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Historia

Más de 150 países reconocen a Palestina: ¿qué cambia ahora?

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personas en plaza pro pal para Gaza

Más de 150 países, con Francia, reconocen a Palestina y activan embajadas, acuerdos y presión en la ONU; claves, efectos y cambios en Europa.

El reconocimiento diplomático de Palestina se ha convertido en norma, no en excepción. Con más de 150 Estados sumados —y con Francia ya dentro de esa mayoría—, el tablero internacional se mueve en una dirección bastante clara: más embajadas, más acuerdos bilaterales, mayor capacidad para actuar como sujeto pleno de derecho internacional. Es un salto que, de inmediato, abre puertas prácticas —representación, tratados, cooperación judicial— y, a la vez, refuerza una idea política que llevaba años encallada: la solución de dos Estados debe pasar de declaración a arquitectura concreta. El gesto, elevado a masa crítica, deja de ser gesto.

No transforma, por sí solo, la realidad sobre el terreno en Gaza o Cisjordania. Israel mantiene el control militar en áreas clave, la plena membresía de Palestina en la ONU continúa bloqueada por el veto de una potencia del Consejo de Seguridad, y la guerra ha devastado las bases materiales de cualquier plan de reconstrucción rápida. Aun así, el reconocimiento del Estado de Palestina cambia la forma de trabajar: normaliza relaciones diplomáticas, facilita la firma y ejecución de tratados, enmarca la ayuda bajo reglas estatales y mejora la coordinación en foros multilaterales. También altera incentivos políticos, dentro y fuera de la región. No es magia; es ingeniería institucional.

Un mapa que ya pesa más que la retórica

Durante décadas la discusión transitó entre el simbolismo y el cálculo geopolítico. Hoy la fotografía es otra. El mapa de reconocimientos a Palestina cubre casi toda África, buena parte de Asia y América Latina, y suma tracción en Europa Occidental. Ese consenso de facto no significa unanimidad, pero sí establece una pauta diplomática que otros observan y, a su ritmo, replican. El resultado es un lenguaje común que empieza a traducirse en procedimientos: cómo se instala una embajada, qué protocolo rige una visita de Estado, por dónde circulan las notas verbales cuando hay incidentes consulares o comerciales.

En este contexto, la entrada de Francia no solo añade un país; incorpora una capacidad de agenda. París condiciona, por peso y tradición, debates en la Unión Europea, el G7 y el Consejo de Seguridad. Su apuesta por el reconocimiento del Estado de Palestina reordena conversaciones que, hasta hace poco, parecían diseñadas para no decidir. Y cuando un actor con ese músculo elige salir del terreno de lo “aspiracional” para formular propuestas —seguridad, reconstrucción, gobernanza—, muchos manuales se reescriben sobre la marcha, aunque el papel tarde en convertirse en hechos.

Al mismo tiempo, ese impulso europeo convive con matices internos. No hay una posición única en el continente, tampoco plazos calcados. Pero donde antes la prudencia era sinónimo de inacción, hoy asoma un patrón: reconocer primero para poder condicionar después, con incentivos y salvaguardas, el diseño de seguridad y la reforma institucional palestina. El orden importa.

Qué cambia en la práctica: de la placa en la puerta al BOE

La diplomacia tiene su propia liturgia y, a veces, su propia inercia. Pero cuando un reconocimiento estatal alcanza la escala actual, lo que parecía ceremonial se vuelve estructura. Primero, en lo obvio: relaciones diplomáticas plenas. Abrir embajadas o elevar misiones de representación genera un circuito estable de trabajo —cancillerías, agregadurías, cooperación— que no depende del humor del día. Es más fácil resolver un incidente con un embajador acreditado que con una oficina a medio camino entre lo cultural y lo político.

Segundo, en los tratados bilaterales. La capacidad de Palestina para firmar acuerdos en materias como comercio, cooperación policial, asistencia judicial o movilidad académica gana anclaje legal y previsibilidad. Las empresas lo notan enseguida: contratos con un sujeto estatal claro, cláusulas de resolución de disputas más definidas, posibilidad de acudir a arbitrajes internacionales con menos zona gris. Quien invierte necesita reglas y foros para litigar; el reconocimiento reduce incertidumbre jurídica.

