Salud
¿Te puede dar un ictus y no enterarte? Lo que debes saber

El ictus silencioso existe: puede pasar sin aviso y dejarte secuelas. Señales, pruebas, riesgos y prevención explicados con enfoque práctico.
La respuesta es clara: sí, puede ocurrir. Existe el ictus silencioso —también llamado infarto cerebral silente—, una lesión en el cerebro provocada por una interrupción del flujo sanguíneo que no provoca señales evidentes en el momento. Pasa desapercibido, no duele, y sin embargo deja una marca medible en las pruebas de imagen. No es un capricho clínico ni un tecnicismo para iniciados; importa porque duplica el riesgo de sufrir un ictus con síntomas en el futuro y se asocia a problemas de memoria, de marcha y de atención con el paso de los años. Cuando el cuadro sí da señales —por mínimas que parezcan: debilidad súbita de un brazo, boca desviada, habla rara, visión borrosa—, la regla es tratarlo como una urgencia. En España, 112. El tiempo cuenta.
También conviene no engañarse: hay episodios tan breves o tan leves que se confunden con cansancio, con una “jaqueca rara” o con un mal despertar. A veces suceden durmiendo, de madrugada, y al día siguiente uno se nota torpe o más lento y lo atribuye a otra cosa. Y, otras, de verdad no se percibe nada; el daño es microscópico, queda “mudo”, y solo una resonancia magnética lo delata. De una manera u otra, ese rastro silencioso en el cerebro no es inocuo. Es un aviso. Señala fragilidad vascular, una enfermedad de pequeño vaso que conviene atajar para reducir riesgos futuros. Esta es la idea central y la más útil: aunque “no te enteres”, el ictus deja consecuencias y ofrece, a la vez, una oportunidad para actuar a tiempo.
Qué significa un ictus silencioso y por qué pasa desapercibido
La palabra ictus engloba dos grandes mecanismos: isquemia (un coágulo obstruye una arteria) y hemorragia (una arteria se rompe y sangra). En los silenciosos casi siempre hablamos de isquemias microscópicas, pequeños infartos en zonas profundas o en el cerebelo que no alteran de forma dramática el lenguaje, la fuerza o la visión en ese momento. El cuerpo es sorprendente y compensa; el cerebro delega funciones, recluta circuitos alternativos. El resultado: quien lo sufre no nota un déficit agudo y sigue con su día. De ahí el calificativo de “silencioso”.
Cuando más se ven es con la edad. La hipertensión mantenida y la diabetes castigan los vasos pequeños que riegan la sustancia blanca; el tabaquismo, los picos de colesterol LDL, ciertos trastornos del ritmo cardiaco y la apnea del sueño suman puntos. No hay que ser octogenario para tener un microictus: un pico hipertensivo mal controlado, una arritmia paroxística (fibrilación auricular que entra y sale), un viaje de largas horas sin moverse o una arteriopatía que no conocíamos pueden desencadenar episodios subclínicos. Y repetirse. Cada uno, pequeño; en conjunto, relevantes.
Conviene distinguirlo del ataque isquémico transitorio (AIT). El AIT sí da síntomas, pero duran menos de 24 horas y no dejan lesión visible en el tejido. El infarto silente, en cambio, no da síntomas recordables y sí deja huella en la imagen. Son parientes cercanos en el riesgo vascular, pero no son lo mismo. Esta precisión ayuda a entender por qué tanta gente se sorprende cuando una resonancia solicitada por otra razón —por ejemplo, por un mareo o por dolor cervical— descubre “señales de infartos antiguos”.
Señales sutiles y situaciones típicas en las que se escapa
Aunque por definición puede no sentirse nada, hay situaciones de alerta que conviene conocer porque sí apuntan a un ictus de bajo impacto que se malinterpreta. Un episodio de torpeza de una mano que dura minutos, la pérdida abrupta de palabras al hablar por teléfono y que se resuelve mientras lo atribuimos a nervios, una visión doble fugaz que culpamos al estrés o una inestabilidad que llega de golpe al ponerse de pie y desaparece al sentarse. No todas son ictus; tampoco se pueden catalogar como “cosas de la edad” y ya está. Si suenan a déficit focal —algo que aparece de repente y afecta una función concreta—, merecen valoración urgente.
