Salud
Porque me duelen las piernas por dentro: motivos y solución

¿Por qué duelen las piernas por dentro? Conoce las causas más comunes, cómo aliviar el dolor y cuándo es necesario acudir al médico.
Aparece sin pedir permiso: una punzada que atraviesa el muslo, una sensación de quemazón en la pantorrilla, un peso sordo que sube y baja según el día. La explicación, casi siempre, es menos dramática de lo que se imagina. La inmensa mayoría de molestias profundas en las piernas se deben a sobrecargas musculares, calambres por deshidratación, tendinopatías por entrenar de más o malas posturas que entorpecen el retorno venoso. Con reposo relativo, frío o calor bien usados, elevación, hidratación y algo de paciencia, tienden a remitir en pocos días sin mayores complicaciones.
Hay excepciones claras. Si el dolor es brusco y la pierna se hincha o cambia de color; si duele incluso en reposo, sobre todo por la noche; si aparece tras una caída o golpe fuerte; si se acompaña de fiebre, pérdida de fuerza o hormigueos persistentes, toca consulta médica. No conviene jugar con eso. Dolor interno que empeora, que no cede en siete a diez días o que llega con “algo más” (inflamación marcada, asimetrías llamativas, fiebre) merece valoración profesional para descartar trombosis, fracturas por estrés, un síndrome compartimental o una radiculopatía que se irradia desde la espalda.
Qué hay detrás del dolor profundo en muslos y pantorrillas
Hablar de dolor por dentro de las piernas no es un diagnóstico, es un mapa borroso. Conviene afinar qué tejido protesta, porque cada uno deja su huella. El dolor muscular y fascial es el más común. Suele ser sordo, difuso, con sensación de tirantez. Empeora al contraer o estirar el músculo implicado y, a veces, al palpar aparece un cordón duro o un punto que dispara una molestia “en cadena”. Las agujetas tras un esfuerzo nuevo, los calambres nocturnos, los puntos gatillo en cuádriceps y gemelos… todo eso habla de músculo y fascia. Suele mejorar con calor suave, movimiento controlado, masajes bien dirigidos y descanso activo.
El dolor nervioso tiene otro acento. Quema, chisporrotea, a veces “electrocuta”. Se irradia en una línea, como si siguiera un cable. El clásico es el trayecto posterior del muslo y la pantorrilla cuando el nervio ciático sufre por una hernia o irritación en la zona lumbar. El adormecimiento, los hormigueos o la pérdida de fuerza sugieren origen neurológico. El frío no ayuda gran cosa; alivian posturas de descarga y programas de movilidad neural guiados.
El dolor óseo se percibe hondo y punzante, muy localizado. Aumenta con el impacto y puede doler al percutir el hueso (la tibia, por ejemplo). Las fracturas por estrés se presentan así: un dolor que empieza al correr, se mete dentro del hueso y poco a poco aparece incluso caminando. La periostitis tibial —popular entre corredores— da una molestia lineal a lo largo de la tibia que al final del día se hace protagonista, una especie de latido sordo que no termina de soltar.
El dolor vascular o linfático no pincha, pesa. Se acompaña de hinchazón, calor, sensación de plenitud. Empeora al pasar horas sentado o de pie y cede al elevar las piernas. Las varices y la insuficiencia venosa crónica tiran por aquí. El extremo serio es la trombosis venosa profunda: dolor al tacto, pantorrilla tensa, aumento de perímetro, enrojecimiento a veces. En el otro lado del riego, la isquemia arterial se nota como un dolor que aparece al andar cierta distancia y se va al parar (claudicación). En ambos casos, el vaso manda y el manejo cambia por completo.
Con estas pistas el mapa mejora. Identificar el tejido no cura por sí solo, pero permite tomar decisiones sensatas: bajar la carga cuando el músculo se queja, estudiar el hueso si la punzada es puntual y se despierta con impacto, revisar la espalda cuando la corriente baja por detrás del muslo, mirar venas y arterias cuando la pesadez vespertina y los cambios de color entran en escena.
