Historia
Inundaciones e incendios: por qué la política llega mal y tarde

Inundaciones e incendios golpean más rápido que la respuesta política. Un análisis claro sobre por qué llegamos tarde y cómo evitarlo.
El verano de 2025 ha vuelto a poner el espejo delante y no es agradable mirarlo. Cuando el agua se desborda o el monte prende, los titulares llegan en estampida, las sirenas multiplican su eco y la política corre, jadeando, detrás de los hechos. En ese sprint tardío hay ruedas de prensa, decretos de emergencia, visitas con chaleco y botas. La sensación, sin embargo, es repetida: se gobierna el desastre, no se gobierna el riesgo.
Y el riesgo —calentado por un clima que ya no es el de nuestros padres— se mueve más rápido que las burocracias. No hablamos de un problema “natural”; hablamos de exposición (dónde construimos), de vulnerabilidad (cómo nos preparamos) y de capacidad (qué sabemos hacer y cuándo lo hacemos).
Si cualquiera de las tres patas falla, la factura la paga la gente.
Un país que corre detrás del fuego y del agua
La secuencia es casi un guion. Ola de calor, suelos resecos, viento racheado: un foco se convierte en frente y el frente en un incendio complejo, difícil de atacar y peligrosísimo en la interfaz urbano-forestal, esa franja donde el pinar se mezcla con urbanizaciones, casitas dispersas, naves y caminos estrechos que no estaban pensados para camiones de gran tonelaje. Ocurre en el noroeste, en el centro, en el arco mediterráneo. Lo que de verdad complica todo no es solo la llama: es la velocidad. Horas que separan un conato de una evacuación. Y cuando el viento cambia, cambia la estrategia, las cuadrillas, el mando. La información llega a destiempo a un vecino, a dos, a cien. El desastre se organiza en minutos; la respuesta, en demasiados casos, tarda horas.
Con las inundaciones, el guion es igual de tercamente conocido: se pronostica un episodio de lluvias intensas, se advierte de acumulaciones que “no se veían desde…” y, después, el episodio no es “parecido a”, es peor. Tramos urbanos metidos en el vaso del río, colectores insuficientes para tormentas más cálidas —que cargan mucho más vapor—, cauce ocupado por obra menor, por rellenos, por una zona “ganada” al agua que el agua reclama sin pedir permiso. Los avisos existen, los radares funcionan, la tecnología de alerta masiva a móviles está desplegada, pero el dedo tiembla: quién pulsa, cómo se escribe el mensaje, cuándo se manda, a quién exactamente. Un cuarto de hora de duda cambia la película.
La política llega tarde porque nuestras rutinas institucionales son lentas y estacionales. Hemos convertido el verano en el centro de todo: contrataciones puntuales, refuerzos de julio y agosto, operativos pensados para campañas… mientras el fuego ya no es de temporada. Con el agua, el tiempo público es el de la obra grande: proyectos, licitaciones, permisos, años. Pero el riesgo —ese que se cocina en un barrio con sótanos habitados, en una nave sin aliviadero, en un polígono que selló hasta el último centímetro— no espera a la mesa de contratación.
La velocidad del riesgo, la lentitud de la decisión
Hay algo incómodo de decir, pero imprescindible: a veces no falta información, falta decisión. El temor a “pasarse de frenada” con un aviso masivo, el miedo a que el comercio pierda un día —o el tráfico se resienta— pesa más que el criterio técnico. Se confunde alarmar con prevenir. Y desde esa prudencia a destiempo es donde se llega tarde. No hay tecnología que compense una cadena de mando indecisa.
Se suma otra dimensión: la fragmentación competencial. El agua es de las confederaciones; el cauce, de un municipio; la carretera, de la diputación o de Fomento; el aviso, de Protección Civil autonómica; el móvil vibra desde una plataforma estatal… y el vecino solo quiere saber si baja al garaje o no baja, si sale ya o espera. Una emergencia no es un seminario jurídico: es claridad, umbrales cerrados, protocolos automáticos. Con el fuego, lo mismo: quién decide el confinamiento de una urbanización, cuándo se corta una carretera, cómo se prioriza una casa aislada frente a un frente que se abre. Todo eso hay que escribirlo antes, ensayarlo y medirlo.
