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Cultura y sociedad

En Gaza no hay paz: empieza el ajuste de cuentas de Hamás

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empieza el ajuste de cuentas de Hamás

Tras el acuerdo de Sharm el Sheikh, Hamás vuelve a Gaza con redadas, ejecuciones y pulso a clanes Dughmush para imponerse en la calle gazatí.

La firma del acuerdo de paz en Sharm el Sheikh ha congelado los frentes externos, pero no ha encendido la luz de la normalidad en la Franja. En cuanto el humo de los partes diplomáticos se disipó, Hamás movió fichas dentro de casa: patrullas visibles, registros en barrios marcados, órdenes a militantes y a policías para retomar cruces y edificios públicos a medio derruir. El objetivo es inmediato y transparente: recuperar el control territorial y social, sin intermediarios, tras meses de vacío de autoridad. El método también: violencia selectiva, purgas internas y venganza contra rivales —milicias tribales, clanes influyentes, figuras tachadas de “colaboradores”— para que nadie dude de quién dicta las reglas ahora.

La secuencia es tan rápida como conocida. El alto el fuego permite más camiones de ayuda, baja el ritmo de la artillería y suelta presión a hospitales colapsados. Pero en los barrios, la seguridad se define con fusiles. Hamás ha decidido no esperar a ninguna fuerza de estabilización regional ni a un rediseño institucional. Se impone allí donde puede, a veces con fotos propagandísticas de milicianos a cara descubierta, otras con operaciones nocturnas y comunicados secos. La Franja respira distinto, sí; no es paz, es un reposicionamiento.

Sharm el Sheikh no entrega la calle

El acuerdo firmado en Egipto ha establecido un marco para la desescalada, el acceso humanitario sostenido y una hoja de ruta para reconstruir servicios básicos. Todo eso existe. Lo que no resuelve —porque ningún papel lo hace por sí mismo— es quién ejerce el monopolio de la fuerza en los barrios. Y ahí, Hamás juega en campo propio: conoce las calles, maneja redes de informadores, se apoya en funcionarios que sobrevivieron a la devastación y mantiene cuadros de seguridad con experiencia. La foto de los líderes en Sharm el Sheikh y las cláusulas del documento no sustituyen la presencia física en un cruce, la autoridad visible en un mercado o la capacidad real para detener a un hombre al que señalan los vecinos.

Esa asimetría entre diseño diplomático y poder de esquina marca el día después. Mientras políticos y mediadores discuten la entrada de una fuerza de apoyo para proteger hospitales, plantas de agua y nodos logísticos, Hamás llena el vacío. Levanta controles, reasigna agentes a comisarías improvisadas en escuelas, reactiva oficinas para “recibir denuncias” y vuelve a un manual antiguo y eficaz: mostrar que manda en lo cotidiano. Quien ordena el paso en el único semáforo operativo de un barrio es, a efectos prácticos, el que gobierna. Y, en Gaza, eso vale más que cualquier título.

Hay otro factor: la economía de guerra. El acceso a combustible, agua y alimentos, la gestión de colas, la custodia de convoyes y los permisos de paso son, a la vez, servicios y fuentes de ingresos. Si Hamás no captura ese circuito, otros lo harán: clanes con músculo armado, milicias familiares reagrupadas durante la devastación, bandas que se han profesionalizado a base de repartir bolsas de harina a cambio de lealtad. El acuerdo de Sharm el Sheikh no desmonta esas redes; las expone. De ahí que el movimiento islamista se haya lanzado a neutralizarlas sin rodeos.

La ofensiva interna: purgas, miedo y venganza

El despliegue de las últimas semanas tiene sello propio. Milicianos uniformados y policías con brazalete han irrumpido en barrios donde proliferaron puestos de control no oficiales. Se han hecho redadas en zonas con presencia de clanes y se han practicado detenciones de responsables locales acusados de “robar ayuda” o de cooperar con Israel. El lenguaje importa: colaboración, crimen, traición. Sobre esas etiquetas, Hamás construye la legitimidad de su actuar. El efecto inmediato es disuasorio: menos robos a camiones, menos atracos en colas de distribución, más comerciantes dispuestos a abrir. Pero el precio es conocido: humillaciones públicas, confesiones videograbadas y juicios relámpago en tribunales militares que encadenan condenas. El miedo vuelve a ser política de seguridad.