El ictus al despertar confunde. La persona se acuesta bien, sin signos, y amanece con un déficit. No hay reloj exacto de inicio y eso complica los tratamientos que dependen de ventanas de tiempo. Hay que asumir que el comienzo ocurrió durante la noche. Esto es importante, y es otro motivo por el que conviene no demorar la atención ante síntomas nuevos por la mañana. Nada de “esperar a ver si se pasa”; cada minuto que se pierde es tejido que no se salva.
Otro escenario habitual es el de migrañas con aura en gente que, de repente, nota un aura “diferente”. La migraña suele empezar con síntomas visuales que se expanden poco a poco (zigzags, luces), y el déficit migra de una región a otra con cierta progresión. El ictus, en cambio, debuta de golpe. La persona con migraña suele conocer su patrón y percibe cuando “aquello no es lo de siempre”. Si hay duda, mejor pecar de prudente. En consulta, los neurólogos preguntan por la instauración de los síntomas: súbita o progresiva; continua o en oleadas. De esas respuestas emana gran parte de la sospecha clínica.
También engañan el cansancio extremo, el bajón de glucosa en personas con diabetes, ciertos fármacos sedantes o el vértigo de origen periférico. El vértigo vestibular clásico empeora con movimientos de la cabeza y mejora con reposo; el vértigo cerebeloso —que puede deberse a un ictus— suele acompañarse de inestabilidad marcada, náusea intensa y dificultad para caminar en línea recta. No son pistas infalibles, pero orientan. Lo esencial, repetido: si aparece una asimetría facial, debilidad de un lado, dificultad para articular palabras o pérdida de visión de un ojo, 112 sin dudar.
Cómo se confirma: pruebas y circuitos asistenciales
El método que cambió el tablero fue la resonancia magnética. Detecta lesiones pequeñas que el TAC puede pasar por alto, sobre todo en el tronco encefálico y en la sustancia blanca profunda. La secuencia de difusión (DWI) revela el tejido isquémico agudo; las secuencias T2/FLAIR muestran cambios antiguos compatibles con infartos pasados y con leucoaraiosis (la “mancha” difusa asociada a enfermedad de pequeño vaso). En España, el circuito de código ictus prioriza el TAC para descartar hemorragia y ganar tiempo; la RM llega después para afinar el mapa del daño, sobre todo cuando los síntomas fueron leves o fluctuantes.
Junto a la imagen, se valora el árbol vascular (ecografía Doppler de carótidas y vertebrales, angio-TAC o angio-RM para buscar estenosis), el corazón (ecocardiograma para ver trombos o foramen oval permeable) y el ritmo (electrocardiograma y Holter prolongado para fibrilación auricular intermitente). A veces se colocan registradores subcutáneos que monitorizan meses; merecen la pena cuando la sospecha de una arritmia embolígena es alta y los estudios cortos no la han pillado. El laboratorio aporta el resto: perfil lipídico, HbA1c, función renal, tiroides, coagulopatías en casos seleccionados.
Cuando los síntomas son actuales y significativos, la ventana terapéutica guía las opciones. La trombólisis intravenosa con alteplasa o tenecteplasa se plantea hasta 4,5 horas desde el inicio conocido, y la trombectomía mecánica hasta 24 horas en casos seleccionados con oclusiones grandes y tejido salvable en las imágenes de perfusión. En un ictus silencioso antiguo descubierto por casualidad, estas ventanas no cuentan ya, pero el hallazgo dispara la prevención secundaria: antiagregantes (o anticoagulación si hay fibrilación auricular), control estricto de presión arterial y lípidos, y cambios de estilo de vida que sí modifican la curva de riesgo.
