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Cultura y sociedad

Un año de la Dana: por qué nadie intentó vengarse de Mazón

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por qué nadie intentó vengarse de Mazón

Foto: José Jordan, CC BY 4.0 via Wikimedia Commons

Un año tras la DANA en Valencia: por qué no hubo violencia contra Mazón, qué falló en la gestión y qué reformas exigen víctimas y expertos.

La respuesta, corta y clara: porque el dolor se canalizó por las vías institucionales y cívicas —investigaciones judiciales, exigencia de responsabilidades políticas, movilización social, reclamaciones de ayudas— y no por la violencia. Por encima del enfado, de los fallos señalados y del ruido de las redes, prevaleció un rechazo casi unánime a cualquier acto de “ajuste de cuentas” físico. La mayoría social en la Comunitat Valenciana optó —con dudas, con rabia, con cansancio— por apretar los mecanismos del Estado de derecho: tribunales, parlamento, calle y urnas. Eso no significa resignación. Significa otra cosa: rendición de cuentas sin cruzar la línea roja.

También pesó el duelo. Tras el 29 de octubre de 2024, las familias se volcaron en buscar a los suyos, en enterrar a los suyos y en organizarse. Levantaron asociaciones, pidieron peritajes, reclamaron cronologías, exigieron comparecencias públicas. La indignación no desapareció; se volvió metódica. Quien piense que esa calma relativa es apatía, se equivoca: no hubo venganza porque hubo trabajo cívico. Y porque, a pesar de las grietas, la sociedad valenciana asume que la justicia —la de verdad— llega con documentos, fechas, decisiones firmadas, y, si procede, inhabilitaciones o condenas, no con pedradas.

Un año de preguntas punzantes y una cronología que duele

Aquella DANA dejó una cicatriz: centenares de fallecidos, heridos por miles, infraestructuras arrasadas, barrios enteros con marcas de agua en la pared y marcas peores en la memoria. El episodio fue hidrometeorológicamente extremo: núcleos de tormenta que se autoregeneraban, acumulados de lluvia sin precedentes, desbordamientos súbitos en la red de barrancos y ríos mediterráneos. Turís, Chiva, Alginet, Carlet, la Ribera, L’Horta, Utiel-Requena… el mapa del desastre habla solo. A partir de ahí, dos cronologías se superponen: la de la lluvia y la del gobierno autonómico.

La primera es técnica: avisos de nivel rojo, caudales disparados, estaciones de medida fuera de rango, comunicaciones que caen. La segunda es política: alertas a móviles que llegaron tarde, decisiones que se anuncian y se corrigen, un mando único que no siempre se percibe, y un presidente que publica un mensaje optimista sobre la evolución del temporal, lo borra después y abre un caso de estudio sobre cómo no comunicar en una emergencia. Minutos que, en una emergencia, cuentan el doble.

Lo que siguió lo conocemos. Sesiones broncas en Les Corts. Peticiones de dimisión. Manifestaciones multitudinarias con silencios largos. Un rosario de reclamaciones de ayudas y de informes periciales. Y, sobre todo, familias que quisieron poner nombres y horas a cada pérdida. Todo ese movimiento social se organizó en positivo: exigencias de transparencia, de protocolos claros, de auditorías independientes. Hay dolor, sí. Hay ira, también. La diferencia es que se dirigió contra la opacidad y la improvisación, no contra cuerpos.

Cómo se canalizó la ira: del impulso a la organización

En España, la violencia política directa es residual, incluso tras tragedias con alto impacto emocional. Las razones no son etéreas; son muy concretas:

Primero, cultura cívica. Cuatro décadas largas de democracia pesan. Con sus fallos y sus sobresaltos, el marco compartido es este: si algo se hizo mal, que se investigue; si hay negligencia, que se tipifique; si hay responsabilidades, que se asuman; si hay una asimetría de poder, que la contrapesen la prensa, los jueces y la sociedad civil. Y se sale a la calle. Pero a gritar, a votar, a llevar pancartas. No a agredir.

Segundo, condicionantes prácticos. A las familias les urgía sobrevivir al día a día: rescates, alojamiento, papeles, psicólogos, colas ante ventanillas. La energía se va ahí. Asociaciones de víctimas y plataformas vecinales abrieron canales de asesoramiento, coordinaron donaciones, presionaron a los consistorios para acelerar expedientes. La reconstrucción íntima absorbe mucho más que cualquier fantasía de “venganza”.

Tercero, marco legal y policial. España tipifica con dureza las amenazas y agresiones contra representantes públicos. Y hay dispositivos de protección. Pero lo determinante no fue el miedo a la sanción; fue la falta de legitimidad social de la violencia. Entre indignarse y aplaudir una agresión hay un abismo. Y ese abismo, en la Comunitat Valenciana, se mantuvo.

