Cultura y sociedad
El mundial ciclismo 2025 es de Pogacar: por qué es imparable

Pogačar revalida el arcoíris en Kigali con ataque lejano y dominio: claves tácticas, altitud, adoquín y método que sostienen su hegemonía ya.
Tadej Pogačar volvió a enfundarse el maillot arcoíris en Kigali y lo hizo con esa mezcla de instinto y cálculo que ya se siente costumbre. La carrera se rompió de verdad en Mont Kigali, a una eternidad de meta, y desde ahí el esloveno gobernó en solitario un Mundial que era examen de fondo, técnica y cabeza. El dato grueso es fácil de recordar: ventaja amplia, rivales ilustres descolgados por pura acumulación, una llegada que retrata autoridad. La lectura es aún más clara: Pogacar otra vez campeon del mundo no suena a eslogan sino a balance de una realidad que el pelotón había sospechado a primera hora, cuando vio el circuito, la altitud y el pavé vivo de la capital ruandesa.
La superioridad no nace de un truco nuevo, ni de una sorpresa de última hora. Responde a un patrón que se repite y se afina: ataque largo, sostenido al umbral; economía de pedaleo en los descensos técnicos; nutrición milimétrica cuando el cuerpo pide lo contrario; y un punto psicológico que pesa, un magnetismo de líder que condiciona a los demás. Con ese guion, Pogacar campeón del mundo en Ruanda encaja como pieza natural: altura en torno a mil quinientos metros, circuitos con dientes afilados, adoquín que te obliga a pedalear sin pausa y la sensación de que cada curva puede limar un segundo. En ese terreno, el mejor gana por método, no por milagro.
Kigali como tablero decisivo
Kigali, con su perfil de colinas que nacen y mueren dentro de la ciudad, no necesita un puerto de veinte kilómetros para seleccionar. Las subidas son cortas, pegajosas, repetidas. El Mont Kigali exige un esfuerzo sostenido que, sin ser alpino, vacía a quien llega mal colocado. El Mur de Kigali, por su parte, aprieta con pendiente y adoquín, obliga a la tracción fina y castiga a cualquiera que se equivoque de desarrollo o se quede medio pedal atrás al salir de cada curva. La altitud —ese aire que pesa un poco menos— hace que recuperación sea un concepto relativo. No se descansa. No de verdad. La segunda o tercera hora con esos picos de intensidad premia a quien vive cómodo en el umbral, a quien sabe no perder potencia entre curva y curva.
Pogačar ha aprendido a reconocer ese terreno en dos vueltas. En la primera tomada de contacto lee dónde se forma el acordeón, en qué carril queda menos bache, qué paños de adoquín dejan correr la bici sin obligar a saltos que roban vatios. En la segunda vuelta ya negocia la línea buena como si fuese local. A partir de ahí, apagón para el resto: cada giro se convierte en una limadura, cada cambio de ritmo en un alfiler clavado en la persecución. En Mundiales que se deciden por desgaste, esta suma acaba importando más que una sola subida de números descomunales.
El clima ayuda a este pulso. Kigali no es un horno sofocante, pero el calor sostenido colabora con la altitud para causar un goteo implacable de pérdidas: líquido, minerales, lucidez. Quien gestiona mejor la alimentación no solo mantiene piernas; mantiene la toma de decisiones. Metros antes del muro, qué piñón eliges. Al final del descenso, si trazas por el bordillo o por la junta más lisa del adoquín. Todo eso, repetido cien veces, crea la ventaja invisible que explica por qué nadie lo alcanza cuando se va solo.
La fórmula que lo separa
Llamarlo “talento” es quedarse a mitad de camino. Hay mucho talento, claro, pero lo que distingue a Pogačar es el sistema. La preparación se orienta a sostener esfuerzos prolongados al borde del umbral y a encadenarlos sin caer en el vaivén de los picos vacíos. Se entrena para que el corazón no suba de golpe con cada acelerón ni caiga al vacío al levantar el pie. Así, cuando ataca a distancia, el motor ya conoce esa sensación. No es un salto al abismo, es ejecución de algo repetido mil veces con fatiga previa. Ese es, dicho sin rodeos, el secreto de Pogacar: convertir lo excepcional en rutina a base de repeticiones de calidad, análisis y una lectura de carrera afinada.
La nutrición en ruta es el otro secreto, menos glamuroso y más decisivo. Comer cuando no apetece, beber cuando la respiración va acelerada, elegir la textura que entra bien en plena vibración del adoquín. Hay jornadas en que la diferencia no está en el ataque sino en lo que ocurre veinte minutos antes: si la gasolina entra, el golpe de pedal llega con chispa; si no llega, la lámpara tiembla justo cuando la carrera se parte. En Kigali, esa disciplina se notó a partir del gran bucle: el campeón aceleró y mantuvo, sin mostrar la fatiga visible que otros sí enseñaban en el gesto, en el cuello, en la posición sobre la bicicleta.
