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¿Por qué no hay flotillas para Haití? 5,7 millones pasan hambre

Haití afronta un récord de hambre y violencia: por qué no sirven flotillas y qué rutas, fondos y seguridad sí cortan la sangría alimentaria.
La respuesta dura, sin adornos: no hay flotillas porque el cuello de botella no está en el mar, sino en tierra. El problema de Haití no es atraer barcos con víveres a la costa; es hacer llegar la comida de forma segura desde un muelle a barrios donde la violencia manda, las carreteras se cortan, los almacenes son frágiles y los mercados están estrangulados. Un convoy con banderas en el horizonte sería una imagen poderosa, sí, pero no resolvería la distribución. Lo urgente es otra cosa: rutas seguras, logística fina y dinero sostenido para mantener una cadena de suministro que, hoy, funciona a tirones.
Mientras tanto, el hambre rompe todos los registros. El Programa Mundial de Alimentos sitúa a 5,7 millones de haitianos —el 51 % del país— en niveles agudos de hambre, con un aumento respecto al año pasado y con malnutrición infantil al alza. La proyección es descorazonadora: si las tendencias siguen así, más de 5,9 millones podrían estar en inseguridad alimentaria severa para marzo de 2026. Además, 1,3 millones de personas desplazadas por la violencia concentran el mayor riesgo. La foto no admite maquillaje y obliga a centrar la discusión: no se trata de barcos, se trata de acceso.
Hambre récord y un mapa que se tiñe de rojo
Los datos de la Clasificación Integrada en Fases de la Seguridad Alimentaria (CIF) son cristalinos: más de la mitad del país se mueve entre crisis (CIF 3) y emergencia (CIF 4). ¿Qué significa eso en la práctica? Que las reservas domésticas se agotaron, que las familias saltan comidas y venden herramientas, que los adultos recortan raciones para proteger a los más pequeños, que sube la mortalidad evitable allí donde el sistema sanitario no alcanza. En el Noroeste y el departamento del Oeste —incluida la capital— se han alcanzado niveles críticos. Es el pasillo más estrecho del hambre: si falla la ayuda, la línea entre subsistir y caer se vuelve peligrosamente delgada.
La malnutrición infantil golpea con fuerza. Entre los menores de cinco años, los indicadores se han disparado. El empeoramiento no se debe a un único factor: dietas empobrecidas, enfermedades sin tratar, agua insegura, desplazamiento que rompe rutinas y redes. Cada episodio de diarrea o infección respiratoria en un niño malnutrido deja huella; y sin refuerzo nutricional rápido —leche terapéutica, alimentos fortificados, micronutrientes— la recuperación se convierte en una carrera cuesta arriba. La ventana de intervención es corta y cara, pero salva vidas.
El PMA ha intensificado su respuesta y asegura haber alcanzado a 2,2 millones de personas este año con asistencia alimentaria regular: raciones, transferencias en efectivo, comedores escolares y apoyo nutricional para menores, embarazadas y lactantes. Ese esfuerzo ha reducido el número de haitianos en emergencia (CIF 4) en aproximadamente 200.000 desde abril de 2025, y 8.400 desplazados han pasado de catástrofe (CIF 5) a emergencia gracias a intervenciones concentradas. Son impactos reales, medibles. Pero no bastan. La propia agencia avisa: necesita 139 millones de dólares para sostener y ampliar operaciones durante los próximos 12 meses. Sin esa financiación “predecible”, la cadena se resiente; con ella, se estabiliza lo básico.
La traba decisiva: seguridad y distribución, no barcos
La idea de una “flotilla humanitaria” nace de un impulso generoso, pero confunde origen y destino. El bottleneck en Haití no es marítimo. Los puertos pueden abrir o cerrar por motivos de seguridad; la descarga es un momento delicado, pero manejable. El reto real empieza después: almacenar, custodiar y mover alimentos por rutas controladas por grupos armados, con peajes ilegales, saqueos puntuales y cierres intermitentes de vías. El recorrido entre un almacén y un barrio vulnerable —la llamada última milla— decide si un saco de arroz se convierte en comida o en moneda de extorsión.
Por eso la respuesta efectiva no luce como un convoy en el horizonte, sino como un sistema sobrio que combina corredores humanitarios, preposicionamiento de existencias en puntos estratégicos, vuelos humanitarios cuando la ruta terrestre no es viable, almacenes seguros con capacidad de frío para alimentos y suplementos, y equipos locales de distribución con conocimiento del terreno. Esa arquitectura existe, funciona y salva vidas, pero es frágil: depende de financiación sostenida, de ventanas de seguridad negociadas día a día y de personal local que se juega el tipo para que un camión llegue a su destino.