Causas comunes y manejables en el día a día
La buena noticia es tan simple como calmante: lo habitual es benigno. Entre la vida sedentaria y los arreones de actividad concentrados en fines de semana, el músculo protesta con razón. También la fascia, esa “media” que envuelve todo y que, cuando se pega y reseca, tira.
Sobrecarga y agujetas. Cambiar de ritmo sin progresión —subir cuestas, hacer sentadillas, jugar un partido de pádel sin calentar— deja microrroturas y, 24 a 72 horas después, llegan las agujetas. Duelen “por dentro” porque el daño está en las fibras. No hay ácido láctico atrapado. Para pasarlas mejor funciona el movimiento suave, el calor, una sesión de bici estática ligera o caminar a paso cómodo. El reposo absoluto alarga el problema; la vuelta en calma lo acorta y, de paso, enseña a programar mejor.
Calambres y electrólitos. Una contracción súbita, durísima, que incluso despierta de madrugada. A veces es simple fatiga; otras, un cóctel de deshidratación y déficit relativo de sodio, potasio o magnesio. No hace falta perseguir suplementos como si fueran milagros. Beber agua distribuida en el día, añadir algo de sal si hay sudoración intensa, comer fruta y verdura, y entrenar la resistencia del músculo suele bastar. Estirar de forma sostenida el grupo que se acalambra, masajear sin destrozar y trabajar fuerza específica reduce la recurrencia.
Puntos gatillo y fascia “amarrada”. Un punto en el gemelo que al apretarlo enciende un dolor que corre hacia el tobillo; un cordón en el vasto externo que vuelve loco el lateral de la rodilla. Ahí manda la fascia. Liberación miofascial con una pelota o un rodillo —sin ensañarse—, calor previo y movilidad después. Mano firme, no bruta: 60 a 90 segundos por zona, respirando, dejando que el tejido ceda. Quien pasa muchas horas sentado suele tener cadenas posteriores rígidas; levantarse cada 45 minutos y jugar con el tobillo como si se pisara un acelerador suma más que una hora de masaje dominical.
Errores de entrenamiento y calzado. Demasiados kilómetros de golpe, superficies duras, zapatillas gastadas o inadecuadas para la forma de pisar. La tibia sufre, el tendón de Aquiles se inflama, la banda iliotibial protesta. La regla del 10 % para subir carga semanal sigue siendo sensata. Alternar tipos de impacto, sumar fuerza para glúteo medio y sóleo, y renovar calzado a tiempo quita papeleo al dolor. Si se corre siempre por el mismo lateral de la calle o se obsesiona con un único ritmo, el cuerpo deja de negociar.
Jornada sedentaria y retorno venoso. Sentado toda la mañana, de pie toda la tarde. La sangre baja y le cuesta subir. Piernas pesadas al final del día, tobillos que marcan el calcetín, esa plenitud que no es punzada pero molesta. Elevar las piernas 15 minutos, andar a paso alegre en cada pausa, medias de compresión graduada si se aconseja por un profesional. Y algo tan simple como flexoextender el tobillo muchas veces cuando la pantalla atrapa. Es un bombeo discreto que alivia.
Embarazo y cambios hormonales. Más volumen sanguíneo, venas que se dilatan, retención de líquidos. La sensación de plenitud interna en muslos y pantorrillas es habitual. Movimiento en agua, caminar diario, medias de compresión cuando toca y dormir de lado izquierdo para descargar la cava. Cuidar el hierro tiene sentido; la anemia pesa, literalmente.
Déficits nutricionales y condición general. La anemia ferropénica y el hipotiroidismo dan piernas cansadas y dolorosas con facilidad, sobre todo cuando la jornada exige estar de pie. No se arregla solo con estiramientos. Revisión analítica, tratamiento dirigido en su caso y reprogramar la actividad para no entrar en la rueda de la fatiga perpetua.
Cicatrices y adherencias. Menos comentadas, más presentes de lo que parece. Una cicatriz quirúrgica en la rodilla o en el tobillo que “tira por dentro” al correr suele adherir planos y condicionar el movimiento. Trabajo específico de elastificación guiado por fisioterapia devuelve deslizamiento a ese tejido y reduce ese dolor raro que nadie sabe explicar.