Dentro de esa ofensiva, los nombres propios son un mensaje. Yasser Abu Shabab, activo en el este de Rafah, aparece señalado por Hamás como organizador de escoltas armadas a convoyes que operaban en coordinación con autoridades israelíes. En Jan Yunis, gana peso el nombre de Hossam (Hussam) al-Astal, a quien atribuyen el mando de otra red con capacidad de mover alimentos y combustible en rutas “seguras”. Ashraf al-Mansi, ligado a agrupaciones urbanas en Yabalia y Beit Lahia, completa —según esa misma narrativa— la lista de objetivos prioritarios. No son fantasmas ni apodos sueltos: detrás hay estructura, decenas de hombres, vehículos pick-up, depósitos y conectores que, con la tregua, se convirtieron en poder de facto. A la vez, son acusaciones: en Gaza, la palabra “colaborador” etiqueta y condena.

El calendario de la represión interna es claro. Primero, los registros y arrestos en radios de acción donde el control de la ayuda da fuerza política. Después, los escarmientos —cabezas rapadas, exposiciones públicas, desfiles forzados— que envían la señal. Finalmente, las sentencias. En septiembre, las autoridades de facto ejecutaron a tres acusados de colaborar con Israel. Ese gesto, de por sí contundente, anticipó la reactivación de la maquinaria punitiva. Con el alto el fuego, esa dinámica se ha vuelto sistemática. El término oficial es “restauración del orden”. En la calle, se entiende como ajuste de cuentas.

Los “colaboradores” en el punto de mira

En Gaza, colaborador no es solo quien pasa coordenadas. También es —según quién acuse— el jefe de un clan que negoció con el ocupante por supervivencia de los suyos, el intermediario que “aseguraba” convoyes para evitar saqueos o el contrabandista que convirtió las rutas de ayuda en peajes. La categoría es elástica y, por eso, peligrosa. Bajo ese paraguas, cabe la disidencia política, el rival económico y el crítico molesto. Hamás lo sabe y usa esa elasticidad para disuadir cualquier desafío. La pregunta jurídica —debido proceso, garantías, pruebas— se responde con pragmatismo armado: los tribunales militares dictan, el temor social disciplina.

En términos de control, el método funciona. Las barriadas más tensas han reducido la presencia visible de bandas con brazaletes de diseño propio. Los depósitos de agua y combustible han salido del radar de pequeños grupos que vendían “protección”. Y los mercados han recuperado cierta actividad. Pero el modelo es inestable: si la seguridad se sostiene con golpes y ejecuciones, el resentimiento se acumula. La memoria de sangre no se borra y las lealtades se vuelven condicionales. En cuanto cambie el viento político, el péndulo puede girar con violencia.

Clanes y tribus frente a Hamás

La Franja no se entiende sin los clanes. Muchos, con raíces profundas y capacidad de movilización. El clan Doghmush (Dughmush), histórico por su peso en Gaza ciudad y su vínculo con redes de contrabando y milicias, ha vuelto al primer plano. En los últimos meses, choques duros con fuerzas leales a Hamás dejaron decenas de muertos y áreas enteras bajo toque de queda de facto. Los picos se localizaron cerca del Hospital Jordano y en sectores de Tel al-Hawa, con tiroteos que cruzaron avenidas anchas y calles densamente pobladas. Son batallas a baja escala, pero desgarran el tejido social y condicionan la circulación de ayuda.

¿Por qué choca Hamás con los clanes? Porque compiten por control territorial, por recursos y por legitimidad. Donde el Estado formal se desmoronó, quien reparte comida y agua manda. Quien resuelve una disputa en la puerta de un mercado gana autoridad. Quien garantiza que los camiones atraviesen un barrio sin perder su carga acumula crédito y caja. Los Doghmush y otras familias —desde Rafah hasta Jan Yunis— funcionan como microgobiernos. La tregua les dio más espacio: con menos fuego de artillería, más movimiento y negocio. Hamás percibe ese crecimiento como amenaza directa. Por eso, la ofensiva contra sus líderes y hombres de confianza. No es un gesto simbólico, es una disputa por el orden.

