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Cultura y sociedad

¿Qué dijo Arturo Pérez Reverte a Pablo Motos en el Hormiguero?

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chica sentada mira tv con mando en mano

Foto: 20 minutos, CC BY-SA 2.1 ES, vía Wikimedia Commons.

Un vistazo vibrante a la noche en que Pérez-Reverte vino a presentar a Alatriste, puso límites y encendió el plató de El Hormiguero con frases inolvidables.

Lo más honesto es empezar por la frase que todos repitieron nada más terminar el programa, porque resume el pulso de la noche y explica por qué el clip corrió como la pólvora: “Yo he venido a hablar de mi libro aquí”. Arturo Pérez-Reverte la lanzó con media sonrisa, a medio camino entre la advertencia y el guiño, cuando Pablo Motos abrió la puerta de los temas espinosos. Y, minutos después, al notar que la conversación ya no podía escapar del barro, soltó otra que funciona como titular por sí sola: “Me has metido en un jardín de cojones, tío”. Dos chispazos. Con eso bastaría para entender el tono: promoción literaria, sí, pero con la tensión controlada que solo aparece cuando un escritor que no se muerde la lengua se sienta en un plató que vive de provocar conversación. Ahí, exactamente ahí, nacen las noches que quedan.

La entrevista tuvo dos velocidades. Una, la del capitán Alatriste, el regreso del personaje que lo ha acompañado durante décadas y que vuelve con una aventura que mira a Francia, a los salones y las espadas, a la política de la pólvora. Otra, la de la actualidad, esa corriente eléctrica que atraviesa El Hormiguero cuando el presentador siente que se puede rascar algo más. El resultado fue un intercambio sin estridencias pero cortante, con buenas risas, con silencios incómodos y con frases afiladas. Y siempre con ese subtexto tan español: la literatura como refugio, la política como ring, la televisión como escenario donde la sutileza sobrevive lo justo para que salga un buen corte de vídeo.

La frase que encendió la noche

Pérez-Reverte conoce el juego. Sabe cuándo un programa busca titulares y cuándo le conviene a él esquivar el cuerpo a cuerpo. Por eso, cuando Motos le propuso saltar a la inmigración, a la seguridad y a la polémica de turno, el escritor marcó el perímetro con esa sentencia de manual: “He venido a hablar de mi libro”. No era una huida, ni mucho menos; era el recordatorio de que llevaba una novela nueva bajo el brazo y quería contarla. Después aceptó el envite —porque lo aceptó—, y ahí apareció la segunda frase, más airada, más de sobremesa entre amigos: “Me has metido en un jardín…”. Sirvió para romper la tensión, para hacer consciente al espectador de que ambos sabían por dónde caminaban. Y para algo más: para señalar que, cuando la conversación cruza la línea, conviene agarrarse a la literatura como cuerda de salvamento.

En esa primera mitad se notó el respeto de Motos por el oficio del invitado. Cuando el escritor se plantó en el libro, el presentador volvió a Alatriste sin perder el hilo, apuntando escenas, preguntando por el ritmo de la saga, por la voz del narrador, por el tipo de moral que respira el capitán. De pronto el plató se calmó. Y se habló de lo que a veces olvidamos que mueve a un autor: la alegría silenciosa de escribir, el reencuentro con un personaje que no es solo tinta, sino memoria, método, cicatrices.

Cuando la entrevista vira a política

El segundo tramo, ya con el público más caliente, se movió hacia el terreno que Pérez-Reverte pisa con seguridad: la crítica del presente desde la experiencia del cronista y la mirada del novelista. No hizo discursos. No los necesita. Prefiere las frases rotundas, los ladrillos que forman una pared de sentido aunque alguno quede torcido. Le preguntaron por inmigración y evitó el trazo grueso, o lo intentó al menos: “Lo primero de todo, son personas”. Admitió que la inmigración legal sostiene partes del mercado laboral que, si no, quedarían vacías. Y, con la serenidad del que ha visto demasiados mapas, dejó caer que la ilegal es en gran parte inevitable en ciertos contextos geopolíticos, que las fronteras no son compuertas herméticas, que Europa vive en una contradicción moral permanente. No hubo consignas. Hubo incomodidad bien llevada.

Esa incomodidad se coló en otros nombres propios. Pérez-Reverte radiografió el poder con su ironía de academia y trinchera. Cuando habló de Pedro Sánchez, dibujó la figura de un político aferrado, capaz de aguantar contra todo pronóstico y de convertir la resistencia en método. Cuando apareció Alberto Núñez Feijóo, el diagnóstico fue quirúrgico: le falta carisma para el choque que exige esta época, quizá más gestor que tribuno. Y cuando asomó Vox —inevitable cuando se tratan las derivas del debate— el escritor dejó caer que es un partido con dos o tres ideas claras, incómodas para muchos, pero ideas al fin; y que su peso específico funciona como comodín que altera el tablero, casi siempre en perjuicio del PP. No rehuyó tampoco a Pablo Iglesias y esa vieja pelea cultural por los referentes: más Galdós, menos eslóganes. Se notó que el tema le toca la fibra del lector antes que la del analista: cuando habla de clásicos, hace política sin querer.

