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Economía

Por qué Trump debe 83,3 millones a la escitora E. Jean Carroll

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el

mazo de un juez con a lado banconotas

Trump afronta el pago de 83,3 millones a E. Jean Carroll tras la confirmación judicial de difamación, un fallo histórico y contundente.

Un tribunal federal de apelación en Nueva York ha dejado claro que Donald Trump debe pagar 83,3 millones de dólares a E. Jean Carroll por difamación. No hay rodeos ni medias tintas en el mensaje que envía la sentencia: el expresidente difundió afirmaciones falsas que dañaron la reputación de la escritora y lo hizo con persistencia, a gran escala y con desprecio temerario por la verdad, el estándar exigido cuando se trata de una figura pública. La decisión mantiene intacto el veredicto del jurado y, con él, la obligación de pago, a la que se suman los intereses correspondientes hasta que el dinero esté efectivamente en manos de la demandante.

En esencia, la corte de apelación ha avalado tres ideas que explican por qué se conserva la cifra. Primero, las declaraciones de Trump no están amparadas por la libertad de expresión cuando rebasan la frontera entre la opinión y la falsedad que destruye reputaciones. Segundo, la compensación económica —18,3 millones por daños reales y 65 millones en daños punitivos— no es desproporcionada si se compara con el alcance de sus mensajes, la reiteración de los ataques y el impacto real en la vida de Carroll. Tercero, invocar la inmunidad presidencial para blindar expresiones de carácter personal no encaja en el marco jurídico estadounidense: la Presidencia no es un salvoconducto para difamar. Dicho sin rodeos: el tribunal entiende que la conducta fue grave, reincidente y dañina, y que el jurado actuó dentro de los márgenes de la ley al cuantificarla.

Qué significa que Trump debe pagar millones a E. Jean Carroll

La confirmación en apelación convierte el veredicto de enero de 2024 en un punto de referencia estable. No es una anécdota judicial que se disipa en titulares, sino un pronunciamiento de segundo grado que valida la columna vertebral de la causa. Para Carroll, se traduce en una victoria que no solo repara —en la medida de lo posible— un daño reputacional enorme, también envía un mensaje disuasorio: la desinformación con nombres y apellidos, amplificada desde un altavoz presidencial y luego desde la palestra pública, tiene consecuencias. Para Trump, implica que la factura no se evapora por estrategia procesal o por simple desgaste del tiempo; al contrario, se consolida y madura con intereses.

La sentencia, además, dibuja una línea importante sobre el papel de las figuras públicas y la frontera entre la crítica dura —incluso descarnada— y la difamación. La crítica entra en el juego democrático; la difamación no. El tribunal recuerda que no basta con decir “no me gusta lo que esa persona cuenta”; lo que derriba reputaciones y agrava la responsabilidad civil es afirmar hechos falsos que el autor sabe que son falsos o que lanza con indiferencia hacia su veracidad. A eso, en la jerga jurídica estadounidense, se le llama “actual malice”. Y sí, aquí pesa mucho el contexto: la voz de un presidente, o la de un expresidente con un alcance masivo, no es una voz cualquiera.

Qué ha confirmado exactamente la corte

El panel de apelación ha ratificado el veredicto del jurado que responsabilizó a Trump por las declaraciones que realizó en 2019 y que después fue repitiendo, con variaciones, a lo largo del tiempo. Aquella campaña de descrédito —emitida desde micrófonos, redes y entrevistas— no se examinó en abstracto. Se midió su alcance, su efecto en el ecosistema mediático y su impacto directo en la demandante: pérdida de oportunidades, manchas en su crédito profesional y un clima de hostigamiento que, lejos de disminuir, se reactivaba cada vez que el entonces presidente o el posterior candidato regresaba al tema para descalificarla. El jurado, y ahora la segunda instancia, entendieron que el daño no se reducía a un mal rato pasajero, sino a una herida abierta en la reputación que exigía recursos concretos para repararse, de ahí una partida específica destinada a reconstrucción reputacional.

