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¿Por qué caen alcohol, tabaco y cannabis entre estudiantes?

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Consumo de alcohol, tabaco y cannabis cae en Secundaria: mínimos históricos en 2025, claves de cambio y medidas para consolidar la tendencia.
La última Encuesta sobre Uso de Drogas en Enseñanzas Secundarias (ESTUDES) deja una fotografía contundente: el consumo de sustancias psicoactivas entre estudiantes de 14 a 18 años cae con claridad en prácticamente todos los indicadores medidos. Alcohol, tabaco y cannabis registran descensos en los tramos “alguna vez en la vida”, “últimos 12 meses” y “últimos 30 días”. El termómetro más exigente, el del uso reciente, marca mínimos que no se veían en años. Incluso en los vapeadores se observa un fenómeno relevante: se mantiene estable el uso en el último mes (27,1%), pero baja en cinco puntos el porcentaje de quienes los han probado alguna vez (49,5%). La muestra, 35.256 entrevistas en centros de toda España, es lo bastante amplia como para hablar de tendencia real y no de ruido estadístico.
El mensaje político y sanitario ha sido inusual por su tono: mejores hábitos de salud en la adolescencia y un cambio cultural que parece consolidarse tras años de trabajo preventivo. No es un golpe de suerte. Baja el alcohol (con un retroceso de hasta cinco puntos en quienes bebieron en el último mes), desciende el tabaco hasta mínimos históricos, el cannabis se anota su nivel más bajo en los registros, y los dispositivos de vapeo pierden atractivo iniciático aunque mantengan una base amplia de usuarios ocasionales. Hay cifras, hay contexto y, lo más importante para la política pública, hay palancas que explican por qué el gráfico se inclina hacia abajo.
Un giro con cifras claras
La radiografía de ESTUDES permite ir por partes sin perder la perspectiva. En alcohol, el indicador clave —consumo en los últimos 30 días— se sitúa en torno al 51% del alumnado, lo que supone cinco puntos menos que en la edición anterior y un retroceso notable respecto a hace una década. El porcentaje sigue siendo alto para una sustancia prohibida a menores, sí, pero la dirección es inequívoca. En tabaco, el uso en 30 días cae hasta el 15,5%, con un consumo diario en torno al 4,3%, un nivel que contrasta con los valores de los años noventa y principios de los dos mil. En cannabis, el 11,6% de prevalencia en 30 días apunta también a mínimos. Y el vapeo ofrece una lectura dual: 27,1% de uso reciente, 49,5% de “alguna vez”, con descenso en esta última variable que suele anticipar menos curiosidad de entrada.
La metodología respalda el titular. Hablamos de más de 35.000 entrevistas en secundaria, representativas por curso y por sexo, con margen para ver diferencias entre edades y patrones de consumo. Caen los picos más problemáticos, como los episodios de borrachera en 30 días, ahora por debajo de uno de cada cinco alumnos, cuando hace diez años esa experiencia superaba con holgura el 30%. No es un desplome súbito, sino una pendiente sostenida que se aprecia a simple vista si uno superpone las series temporales de la última década.
En simultáneo, la percepción del riesgo se mueve en la misma dirección. Cuantos más estudiantes vinculan el consumo de alcohol, tabaco o cannabis con consecuencias negativas, menor es la proporción que repite el comportamiento. Los institutos detectan menos normalización del “atracón del sábado” y más control social sobre prácticas que hace apenas cinco o seis cursos parecían triviales. Incluso el lenguaje ha cambiado: donde antes se hablaba de “probar” se habla ahora de “no me compensa”, y eso no sale de un manual, sale del recreo.
Factores que explican el descenso
Hay tres fuerzas que, juntas, explican gran parte de lo que vemos. Primera, una política pública coherente y sostenida en el tiempo. Las leyes antitabaco de 2006 y 2011 desnormalizaron el humo en bares, restaurantes, centros de trabajo y recintos de ocio; los programas escolares han ganado método y evaluación; las campañas dejaron el tono admonitorio y se apoyan más en evidencia y habilidades para la vida. Segunda, cambios evidentes en el ocio adolescente: más oferta diurna, más deporte, más espacios con control de edad y una convivencia diferente con la tecnología, que desplaza rutinas y reconfigura quedadas. Tercera, una familia y un profesorado más informados, con materiales específicos, protocolos y una conversación menos incómoda que en el pasado.
No hay que idealizar. El alcohol sigue siendo la sustancia más presente en la vida social de los menores; el vapeo conserva un volumen significativo; y el uso no médico de hipnosedantes empieza a dejar señales preocupantes en algunos tramos. Pero el vector es claro: más barreras, menos accesibilidad, menos publicidad, más alternativas, más vigilancia comunitaria. Cada elemento por separado se queda corto; la suma es la que dibuja la curva.