Cuándo es algo serio y no conviene esperar
Hay cuadros que no admiten ensayo-error casero. El objetivo no es asustar, es acertar el paso.
Trombosis venosa profunda. Dolor interno en la pantorrilla o el muslo, hinchazón unilateral, calor y sensibilidad al apretar el gemelo. A veces, venas más marcadas o un brillo raro de la piel. Contexto de riesgo: inmovilización reciente, cirugía, viaje largo sin moverse, anticonceptivos hormonales, embarazo o posparto, antecedentes familiares. Es un cuadro para urgencias. El diagnóstico llega con ecografía Doppler y el tratamiento, a menudo, requiere anticoagulación. Ignorarlo no es opción.
Síndrome compartimental. Dolor que crece por dentro con el ejercicio, sensación de presión a punto de reventar, alivio parcial al parar… hasta que deja de aliviar. En su forma aguda —tras un golpe fuerte o trauma— es una urgencia quirúrgica porque el músculo se asfixia dentro de su compartimento. En su forma crónica por esfuerzo, la evaluación es programada y la solución pasa por modificar el entrenamiento o, en casos rebeldes, cirugía.
Fractura por estrés. Microfracturas por carga repetida. Típicas de tibia, peroné y cuello del fémur en corredores, militares o quien ha aumentado de golpe su actividad. Duele al impacto, punza en un punto concreto, a veces hay edema local y dolor al percutir con los dedos. Ignorarla alarga la lesión y complica la vuelta. La imagen —radiografía que a veces llega tarde, resonancia cuando hace falta— y el reposo relativo son la pareja que funciona.
Isquemia arterial y claudicación. Dolor profundo en la pantorrilla al caminar cierta distancia que desaparece al parar. Frío en los pies, piel pálida o brillante, pulsos débiles. Es un problema de riego, no de músculo sobrecargado. Tabaquismo, diabetes, hipertensión y colesterol alto son compañeros de viaje frecuentes. El abordaje es vascular: ejercicio pautado, medicación y, si hace falta, revascularización. Aquí el tiempo también cuenta.
Radiculopatía lumbar y ciática. El dolor no nace en la pierna; viaja desde la columna. Se irradia por detrás del muslo, rodea la pantorrilla, a veces llega al empeine o la planta. Puede haber hormigueo, sensación de corriente, pérdida de fuerza al ponerse de puntillas o de talones. La espalda manda. Se maneja con analgesia, fisioterapia específica y paciencia; la cirugía queda para déficits neurológicos claros o dolor intratable.
Infecciones, miositis y fármacos. Fiebre, dolor muscular difuso y debilidad sugieren que hay algo sistémico. Algunas infecciones virales inflaman el músculo. Las estatinas pueden dar mialgias; rara vez, cuadros más serios. Cualquier dolor interno que llega con fiebre, enrojecimiento o mal estado general requiere valoración sin demora.
Tratamientos sensatos que sí funcionan
No se trata de elegir entre sofá o maratón. El término medio gana casi siempre. Aliviar sin empeorar. Parece simple; no siempre se hace.
Reposo relativo y control de carga. No es quedarse quieto, es bajar el volumen hasta que el dolor se sitúe en un 3 o 4 sobre 10 y no deje secuela al día siguiente. Caminar en llano en lugar de correr; bicicleta suave; ejercicios en cadena cerrada para mantener tono sin machacar. Subir solo cuando la pierna responda durante 48 horas sin queja extra. Si el dolor sube por encima, se retrocede un escalón en la progresión. Es un algoritmo simple que evita picos y recaídas.
Frío, calor y elevación. Frío en las primeras 24 a 48 horas si hay inflamación reciente, hinchazón o golpe. Paquetes de gel envueltos en tela, 10 a 15 minutos, repitiendo sin abrasar la piel. Calor suave cuando el problema es muscular y crónico: ducha tibia, manta eléctrica a baja potencia, crema térmica para preparar el tejido antes de moverlo. Elevar las piernas por encima del corazón facilita el retorno venoso y quita esa sensación de balón a punto de explotar tras jornadas largas.