Tercero, en la cooperación y la ayuda. Tratar a Palestina como Estado permite integrar los desembolsos en marcos presupuestarios con condicionalidades explícitas —reformas administrativas, control del gasto, transparencia— y no dejar todo en la lógica del proyecto ad hoc. Esto no asegura milagros, pero sí facilita medir resultados, exigir responsabilidades y evitar la captura clientelar de recursos. En términos de gobernanza, el reconocimiento ofrece herramientas y, al ofrecerlas, obliga a usarlas.

Cuarto, en el etiquetado y la diligencia debida. Con más Estados reconociendo a Palestina y alineando su legislación, se consolidan prácticas de trazabilidad comercial para productos vinculados a los territorios ocupados y a los asentamientos ilegales, así como ajustes en controles de exportación para bienes de doble uso. No se trata solo de sanciones o prohibiciones: es compliance. Las administraciones públicas piden a empresas y bancos que prueben dónde operan, con qué proveedores y bajo qué estándares de derechos humanos; la existencia de un Estado contraparte ayuda a trazar ese mapa.

Naciones Unidas: derechos reforzados, veto persistente

El reconocimiento masivo impacta de lleno en el ecosistema multilateral. Palestina es Estado observador no miembro desde 2012, y ese estatus abrió, en su día, la puerta a organismos y tratados que hoy sostienen su acción exterior —desde la UNESCO al Estatuto de Roma—. Con el tiempo, esa base se ha ampliado: más foros, más mecanismos, más papeles sobre la mesa. No todo son titulares, claro, pero cada procedimiento ganado marca una diferencia: pedir la palabra antes, copatrocinar resoluciones, presentar informes técnicos, incorporarse a grupos de trabajo.

La pared está unos metros más allá, en el Consejo de Seguridad. La membresía plena en la ONU requiere una recomendación previa del Consejo, y ahí el veto de un miembro permanente bloquea la puerta. No hay atajos legales; el sistema funciona —o se atasca— así. La paradoja es evidente: la Asamblea General consolida mayorías, pero cinco capitales deciden la llave del club. Y aun así, el reconocimiento no es un juego de espejos. Aumenta la capacidad de interlocución con agencias, fondos y programas; ayuda a fijar prioridades anuales; suaviza la coordinación entre donantes. La política, incluso en su versión burocrática, va por capas.

Justicia internacional: jurisdicción que empieza a andar

La otra cara del reconocimiento es su traducción judicial. Palestina forma parte de la Corte Penal Internacional (CPI) desde 2015, lo que faculta a la Fiscalía a investigar presuntos crímenes cometidos en su territorio con independencia de la nacionalidad de los implicados. Eso activa una cadena conocida: recolección de pruebas, cooperación con autoridades, protección de víctimas, órdenes de arresto si las hay. El reconocimiento no crea la jurisdicción —ya existe—, pero facilita su ejecución: más Estados dispuestos a colaborar, procedimientos internos más claros, menos dudas sobre quién firma qué.

El coste político de incumplir también sube. Cuando un país reconoce al Estado de Palestina y respalda el multilateralismo judicial, ignorar una orden de detención o una solicitud de cooperación deja de ser una anécdota diplomática para convertirse en incumplimiento de un tratado. Y el listado de tratados es largo: Convenciones de Ginebra, Convención contra la Tortura, Convención sobre los Derechos del Niño. Las obligaciones son simétricas. Lo que se pide a otros se asume también como propio.

Aquí asoma un debate incómodo. Hay gobiernos que discrepan de las decisiones de la CPI o de la manera en que combinan el calendario del tribunal y la política. La crítica es legítima. Lo que no cabe es desconectar selectivamente el derecho internacional según interese. El reconocimiento —y la malla de legitimidad que le acompaña— empuja en la dirección contraria: reglas claras, para todos, aplicadas con los mismos criterios.

Israel, seguridad y la aritmética de los incentivos

Para el Gobierno israelí, los reconocimientos recientes premian a enemigos y penalizan su seguridad. Es la tesis de siempre, matizada por coyunturas. La respuesta, política y mediática, redobla la idea de que cualquier avance en la estatalidad palestina debe pasar por una negociación directa. Ese marco convive, sin embargo, con la realidad de un consenso amplio en torno a la necesidad de construir una arquitectura de seguridad que evite el retorno de grupos armados al control de Gaza y garantice la protección de la población israelí. Sin seguridad para Israel no habrá acuerdo; sin horizonte de Estado para Palestina, tampoco.