Un ejemplo concreto: las terrazas y los recintos deportivos al aire libre. En muchas ciudades, bares y chiringuitos próximos a espacios juveniles han asumido protocolos más estrictos para evitar venta o consumo a menores, con inspecciones visibles y cartelería específica. Esa señal normativa —aunque resulte antipática para parte del sector— ordena el contexto y facilita que el propio grupo de iguales desanime la conducta. Lo mismo ocurre con festivales juveniles o eventos de barrio que optan por pulseras de edad, zonas separadas y puntos de información gestionados por monitores. Son pequeños muros que, juntos, complican el camino del consumo.
Alcohol: menos atracones, límites más visibles
La conversación sobre alcohol admite matices, y conviene ponerlos sobre la mesa. Que un 51% de estudiantes haya bebido en 30 días —con cinco puntos de descenso en dos años— significa dos cosas a la vez: que se avanza y que queda tarea. Las borracheras son menos frecuentes que hace diez años, y el atracón episódico pierde lustre como rito de paso. A la vez, la edad de inicio sigue siendo baja —en torno a los 13-14 años— y la ubicuidad de bebidas de alta graduación mezcladas con refrescos dulces oculta los volúmenes reales ingeridos.
El debate regulatorio está en la agenda. Se tramita una ley específica de protección de menores frente al alcohol que busca homogeneizar restricciones de venta, publicidad y consumo en espacios públicos sensibles (parques infantiles, entornos escolares, recintos deportivos de base). El objetivo es sencillo de entender: menos estímulos, menos accesibilidad, menos consumo. Y sí, también menos tolerancia con el botellón alrededor de actividades familiares. Ese consenso —atravesando colores políticos— es probablemente el dato más esperanzador: no hace falta estar de acuerdo en todo para defender que el ocio de los menores no se maride con marcas de alcohol.
La escuela juega, además, un papel que ahora se ve con lupa. Los programas de prevención universal y los talleres de habilidades no se limitan a decir “no bebas”. Trabajan autoeficacia, gestión emocional, presión de grupo y toma de decisiones. No todos funcionan igual, por eso evaluarlos importa. La buena noticia es que cada vez más centros asumen la prevención como parte de su proyecto educativo y no como un “extra” que se trae un jueves a última hora. Cuando eso ocurre, las cifras responden.
Tabaco y vapeo: la batalla de la nicotina se reescribe
El tabaco es, seguramente, la mejor noticia del informe por su caída sostenida. El 15,5% de uso en 30 días y el 4,3% de consumo diario marcan un antes y un después. Donde antes había humo normalizado —portales, patios, entradas de centros— ahora hay espacios sin humo y normas en las que, sencillamente, no entra encender un cigarrillo. Este contexto no lo explica todo, pero inclina el comportamiento. A ello se suma, y no poco, el coste: fumar es caro para el bolsillo adolescente.
El vapeo es otro cuento, y conviene leerlo completo. El uso en 30 días se mantiene en 27,1%, con una base amplia de “experimentadores” que no consolidan el hábito, a la vista de que la variable “alguna vez” desciende hasta el 49,5%. Eso sugiere una curiosidad menos extendida que hace dos años. El nudo del problema está en la nicotina: parte del alumnado cree vapear sin nicotina cuando sí la hay —o alterna pods con y sin—, y un segmento añade derivados del cannabis en dispositivos que no dejan olor. El mensaje sanitario ya no se anda con rodeos: no es vapor de agua y no es inocuo, especialmente en un cerebro que sigue madurando hasta bien pasados los 20 años.
La normativa se está actualizando para equiparar el cigarrillo electrónico al tabaco tradicional en fiscalidad, publicidad y venta, además de cerrar grietas en máquinas expendedoras y e-commerce. Falta, quizá, el eslabón de la publicidad encubierta en redes sociales —ese “unboxing” que es marketing aunque no lo parezca— y el control de edad en envíos. Son detalles técnicos que, resueltos, tendrían efecto inmediato en el acceso.
Cannabis: mínimos y percepciones
En cannabis, el 11,6% en 30 días marca un suelo histórico en la serie y dibuja una relación más prudente con la sustancia. La brecha de género persiste: ellos reportan más prevalencia en drogas ilegales; ellas, en sustancias legales como tabaco, alcohol e hipnosedantes. El uso cotidiano de cannabis entre menores —el de mayor riesgo neurocognitivo— queda acotado a subgrupos más pequeños que antes, donde se superponen variables como fracaso escolar, malestar emocional o contextos familiares más frágiles. La prevención selectiva e indicada (la que actúa en esos grupos) marca la diferencia cuando se aplica con tiempo, seguimiento y recursos.
La percepción de riesgo en cannabis es la gran ganadora del ciclo. Hace años, la conversación pública trivializaba su impacto; ahora la evidencia sobre memoria, atención, funciones ejecutivas y motivación ha permeado en los materiales docentes y en las familias. Retrasar el inicio uno o dos años más reduce de forma drástica la probabilidad de uso problemático en bachillerato o en el primer ciclo universitario. Es una variable simple —tiempo— con un efecto enorme.