Movilidad, fuerza y estabilidad. La pierna que duele a menudo es la que trabaja de más porque otras piezas escaquean. Glúteo medio insuficiente, sóleo perezoso, core que no estabiliza. Rutina mínima, tres días por semana: talones elevados para cargar el sóleo, puente de glúteo con banda, zancadas cortas vigilando rodilla, excéntricos de isquios en mesa, equilibrio sobre un pie con ligera flexión. Poco, bien y constante. Añadir movilidad de cadera y tobillo reduce tracción sobre la rodilla y la tibia. Más control, menos dolor.
Hidratación y sueño. Beber agua de forma distribuida, no a tragos de última hora. Comer sal de manera razonable si se suda mucho. El sueño repara tejido y modula el dolor. Dormir entre siete y nueve horas no es “vida sana” de postal, es antiinflamatorio barato que, además, ordena la percepción del esfuerzo.
Compresión graduada y posturas. Medias de compresión con la talla correcta durante la jornada de pie o en vuelos largos sientan bien a quien tiene pesadez vespertina. Cambiar de postura con frecuencia y hacer “bombeo” de tobillos en el escritorio evita ese pozo venoso que duele de forma sorda al final del día. Si se teletrabaja, alternar silla y escritorio alto un rato cambia la película.
Analgésicos, con cabeza. Paracetamol y, con prudencia y bajo indicación, antiinflamatorios no esteroideos alivian picos de dolor. Si se sospecha fractura por estrés, mejor evitar antiinflamatorios y priorizar el control de carga hasta tener diagnóstico. Los geles tópicos con diclofenaco u otros AINE reducen dolor localizado con menos efectos sistémicos. Ninguna pastilla arregla un plan de entrenamiento mal planteado; ayudan, no sustituyen criterio.
Qué aporta un profesional. La fisioterapia suma manos y método: terapia manual, punción seca en puntos gatillo, control motor, progresiones de carga. Un médico del deporte o un traumatólogo ordenan la necesidad de imagen y pautas claras para volver al juego. En cuadros venosos, el especialista vascular decide si bastan medidas conservadoras o hay que intervenir. Lo importante es que las piezas encajen: diagnóstico, carga, expectativas, calendario.
Técnica y superficie. Correr siempre por asfalto duro y plano multiplica la repetición del mismo gesto. Meter tierra o hierba, variar ritmos, introducir trabajo de fuerza cambia la transmisión de cargas. En deportes de raqueta, mejorar el apoyo y los desplazamientos laterales alivia la cara externa del muslo y la pantorrilla. La técnica no es estética: distribuye fuerzas.
Peso corporal y dolor. Cuando hay insuficiencia venosa o artrosis de rodilla o cadera, una pérdida moderada de peso disminuye carga por paso y descomprime tejidos. No hace falta dramatizar el número. Dos o tres kilos reales cambian sensaciones en escaleras y paseos. Menos ruido, más margen.
Interpretar el patrón: pistas útiles para decidir
No todo duele igual ni a las mismas horas. El patrón es un idioma. Leerlo rápido orienta sin necesidad de volverse experto.
Quemazón y hormigueo. Huele a nervio. Una hernia lumbar puede regalar un fuego que baja por detrás del muslo y quema la pantorrilla. Posturas de descarga —acostarse con las piernas sobre una silla—, movilidad neural recetada y tiempo. Si aparece pérdida clara de fuerza, caídas del pie o alteraciones en control de esfínteres, urgencias sin dudar.
Punzadas profundas y localizadas. Se despiertan con impacto, llaman a puerta de hueso o tendón. La tibia con dolor puntual que empeora al correr sugiere estrés óseo; el tendón rotuliano avisa al bajar escaleras y al saltar. Bajar carga, evaluar técnica y, si persiste, estudiar la zona. No es capricho: es ahorrar meses.
