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Salud

Cuánto le cuesta ya la obesidad a España (y cómo frenarla)

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coste obesidad españa

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130.000 millones en costes y un plan claro: datos, ahorro si se reduce peso y qué está haciendo España para frenar la epidemia con eficacia.

La obesidad está dejando una factura descomunal: 130.000 millones de euros en 2025 solo por obesidad, sin contar el sobrepeso. Es un coste que nace de hospitalizaciones, fármacos, pruebas diagnósticas, bajas laborales, dependencia y pérdida de calidad de vida. El cálculo no es una exageración: integra los costes sanitarios directos e indirectos, los no sanitarios y el deterioro en bienestar. La instantánea es incómoda pero nítida: si las personas con obesidad pierden entre un 5% y un 10% de su peso, el ahorro de este mismo año superaría los 20.000 millones; si la reducción llega al 20%–25%, el ahorro ascendería a 68.000 millones. No es una promesa lejana: es un margen de maniobra inmediato si se logra y se mantiene.

El panorama demográfico explica la magnitud. En España 27 millones de personas conviven ya con exceso de peso (sobrepeso u obesidad); 7,4 millones tienen obesidad diagnosticada. Las proyecciones empujan al alza: a final de década, el conjunto podría rozar 29,9 millones, con 8,6 millones de personas con obesidad. A la escala macro, el impacto total sumando sobrepeso y obesidad se va a 292.000 millones; por paciente y año, el exceso de peso añade 10.790 euros, y en obesidad la cifra sube a 17.465 euros. Traducido a economía nacional, esta carga equivale, redondeando, a entre el 8% y el 18% del PIB, un bocado que compite con todo el gasto sanitario público anual. Quien busque un titular, aquí lo tiene: la obesidad ya es un problema sanitario, económico y social de primer orden.

La factura de 2025, con decimales

El retrato contable del año combina volumen de población afectada y la intensidad de sus complicaciones. En el bloque agregado de sobrepeso y obesidad, el modelo sitúa la cuenta en 292.000 millones, una cifra que ya recoge la interacción real entre patologías: diabetes que convive con hipertensión; artrosis con apnea del sueño; hígado graso junto a dislipidemia y gota. Cuando se separa solo la obesidad, la cifra pasa a 130.000 millones. Y no es un gasto homogéneo: la mayor parte viene de eventos cardiovasculares y del control de enfermedades metabólicas que aumentan el riesgo de infarto, ictus o insuficiencia cardíaca, además de la merma de productividad (absentismo y presentismo) y la dependencia en el ámbito doméstico.

La lectura por persona ayuda a entender por qué el sistema se satura. 17.465 euros de coste anual por paciente con obesidad no surgen de una única factura de hospital; se reparten en consultas repetidas, pruebas, medicación crónica —muchas veces polifarmacia—, dispositivos (como la CPAP en apnea del sueño), rehabilitación, analíticas, bajas y cuidados informales. Con millones de personas en ese circuito, cualquier pequeño cambio en la tasa de complicaciones se multiplica. De ahí que los ahorros estimados con pérdidas sostenidas de peso sean tan contundentes: más de 20.000 millones con reducciones del 5%–10%, y cerca de 68.000 millones si la caída llega al 20%–25%. No todo ahorro es sanitario puro: parte llega por menos días de baja, menos discapacidad, más productividad.

Una idea clave: en obesidad el riesgo no se reduce de manera lineal. Entre perder un 7% y un 22% del peso hay un salto clínico real. Ese segundo escalón cambia la presión arterial, mejora la sensibilidad a la insulina, baja triglicéridos y LDL, reduce la grasa hepática y descarga las articulaciones. Cuando la curva de riesgo baja de golpe, baja también la factura. Por eso las estrategias que consiguen pérdidas de doble dígito y, sobre todo, las sostienen son las que de verdad recortan costes en pocos meses.