Violencia, desplazamiento y precios: el triángulo que aprieta
La violencia armada en la capital y en otros nodos urbanos impone su propio calendario. Cortes de carretera que rotan, barrios partidos por fronteras invisibles, horarios de tránsito que se pactan a contrarreloj. Todo eso deforma los precios. La cesta básica sube porque transportar es más caro y más lento, porque asegurar un camión cuesta el doble, porque perder cargamento no es una hipótesis sino un riesgo estadístico. En un país con ingresos exiguos, cada salto de precio expulsa familias del mercado formal de alimentos hacia redes informales, menos fiables y más caras.
El desplazamiento interno es una variable clave. Unas 1,3 millones de personas viven fuera de sus hogares por la violencia. Muchas se refugian en escuelas y edificios públicos: ahí, tres de cada cuatro sufren crisis o emergencia alimentaria. Hacinamiento, agua de mala calidad, dietas repetitivas y la imposibilidad de trabajar con regularidad son un cóctel perfecto para la malnutrición. Si la asistencia se detiene, el deterioro se acelera. Por eso los comedores colectivos y las transferencias en efectivo (con límites y categorías de gasto, cuando procede) no son parches: son herramientas que reducen daños y sostienen el tejido de microeconomías locales.
La violencia también mata. En los primeros ocho meses del año, miles de personas han sido asesinadas en la ola de ataques y secuestros que se ceban con barrios enteros. Esa estadística, fría, con efectos de segunda ronda: clínicas cerradas, escuelas convertidas en refugio, huida de profesionales, servicios municipales colapsados. Sin Estado operativo en la capital, cada política pública —desde la recogida de basura hasta la vacunación infantil— se vuelve un desafío logístico que impacta en la salud y, otra vez, en la alimentación.
Qué funciona cuando se sostiene en el tiempo
En medio del ruido, hay evidencia. Hay líneas de trabajo que han demostrado impacto en Haití y en otros contextos de emergencia prolongada, siempre que se financian y se protegen.
Compras locales y regionales. Cuando el mercado lo permite, adquirir grano y alimentos dentro del país o en la región acorta rutas, reduce costes de transporte y sostiene a productores que, de otro modo, desaparecerían. No siempre es posible —la oferta a veces es insuficiente o demasiado cara—, pero cuando se hace bien dinamiza mercados y evita que la ayuda inunde con importaciones baratas que arruinan al campesino.
Transferencias en efectivo. El cash —condicionado o no— devuelve poder de decisión a las familias y reactiva la economía local. Permite comprar alimentos frescos difíciles de incluir en una cesta clásica (fruta, verdura, proteína animal), mejora la calidad de la dieta y reduce tensiones en puntos de distribución. Requiere mercados que funcionen y mínima seguridad en el entorno, pero cuando se puede maximiza cada dólar.
Comedores escolares y apoyo nutricional. El plato diario en la escuela es una política con doble efecto: nutre y estabiliza la asistencia. En una crisis que ha interrumpido cursos una y otra vez, asegurar ese plato cambia trayectorias y protege a los más pequeños en la ventana crítica de los 1.000 días (del embarazo a los dos años). Junto a eso, los alimentos terapéuticos para la desnutrición aguda y los suplementos para embarazadas y lactantes previenen mortalidad y secuelas.
Puente logístico mixto. Cuando la carretera falla, los vuelos humanitarios mantienen conectadas a las organizaciones y permiten mover carga ligera y sensible (medicamentos, fórmulas nutricionales, kits). No es barato, pero evita interrupciones peligrosas. En paralelo, almacenes descentralizados y puntos de preposicionamiento permiten responder rápido ante picos de violencia o eventos climáticos.
Gestión comunitaria de la última milla. En barrios complejos, equipos locales y líderes comunitarios son el eslabón que abre puertas y reduce el riesgo de saqueo. No hay sustituto para ese capital social. Donde la ayuda se ha enraizado en redes confiables, las entregas se sostienen incluso cuando el entorno se crispa.
La pregunta incómoda sobre el doble rasero
La ausencia de “flotillas” habla también de cómo jerarquizamos empatías. Las crisis con frentes de guerra definidos y narrativas claras atraen focos y recaudan fondos con más facilidad. Las emergencias prolongadas, con Estado débil, bandas sin bandera y una miseria antigua, compiten peor por la atención internacional. Haití pierde esa competencia una y otra vez. El resultado se ve en el agujero de financiación: llamamientos humanitarios que no se cubren, operaciones que recortan raciones o excluyen a beneficiarios por falta de dinero, equipos que trabajan con lo justo.
Esto no exime de responsabilidades internas. La institucionalidad haitiana está astillada y el control del territorio en la capital cuestionado. Sin seguridad pública, justicia funcional y gestión económica mínima, la ayuda solo puede amortiguar el golpe. Pero esa distinción —entre lo que la política debe recomponer y lo que la ayuda puede sostener— no debería usarse como excusa para cerrar el grifo. El hambre no espera a la reforma administrativa.