Tirantez al empezar a correr. Primeros minutos de hierro, luego fluye. Es típico de sobrecarga muscular leve o reticencia fascial. Un calentamiento de verdad —no tres estiramientos mal contados— cambia la película: movilidad de cadera, activación de glúteo, progresivos que despiertan. Si aun así no suelta, quizá se está pidiendo más de lo que toca hoy.
Pesadez vespertina con tobillos marcados. La mañana bien, la tarde plomo. Piensa en venas. Trabajar de pie, calor, ropa ajustada. Elevar, moverse, compresión cuando proceda. Si la piel cambia, hay picores, dermatitis o varices dolorosas, revisión específica. Aquí el ejercicio en agua y la marcha a ritmo funcionan casi siempre.
Dolor nocturno que despierta. Peor señal que el dolor que solo aparece en carga. Si despierta por la noche y no encuentra postura de alivio, conviene estudiar. Puede ser nervioso, óseo, infeccioso o vascular. Si se acompaña de fiebre o malestar general, se acabaron las conjeturas; hace falta ver a un profesional.
Molestia lineal al palpar la tibia. Una sensibilidad a lo largo del borde interno, sobre todo en debutantes del running o quien ha subido mucha carga, encaja con periostitis tibial. Se maneja con carga sensata, trabajo de sóleo y glúteo, calzado adecuado y, si hace falta, plantillas personalizadas cuando las indique el especialista.
Piernas inquietas frente a calambres. El síndrome de piernas inquietas genera necesidad imperiosa de moverlas en reposo, sobre todo por la noche, con sensación desagradable difícil de describir. No es el calambre que petrifica el músculo; se alivia al mover. A veces se asocia a déficit de hierro o a ciertos fármacos, y su enfoque es distinto. Identificarlo evita dar vueltas en la cama sin entender por qué.
Dolor que “salta” de un sitio a otro. El sistema nervioso es plástico. Cuando la zona lleva semanas encendida, la sensibilidad sube y el mapa se deforma. Estrategia: progresión lenta, ejercicios que no disparen el dolor al día siguiente, educación del esfuerzo y recuperar confianza en el movimiento. Suena intangible, pero es físico: bajar volumen y aumentar calidad.
Volver a moverse sin temor
Queda un aprendizaje útil, fácil de aplicar. El cuerpo habla en matices. El dolor muscular es denso y manejable; el nervioso quema y se irradia; el óseo punza al impacto; el vascular pesa y se infla. Reconocer ese acento cambia lo que se hace al minuto siguiente. La respuesta más efectiva suele ser la más sensata: regular la carga, moverse con cabeza, cuidar el sueño y el agua, y pedir ayuda cuando las señales lo piden, no cuando vence el cansancio.
Hay días en los que basta con elevar las piernas y caminar diez minutos para notar cómo descomprime todo. Otros exigen abrir la agenda y dejar espacio al descanso activo. Y están los días en los que la prudencia manda ir al médico porque algo no cuadra. Ese criterio, que no se compra, reduce el miedo. Si uno se reconoce en la pesadez vespertina del trabajo de pie, hay medidas simples que funcionan. Si aparece esa punzada puntual que sube corriendo por la tibia, conviene apartar el impacto, fortalecer el sóleo y, si persiste, mirar el hueso. Si lo que domina son las corrientes que bajan desde la espalda, quizá la pierna solo enciende la alarma de una lumbociática que necesita calma, movilidad guiada y tiempo.
No hace falta convertir la rutina en un hospital de campaña. Se reajusta. Se cambia la ruta del paseo, se aparca el ego del entrenamiento, se busca al profesional correcto cuando toca. Casi siempre, el dolor profundo cede. Esa es la historia habitual: identificar el tejido, respetar los tiempos, volver a poner carga con criterio. Caminar sin miedo vuelve a ser norma, no excepción. Y la próxima vez que asome esa punzada interior, habrá recursos a mano: ni pánico, ni indiferencia. Solo una respuesta clara, a la altura de lo que el cuerpo está diciendo.
🔎 Contenido Verificado ✔️
Este artículo ha sido elaborado con información de referencias oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: MedlinePlus, Mayo Clinic, Sociedad Española de Reumatología (SER), Spine Health.

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