Conviene no perder de vista un punto: la normalización social del cannabis adulto no tiene por qué traducirse en normalización entre menores. Ahí está el trabajo fino: delimitar contextos, clarificar los mensajes y evitar la sensación de que “todo vale”. Si en las conductas del grupo de iguales no hay premio por hacerlo, la conducta se arruga. Y eso es lo que la encuesta sugiere: menos glamour, menos imitación, menos ganas de probar “porque sí”.
Prioridades para 2026 y riesgos que no conviene soltar
No hay fuegos artificiales, hay prioridades concretas. Primera, blindar el espacio escolar como entorno protector con tres capas de prevención: universal (para todo el alumnado), selectiva (para grupos con factores de riesgo) e indicada (cuando ya hay consumo). Esas capas funcionan cuando se integran en el día a día del centro, cuando cuentan con profesorado formado y cuando se evalúan con honestidad. Segunda, acelerar la agenda regulatoria que ya se mueve: alcohol y menores, espacios sin humo también en terrazas y campus, equiparación del vapeo y controles de venta online. Tercera, lupa sobre puntos ciegos: hipnosedantes sin receta, microinfluencers que promocionan dispositivos, algoritmos que segmentan publicidad a adolescentes, y nuevas formas de venta que rozan el borde de la legalidad.
El capítulo de hipnosedantes merece una observación aparte. Aunque sus cifras absolutas sean inferiores a las de alcohol o tabaco, su tendencia preocupa por dos razones: crea una sensación de falsa seguridad (“son medicamentos, no pasa nada”) y convive con estrés, ansiedad o insomnio en etapas de examen. Aquí el papel de Atención Primaria y de la orientación educativa es decisivo: identificar usos no prescritos, informar de riesgos y ofrecer alternativas de manejo emocional. A veces, el mejor antídoto no es otro fármaco, sino organización del tiempo, higiene del sueño y acompañamiento profesional a tiempo.
Otro frente es territorial. La heterogeneidad autonómica en programas, recursos y protocolos genera una especie de laboratorio natural. Hay comunidades que han logrado descensos por debajo de la media en alcohol o tabaco con intervenciones integrales que combinan educación formal, ocio alternativo y ordenanzas municipales ajustadas. Compartir buenas prácticas —sin dogmas ni marketing político— es probablemente la forma más rápida y barata de acelerar el cambio.
El terreno digital exige decidir ya. La venta online de dispositivos de vapeo y consumibles ha explotado en formatos grises: páginas que piden edad pero no la verifican, envíos que no comprueban el destinatario, publicidad disfrazada de contenido aspiracional. Poner puertas a ese flujo es un trabajo de inspección y tecnología. No se trata de inventar la rueda, sino de aplicar con rigor lo que ya existe: verificación reforzada, sanciones a reincidentes, retirada de contenidos patrocinados que no cumplen las reglas, y cooperación con plataformas para desindexar escaparates que venden a menores.
Hay, por último, una dimensión de equidad. Los descensos son generales, pero no lineales en todos los barrios, ni dentro de todos los institutos. La vulnerabilidad socioeconómica sigue correlacionando con mayor exposición y menor acceso a recursos preventivos de calidad. Asegurar que las intervenciones llegan primero donde más falta hace mejora los números y, sobre todo, evita que la curva a la baja oculte pequeñas mesetas de riesgo que merecen un plan a medida.
Lo que está cambiando de verdad en los institutos
Si algo distingue a esta edición de ESTUDES es que ya no hablamos de una mejora coyuntural, sino de un giro sostenido que afecta a alcohol, tabaco y cannabis a la vez. Descienden los indicadores duros —los de 30 días—; retrocede la curiosidad por los vapeadores; sube la percepción de riesgo; se consolida la idea de que salud y ocio pueden convivir sin el comodín de las sustancias. Aun así, quedan retos operativos que exigirán foco: blindar el entorno escolar, cerrar la venta online a menores, acelerar la ley de alcohol y menores, ampliar con criterio los espacios sin humo y vigilar los hipnosedantes fuera de receta.
No es un cambio que se explique por una sola medida. Es la suma: normas que ordenan, familias que conversan, profesorado que acompaña, ayuntamientos que hacen pedagogía con su policía local, monitores que se toman en serio su trabajo, jóvenes que —al fin— deciden distinto. En 2025, España se ha ganado el derecho a decir que está mejor que hace dos, cinco o diez años. La curva va en la buena dirección. Mantenerla así será, ahora, el verdadero examen.
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Este artículo se ha elaborado con datos oficiales y reportes periodísticos contrastados. Fuentes consultadas: Ministerio de Sanidad, Plan Nacional sobre Drogas, EFE, EL PAÍS, La Moncloa, OEDA.

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