Un apunte práctico: hay síntomas llamativos que no son ictus, como el adormecimiento simétrico de ambas manos al dormir o el dolor de cuello con mareo sin déficit focal. Pero la clínica es creativa y no encaja siempre en el libro. Cuando la duda persiste, lo razonable —y lo seguro— es evaluación urgente. Un ictus tratado a tiempo cambia de manera radical el pronóstico; uno que se deja pasar puede condicionar años.
Consecuencias que sí importan: memoria, marcha, ánimo
El problema de los infartos silentes no es el susto del día; es lo que acumulan con el tiempo. Cada lesión deja un pequeño cráter funcional. Un par quizá no se notan. Diez microinfartos dispersos, sumados a lesiones de sustancia blanca por hipertensión, ya impactan en cómo se procesa la información, en la velocidad mental, en la capacidad de planificar o en el equilibrio. Quien los sufre suele describir una lentitud que antes no tenía, más caídas, una marcha corta y rígida —esa sensación de “pies pegados al suelo”— o dificultad para dividir la atención cuando camina y conversa. Nada explosivo, sí persistente.
La reserva cognitiva amortigua. Un cerebro muy estimulado, con aprendizaje continuado, redes sociales y actividad física, aguanta más “golpes” sin mostrar síntomas. Aun así, la relación entre ictus silenciosos y deterioro cognitivo está bien asentada, en especial cuando median factores vasculares descuidados. La misma red de pequeñas arteriolas que nutre la sustancia blanca sostiene circuitos de memoria y atención; si el riego es pobre, fallan. No sorprende que algunos casos de depresión tardía, apatía o cambios de personalidad tengan un componente vascular que la RM sugiere.
Hay además un aspecto muy pedestre: los síndromes posturales. El ictus, incluso silencioso, puede alterar reflejos que corrigen el balance, facilitar hipotensión ortostática (bajadas bruscas de tensión al ponerse de pie) o reducir la propiocepción. Resultado: más tropiezos, más miedo a salir, menos actividad, círculo vicioso. La salida está descrita: rehabilitación dirigida (fisioterapia de marcha, entrenamiento del equilibrio), ejercicio multicomponente y revisión fina de fármacos que podrían favorecer caídas o somnolencia.
El estado de ánimo merece capítulo propio. La gente se fustiga: “Si no me enteré, será que no fue nada”. No. Fue algo, y entenderlo ayuda a cuidarse sin vivir con alarma. El énfasis cambia del “me pasó y ya está” al “tengo margen de maniobra”. La medicina cardiovascular contemporánea es, ante todo, prevención: bajar la presión arterial a cifras objetivo, desplazar el colesterol LDL, mantener la glucosa estable, dejar de fumar y moverse. Aburrido, sí. Eficaz, también.
Prevenir de verdad: del brazo a la nevera
La prevención no es un decálogo abstracto; es medible. El primer termómetro, literal, se lleva en el brazo: control de la presión arterial. La hipertensión sostenida es el principal motor de la enfermedad de pequeño vaso que alimenta estos infartos silenciosos. Medir en casa con un tensiómetro validado, anotar cifras, llevarlas a consulta y ajustar tratamiento tiene más impacto que cualquier superalimento de moda. Un objetivo razonable para la mayoría de adultos es <130/80 mmHg si la medicación y la tolerancia lo permiten. Cada descenso sostenido reduce el riesgo de ictus, silente o con síntomas.
El segundo plano es el ritmo cardiaco. La fibrilación auricular —a veces intermitente, pasa y viene— forma coágulos que viajan a arterias cerebrales. Tomar el pulso de vez en cuando, usar dispositivos que registran el ritmo o llevar un parche Holter cuando hay sospecha ayuda a detectarla. Si aparece, la anticoagulación bien indicada cambia el destino: reduce de forma drástica el riesgo de nuevos eventos. En perfiles sin arritmia, los antiagregantes (por ejemplo, aspirina a dosis bajas) pueden tener cabida; el matiz lo pone el neurólogo según el tipo de lesión y el resto de factores.