El reconocimiento del estado de Palestina no desarma a nadie, pero altera incentivos. Abre espacio político a una Autoridad Palestina que, con reformas reales —seguridad, justicia, finanzas públicas—, puede disputar el terreno institucional a quienes basan su fuerza en la lógica de la guerra perpetua. También eleva el listón para medir a todos los actores: a las fuerzas israelíes respecto a su conducta, a las autoridades palestinas respecto a rendición de cuentas y servicios, a los donantes respecto al uso de la ayuda y la coherencia de sus políticas de defensa y comercio.

Se dirá que esto ya estaba dicho. Sí, pero sin la masa de reconocimientos actuales era muy difícil pasar del eslogan a los pliegos de condiciones. Hoy se puede hablar, con papeles sobre la mesa, de tareas concretas: plan de reconstrucción con objetivos verificables, calendario de reformas de seguridad, mecanismos de supervisión internacional, criterios de elegibilidad para financiación y compras públicas, salvaguardas de derechos. La política exterior se vuelve, poco a poco, tecnopolítica.

Gaza y Cisjordania: cuando el día después empieza hoy

La guerra ha roto casi todo en Gaza. Infraestructuras críticas, tejido social, instituciones. Pensar en el “día después” parecía, hace nada, un ejercicio de voluntarismo. El reconocimiento internacional de Palestina, respaldado por un número creciente de potencias, permite empezar a ensamblar piezas sin esperar a una firma imposible. No lo cambia todo, pero reordena: quién lidera la reconstrucción, cómo se reparte el esfuerzo entre donantes, qué estándares de transparencia son exigibles, qué condiciones mínimas de seguridad se necesitan para que entren ingenieros, médicos, maestros. Si la palabra clave es verificación, el sujeto debe ser un Estado con capacidad —real o asistida— para cumplir y hacer cumplir.

En Cisjordania, la ecuación es distinta, pero emparentada. La expansión de asentamientos y la fragmentación territorial complican cualquier diseño de contigüidad. Las fronteras de 1967 siguen siendo el referente práctico que muchos países han asumido al formalizar su reconocimiento del Estado de Palestina, con Jerusalén Este como capital del futuro Estado. El valor del reconocimiento aquí consiste en anclar esa referencia en políticas públicas concretas: planificación urbana, movilidad, agua, energía, recaudación y servicios. Sin esas piezas, la promesa de estatalidad se queda en la pancarta.

También importa quién gobierna y cómo. Los socios árabes y europeos han repetido el mismo mensaje: la Autoridad Palestina necesita una renovación funcional —no solo de nombres— que mejore seguridad, justicia y administración. El reconocimiento no sustituye esas reformas; las exige. Y al exigirlas, da cobertura política para hacer cambios que de otro modo serían casi suicidas en términos internos. La reforma policial, por ejemplo, gana legitimidad si se integra en un marco de cooperación internacional y si viene acompañada de controles civiles. Igual con la justicia y el manejo de finanzas públicas.

Europa y España: del gesto a la política pública con efectos

La dimensión europea no es decorado, es grava. El reconocimiento del estado de Palestina por parte de varios países de la UE ha creado un pasillo de medidas que ya se notan en la práctica. Hablamos de controles reforzados a exportaciones sensibles, guías de diligencia debida para empresas con exposición en los territorios ocupados, protocolos sobre etiquetado y contratación pública que evitan financiar, por omisión, actividades contrarias al derecho internacional. Poco glamur, mucha eficacia.

España se movió pronto y ha buscado que su decisión no se quede en un comunicado. El objetivo, explícito, fue alinear la cooperación con un marco estatal y coordinar posiciones con socios que comparten la apuesta por dos Estados. Eso se traduce en programas plurianuales con indicadores, apoyo institucional para modernizar administraciones locales y mecanismos de auditoría que midan resultados. También obliga a cuidar la convivencia interna: proteger a comunidades judías frente al antisemitismo, perseguir delitos de odio, aislar discursos que confunden crítica política con hostilidad religiosa. Igual con la islamofobia. Un Estado serio puede hacer dos cosas a la vez: defender la legalidad internacional y combatir el odio sin matices.

