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Como muere una persona con Parkinson: trayectoria y declive

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persona con parkinson con enfermera

Guía clara y humana sobre el final en Parkinson: neumonía por aspiración, caídas sepsis y medidas para prevenir y aliviar. Con apoyo útil ya.

La enfermedad de Parkinson no suele acabar con la vida por un “apagón” repentino del cerebro o del corazón. El desenlace llega, la mayoría de las veces, por complicaciones previsibles que se encadenan con los años: infecciones respiratorias —muy a menudo una neumonía por aspiración—, caídas con lesiones graves y hospitalizaciones que el organismo ya frágil no logra remontar. Dicho de forma clara y directa: lo que figura en el parte de defunción, con frecuencia, es una neumonía, a veces asociada a dificultades para tragar; en otros casos, una sepsis de origen urinario o una consecuencia de una caída relevante.

El tramo final suele ofrecer un retrato clínico reconocible: pérdida de peso, episodios repetidos de atragantamiento, tos tras beber agua, fiebre que aparece tras un catarro “inocente”, disnea al mínimo esfuerzo, o una caída doméstica que abre la puerta a fracturas, inmovilidad y delirium. No es un proceso fulminante, sino la suma de eventos que el Parkinson favorece por cómo altera la deglución, la marcha, la fuerza, el equilibrio, la presión arterial y, en muchos casos, la cognición. Ese contexto es el que explica, sin rodeos, cómo se produce el final de la vida en esta enfermedad.

Lo que realmente provoca el desenlace

Para entender por qué mueren las personas con Parkinson conviene separar dos planos. En uno está la neurodegeneración, que avanza a su ritmo y va mermando funciones esenciales: coordinar la deglución, toser con eficacia, caminar sin caer, levantarse sin marearse, mantener la atención, recordar la pauta de medicación. En el otro está el evento final que desencadena la irreversibilidad: la neumonía por aspiración es, con diferencia, la causa más repetida; le siguen infecciones urinarias complicadas y las consecuencias de caídas con fracturas o traumatismos craneoencefálicos.

La disfagia —dificultad para tragar— es la gran protagonista de ese guion. El reflejo que protege la vía respiratoria pierde precisión; pequeñas cantidades de saliva, líquidos o alimentos se desvían “por donde no deben” y penetran hasta el árbol bronquial. Si esas microaspiraciones se repiten, el pulmón queda inflamado, vulnerable, y ante la mínima oportunidad aparece la infección. Cuando esa infección obliga a hospitalizar a un paciente ya debilitado, con masa muscular escasa y movilidad muy limitada, la probabilidad de recuperación completa cae en picado.

En paralelo, el riesgo de caídas crece año tras año. La marcha festinante, la rigidez, la bradicinesia y los bloqueos súbitos al iniciar la marcha se combinan con hipotensión ortostática y dan lugar a tropiezos que no perdonan. Una fractura de cadera en un paciente con EP avanzada no es solo un hueso roto: implica cirugía o inmovilización, días de cama, descompensaciones, pérdida adicional de fuerza y, con demasiada frecuencia, una nueva neumonía “de hospital”. Cada hospitalización añade fragilidad, y de esa espiral es difícil salir.

Del deterioro funcional a la fase avanzada

El Parkinson no progresa en línea recta. Hay periodos largos de estabilidad y, de pronto, una concatenación de tropiezos clínicos. Las fluctuaciones motoras se hacen caprichosas, las “off” duran más, la respuesta a la levodopa es menos predecible. Aparecen señales que, vistas en conjunto, anuncian el cambio de etapa: tos al beber, voz más baja y ronca, sialorrea persistente, pérdida de peso pese a comer “lo mismo”, somnolencia diurna marcada, desorientaciones al atardecer, apatía que parece depresión y, a ratos, alucinaciones visuales que desconciertan a la familia.

Ese paisaje importa porque condiciona los meses finales. La persona pasa más tiempo en cama o en sillón, rechaza sólidos, bebe a sorbos mínimos, tose durante las comidas. La respiración se hace superficial, la fatiga aparece con gestos pequeños y la temperatura sube cuando llega la infección. Muchas familias relatan un patrón que se repite: catarro aparentemente banal, empeoramiento respiratorio en dos o tres días, urgencias, antibióticos y una recuperación que ya no devuelve a la línea de base. Cada “bajón” deja un poco más abajo el listón funcional.