La nevera es el tercer aliado. Un patrón mediterráneo —verduras, frutas, legumbres, aceite de oliva virgen extra, pescado, frutos secos— rebaja la inflamación, mejora el perfil lipídico y facilita perder peso sin caminos raros. No hace falta dogma: menos ultraprocesados, menos sal si la tensión aprieta, alcohol con cabeza (o ninguno si se tiende a pasar de la raya) y proteínas de buena calidad adaptadas a la actividad física. La glucosa se mima con regularidad: comer, moverse, dormir. En personas con diabetes, el control de la HbA1c a niveles acordados con su equipo —sin hipoglucemias— es una inversión cerebral.
Dormir también es vascular. La apnea del sueño estrecha arterias, eleva la presión y favorece arritmias. Quien ronca mucho, se despierta jadeando o se queda dormido a deshora merece un estudio; tratar la apnea —con CPAP u otras medidas— reduce eventos y mejora la atención diurna. El tabaco no admite negociación: dejarlo es el acelerador más grande en la curva de riesgo. Ayuda contar con sustitutivos de nicotina, vareniclina o bupropión, según perfil; el objetivo está claro.
En el cuarto peldaño, el movimiento. Tres pilares: resistencia (caminar con ritmo, pedalear, nadar), fuerza (dos o tres sesiones semanales, sencillas, de grandes grupos musculares) y equilibrio (tai chi, ejercicios de estabilidad, apoyo unipodal junto a una pared). El mantra “muévete más” se queda corto; lo útil es programar: martes-jueves-sábado fuerza, lunes-miércoles-viernes caminar 30 a 45 minutos. El cerebro lo agradece. El corazón, también.
Cierra la prevención la medicación bien llevada. No es lo mismo tomarse una estatinas tres días sí y cuatro no que todos. Tampoco dejar sin recoger una receta por pereza. La adherencia se trabaja con recordatorios, pastilleros y revisiones periódicas de duplicidades o interacciones. Y una cosa más: en mayores, bajar demasiado la presión puede marear; ajustar con calma evita caídas. Personalizar es la palabra.
Lo esencial para proteger el cerebro en el día a día
Queda una idea sencilla, casi de bolsillo: sí, te puede dar un ictus y no enterarte, y ese hallazgo —cuando aparece en una resonancia o cuando una anécdota clínica siembra la duda— no debe generar miedo paralizante, sino acción ordenada. La ruta es conocida y accesible: evaluación neurológica cuando toca, imagen cerebral para saber de qué hablamos, estudio del corazón y de las arterias para encontrar la causa probable, y medidas preventivas que están al alcance. Quien ya tiene factores de riesgo marcados —hipertensión, diabetes, dislipemia, tabaquismo, apnea— gana mucho con un plan claro y sostenido en el tiempo. No hay magia, hay constancia.
Algunas claves resumen el terreno sin simplificarlo en exceso. El tiempo importa siempre que haya síntomas; activar el 112 no es un gesto dramático, es sanitario. La resonancia ilumina lo que el TAC a veces no ve; por eso un resultado aparentemente “normal” no descarta microinfartos. El pulso irregular no es una curiosidad: se llama fibrilación auricular y se trata. El tensiómetro en casa no es obsesión, es control. Y los hábitos —comer mejor, dormir con calidad, moverse, dejar el tabaco, moderar el alcohol— no son eslóganes, sino tratamientos con evidencia.
El cerebro envejece mejor cuando su red vascular se cuida. Pueden aparecer manchas antiguas en una RM que nunca dieron la cara; verlo a tiempo permite evitar otras. Y sí, habrá días de pereza, semanas regulares, pequeñas recaídas. No pasa nada; lo que cambia los números no es la perfección, es la tendencia. Menos sal aquí, un paseo más allá, una siesta bien medida, la pastilla a su hora, una cita de revisión en la agenda, el cigarrillo que ya no. Pequeños golpes de timón que, sumados, ayudan a que la pregunta del título deje de ser amenaza y se convierta en conciencia. Porque prevenir el ictus —también el silencioso— no es una carrera de un día, es un camino asumible, cotidiano, con metas modestas y efectos reales.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: Ministerio de Sanidad, Comunidad de Madrid, SciELO España, Portal Clínic Barcelona.

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