En paralelo, han surgido “empresas de seguridad” camufladas como fundaciones o comités de ayuda. Gestionan listas de reparto, organizan colas, cobran por “cuidar” almacenes y contratan jóvenes que, durante la guerra, militaron en milicias de barrio. Para algunos barrios, esa estructura ha sido la salvaguarda mínima; para Hamás, un competidor con discurso de utilidad pública. De ahí que Yasser Abu Shabab, Hossam al-Astal o Ashraf al-Mansi aparezcan en comunicados y vídeos incautados como símbolos de un poder alternativo. La punta del iceberg.

Ayuda, rutas y el nuevo botín de guerra

El aporte humanitario es hoy la sangre de la Franja. Y su distribución, la fuente principal de conflicto. Con la tregua, han aumentado los convoyes y se han reabierto rutas siempre precarias. Pero mientras no existan corredores protegidos por una fuerza neutral —o al menos, coordinados con reglas claras—, la ayuda seguirá siendo botín. El control del almacén, del camión y del turno en una cola se traduce en poder. Se compra lealtad con una bolsa de harina o con cinco litros de diésel. Se premia a los propios y se castiga a los otros. Y cuando los suministros flaquean, la tentación de apropiación y de reventa crece. Ese es el terreno donde Hamás promete ordenar y donde sus rivales se hacen fuertes. No es ideología, es gestión de la necesidad.

En ese tablero, las purgas funcionan como advertencia: quien truque la lista, quien juegue a dos bandas, quien cobre por dejar pasar un camión, pagará. La advertencia no siempre llega como anécdota; llega como cuerpo exhibido, como vídeo en canales afines, como rumor que se extiende en una fila de madrugada. La venganza —contra quienes traicionaron, contra quienes se enriquecieron, contra quienes “colaboraron”— alimenta el relato de restauración que vende Hamás. Y también legitima su retorno a la calle tras el acuerdo egipcio.

Justicia en suspenso y ejecuciones

El andamiaje jurídico de Gaza está roto y, por tanto, suspendido de facto. En ese vacío, han cobrado fuerza los tribunales militares de Hamás, que juzgan, condenan y ejecutan en procesos opacos, con acceso limitado a defensa y décimas de garantías. La pena de muerte aparece de nuevo en sentencias contra acusados de colaborar con Israel. La escena, en los casos más duros, se repite: madrugada, circuito cerrado, aviso escueto a la familia —si llega— y cuerpos entregados sin ceremonia. En otros, la exposición pública cumple el papel de escarmentar y disuadir a escala de barrio.

A ojos de derecho internacional, hablamos de violaciones flagrantes de garantías básicas: debido proceso, prohibición de tortura, juicio imparcial. A ojos de quien gobierna con escasez y vive bajo amenaza constante, la celeridad y la contundencia se convierten en método. El resultado es ambivalente: sí, bajan determinados delitos oportunistas; no, no se fortalece ninguna institución capaz de sostener paz civil. Lo coercitivo, sin contrapesos, termina socavando su propia eficacia: necesita más miedo con el tiempo para lograr el mismo efecto.

La población se mueve entre agradecimiento por la sensación de “menos caos” y temor a la arbitrariedad. Comerciantes que abren con algo más de tranquilidad conviven con familias que evitan hablar y apaguen teléfonos cuando hay rumor de redada. Al otro lado, víctimas de saqueos y ataques dicen “por fin alguien manda”. Dos verdades en tensión. Lo que decide cuál se impone es quién pone la cara cuando algo sale mal, quién responde por un abuso, quién devuelve una mercancía incautada por error. De momento, nadie responde; todos temen equivocarse.

Los mediadores y el reloj de la estabilización

Los mediadores regionales y los socios internacionales discuten la entrada de una fuerza de estabilización con misión acotada: proteger instalaciones críticas, dar seguridad a corredores logísticos, respaldar a personal sanitario y técnico, impulsar una policía local no partidista. Sobre el papel, suena razonable. En la práctica, el tiempo define el éxito. Si la fuerza llega tarde, con Hamás ya consolidado en la calle, será una sombra. Si aterriza sin acuerdo operativo con los que hoy controlan barrios, habrá choque. Si pretende desplazar a Hamás de golpe, corre el riesgo de rebautizarse como “ocupación por otro nombre” y alimentar la insurgencia.