Señales que anticipan complicaciones

Hay alertas que conviene identificar a tiempo. La primera, la disfagia. No siempre se presenta con grandes atragantamientos; muchas veces es apenas una tos breve tras beber agua, o la necesidad de aclarar la garganta durante la comida. Otras pistas son la sialorrea que obliga a llevar pañuelos a mano, la sensación de comida “pegada” en la garganta, la fatiga que obliga a terminar antes el plato, la pérdida de interés por alimentos sólidos y la voz con timbre húmedo tras varias cucharadas. Son cambios que, si se abordan con una evaluación logopédica y adaptación de texturas, evitan neumonías.

La segunda alerta es la inestabilidad postural. Levantarse y notar un “vacío” o un mareo en los primeros pasos del pasillo indica hipotensión ortostática; sumar a eso alfombras, cables, mascotas juguetonas y visión empeorada por cataratas hace el resto. Un plan de prevención de caídas con medidas domésticas —iluminación suficiente, suelos despejados, barandillas, calzado estable— y revisión de fármacos que bajan la tensión arterial marca diferencias. La tercera señal, más sutil, es el declive cognitivo: desorientación vespertina, dificultad para seguir conversaciones, errores en la toma de medicación, ideas delirantes nocturnas. Ese cambio se asocia a peor adherencia terapéutica y a más complicaciones durante ingresos.

Neumonía por aspiración: el patrón más repetido

Cuando hablamos de cómo termina la vida en el Parkinson, la neumonía por aspiración ocupa el centro de la escena. Su mecanismo es tan simple como implacable: contenido orofaríngeo que, en vez de desviarse hacia el esófago, atraviesa la laringe y alcanza los bronquios. Allí, bacterias que en la boca son inocuas encuentran un terreno ideal para multiplicarse. Algunos episodios son silenciosos; otros debutan con fiebre, escalofríos, tos con expectoración, dolor torácico y sensación de “no entra el aire”.

En la EP avanzada, la tos pierde fuerza y el cierre de la glotis es menos eficaz. La limpieza del árbol bronquial queda a medias, las secreciones se espesan, el oxígeno desciende. Si no se detecta a tiempo, la infección progresa y el paciente llega a urgencias con insuficiencia respiratoria. Los tratamientos, por supuesto, se aplican: antibióticos, hidratación, oxigenoterapia, fisioterapia respiratoria. Pero la reserva fisiológica está tan ajustada que la recuperación es frágil, y una nueva aspiración durante el ingreso puede volver a encender la infección. De ahí que los equipos con experiencia insistan en el antídoto preventivo: valorar la deglución de forma formal, adaptar la dieta, entrenar maniobras seguras y mantener una higiene bucal impecable que reduzca la carga bacteriana.

La logopedia especializada se vuelve, en este punto, tan relevante como cualquier fármaco. Evaluaciones como la exploración clínica de la deglución o estudios instrumentales permiten decidir si conviene espesar líquidos, triturar sólidos, cambiar la postura durante la comida o introducir maneras de tragar que protejan la vía aérea (la doble deglución, el “mentón al pecho”, pausas planificadas). También hay tratamientos para la sialorrea —desde anticolinérgicos en dosis controladas hasta toxina botulínica en glándulas salivales— que reducen el riesgo de aspirar. No son recetas universales; se adaptan caso a caso. Pero esa adaptación marca la diferencia entre cerrar el círculo en casa, con calma, o encadenar ingresos que agotan.

Caídas, fracturas y hospitalizaciones que cambian el guion

El segundo gran camino hacia el final viene de la mano de las caídas. Quien convive con Parkinson lo sabe: pasos cortos, bloqueos al iniciar la marcha, giros inseguros, pies que no “despegan” de la alfombra. A eso se le suma la hipotensión ortostática —esa bajada de tensión al pasar de tumbado a de pie— y el resultado es un riesgo de caída muy superior al de la población sin la enfermedad. Una caída leve produce contusiones y miedo a volver a caminar; una caída grave abre la puerta a una cadena de eventos difícil de frenar.

La fractura de cadera es el ejemplo más claro. La cirugía en una persona con EP avanzada puede salir bien, pero exige rehabilitación intensiva y movilización precoz que a veces es imposible por rigidez, dolor o delirium. Sin movilización, aparecen úlceras por presión, trombosis, infecciones urinarias por sondaje y, con frecuencia, una neumonía por estar mucho tiempo en cama. Aun sin fractura, el simple hecho de ingresar rompe rutinas esenciales: horarios de medicación dopaminérgica, comidas adaptadas, posición para deglutir, acompañamiento que calma y reduce alucinaciones. Es fácil que la persona se confunda, deje de comer, pierda masa muscular y regrese a casa con menos fuerza que antes del accidente.