Cuarto, liderazgos sociales. Colegios profesionales, plataformas cívicas y, de forma decisiva, asociaciones de víctimas marcaron la agenda. Pidieron verdad, justicia y reparación. Ordenaron el duelo. Cuando quienes más sufrieron —quienes llevan sillas vacías en casa— ponen la brújula en la justicia, el resto acompasa el paso. La violencia habría sido, además de injustificable, profundamente impopular.

Las responsabilidades bajo la lupa: lo que falló y lo que se discute

A lo largo del año han cristalizado tres vectores de crítica a la gestión autonómica y a la coordinación interadministrativa. No es un listado para la galería; es una agenda de lecciones.

El tiempo de anticipación. Los avisos de la red meteorológica y de los organismos de cuenca dibujaban un escenario de riesgo extremo ya desde la madrugada. En entornos de convección severa, la ventana de prevención se mide en horas, y un exceso de prudencia —cierre preventivo de centros educativos, suspensión de actividad en polígonos industriales, corte de carreteras secundarias proclives a embolsamientos— salva vidas. Se actuó, pero muchos ayuntamientos lo hicieron a distintas velocidades y la imagen de conjunto fue desigual.

La gestión de la jornada crítica. El envío de la alerta de Protección Civil a los móviles llegó cuando en varias comarcas el agua había entrado en viviendas y bajos. En paralelo, hubo mensajes institucionales contradictorios sobre la evolución del temporal. El mando único —quién ordena, quién coordina, quién comunica— quedó desdibujado en determinados tramos. La coordinación con la UME se activó, pero hay tramos horarios en discusión sobre si su refuerzo debió producirse antes.

La dirección política. Un presidente autonómico no puede ser un meteorólogo ni un ingeniero hidráulico. Sí debe aparecer pronto, dar órdenes claras, rectificar en abierto y asumir errores. El episodio del mensaje borrado —anunciando una mejora que no llegó— es ya un símbolo de cómo una mala comunicación erosiona la confianza. Y, en emergencias, la confianza es un activo operativo: cuando la gente cree a quien manda, obedece más rápido.

Nada de esto niega la excepcionalidad del fenómeno ni la dificultad de gestionar un episodio sin precedentes. Señala, simplemente, el terreno donde hoy se dirimen responsabilidades técnicas y políticas: protocolos, umbrales de activación, cronogramas de decisiones, cadenas de mando, matrices de comunicación.

El otro frente: la desinformación y su coste real

Hubo ruido, y del más dañino. Circularon bultos conspirativos que hablaban de “asesinatos con radares”, de proyectos secretos que provocarían tormentas a voluntad, de cifras infladas para “vender” el cambio climático. Ese ruido tiene doble costo. Primero, hiere a las familias, que ven su dolor convertido en carne de viral. Segundo, entorpece la rendición de cuentas: si todo es un complot, nadie es responsable de las decisiones humanas que sí pueden auditarse.

La respuesta social, por fortuna, fue otra. Los medios principales publicaron cronologías reconstruidas minuto a minuto, las universidades levantaron mapas de inundación con resolución alta, los colegios de ingenieros firmaron informes técnicos con recomendaciones concretas, los meteorólogos explicaron con paciencia qué es un sistema convectivo de mesoescala y por qué esa jornada fue distinta. Es decir: datos, no dogmas. Y en datos se debe seguir.

Lo que ya se ha movido: calle, juzgados, administración

El primer gran movimiento fue la calle. Decenas de miles de personas llenaron València y otras ciudades pidiendo cambios, responsabilidades y un pacto de obras prioritarias. Hubo manifestaciones silenciosas y concentraciones con nombres y apellidos, con carteles que exigían “no olvidéis a los nuestros”. Esa presión social ha sostenido el foco cuando la agenda mediática se iba moviendo a otros temas.

El segundo movimiento, los juzgados. Hay diligencias abiertas que buscan fijar cronologías, cadenas de decisión y umbrales de activación. No se trata de criminalizar la meteorología —sería absurdo—, sino de determinar si hubo negligencias o imprudencias con impacto directo en vidas humanas. Los tiempos judiciales son lentos, pero en este caso el paso es sostenido: declaraciones de cargos, requerimientos documentales, peritajes hidráulicos y de comunicaciones.

El tercero, la administración. Se han desplegado paquetes de ayudas para particulares, empresas y ayuntamientos; se han aprobado exenciones fiscales y líneas de crédito. Algunas obras de emergencia ya están en marcha —drenajes, bombeos, reparación de carreteras— y otras se licitan. Aquí aflora otro problema: la burocracia. Familias que aún encadenan papeles, consistorios pequeños que no dan de sí para redactar proyectos, plazos que se eternizan. Es una parte del desastre menos visible que la riada, pero igual de corrosiva si no se gestiona.