Dónde se dispara el gasto

El informe que cataliza este debate agrupa 18 complicaciones frecuentes en tres frentes. En el cardiovascular, se concentran insuficiencia cardíaca, síndrome coronario agudo e ictus. Solo con una caída de peso del 5% al 10% en personas con obesidad, el ahorro anual proyectado en este bloque roza los 8.700 millones de euros; si la pérdida sube al rango 20%–25%, el ahorro aproximado escala hasta los 32.000 millones. Son patologías de alto coste, asociadas a ingresos prolongados, unidades de críticos, revascularizaciones, fármacos de alto impacto presupuestario y largos periodos de rehabilitación. Se entiende por qué los economistas de la salud miran aquí primero.

El frente metabólico agrupa prediabetes, diabetes tipo 2, hipertensión arterial, dislipidemia, gota, síndrome de ovario poliquístico y hígado graso asociado a disfunción metabólica. La estimación de ahorro en 2025 varía desde algo más de 5.000 millones con reducciones de peso del 5%–10% a unos 10.000 millones si el descenso llega al 20%–25%. No se trata únicamente de menos recetas o menos visitas a consulta; es menos progresión a insulinización, menos nefropatía diabética, menos eventos cardiovasculares derivados y menos estancias hospitalarias por descompensaciones. En hígado graso, un descenso de peso sostenido cambia la historia natural: reduce inflamación y frena la fibrosis, con lo que evita un futuro de cirrosis, trasplante o hepatocarcinoma.

El tercer bloque mezcla salud mental y patologías crónicas que rara vez copan titulares, pero sumadas pesan mucho: depresión y ansiedad, enfermedad renal crónica, apnea obstructiva del sueño, asma, albuminuria, reflujo gastroesofágico y osteoartritis. El ahorro estimado va desde en torno a 6.600 millones en el escenario de pérdida del 5%–10% a casi 26.000 millones en el rango 20%–25%. ¿Por qué? Porque una apnea del sueño menos severa implica menos CPAP y menos comorbilidad cardiometabólica; una artrosis menos dolorosa reduce prótesis de rodilla o cadera y sesiones de rehabilitación; una depresión mejor controlada mejora la adherencia a los tratamientos y disminuye el absentismo. Es el efecto dominó: cada gana, todas ganan.

Una pieza que no conviene olvidar es la multimorbilidad. En la vida real, una misma persona acumula dos, tres o cuatro de estas complicaciones. La suma simultánea dispara el uso de recursos: más pruebas, más consultas cruzadas, más episodios agudos. Tratar por separado cada patología como si no existieran las demás conduce a duplicidades, medicaciones que se pisan y peores resultados. Tratar al paciente como un todo —y reducir el peso de forma sostenida— simplifica el cuadro, reduce líneas terapéuticas y evita eventos costosos.

Cuántas personas están afectadas y qué viene

El censo actual impresiona: 27 millones de residentes en España con exceso de peso, de los que 7,4 millones tienen obesidad. La proyección para 2030 prevé 29,9 millones con exceso de peso y 8,6 millones con obesidad. No es un fenómeno uniforme: los grupos de edad intermedia y avanzada concentran más casos, y hay gradiente social. A renta más baja, más barreras para acceder a alimentación fresca, menos tiempo para organizar menús saludables, peores barrios para caminar con seguridad, jornadas laborales largas y turnos que rompen ritmos de sueño. Se configura lo que los expertos llaman un entorno obesogénico: cuando el contexto empuja hacia lo fácil —calorías baratas, sedentarismo—, el peso sube aunque la persona “quiera cuidarse”.

La previsión no es una condena, pero sí un aviso. Si se mantiene la tendencia sin medidas ambiciosas, la factura crecerá en paralelo a la prevalencia. España —con un sistema nacional de salud fuerte y una red de atención primaria extensa— tiene margen para prevenir en edades tempranas, diagnosticar antes la obesidad y sus complicaciones, tratar con herramientas modernas, y sostener los cambios de peso en el tiempo. Cuando esas cuatro piezas encajan, la curva poblacional se desplaza. Y no es teoría: los números de ahorro citados más arriba describen qué pasa en un solo año si se logran pérdidas de peso en rangos moderados y altos. A cinco o diez años, el efecto acumulado sería todavía mayor.