Temporada de huracanes, clima y campo: el telón de fondo que complica todo
De junio a noviembre, el Caribe juega con un dado trucado. Cada tormenta severa corta caminos, arrasa cultivos y obliga a reprogramar entregas. Con infraestructura débil —puentes frágiles, carreteras mal mantenidas, redes eléctricas inestables—, el impacto de un temporal mediano puede aislar regiones durante días. Por eso la preposición de alimentos y materiales en puntos estratégicos no es burocracia: ahorra días críticos y, algunas temporadas, vidas.
El campo haitiano lleva años remando contra corriente. Parcelas pequeñas, poca mecanización, suelo degradado y cadenas de suministro rotas por la violencia. La escasa producción agrícola empuja la dependencia de importaciones, que a su vez quedan expuestas a la volatilidad de precios y a tensiones fronterizas que dificultan el comercio. En ese contexto, programas de apoyo a productores —insumos, semillas, pequeñas infraestructuras de riego, crédito— no solo aumentan oferta, también crean empleo rural y reducen presión sobre zonas urbanas saturadas por el desplazamiento.
¿Sirven de algo los gestos de alto impacto?
La política del gesto tiene su lugar. Una campaña potente puede poner a Haití en la agenda, abrir informativos, desbloquear donaciones, elevar presión sobre gobiernos donantes. Pero confundir el gesto con la solución es un error. Una flotilla mediática sin ecosistema en tierra sería fuego de artificio: llamativo, breve, ineficaz. La epopeya real —y menos fotogénica— es montar engranajes que mantienen almacenes con stocks adecuados, camiones que salen y llegan, puntos de distribución que no colapsan cuando se corre la voz, equipos que se relevan sin vacíos, platos calientes en escuelas que no cierran. Ahí está la diferencia entre aliviar y resolver.
Para quien pida un horizonte claro, hay métricas que marcan el camino: reducir el número de personas en emergencia (CIF 4), evitar que ningún distrito caiga en catástrofe (CIF 5), bajar la malnutrición aguda infantil, estabilizar precios de alimentos básicos, aumentar la cobertura de comedores escolares y garantizar que corredores prioritarios se mantengan abiertos para mercancías esenciales. Si eso sucede, el discurso del hambre cambia de tono.
Lo que hace falta, dicho sin rodeos
Haití necesita tres cosas al mismo tiempo. Primero, financiación sostenida para asistencia alimentaria y nutricional, con el músculo suficiente —139 millones de dólares es la cifra de referencia inmediata— para evitar recortes y expandir coberturas allí donde los indicadores se han disparado. Segundo, seguridad operativa: corredores humanitarios protegidos, puntos críticos asegurados, presencia disuasoria donde el control de grupos armados asfixia la logística. Tercero, logística profesional: preposicionar, distribuir y monitorear con datos públicos y criterios técnicos que permitan ajustar rápido.
Ese trípode, cuando se financia y se protege, funciona. Lo hemos visto este año con la reducción de personas en emergencia CIF 4 y con desplazados que han salido de catástrofe gracias a intervenciones bien calibradas. La lección es clara: no hay magia, hay presupuesto, técnica y seguridad. Y sí, también hay voluntad política de donantes y autoridades para priorizar un país que, demasiadas veces, desaparece del radar.
Haití no necesita flotillas; necesita rutas seguras y fondos
Pedir flotillas es comprensible. Cuando un país se vacía de certezas, buscamos símbolos. Pero Haití no se arregla con una foto en alta mar. Se encarrila cuando baja la violencia en la capital, cuando las rutas a mercados y barrios dejan de ser laberintos, cuando los camiones pueden entrar y salir sin “peajes” criminales, cuando la ayuda dispone de dinero estable y tiempo para hacer su trabajo. Esa coreografía es menos épica, más eficaz. Y, sobre todo, posible.
Los hechos, a día de hoy, son tercos. El 51 % de la población sufre hambre aguda. La malnutrición en niños pequeños se dispara. Las familias desplazadas concentran el mayor riesgo. La asistencia ha evitado caídas peores donde ha llegado a tiempo, pero no sobra; faltan recursos. Y los portes del hambre —la carretera cortada, el almacén inseguro, el miedo a cruzar un barrio— no se abren con barcos, se abren con seguridad, logística y financiación.
Es incómodo, sí. Pero es el camino corto entre lo que se ve y lo que funciona. Si el foco se pone donde duele —última milla, nutrición, escuelas, corredores—, si el dinero llega a tiempo, si la seguridad se consolida aunque sea por tramos, el gráfico deja de subir. Entonces la pregunta de moda pierde sentido y se impone lo esencial: no hay épica, hay resultados. Y en Haití, ahora mismo, resultado significa rutas seguras y fondos ya.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: EFE, Europa Press, RTVE, El País.

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