Lecciones técnicas, sin atajos ni eufemismos

Cuando el agua baja, llega la hora de los planos y las cifras. No hay milagros; hay ingeniería, planificación y cultura del riesgo. Las lecciones que ya asoman no son glamur:

Una, cartografías de riesgo actualizadas con datos de alta resolución. Las láminas de inundación que dejaron barrios enteros indican que hay zonas urbanizadas en llanuras de inundación que exigen soluciones de mitigación (depósitos de tormenta, zonas verdes permeables, válvulas de retención, elevación de cotas en accesos y semisótanos, rediseño de pasos inferiores).

Dos, sistemas de alerta redundantes. No basta con un solo canal. El envío a móviles es potentísimo, pero necesita sirenas municipales, paneles variables de carretera, radio local y protocolos escolares claros. En las emergencias de convección, minutos importan. Redundancia significa que, si cae la red móvil, no cae el aviso.

Tres, mando único operativo y matrices de decisión. No a la intuición; sí a los umbrales objetivos: litros por metro cuadrado en intervalos críticos, altura de lámina en puntos de control, velocidad de corriente, caudales en barrancos clave. Con esos parámetros, los cierres preventivos y evacuaciones dejan de ser “ocurrencias” y pasan a ser decisiones automatizadas.

Cuatro, formación de primera línea. Alcaldes, concejales de guardia, jefaturas de policía local, técnicos de Protección Civil: todos necesitan simulacros reales, guías de decisión de bolsillo y ensayos de comunicación pública. En pueblos medianos, la diferencia entre cortar una carretera veinte minutos antes o no hacerlo se salda en vidas.

Cinco, mantenimiento y limpieza. Sí, lo menos vistoso. Drenajes urbanos, rejillas, colectores, ramblas. La DANA dejó al descubierto puntos negros que colapsaron por elementos atascados. Un plan de repaso periódico —y público, con actas— es barato y eficaz.

Seis, comunicación de crisis. Mensajes cortos, operativos, sin triunfalismos. Si la situación empeora, se dice. Si se cometió un error, se rectifica en público sin borrar huellas ni marear con tecnicismos. La ciudadanía tolera las rectificaciones; no tolera que la administración parezca ocultar.

Política bajo presión: liderazgo fallido, liderazgo posible

La DANA no solo puso a prueba infraestructuras. Puso a prueba el liderazgo. En episodios así, el líder marca el tono: calma sin blandura, decisiones firmes, empatía visible y asunción de errores. La percepción generalizada tras aquel 29 de octubre fue que faltó ese liderazgo. Llegadas tardías al comité de crisis, mensajes contradictorios, silencios largos. Cuando la primera impresión queda tatuada, cuesta borrarla con semanas de trabajo después.

Esa erosión compromete el día a día del Consell. Los proyectos legislativos, la interlocución con ayuntamientos, la relación con asociaciones de víctimas… todo se contamina. La salida no tiene misterio: transparencia radical, reformas con calendario, evaluación independiente y gestos claros con quienes más perdieron. Hay margen si se pisa ese acelerador. Lo contrario —atrincherarse, buscar culpables ajenos, jugar con el lenguaje— solo dilata lo inevitable: más desgaste.

En paralelo, la oposición tampoco puede limitarse a la consigna. Si el objetivo es que no vuelva a ocurrir, tocaba —y toca— arrimar propuestas: paquetizar obras urgentes, atender a los municipios con menos músculo técnico, pactar protocolos y umbrales que sobrevivan a los cambios de gobierno, blindar la profesionalidad de los equipos técnicos. Tragedias de esta escala exigen políticas de Estado autonómicas. Y sí, también responsabilidad parlamentaria: comisiones de investigación con luz, taquígrafos y capacidad real de recomendar cambios obligatorios.

¿Hubo pasividad ciudadana? Lo que dicen los hechos

La tentación de llamar “dormida” a la ciudadanía asoma cada cierto tiempo, pero no encaja con lo que hemos visto en este año. Hubo movilización sostenida, cobertura informativa diaria durante meses, un consenso social amplio sobre la necesidad de reformas y, en el terreno electoral, un juicio político en curso. La pregunta correcta no es “por qué la gente no reaccionó”, sino cómo reaccionó: con duelo, organización y presión. Y con una línea que no se traspasa: la violencia.

Ni siquiera en los momentos de máximo dolor —identificaciones en el depósito, búsquedas en cauces, listas de desaparecidos— se cruzó esa frontera. En su lugar, hubo colas ante juzgados de guardia para presentar escritos, recopilación de evidencias, reuniones con grupos parlamentarios, peticiones de auditorías y de expedientes completos. Eso es reacción. Y es la que, a medio plazo, consigue cambios.