La corte de apelación no encontraba defectos de procedimiento capaces de invalidar el veredicto. Las instrucciones al jurado fueron correctas; la prueba admitida, pertinente; el análisis de la causalidad —cómo las palabras del demandado se traducen en perjuicios—, suficientemente fundamentado. Eso incluyó una valoración sobre el megáfono de Trump, que no es comparable al de un ciudadano sin proyección pública. Dado ese volumen, la difusión de un mensaje falso adquiere una potencia dañina distinta, y lo razonable —sostiene el tribunal— es que la respuesta jurídica contemple esa desproporción.

El estándar clave: “actual malice” y figura pública

Se ha hablado mucho, y con razón, de la etiqueta “actual malice”. Traducida al español corriente: desprecio temerario por la verdad. No se trata de demostrar el odio personal, sino de probar que el autor de las afirmaciones sabía, o debía saber con claridad, que estaba difundiendo falsedades perjudiciales. En la práctica, esa barra es alta cuando la persona agraviada es una figura pública: el sistema busca proteger el debate vigoroso y evitar que cualquier crítica fuerte acabe en una demanda. Pero también establece un dique: si, en vez de debatir o polemizar, se miente de forma consciente o con indiferencia culposa, la ley entra en juego.

La corte subraya que Carroll no era una desconocida ni una persona fuera del foco, y que el examen debía considerar ese listón exigente. El jurado, con acceso a documentos, testimonios y el historial de mensajes públicos del demandado, concluyó que se superó ese listón. La apelación avala que la reiteración, la amplificación y el tono de los mensajes apuntan a algo más que a una opinión dura. El mensaje no fue “no la creo” en abstracto; fue la construcción activa de una falsedad dañina. Y ahí cambia todo.

Cómo se llega a la cifra: daños compensatorios y punitivos

Los 83,3 millones de dólares no salieron de un sombrero. Responden a dos bloques. Por un lado, los daños compensatorios: 18,3 millones orientados a reparar el daño real, que incluyen dinero para reconstruir la reputación profesional de Carroll —campañas de imagen, trabajo de relaciones públicas, proyectos literarios o periodísticos comprometidos por el descrédito— y para resarcir el daño emocional acreditado en el juicio. Por otro, los daños punitivos, 65 millones, que cumplen una función distinta: castigar una conducta especialmente grave y disuadir su repetición. En términos prácticos, el tribunal entendió que, dada la posición y el alcance del demandado, sin una penalización fuerte la conducta difamatoria seguiría saliendo “barata”.

Un punto sensible en cualquier apelación es la proporcionalidad. ¿Es excesiva la cifra? La respuesta de la corte fue no. Para llegar ahí, se compararon los montos con otros fallos, se revisó la relación entre lo punitivo y lo compensatorio y se valoró el conjunto de la conducta: no un exabrupto aislado, sino una campaña que se prolongó en el tiempo, que rebotó en múltiples plataformas y que generó consecuencias tangibles para la vida de la demandante. La cifra resultante, a ojos del tribunal, se mantiene dentro de los márgenes legítimos y, sobre todo, cumple la función de desincentivo que la ley reserva a los casos más persistentes y dañinos.

Por qué no prosperó la inmunidad presidencial

Trump intentó resguardarse en la inmunidad presidencial, una figura que protege a los mandatarios por actos oficiales. El argumento, a grandes rasgos, era que sus declaraciones formaban parte de su rol como presidente. La apelación no lo compró. La clave aquí es distinguir lo institucional de lo personal. Una explicación de política pública o una defensa del programa gubernamental encajan en la función oficial; descalificar a una persona concreta con hechos falsos de índole privada no se ajusta a ese paraguas. La corte señaló que la inmunidad no es un manto infinito que cubra cualquier expresión emitida desde la Casa Blanca ni, mucho menos, una carta blanca para replicar esa conducta después del cargo.