La prevención no es una consigna vacía; se traduce en medidas muy concretas. Revisar la casa con ojo clínico, retirar alfombras sueltas, asegurar pasillos, instalar barandillas en baño y ducha, usar calzado cerrado y antideslizante, colocar luces nocturnas que eviten desorientaciones. Trabajar con fisioterapia en estrategias de congelación (parar, respirar, iniciar con un pie y luego el otro, usar marcas visuales en el suelo) y fortalecer tronco y piernas con ejercicios adaptados. Ajustar medicaciones que bajan la tensión arterial o sedan en exceso. Y, cuando ya ha habido caídas, valorar ayudas técnicas bien escogidas: bastón con el lado correcto, andadores estables, sillas con apoyabrazos que faciliten levantarse. Todo suma.

Infecciones y descompensaciones fuera del pulmón

No todo ocurre en el aparato respiratorio. La inmovilidad y los vaciados vesicales incompletos predisponen a infecciones urinarias que, si se complican, pueden desembocar en sepsis. En varones con hipertrofia prostática, el riesgo es mayor. Una infección urinaria en una persona con EP puede presentarse con delirium antes que con escozor al orinar: confusión brusca, agitación nocturna, somnolencia diurna extrema. Si el diagnóstico se retrasa, el cuadro se agrava y las reservas se agotan.

La deshidratación es otro enemigo silencioso. Días de mala ingesta por una infección intercurrente o por disfagia no abordada llevan a hipotensión, estreñimiento más severo, fallos en la toma de medicación y nuevos episodios de inestabilidad. El estreñimiento, tan propio de la EP, no es menor: causa dolor, disminuye el apetito, favorece náuseas y empeora la respuesta a los fármacos, porque la absorción intestinal de la levodopa se altera. Tratarlo con un plan constante —líquidos seguros, fibra adaptada a la deglución, laxantes pautados— reduce urgencias evitables.

El declive cognitivo suma complejidad a todo lo anterior. Cuando aparece demencia asociada a la EP, la adherencia a pautas útiles (ejercicios de deglución, rutinas de seguridad en casa, horarios firmes de medicación) se resiente. Y cada ingreso añade riesgo de delirium, que a su vez desorganiza aún más el ciclo de sueño, el apetito y la colaboración con terapias. Nada de esto es culpa de nadie; es la fisiología de la fragilidad actuando.

Cómo se alivia el sufrimiento en los últimos meses

El último tramo no es una carrera de intervenciones, es una coreografía de alivio. La disnea se puede mitigar con medidas sencillas —oxígeno si está indicado, posición incorporada, ventilación de secreciones, humidificación— y con fármacos bien escogidos para bajar la ansiedad respiratoria. El dolor osteomuscular por rigidez responde a ajustes en dopaminérgicos, fisioterapia suave, calor local y analgésicos. La agitación y las alucinaciones se contienen con ambientes de baja estimulación, luz tenue al anochecer, horarios regulares y psicofármacos que no bloqueen dopamina en exceso ni empeoren la deglución.

En esta etapa, simplificar tratamientos es clave. La lista de fármacos tiende a crecer con los años y, sin embargo, no todo aporta valor en la fase final. Revisar anticolinérgicos que secan en exceso y dificultan la deglución, benzodiacepinas que desestabilizan la marcha, neurolépticos que empeoran rigidez o confusión. Mantener lo que aporta confort y retirar lo que añade efectos adversos evita iatrogenia. A veces, eso significa pautas más espaciadas de levodopa si la rigidez está razonablemente controlada, o cambiar presentaciones para facilitar la toma cuando tragar es difícil.

Qué tratamientos tienen sentido

El objetivo ya no es “optimizar la función” como en etapas previas, sino minimizar síntomas molestos y permitir rutinas familiares sostenibles. La hidratación debe ser proporcional: sueros por sistema no siempre ayudan y pueden sobrecargar; tampoco negar líquidos a quien los tolera. La nutrición artificial por sonda o nutrición parenteral pocas veces cambia el destino de una neurodegeneración, y no evita la aspiración si el problema es el cierre laríngeo; introducirla requiere valorar beneficios reales y deseos expresos del paciente.

Los antibióticos tienen su sitio cuando hay infección documentada, sobre todo si alivian sufrimiento respiratorio o sistémico. Pero encadenar ciclos que ya no revierten la fragilidad puede prolongar malestar sin ganar calidad. Lo mismo ocurre con traslados a UCI, intubaciones o reanimaciones cardiopulmonares en cuerpos exhaustos: no siempre suman vida vivible. Este realismo clínico no es resignación; es una ética del cuidado que prioriza bienestar y dignidad.