La técnica suma y mucho. No hablamos de malabarismos, hablamos de economía de pedaleo: pasar la curva sin dejar de empujar, sprintar dos segundos para recuperar la inercia, volver a sentarse sin corte de potencia. El que persigue pierde un instante en cada giro si tiene que recolocarse, si corrige una trazada, si duda al elegir la costura más lisa del pavé. Esos microsegundos, reunidos en doscientas curvas, fabrican el minuto que después parece caer del cielo. No cae. Se construye.
Entrenar para el umbral infinito
Durante la temporada, el esloveno compite mucho pero con objetivos escalonados. Mantiene el tono alto durante meses, sube un punto cuando toca y baja lo justo para recuperar sin perder el hilo. La consecuencia no es solo el palmarés, es la capacidad de responder a carreras de formatos distintos: monumentos de explosividad mezclada con resistencia, vueltas por etapas donde la crono pide otra musculatura mental, Mundiales puros de desgaste. En los últimos dos años, ese enfoque se tradujo en algo histórico: triple corona de grandes objetivos en un año, defensa del arcoíris al siguiente, enlace con otro Tour. Cuando una metodología produce ese encadenado, lo racional es pensar que hay método, no casualidad.
Comer cuando duele, beber cuando cuesta
En un circuito urbano duro, el avituallamiento es una coreografía: elegir zona limpia, tener la mano libre, no perder colocación, masticar sin afectar la respiración. El campeón lo hace fácil. No se nota porque ocurre sin que el ritmo caiga, pero está detrás del último cambio de ritmo a falta de pocos kilómetros. El que se queda tieso rara vez lo hace por un único ataque; lo hace por una suma de pequeñas omisiones que pasan factura al final.
Dominar la técnica en el caos urbano
No hay viento de montaña ni curvas amplias. Hay glorietas, bordillos, badenes, adoquín que vibra y pintura que, de pronto, resbala. Pogačar distribuye el riesgo: se la juega donde la ganancia es grande y evita gastar allí donde el beneficio es ridículo. A veces, el mérito está en elegir no arriesgar cuando la persecución atrás es desordenada. Si los rivales no se ponen de acuerdo, él se limita a mantener. Cuando se alinean, entonces arriesga un poco más, estira una curva, toma una junta. Siempre con margen.
Táctica sin red: atacar lejísimos y sostener
El movimiento determinante llegó lejos, muy lejos. No era un ataque para abrir hueco y mirar. Era un ataque para hacer la carrera a su medida, desde el kilómetro en que empezarían a hablar las piernas sin intérprete. Una vez partido el grupo, tocaba cribar, volver a cribar y dejar a cada cual con su esfuerzo. Cuando la persecución incluye intereses cruzados —un país con un velocista que sufre, otro con un escalador que guarda, otro con un favorito que ya ha gastado el comodín—, el líder se convierte en una referencia incómoda: todos miran, nadie tira de verdad. Esa parálisis beneficia al que va solo y confía en su plan.
La selección eslovena entendió el papel. No hace falta un tren imperial ni diez gregarios de lujo; basta con tres o cuatro acciones quirúrgicas: colocar al líder en los accesos al muro, neutralizar movimientos que no interesan, impedir que otros países conviertan la persecución en una fila india constante. Es un trabajo de sombra que casi no sale en televisión. Pero sin esa colocación limpia, el campeón llegaría a cada muro con un punto de estrés que acabaría sumando. Llegó bien. Y cuando decidió, ya no había retorno.
Qué hicieron los rivales y por qué no bastó
Hubo calidad detrás. Remco Evenepoel, plata a pulso y contra circunstancias, exprimió su capacidad de contrarrelojista para sostener la diferencia, gestionar mecánicos y mantener viva la batalla por el podio. Ben Healy, siempre incisivo, se ganó el bronce con un movimiento seco y oportuno, sabiendo leer el desgaste general. Pero el reloj fue despiadado con todos porque la caza nunca fue plenamente organizada. Cada relevo que se pierde, cada cambio de bicicleta que se demora, cada curva mal negociada, abulta la brecha. Y cuando el líder de delante lee que el hueco se estabiliza, añade un diente más en el muro siguiente. Casi sin gestos, solo con cadencia.
En los Mundiales modernos se repite un dilema: si nadie quiere gastar de más antes del último giro, el que va por delante se hace fuerte sin necesidad de ataques nuevos. Es una lección vieja y vigente. Kigali la subrayó.