Lo que sabemos que funciona (y no inventa la pólvora)
Avisar antes y mejor, sin miedo a equivocarse por exceso
El ES-Alert —los mensajes a móviles que chirrían y obligan a mirar la pantalla— es una herramienta poderosa si se usa con criterios transparentes y conocidos. Umbrales públicos: si la precipitación prevista supera X en Y horas, si el radar detecta esta celda con tal desplazamiento, se emite. Mensajes cortos y operativos: “No cojas el coche”, “Evita garajes y sótanos”, “Refúgiate en plantas altas”, con geografía concreta. Y, después, auditoría: ¿a cuántos dispositivos llegó?, ¿en cuánto tiempo?, ¿qué entendió la gente?, ¿qué falló? Esto último es clave: sin evaluación no hay mejora, y sin mejora todo depende de que el próximo episodio salga “de cara”.
Ordenar el territorio con paciencia (y dientes)
No todo es ingeniería dura. Muchas ciudades europeas han entendido que la mejor defensa es darle espacio al agua. Restaurar llanuras de inundación, recuperar meandros, quitar obstáculos que aceleran la lámina, renaturalizar riberas: cuesta menos, dura más y reduce picos. A eso se suma lo que ya está escrito —y hay que tomarse en serio—: planos de peligrosidad que condicionan el planeamiento urbano, licencias que se niegan porque ahí no toca construir, reubicaciones selectivas donde blindar lo imposible es tirar el dinero público. El mapa dice dónde el río pasará. La norma debe hacerlo valer.
Del operativo de verano a la gestión anual del monte
El monte abandonado arde peor. No por maldad, por física. Continuidad de combustible, pendientes, orientación, viento. La receta —probada— pasa por mosaicos de usos, aprovechamiento de biomasa, pastoreo extensivo que limpia donde una desbrozadora no llega a tiempo, quemas prescritas bajo condiciones seguras y cuadrillas estables todo el año. Esto no es romanticismo rural: es economía del riesgo. Cuando el monte genera ingresos, se cuida; cuando solo cuesta, se olvida hasta julio. Y llega julio.
Profesión y dignidad para quien se juega la vida
Los bomberos forestales no pueden ser plantillas efervescentes que aparecen y desaparecen con el calendario. Necesitan carrera profesional, formación continua, descanso real entre campañas y salud mental cuidada. La prevención no entiende de puentes, y el dispositivo no puede colgarse en septiembre como si fuese una sombrilla. Si el Estado exige, el Estado sostiene. Y la sociedad, que aplaude frente a las llamas, debe reconocer que la técnica salva más que la épica.
Seguros que alineen incentivos, no que anestesien riesgos
España cuenta con una rareza valiosa: un sistema público de compensación que evita quiebras familiares después de una inundación. Es un colchón social que funciona. Pero hay un riesgo: convertirlo en carta blanca. El seguro tiene que premiar a quien reduce su exposición —viviendas elevadas, materiales adecuados, fajas alrededor de las casas— y encarecer la obstinación de construir en zona roja. No se trata de castigar, se trata de señales de precio que empujan en la dirección correcta. Si todo vale igual, todo se construye en cualquier sitio.
Medir lo que importa y atar el presupuesto a resultados
Si cada año publicamos con detalle hectáreas gestionadas, metros de ribera restaurada, porcentaje de vivienda adaptada en la interfaz, tiempos de aviso y cumplimiento de planes, el debate político cambia: de la foto del helicóptero a los indicadores que reducen víctimas y daños. Copernicus nos ofrece datos de satélite; los servicios meteorológicos, métricas finas; los operadores de red, telemetría en tiempo real. Falta voluntad de usarlos para gobernar. Y un paso más: transferencias finalistas a municipios y comunidades que se condicionen a esas metas, no a la cuenta de humo apagado.