Hay otra derivada demográfica relevante: pediatría y adolescencia. Sin entrar en cifras finas, el aumento de exceso de peso en menores anticipa patologías que antes se diagnosticaban una o dos décadas más tarde: hígado graso, prediabetes, hipertensión. Si se permite que arranquen pronto, el sistema pagará antes y durante más tiempo. Invertir en entornos escolares saludables, actividad física reglada, educación nutricional y cribado en etapas tempranas no es paternalismo: es una política de gasto inteligente.

Qué funciona hoy: de la primaria a la unidad especializada

El abordaje eficaz no empieza en quirófano ni en el fármaco de moda: empieza en atención primaria, con un diagnóstico claro, objetivos realistas y seguimiento. Médico y enfermería de familia lideran el primer escalón: identifican la situación (IMC, perímetro abdominal, analítica), valoran riesgo cardiovascular y metabólico, fijan metas de pérdida de peso y ofrecen apoyo conductual. La derivación se activa cuando coinciden varias comorbilidades, cuando el riesgo es alto o cuando fracasan los intentos iniciales. Ahí entran las unidades especializadas que integran endocrinología, nutrición clínica, psicología, rehabilitación, digestivo y, cuando toca, cirugía. El circuito importa: cuanto más fluido, menos duplicidades, menos esperas y mejores resultados.

En los hospitales de referencia han florecido unidades de tratamiento integral de la obesidad que trabajan con vías clínicas. Se calendariza la intervención (alimentación estructurada, ejercicio pautado, apoyo psicológico), se evalúa si hay apnea del sueño, NAFLD/MASLD (hígado graso), artrosis o síndrome de ovario poliquístico, y se decide el tratamiento escalonado. La meta no es la estética, ni un número mágico en la báscula: es salud. Y el criterio es sencillo: lo que reduzca complicaciones y devuelva funcionalidad es lo que vale.

En este tablero han irrumpido fármacos de nueva generación —agonistas del receptor GLP-1 y combinaciones multihormonales— que logran pérdidas de peso de dos dígitos en un porcentaje amplio de pacientes cuando se acompañan de cambios de hábitos y seguimiento. Algunos son de administración semanal y han mostrado avances sólidos en glucemia, perfil lipídico, presión arterial y esteatosis hepática. Junto a ellos, la cirugía metabólica y bariátrica sigue siendo el tratamiento más eficaz y duradero para obesidades graves o complicadas, siempre con selección cuidadosa y apoyo posterior. Ya no tiene sentido el debate “pastillas o bisturí”: funciona la combinación bien indicada, en el paciente correcto, con objetivos realistas y sostenibles.

Una palabra imprescindible aquí es adherencia. Perder un 10% de peso en 4–6 meses sirve; mantenerlo dos, tres o cinco años es lo que cambia la historia clínica. Para eso hacen falta equipos que acompañen, accesibilidad a tratamientos (precio y disponibilidad), educación sanitaria e intervenciones sencillas pero constantes: comidas planificadas, actividad física placentera, sueño regular, apoyo psicológico cuando hay ansiedad o depresión. Cuando el tratamiento encaja con la vida real de la persona, la balanza —y la contabilidad— responden mejor.

El impacto que no pasa por quirófano

La productividad es la gran ausente de muchas conversaciones sobre obesidad y, sin embargo, pesa. La enfermedad, sus comorbilidades y el mero hecho de dormir peor o moverse con dolor merman el rendimiento incluso cuando se acude a trabajar. Ese presentismo —estar pero rendir menos— consume horas de empresa y de sector público. A eso se suman las bajas por descompensaciones o cirugías, y la dependencia informal: familiares que dedican tiempo a cuidados, con su coste de oportunidad asociado. Al reducir peso y controlar comorbilidades, todo ese capítulo mejora. No es exagerado afirmar que la recuperación de productividad absorbe una parte sustancial del ahorro agregado que algunos reducen —de forma limitada— a gasto sanitario.