También se puso sobre la mesa otro matiz relevante: la continuidad de las declaraciones una vez que Trump dejó el cargo. Esa persistencia refuerza la idea de que se trataba de una campaña personal, no de una función institucional. Y, con ese telón de fondo, el intento de blindar la conducta bajo la inmunidad presidencial se queda corto. Es un “no” que marca doctrina práctica: la Presidencia contempla márgenes amplios para hablar, explicar, defender e incluso polemizar; no para difamar.

Cronología mínima del caso Carroll vs. Trump

El conflicto no nace con la apelación, por supuesto. E. Jean Carroll, periodista y escritora, relató que Trump la agredió sexualmente en los años noventa; cuando esa historia se hizo pública décadas después, el entonces presidente reaccionó con descalificaciones y negaciones categóricas, cuestionando su credibilidad y motivaciones. A partir de ahí, se encadenaron dos juicios civiles: uno por agresión y difamación que concluyó con una condena millonaria a favor de Carroll, y otro por difamación centrado específicamente en las declaraciones de 2019 y su eco posterior, que desembocó en los 83,3 millones hoy confirmados. Entre medias, idas y vueltas procesales, quejas por la cobertura mediática, una participación pública hiperactiva del demandado —con mensajes antes, durante y después de las vistas— y recursos para tratar de frenar o reducir los efectos de los veredictos.

La apelación ahora confirmada es, en términos técnicos, un examen de legalidad, no un nuevo juicio de hechos. No reevalúa desde cero los testimonios ni redibuja lo que ocurrió en sala. Comprueba si el procedimiento, las reglas probatorias y las instrucciones al jurado respetaron los estándares, y si el monto final baila dentro de lo permitido. Y, tras pasar esa auditoría, concluye que sí. De ahí que la obligación de pago se mantenga y que el caso se acerque, salvo un eventual salto al Tribunal Supremo, a su zona de aterrizaje.

Efectos prácticos: dinero, intereses y garantías

En el terreno más prosaico, ¿qué ocurre con el dinero? Lo normal, en este tipo de litigios, es que el condenado deposite una fianza (bond) para suspender temporalmente la ejecución mientras se tramita la apelación. Esa garantía cubre principal e intereses a un tipo federal que se calcula desde la fecha del veredicto. Una vez confirmada la sentencia, el dinero camina hacia su destino: o bien se ejecuta la fianza, o bien el deudor paga directamente y libera el aval. En la práctica, eso significa que Carroll no solo tiene derecho a los 83,3 millones, también a los intereses acumulados durante el tramo apelado hasta que la cantidad se haga efectiva. Es una cuantía nada menor, y sube con el paso de los meses.

Quedan flecos —siempre los hay— sobre costas, posibles ajustes administrativos y la mecánica concreta del desembolso. Pero el vector general no cambia: la obligación es firme en segunda instancia y el dinero debe llegar. Aquí conviene recordar que el sistema estadounidense no busca arruinar por arruinar; busca compensar y disuadir. Cuando un tribunal permite daños punitivos de esta magnitud, lo hace porque detecta un patrón. Y si la apelación confirma ese patrón, el mensaje se multiplica: la libertad de expresión no protege la difamación reincidente.

¿Puede reducirse la cantidad? Qué opciones quedan

¿Es este el final? Técnicamente, cabe que la defensa pida al Tribunal Supremo de Estados Unidos que revise el caso mediante un recurso de certiorari. Ese paso no es automático. El Supremo selecciona a cuentagotas los asuntos que quiere escuchar, normalmente por su valor doctrinal o por discrepancias entre tribunales. ¿Hay posibilidades? Siempre hay alguna, pero no es lo habitual cuando el caso se centra en la aplicación de estándares consolidados y en la valoración de un jurado que, además, ha sido refrendada por la apelación. Si la admisión no llega, el fallo de segunda instancia queda como palabra final y el circuito de recursos se cierra.