Europa ayuda, pero la raíz está en casa
RescEU refuerza cada verano con medios aéreos y equipos donde el riesgo es mayor; misiones presposicionadas llegan antes de que se desate lo peor; mapas de riesgo europeos armonizan criterios. Todo eso salva vidas y da músculo cuando un país se ve superado. Pero es última línea. La primera son nuestros montes, riberas y ciudades. Si un municipio permite desarrollar una urbanización a pie de barranco o si una comunidad rebaja sus exigencias de autoprotección porque encarece la obra, ningún avión va a arreglar ese error de origen. Lo mismo con el monte: sin gestión, con continuidad de combustible hasta la puerta de casa, un cambio de viento convierte lo que era un susto en una tragedia.
Política con reloj: el arte de decidir a tiempo
No hay misterio: los riesgos extremos han venido para quedarse y la ventana de acción es corta. Lo inteligente —y lo valiente— es institucionalizar la prisa buena, la que llega antes. ¿Cómo se hace eso, en lo concreto?
Primero, protocolos automáticos de aviso con umbrales cerrados y responsables nominales. Está escrito y firmado: si se cumple la condición, se manda. No es opinable. Y lenguaje común entre técnicos y políticos para que nadie se esconda detrás de un verbo mal escogido.
Segundo, planes de autoprotección obligatorios en urbanizaciones de interfaz: radios de seguridad sin combustible, materiales ignífugos donde toque, hidrantes operativos y simulacros que no sean una foto para redes sociales. Quien vive en el límite, vive con normas más exigentes. Es lógico.
Tercero, ordenar el suelo con los mapas sobre la mesa. Esto incluye decir que no. Decir que no a una licencia “porque siempre se ha hecho así”. Decir que no a una reocupación de cauce. Decir que no al atajo. La valentía, a veces, es negar.
Cuarto, gestión forestal como política económica rural. Hacer que salga a cuenta retirar biomasa, hacer claro el mosaico de usos, simplificar trámites para aprovechamientos que reducen combustible. No hay prevención estable sin ingresos estables.
Quinto, evaluación pública después de cada episodio. Un informe breve, claro, con datos y decisiones. Qué funcionó, qué no, qué cambia mañana. Y que ese documento tenga consecuencias: ascensos, ceses, presupuesto.
Sexto, comunicación adulta con la ciudadanía. Explicar que un día cerrado salva vidas, que un barrio evacuado a tiempo no es un fracaso sino un éxito. Tratar a la gente como adulta dispara la cooperación; infantilizarla, la adormece.
Por último, cuidar a los que cuidan. Mejorar turnos, sueldos, descanso, rehabilitación. La fatiga también incendia y también inunda: provoca errores, aumenta riesgos. Y nadie quiere heroísmos baratos cuando lo que necesitamos son profesionales descansados que aciertan a la primera.
Llegar a tiempo, sin épica
Hay una estética del desastre —helicópteros contra el contraluz, uniformes tiznados, camiones entrando en calles anegadas— que nos gusta más de lo que admitiríamos. No puede ser la guía de la política pública. La verdadera victoria no tiene foto: una parcela desbrozada que no arde, una llanura de inundación que roba un metro al pico de avenida, un mensaje a tiempo que te fastidia la tarde y te salva el coche y quizá la vida. Es menos brillante, sí, y pide constancia. Cansa. Pero funciona.
España tiene técnicos de primer nivel, información de sobra, instrumentos legales y financieros que muchos envidian, capacidades europeas a su alcance y una ciudadanía que responde cuando se le habla claro. A veces, demasiadas veces, lo que falla es el reloj. Se decide bien, pero un poco después. Y eso, con un clima más extremo, ya es decidir mal.
No hace falta inventar nada: avisar antes, ordenar con mapas, gestionar el monte todo el año, alinear los seguros, medir y publicar. Hacerlo siempre, no solo el verano que nos sale caro. La política no puede llegar en ambulancia. Debe estar antes de la sirena. Porque cuando el agua entra y el fuego se acerca, no se improvisa; se recoge lo que se sembró meses atrás. Llegar a tiempo es, a partir de ahora, la única forma de llegar bien.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: ABC, El País, La Vanguardia, El Mundo.

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