A escala comunitaria, el empuje de París añade capacidad de arrastre. Si un país grande se compromete con una hoja de ruta operativa —papeles, presupuestos, calendario—, otros encuentran margen para sumarse sin miedo a caer en una performance sin consecuencias. La clave es mantener el foco en instrumentos verificables: licencias de exportación, seguimientos de cadenas de suministro, apoyo a reformas institucionales con indicadores medibles, asistencia técnica en policía, justicia y finanzas. Menos retórica, más indicadores.

Lenguaje y derecho: por qué las palabras importan cuando se convierten en normas

“Reconocer” no es un adjetivo; es un acto jurídico. Implica que un país asume que otro cumple —o podrá cumplir— con los atributos de soberanía: población, territorio, gobierno y capacidad de relacionarse con otros Estados. Ese acto, cuando lo realizan más de 150 países, genera costumbre internacional y, con ella, expectativas legítimas. Las cancillerías operan con esas expectativas: dónde enviar una nota, a quién pedir asistencia, con quién firmar un memorando, bajo qué jurisdicción resolver un litigio.

De ahí derivan consecuencias normativas. Un pasaporte palestino gana reconocimiento práctico; un acuerdo de extradición puede activarse con menos fricción; un apoyo presupuestario se propone con condiciones propias de cooperación Estado-Estado. En paralelo, el derecho humanitario se aplica con un prisma menos ambiguo: obligaciones de una parte y de la otra, mecanismos de supervisión, rutas de queja. No exime a nadie; obliga a todos.

El lenguaje también ordena la política. Hablar de Estado sitúa el debate fuera de las etiquetas difusas (“autoridad”, “entidad”, “territorio”). Y al hacerlo, acota responsabilidades. Un Estado firma, legisla, recauda, garantiza derechos, rinde cuentas, comparece ante tribunales. Si falla, no hay coartada lingüística.

Qué no cambia y por qué sigue importando

El reconocimiento del Estado de Palestina no desmonta un bloqueo, no borra asentamientos, no libra a nadie de responsabilidades penales por crímenes de guerra. El veto en el Consejo de Seguridad sigue en su sitio. La asimetría sobre el terreno no desaparece por decreto. Y, sin embargo, el reconocimiento desplaza el centro de gravedad de la conversación hacia lo implementable. Es decir: si se acepta que existe un Estado, la tarea deja de ser “si” y pasa a ser “cómo”. Cómo se reconstruye, cómo se gobierna, cómo se garantiza seguridad, cómo se verifica.

Para algunos, eso suena a tecnocracia desangelada. Pero en los conflictos prolongados, la técnica es política pura. Un sistema eléctrico que funcione reduce la capacidad de chantaje de milicias. Un control fronterizo profesional disminuye el contrabando y la corrupción. Un registro civil depurado impide el clientelismo. Un poder judicial con independencia real —y con apoyo externo bien diseñado— ofrece salidas que no pasan por la violencia. Todo esto trae cola, lleva tiempo, requiere pactos feos. Sin reconocimiento ni siquiera hay mesa en la que colocarlo.

Un punto de no retorno en la agenda internacional

La incorporación de Francia a una mayoría de más de 150 países que reconocen a Palestina fija un antes y un después en la conversación global. No liquida el conflicto, no resuelve el drama humanitario ni sustituye a la negociación directa. Pero ordena. Aporta método y marco. Inserta la causa palestina en el carril donde se cocina la política pública: embajadas, tratados, presupuestos, auditorías, misiones internacionales, tribunales. Obliga a reformas y a garantías. Exige medir, informar, corregir.

El resto —y esto es crucial— depende de una ecuación menos lírica: seguridad, recursos y verificación. Si se logra articular un dispositivo de seguridad creíble que proteja a Israel y desarme a quienes se alimentan del caos, si se asegura un flujo sostenido de financiación con condiciones exigentes y se instala una cultura de verificación independiente, el reconocimiento del estado de Palestina habrá sido el primer peldaño de una escalera incómoda pero ascendente. No hay promesas, hay trabajo. Y por primera vez en mucho tiempo, hay un tablero operativo para hacerlo.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y medios españoles, con especial atención a documentos y coberturas recientes. Fuentes consultadas: La Moncloa, RTVE, elDiario.es, Congreso de los Diputados, Ministerio de Asuntos Exteriores.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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