Hay también una dimensión que va de estigma y salud mental. La obesidad convive con ansiedad y depresión con más frecuencia que la población general. El estigma social —en el gimnasio, en una entrevista de trabajo, en la compra de ropa— empeora la adherencia a tratamientos y aleja de los espacios donde se podría mejorar. Un abordaje respetuoso, que evite culpabilizar, y que incorpore psicología cuando corresponde, mejora resultados clínicos y reduce costes. Mucha gente abandona porque se siente señalada; cuando se acompaña, se vuelve y se sostiene.

Fuera de hospitales y centros de salud hay palancas estructurales. Fiscalidad inteligente (por ejemplo, desincentivos a bebidas azucaradas acompañados de acceso a opciones saludables), etiquetado claro, compra pública que priorice alimentación saludable en comedores escolares y centros de trabajo, diseño urbano que facilite caminar y pedalear, programas comunitarios de ejercicio recetados desde primaria… Nada es milagroso por sí solo, pero conjuntamente reordenan el entorno para que la opción saludable sea la más fácil y asequible. Cuando un municipio multiplica aceras seguras, carriles bici útiles y zonas verdes, suben los minutos activos por semana y bajan el IMC y la presión arterial en la población a medio plazo. Eso también es política sanitaria.

En el plano de la gestión, la clave es dejar de trabajar en silos. Historia clínica compartida, vías rápidas de derivación, indicadores comunes (pérdida de peso mantenida a 12 y 24 meses, control de HbA1c, presión arterial, apnea medida con polisomnografía, parámetros hepáticos), y financiación que recompense resultados. Si los incentivos se alinean con resultados clínicos y calidad de vida, la oferta se reorganiza sola. Y si se mide bien, la conversación pública deja de ser “modas” y se centra en datos.

España ante la cuenta de la obesidad

El dato frío ya está sobre la mesa: 130.000 millones de euros anuales atribuibles a la obesidad en 2025, y 292.000 millones si se suma el sobrepeso. El retrato poblacional es masivo y la tendencia empuja al alza. Pero en la misma fotografía aparece el antídoto: pérdidas de peso sostenidas del 5%–10% ahorran más de 20.000 millones en un año; en el rango 20%–25%, el ahorro proyectado roza los 68.000 millones. El porqué es clínico y contable a la vez: la reducción de peso desactiva eventos cardiovasculares, mejora el perfil metabólico, descarga articulaciones, reduce la apnea, alivia la depresión y recupera productividad. Cuando todo eso ocurre a la vez, la curva de gasto baja. Y se nota rápido.

La ruta no exige inventar nada extraño. Atención primaria como puerta de entrada y acompañamiento, unidades integrales para los casos complejos, fármacos modernos y cirugía cuando toca, y apoyos conductuales que funcionen en la vida real. En paralelo, políticas públicas que hagan barata y accesible la opción saludable, y ciudades que inviten a moverse. Con eso, basta. No es un eslogan; son las piezas que, cuando se ensamblan, recortan hospitalizaciones, acortan listas de espera, liberan recursos para otras patologías y mejoran la vida de millones de personas.

Nadie debería engañarse: la obesidad no se resuelve con una campaña puntual ni con un titular ingenioso. Pero España tiene red sanitaria, personal formado, centros que ya trabajan con vías clínicas, medicamentos que ayudan y cirugía que cambia trayectorias vitales. Si se ordena el circuito, se garantiza acceso y se mide con seriedad, el ahorro que hoy suena a cifra abstracta se convierte en camas libres, consultas disponibles, menos incapacidades, más años de vida con salud. Ahí está la oportunidad. Bajar la báscula de un país baja su contabilidad. Y, esta vez, las cuentas salen.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: Agencia EFE, Infosalus, Vall d’Hebron, OCDE.

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