Aun en el escenario de un intento de llegar al Supremo, la fuerza de la sentencia apelada juega un papel. No se observan errores groseros de derecho, ni instrucciones al jurado flagrantemente inadecuadas, ni un monto que desafíe abiertamente las guías de proporcionalidad. Se podrá discutir —y se discutirá— si 65 millones en punitivos son muchos o muchísimos; pero el razonamiento de la corte los ubica en un marco que, para los estándares estadounidenses en casos de alto impacto mediático y reiteración, no resulta extravagante. Traducido: es difícil que una corte que se asoma a la legalidad, no a los hechos, interfiera.

Impacto político y comunicativo

El caso no vive en un vacío. Convive con una campaña electoral áspera, con redes sociales inflamadas y con un ecosistema mediático que premia el ruido. ¿Qué trae esta sentencia a ese paisaje? Responsabilidad. La idea de que lo que se dice, sobre todo cuando se dice desde un altavoz con millones de oyentes, tiene consecuencias. Políticamente, cada bando leerá el fallo a su manera; eso ya sucede. Pero, comunicativamente, es una advertencia transversal: la frontera entre crítica y difamación no desaparece por el hecho de ocupar un cargo o tener una audiencia descomunal.

Un detalle que suele pasar desapercibido: la decisión resalta la humanidad del daño reputacional. No se trata solo de números fríos. Cuando una persona ve su nombre arrastrado por el fango en público, y eso deriva en amenazas, en pérdida de contratos, en puertas que se cierran, hay una vida que se encoge. La justicia civil intenta —con todas sus limitaciones— reparar ese daño. No lo borra, pero manda un mensaje: hay límites. Y cuando los límites se traspasan de manera persistente, el coste sube.

Libertad de expresión, sí; difamación, no

Que nadie se confunda: Estados Unidos protege con celo la libertad de expresión. El listón de “actual malice” es prueba de esa protección. Pero la misma tradición que blinda el discurso duro castiga el engaño dañino. La sentencia que confirma los 83,3 millones no recorta libertades; sanciona una conducta que, tras pasar por el filtro de un jurado y ahora de un tribunal colegiado, se considera difamatoria. Y, en clave democrática, ese equilibrio es saludable: el debate sigue siendo vibrante, las opiniones fuertes caben, los ataques personales basados en falsedades no.

Es interesante —y útil— cómo el fallo pondera el poder del altavoz. La misma frase dicha por un ciudadano anónimo y por un dirigente con millones de seguidores no tiene idéntico efecto. La ley no penaliza ideas, pero sí hechos falsos presentados como verdad que causan daños mensurables. Cuando ese daño es masivo y repetido, el remedio legal también crece. Queda, para quien quiera leer entre líneas, una lección práctica para políticos, celebridades y líderes de opinión: criticar es legítimo; destruir con falsedades sale caro.

Lo que esta cifra dice sobre los daños punitivos en EE. UU.

Los daños punitivos siempre generan debate, dentro y fuera de Estados Unidos. ¿Son un castigo encubierto que roza lo penal? ¿Desincentivan de verdad o solo inflan demandas? Este caso ofrece un laboratorio real. El tribunal no impone una multa caprichosa: conecta la cuantía con la capacidad económica del demandado, el alcance de su megáfono y la persistencia de la conducta. Si el objetivo es prevenir que ese comportamiento se repita, la sanción debe ser lo suficientemente disuasoria. Y cuando hablamos de un expresidente que mantiene una maquinaria de comunicación colosal, una cifra simbólica no mueve la aguja. De ahí los 65 millones.

A la vez, la corte no pierde de vista el bloque compensatorio. Los 18,3 millones no pretenden enriquecer a la demandante; pretenden restaurar —hasta donde se puede— su posición. Y ahí entran conceptos que, a primera vista, pueden sonar etéreos (“reputación”, “crédito profesional”), pero que se traducen en cosas muy concretas: contratos perdidos, conferencias canceladas, proyectos editoriales que se congelan, costos de seguridad personal, terapias. Todo eso tiene un precio, aunque no sea sencillo calcularlo. El jurado lo hizo; la apelación ha dicho que lo hizo con base.