Hay un espacio estrecho en medio. Requiere acuerdos de facto —no complacientes, sí pragmáticos— para evitar enfrentamientos, blindar hospitales, asegurar plantas de agua y proteger depósitos. Requiere, también, condicionalidad clara en la reconstrucción: recursos a cambio de garantías mínimas de procedimiento —nada de ejecuciones, torturas o juicios sin defensa— y de apertura a comités civiles que reduzcan el margen de arbitrariedad. Ambicioso, sí. ¿Imposible? No. Pero el reloj corre a favor del que ya patrulla.

En ese marco, los nombres propios de la represión interna —Abu Shabab, al-Astal, al-Mansi— son llaves para medir si la venganza sigue marcando la pauta o si el control admite procesos con garantías. Si esos expedientes acaban en juicios militares y condenas ejemplares, se confirmará la dirección actual. Si se abren ventanas —mediaciones tribales, arbitrajes con notables, supervisión de organizaciones locales— habrá una señal de que la tregua tiene plan y no es solo pausa.

La calle manda: riesgos de una tregua sin árbitro

El día después del acuerdo de Sharm el Sheikh no es un capítulo neutro. Es la batalla por el control. Hamás la libra con métodos viejos —purgas, golpes preventivos, ajustes de cuentas— sobre un mapa nuevo: clanes fortalecidos, economías de guerra engrasadas, jóvenes curtidos en milicias de barrio y rutas de ayuda que valen oro. Por ahora, gana terreno. Lo hace a base de temor, de mensajes claros a los rivales y de un relato de orden que mucha gente, agotada, prefiere al caos. Pero ese orden no es paz. Y sin árbitro neutral en los nodos críticos, la tregua corre el riesgo de envejecer pronto.

Lo que ocurra en las próximas semanas se juega en lugares concretos: el cruce donde se monta el control, el almacén donde se decide la lista, el hospital donde una escolta armada se cree con derecho a pasar, el barrio donde un jefe de clan desafía una orden de desarme. En cada uno, Hamás intenta cerrar el círculo con una mezcla de cooptación y fuerza. Si lo consigue, nadie le disputará la calle y el acuerdo de paz se sostendrá sobre una autoridad fáctica que no rinde cuentas. Si tropieza —porque mediadores, notables y comités civiles consiguen filtrar garantías—, habrá un margen para que la tregua respire y el control se comparta.

La naturaleza de este ajuste de cuentas es práctica: neutralizar a rivales que se enriquecieron o crecieron mientras la guerra dejaba todo patas arriba; castigar a quienes hablaron con el enemigo; marcar territorio antes de que aterrice cualquier estructura alternativa. El precio ya se ve: ejecuciones y juicios sumarísimos; toques de queda de facto; barrios que se apagan cuando suena un rumor; mercados que abren unas horas y bajan la persiana con el primer disparo lejano. A este ritmo, el alto el fuego puede consumirse en interior: sin bombardeos, sí, pero con violencia como lenguaje de gobierno.

Hay margen para otro guion, más difícil, menos inmediato: blindar la ayuda con corredores que nadie toque; habilitar espacios de justicia local con reglas mínimas; reconstruir servicios clave con supervisión técnica; condicionar recursos a garantías de procedimiento; acotar el trato con clanes de modo que integren seguridad sin capturarlo todo. Nada de eso luce en una foto, ni huele a victoria. Evita la venganza, reduce la arbitrariedad y desactiva el incentivo de milicias que viven de la crisis.

Entre tanto, Hamás seguirá su plan. Porque puede, porque conoce el terreno y porque sabe que el tiempo juega a favor del que toca puerta por puerta. Si alguien quiere frenar el ajuste de cuentas, necesitará presencia —no solo promesas— en esas mismas puertas. Y un mensaje sencillo, que compita con el del miedo: orden con reglas, no orden a golpes. Solo así una paz firmada dejará de ser papel y se convertirá en calle.


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Este artículo se apoya en información reciente y contrastada procedente de medios españoles de referencia. Fuentes consultadas: El País, RTVE, Agencia EFE, 20minutos, ABC, elDiario.es.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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