Datos que hablan por sí solos
Queda la foto de un Mundial largo —más de seis horas— con un ritmo que pulveriza reservas. Queda un podio con perfiles diferentes —un dominador total, un perseguidor incansable, un finalizador astuto— y un pelotón reducido a supervivientes. Quedan los números del circuito: alrededor de doscientos sesenta y pico kilómetros y un desnivel que cruza la barrera de los cinco mil metros, dibujados no en puertos de postal sino en colinas urbanas con identidad propia. Todo eso, cruzado con la altitud media, ofrece una explicación medible: el esfuerzo fue acumulativo, no explosivo, y premió a quien soporta cargas prolongadas sin perder técnica. A esas características, el campeón responde con una naturalidad casi desarmante.
Si uno baja a los microdatos, aparecen los detalles que sellan la historia. El tiempo invertido entre curvas, la velocidad de paso por sectores adoquinados, la cadencia sostenida en rampas cortas. En entornos urbanos, medio segundo aquí y otro allá se transforman en una brecha real al cabo de cien giros. El resto, por muy fino que ande, se rinde ante la aritmética. No es épica literaria; es física aplicada a una bici de fibra y a un cuerpo que conoce su zona roja mejor que nadie.
Cómo podrían batirle (si es que hay plan)
Existe un camino, aunque sea estrecho. El primero pasa por la anticipación colectiva: no esperar al último muro serio para mover, no dejar que el líder único sea quien decida el kilómetro de la verdad. Un Mundial así exige que varios países con intereses distintos se pongan de acuerdo durante un tramo del circuito. Relevos cortos, constantes, sin postureo. Nadie querrá ser generoso, pero sin generosidad compartida un dominador se hace invencible.
Otra vía habla de corredores satélite: enviar hombres fuertes por delante cuando el campeón aún está rodeado; si salta, que se encuentre con compañeros de otros equipos dispuestos a colaborar, aunque sea por conveniencia táctica, no por amistad. En escenarios con pavé y curvas, quien vaya delante sin gastar demasiado podría servir de plataforma para un contragolpe. No es fácil. Se necesita audacia y un punto de riesgo político que no todos aceptan en selecciones nacionales.
La tercera opción, menos visible, se llama fatiga térmica y control del ritmo base. Si varios equipos elevan la velocidad durante muchos minutos en la parte más “fácil” del circuito, sin picos pero sin descanso, fuerzan al favorito a gastar donde preferiría ahorrar. Ese gasto se paga después; no tanto en el primer ataque sino en el segundo. Pero para que funcione, la colaboración debe ser honesta y sostenida, sin relevos teatrales.
Y queda el capítulo de la colocación quirúrgica: si se consigue que el dominador entre tres o cuatro veces mal colocado en los accesos a las rampas, se le obliga a gastar un extra que le reducirá la capacidad de mantener su ritmo infinito cuando parta. Es utópico pensar que se le sacará del todo del sitio durante veinte curvas, pero cuatro o cinco momentos de tensión real cambian la historia de una carrera.
El papel del equipo y del material
En selecciones nacionales, el trabajo de bloque es menos automatizado que en los equipos del día a día. Aun así, hay márgenes. La elección de presiones en tubeless, el tipo de compuesto para el adoquín caliente, la rigidez del cuadro con vibración constante, la altura de sillín ajustada a la fatiga para evitar microadormecimientos en manos y cuello. No son detalles menores: perder sensibilidad en la muñeca derecha puede significar trazar un metro más abierto en cada curva, un metro que el perseguidor regala sin saber.
El material aerodinámico también influye a baja velocidad cuando el aire es menos denso por altitud. La ganancia es pequeña, sí, pero constante. Acumular dos segundos por vuelta durante diez vueltas es el tipo de matemática que interesa a quien marcha por delante. Y sobre todo, interesa al que persigue si quiere recortar sin gastar un mundo.
Temporada que sostiene la hegemonía
Se repite a menudo que una gran jornada sale porque sí. Suele ser mentira. Detrás del arcoíris de Kigali hay un curso que explica la forma: otro Tour ganado con consistencia y control, una primavera de grandes citas para afinar la chispa, un verano que no rompió la curva de carga, sino que la mantuvo viva con una programación que evitó huecos de desentrenamiento. La comparación con campañas históricas aparece sola, pero conviene no perderse en el reconocimiento: lo relevante es la continuidad, ese valor que en el ciclismo moderno es más difícil que nunca por la densidad del calendario y la calidad media de los rivales.
El precedente inmediato, el arcoíris del año anterior alcanzado con un ataque lejano en un Mundial igualmente selectivo, explica la confianza con la que el esloveno ejecuta el plan. Cuando algo tan grande ya ha salido una vez, el miedo desaparece. Queda el respeto al error, por supuesto: un pinchazo mal atendido, un paso de cebra traicionero, un cambio de viento. Pero el miedo a probar se va. Y sin ese miedo, la primera aceleración llega antes, el segundo relevo dura un poco más, el tercer intento ya no es tanteo sino golpe de gracia.