El papel de los jueces y el jurado

Una crítica habitual en casos de alto voltaje es acusar a los jurados de emocionales o de dejarse llevar por el clima del momento. Esta sentencia es un recordatorio de cómo funciona la doble instancia: el jurado analiza los hechos y fija una cifra; el tribunal de apelación vigila el derecho. Si la segunda instancia confirma, es porque no hay desvíos sustanciales en el procedimiento, porque las instrucciones fueron claras y porque la cifra final se alinea con los parámetros aceptados. No es una cuestión de simpatías o antipatías, sino de metodología judicial.

Además, conviene subrayar el rol del juez de primera instancia, que aquí actuó como dique. Limitó pruebas irrelevantes, ordenó el debate, marcó el cauce de las preguntas y protegió el derecho de ambas partes a un juicio justo. Esa ingeniería de sala —poco vistosa, pero crucial— es la que después resiste el examen en apelación. Cuando la corte de segundo grado lee que las reglas se siguieron y que el jurado recibió instrucciones coherentes, el edificio aguanta.

Implicaciones más allá de este caso

¿Afectará esta decisión a otros litigios por difamación en la era de las redes y los megáfonos personales? Probablemente como referencia práctica. No cambia la ley escrita, pero sí envía una señal: cuando hay reiteración, impacto masivo y una aparente indiferencia por la verdad, los tribunales están dispuestos a sostener cuantías punitivas robustas. Para las víctimas, es una invitación a documentar bien el daño; para quienes hablan desde posiciones de poder, un recordatorio de que las palabras tienen precio si se usan para destruir.

También es un espejo para el debate público. La línea entre crítica dura y difamación puede parecer sutil; en realidad, el derecho la reconoce con claridad. Se puede controvertir un testimonio, someterlo a escrutinio, pedir pruebas, incluso ironizar. Lo que no se puede es afirmar como hechos cosas que son falsas y que, por su difusión, hacen un daño que se puede medir. La tecnología multiplica el alcance; la responsabilidad, en consecuencia, no puede achicarse.

Lo que viene ahora para ambas partes

Confirmada la sentencia, el expediente entra en su tramo final. La defensa meditará si pide al Tribunal Supremo que intervenga. Carroll, por su parte, aguardará la materialización del pago: ya sea con la ejecución de la fianza aportada en su día, ya sea con un desembolso directo que libere esa garantía. En cualquier caso, el vector es el mismo: 83,3 millones, más intereses, deben llegar a la demandante.

Más allá de ese calendario, el caso deja un rastro legible. Uno, la inmunidad presidencial no cubre expresiones de carácter personal que crucen al terreno de la difamación. Dos, la libertad de expresión sigue fuerte, pero no inmuniza mentiras dañinas. Tres, los daños punitivos cumplen una función concreta cuando quien difama dispone de un altavoz excepcional y demuestra que no piensa bajar el volumen. El tribunal no ha inventado una regla nueva; ha aplicado las ya existentes a un caso con enorme exposición pública y con una conducta que, examinada con lupa, rebasó los límites.

En lo humano, queda la constatación de que la justicia civil puede reparar en parte, aunque no devuelva intacta una carrera o un nombre. Carroll pidió que se reconociera el daño y que se sancionara una conducta que, a su juicio, no podía quedar impune. Un jurado la escuchó; ahora, un tribunal de apelación también. La cifra es imponente, sí. Pero lo relevante, en términos cívicos, es el mensaje: criticar es legítimo, difamar no, y cuando el difamador tiene un altavoz gigantesco, el costo sube. Esa es la razón por la que Trump debe 83,3 millones de dólares a E. Jean Carroll. Y, tras esta sentencia, la razón se ha convertido en obligación ejecutiva.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: El País, La Vanguardia, ABC, El Mundo.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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