Reformas que faltan: de la avenida al semisótano

Sentado lo anterior, falta lo que más importa: obras y normas que inmunicen —en lo posible— a los barrios donde el agua encontró camino fácil. No es una lista exhaustiva, pero sí las que se repiten en informes y despachos:

Revisión del planeamiento urbano en llanuras de inundación. A falta de reubicaciones —siempre complejas—, medidas de mitigación como depósitos de tormenta, zonas de retención temporales y parques inundables que “compren” minutos al pico de caudal.

Modernización de drenajes urbanos con sensores de nivel, compuertas automáticas y telemetría para que los centros de control sepan en tiempo real qué barrio está en riesgo. No hacen falta “smart cities” de catálogo; basta con una red fiable en puntos críticos.

Protección de semisótanos y bajos con normativa de cotas mínimas, válvulas antirretorno obligatorias y sellado de accesos. En demasiadas tragedias, la planta menos 1 es la trampa.

Protocolos escolares y laborales que automaticen decisiones con umbral rojo: si Aemet declara nivel X y los caudales superan Y, se suspende la actividad presencial. No a discreción, sí por regla.

Señalética de riesgo en pasos inferiores, barrancos urbanos y viales con historial de embolsamientos. La gente —todos— subestimamos el agua en calzada. Un panel que marca altura de lámina y corte bien temprano es barato y eficaz.

Sirenas y megafonía en núcleos vulnerables. Si cae la red, que no caiga la voz.

Simulacros anuales —de verdad, no de trámite— con policía local, sanitarios, Protección Civil y vecindario. Un municipio que ha ensayado evacuar un barrio lo hace mejor y más rápido.

Por qué no hubo “venganza”: una síntesis sin retórica

La pregunta inicial admitía respuestas fáciles y tramposas: “apatía”, “miedo”, “indiferencia”. Los hechos —un año de hechos— apuntan a otra respuesta, más incómoda para quienes desean una épica simple: la sociedad valenciana reaccionó, pero eligió la vía democrática. Canalizó la ira por rutas que producen expedientes, reformas y —si procede— dimisiones. Rechazó, como bloque, el salto a lo violento que solo añade dolor y no arregla nada. No es un consuelo; es un método. Y es el único compatible con verdad, justicia y reparación.

Lo que sí cambió en este año

Cambió la percepción del riesgo. En comarcas que habían normalizado los reventones de lluvia como un fastidio cíclico, hoy existe conciencia de vulnerabilidad. Se habla de barrancos con nombre y apellido, de cotas y láminas, de umbrales y sirenas. No es miedo; es conocimiento.

Cambió el contrato social con la administración. La DANA dejó claro que la ciudadanía exige respuestas en minutos, mensajes certeros y asunción de errores. La paciencia con la retórica —el “hicimos lo que pudimos”, el “nadie podía preverlo”— se agotó. Se acepta que hubo excepcionalidad; no se acepta que esa etiqueta tape fallos corregibles.

Cambió, por último, la agenda de obras. Los puntos negros quedaron subrayados. Hay alcaldes que ya no dormirán tranquilos si no ven excavadoras en ese colector, ese paso inferior, ese cruce. Es la parte menos vistosa, la que no da titulares si no hay tragedia, pero es la que mide si aprendimos.

No hubo venganza contra Carlos Mazón porque, sencillamente, no cabía. No en una comunidad que llora a sus muertos mirando a los juzgados y a las Cortes, no en una sociedad que paró para sostener a sus familias rotas, no en un país que ha aprendido —con golpes— que la justicia por mano propia nunca repara. Lo que sí cabe, y ya ocurre, es memoria con reformas, duelo con agenda, rabia con método. Ese es el suelo cívico que sostiene a una comunidad cuando el agua baja y el barro se seca.

Queda trabajo. Quedan respuestas por dar, expedientes por abrir y obras que ejecutar, con nombres y fechas. Queda también proteger a las asociaciones de víctimas de la utilización partidista y de las teorías enfangadas. Y queda, sobre todo, algo que por fin es un consenso: honrar a quienes se fueron solo tiene un camino. Que las próximas nubes nos encuentren con sirenas que suenan a tiempo, con drenajes limpios, con órdenes claras. Y con una sociedad que ya no pregunta por qué nadie se vengó, sino qué se hizo para que nadie más falte la próxima vez.


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Este artículo se apoya en publicaciones y documentos oficiales y de referencia, contrastados con información institucional y periodística reciente. Fuentes consultadas: EL PAÍS, La Moncloa, EL PAÍS, elDiario.es, Cadena SER, Generalitat Valenciana, Vivienda GVA, Injuve, Infobae.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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