Ruanda amplía el mapa del ciclismo
El Mundial de Kigali ha sido algo más que una carrera de primer nivel. Ha sido la confirmación de que África no solo puede organizar, sino definir una prueba con personalidad propia. El público apretó las cunetas, convirtió el Mur de Kigali en un anfiteatro y decoró la televisión con color y sonido, sin dejar de respetar a los corredores. La ciudad se dejó ver sin filtros, con su mosaico de tonos rojizos, su verde a pie de calle y sus barrios escalonados. A nivel competitivo, el patrón funcionó: dureza progresiva, espectáculo sostenido, imagen potente. El arcoíris allí tiene un valor simbólico que trasciende al ganador, aunque el ganador sume y multiplique.
Ese salto de continente no borra la exigencia europea. La mantiene y la complementa. Viene Montreal con su recorrido reconocible, vendrán nuevas sedes con identidades diferentes. Lo que no cambia es el baremo de excelencia que se ha instalado en los últimos años: el campeón del mundo no solo debe tener un día pletórico; debe dominar la ingeniería del esfuerzo, la logística en movimiento, la psicología de la persecución. En ese estándar, Pogačar marca ahora la línea, y el resto trabaja para alcanzarla.
El debate recurrente: por qué nadie Pogacar
Que circule la consigna por qué nadie Pogacar no es casual. Es la etiqueta que se ha quedado para explicar un fenómeno competitivo que, a fuerza de repetirse, parece simple. No lo es. El esloveno domina porque suma partes que otros dominan por separado pero no logran integrar del todo. Tiene piernas, sí; también una lectura de carrera que le permite convertir un circuito urbano en un puerto continuo a base de ritmo; un equipo —en formato selección— que actúa en momentos clave; una logística de nutrición que actúa como salvavidas invisible; un manejo de la bici que ahorra vatios donde el perseguidor los regala. Cuando todas esas piezas encajan el mismo día, el resultado tiende a repetirse. Kigali lo confirmó.
La discusión más interesante quizá sea otra: cuánto tiempo puede sostenerse esa hegemonía con un calendario que no perdona. La respuesta está en el diseño de temporada, en ordenar prioridades sin perder hambre. Hasta ahora, el campeón ha decidido que competir mucho, pero con sentido, le da más que le quita. Los hechos le respaldan.
Un arcoíris que confirma una época
No hay épica innecesaria. Hubo una carrera durísima, un líder que la convirtió en terreno propio cuando casi nadie estaba listo para esa violencia tan lejos de meta y un pelotón que, por táctica y por piernas, no pudo impedir el relato en solitario. Pogacar otra vez campeon del mundo es fórmula y síntesis. Detrás se ve una metodología que cuida desde el material a la hidratación, desde la trazada milimétrica al cálculo del desgaste ajeno, desde la gestión de la forma a lo largo de la temporada hasta el atrevimiento para atacar cuando todavía faltan muchos kilómetros y sobran dudas en los coches.
Ruanda era un Mundial para fondistas con técnica, para estrategas sin miedo al vacío, para ciclistas capaces de comer geles mientras el adoquín te sacude y los pulmones buscan aire en una ciudad alta. Ganó el que mejor responde a esa definición. La superioridad, por momentos insultante, no resta mérito a los rivales que resistieron como pudieron ni al color de una sede que demostró presente. Pero explica por qué el arcoíris se repite en los hombros del mismo corredor: porque el método se impone, porque las decisiones valientes desordenan las jerarquías y porque, cuando la carrera promete desgaste y pide inteligencia, el esloveno está un peldaño por encima.
Se dirá que todo dominio genera antídotos. Que los seleccionadores tomarán nota y que el próximo recorrido podría favorecer otro guion. Tal vez. La historia del ciclismo lo avala: ningún campeón gana para siempre. La realidad de hoy, sin embargo, habla de una era definida por un nombre propio que no solo gana, también enseña cómo se gana. Ruanda deja una evidencia: para tumbar a Pogačar no bastará con tener piernas; habrá que construir un plan que funcione en el barro de las decisiones incómodas, meses antes del banderazo. Mientras tanto, el arcoíris descansa donde ya parece haberse acostumbrado. Y el pelotón, con admiración y un punto de resignación, asume que hacerle frente equivale a juntar muchas cosas bien hechas, sin margen para el error, durante muchas horas. Eso, y no otra cosa, es lo que diferencia una buena estrategia de una coronación.
🔎 Contenido Verificado ✔️
Este artículo se ha redactado con datos y crónicas de fuentes españolas contrastadas. Fuentes consultadas: RTVE, La Vanguardia, Mundo Deportivo, AS.

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