Comer y beber con seguridad

Comer deja de ser automático, se convierte en una técnica. La escena que mejor funciona es tranquila: mesa despejada, postura bien incorporada, mentón levemente flexionado, cucharas pequeñas, ritmo lento y pausas regulares. Las texturas espesas para líquidos y triturados homogéneos para sólidos, si así lo indica la evaluación, son una barrera efectiva frente a la aspiración. Tras la comida, permanecer incorporado un rato más reduce reflujo y microaspiraciones. La higiene bucal cuidadosa, con limpieza de dientes y lengua, baja la carga bacteriana que alimenta la neumonía si algo se cuela.

La sialorrea, tan incómoda, se puede tratar con fármacos en dosis medidas o con toxina botulínica en glándulas salivales cuando todavía tiene sentido. Menos saliva en la boca significa menos material que aspirar. No todo sirve para todos; lo que importa es un plan personalizado, revisado por logopedia y neurología, que se adapte a la evolución.

Planificación que da tranquilidad

Hablar a tiempo cambia la experiencia de la fase final. Decidir con antelación qué tratamientos se desean en situaciones críticas —reanimación, intubación, ingreso en UCI, antibióticos intravenosos— evita decisiones precipitadas en madrugadas tensas. También ayuda escribir preferencias sobre el lugar donde se quiere estar (casa con apoyo, unidad de cuidados paliativos, residencia con cobertura sanitaria) y sobre límites razonables de intervención. La familia descansa cuando sabe qué espera la persona y el equipo sanitario trabaja mejor cuando conoce esos objetivos.

Esta planificación no apaga la esperanza; la reordena. Permite enfocarla en metas realistas: estar sin dolor, respirar con menos esfuerzo, dormir mejor, evitar hospitalizaciones que no aportan, despedirse de la gente importante sin sobresaltos. En España, cada vez más equipos de atención primaria, neurología y paliativos colaboran en esta etapa, y la coordinación entre niveles —con pautas claras, teléfonos de contacto y visitas domiciliarias— reduce urgencias y mejora la calidad del último tramo.

Un final previsible que se puede acompañar

Si hay una idea que sostiene todo lo anterior es esta: el Parkinson rara vez acorta la vida por un acto único y devastador, lo hace construyendo fragilidad. Por eso el desenlace más común no es un colapso cardiaco, sino una infección respiratoria que prende en un pulmón expuesto por la disfagia; o una sepsis tras una infección urinaria que pilló al cuerpo con la guardia baja; o la cadena que arranca en una caída y termina en una cama hospitalaria donde la movilidad se pierde y las aspiraciones se multiplican. Entender ese mapa no amarga el relato; lo hace útil.

Esa utilidad se traduce en acciones específicas que están al alcance del sistema y de las familias. Evaluar deglución y adaptar texturas de forma profesional. Mantener higiene bucal meticulosa, porque reduce el “combustible” de las neumonías aspirativas. Prevenir caídas con cambios sencillos en casa, fisioterapia orientada a congelaciones y fuerza de piernas, y una revisión honesta de fármacos que marean o sedan. Tratar el estreñimiento a diario, no solo cuando aprieta. Vacunarse frente a gripe y neumococo. Sostener rutinas estables de sueño y medicación para disminuir delirium. Y hablar temprano sobre preferencias y límites, de modo que las decisiones difíciles ya estén tomadas cuando toque.

Llegados los últimos meses, el alivio es posible y medible. Menos disnea con medidas respiratorias y fármacos bien escogidos. Menos dolor gracias a ajustes prudentes. Menos ansiedad con entornos serenos y música que el paciente reconoce. Menos sustos a la hora de comer con posturas y ritmos adecuados. Menos iatrogenia al retirar lo que ya no ayuda. A veces, la mejor medicina es una silla cómoda, la ventana entreabierta, el aire justo y una mano que sabe acompañar. No es un eslogan, es clínica práctica.

Y, sí, las personas con Parkinson mueren muchas veces por neumonía por aspiración; otras, por infecciones urinarias que se complican, o por la larga sombra de una caída. Saberlo no condena: orienta. Permite colocar la energía en lo que de verdad cambia la historia, reduce urgencias evitables y da tiempo de calidad a quienes —tras años de lucha cotidiana con la rigidez, el temblor, el bloqueo y el cansancio— merecen un final tan digno como sereno. Esa es la respuesta honesta y actualizada a la gran cuestión que sobrevuela este tema. Y es, también, un compromiso práctico: prevenir lo evitable, aliviar lo ineludible y decidir juntos cómo transitar los días que queden.


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Este artículo se ha elaborado con información de fuentes oficiales y clínicas de ámbito español. Fuentes consultadas: GuíaSalud, Sociedad Española de Neurología, Neurología (Elsevier España), SEMERGEN.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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