la conciliación dejará de ser una quimera que recorta horas e ingresos sin remedio.

La lección europea es nítida: más jornada completa estable, salarios medianos más altos y políticas de vivienda y familia que amortiguan los golpes. No es una receta mágica, pero funciona donde se ha aplicado con paciencia y recursos. España tiene capacidad para seguir ese camino. Si lo hace, el titular de los próximos años dejará de girar en torno a trabajadores pobres para hablar, por fin, de empleo que vuelve a proteger. Y entonces sí, cuando la renta disponible de quienes están en la base suba de forma real y sostenida, el 11,2 % pasará a ser un recuerdo estadístico y no un rasgo estructural.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: Eurostat, Agencia EFE, BOE, INE, Ministerio de Trabajo y Economía Social, CaixaBank Research.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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