La cuerda floja de la inmigración

Detengámonos un segundo aquí porque fue el punto más delicado. La pregunta de Motos venía con trampa noble —de esas que no buscan la caída, solo el equilibrio— y el invitado la sorteó poniendo la humanidad en el centro. “Seres humanos”, repitió. El resto fue una madeja de matices: necesidad económica, choque cultural, sensación de desorden en las ciudades, hipocresía europea a la hora de pedir mano de obra y, a la vez, levantar muros retóricos. Hubo una idea clave que el escritor repite desde hace años: en España nos organizamos mejor en la tragedia que en la bonanza, porque el Estado suele fallar cuando más se le exige y surge la solidaridad vecina. Es duro decirlo, sí. Pero cualquiera que haya vivido emergencias reconoce el patrón.

Los jóvenes, las banderas y la reacción

Tocó también el clima cultural. Feminismo, banderas, identidades. Pérez-Reverte no esconde su incomodidad con el exceso de consignas convertido en manual de conducta. Defendió sin matices el derecho a la igualdad, a la dignidad, al respeto, y en la línea siguiente advirtió contra el adoctrinamiento que, en su opinión, empuja a algunas generaciones a reaccionar por hartazgo. Para él, el péndulo siempre vuelve y los extremos terminan alimentándose. Se puede discutir el enfoque, faltaría más. Pero nadie puede negar que lo formula con una claridad polémica que da conversación para días.

El regreso de Alatriste en medio del ruido

Conviene volver al motivo de la visita, porque la noche giró alrededor de un libro y no de una tertulia. El capitán Alatriste regresa años después de su última aventura y lo hace con el cansancio noble que uno espera de un veterano. Hay duelos, intrigas de corte, amigos que vuelven y enemigos que no olvidan. Pérez-Reverte explicó que escribir esta entrega fue como volver a jugar con alguien de la infancia: reconoces sus manías, sus sombras, su manera de mirar el mundo con un código de honor que hoy parece extemporáneo, quizá por eso resulta tan actual. No hay pancartas en la novela —insistió—, hay personas en conflicto, dilemas que no caben en una consigna.

El autor sabe que Alatriste ha sido atacado desde trincheras opuestas. Unos lo leyeron como apología de una España oscura; otros como bandera de valores conservadores. Su respuesta vuelve siempre al mismo sitio: si los dos extremos se enfadan, la literatura probablemente está donde debe, en ese territorio ambiguo en el que los personajes piensan, dudan, se contradicen. Dicho de otra forma: la novela es un espejo que no halaga.

Un arma defensiva llamada libro

Hubo, entre pregunta y pregunta, un pequeño manifiesto que conviene rescatar. Pérez-Reverte definió la lectura como una “arma defensiva”. No para atacar al vecino, sino para defenderse de la manipulación, de la mentira bien narrada, de la frase hecha que pretende ahorrarte el pensamiento. Lo dijo sin solemnidad, casi con prisa, como quien sabe que repetir lo obvio ya es un acto de resistencia. En un programa que vive de la atención y el ritmo, esa idea se quedó aleteando en el aire: leer para no ser un ingenuo. Casi nada.

La puesta en escena: fricción útil, cero drama

A Pablo Motos se le nota el oficio cuando un invitado trae material inflamable. Mantuvo el tono ligero, dejó hablar cuando el escritor necesitaba desplegar su razonamiento, cerró el paso cuando la cosa amenazó con embarrarse más de la cuenta y, sobre todo, no forzó la confrontación. Es el equilibrio más preciado del formato: entretenimiento con contenido. Lo que hubo no fue choque, fue fricción útil. Y una sensación curiosa, bastante española: la de estar viendo televisión en directo que respira, que acepta el riesgo, que no pasa cada frase por tres filtros de asesoría. Esa frescura, tan difícil de mantener, explica por qué estas visitas funcionan.

Hay un plano que resumió bien ese espíritu. Reverte había soltado la frase del “jardín” y el público rió con alivio, como diciendo: bien, ya lo hemos reconocido, este es el terreno y aquí jugamos. Motos asintió con un gesto rápido y volvió al libro. Ritmo. El programa sabe cuándo un tema ya ha dado todo lo que podía dar sin convertirse en bronca. Y el invitado, que no necesita el cuerpo a cuerpo para hacerlo memorable, agradece el cambio de carril.

Lo que dijo, de verdad, al presentador

Vayamos al grano que responde el título. ¿Qué le dijo Arturo Pérez-Reverte a Pablo Motos? Le dijo dos cosas que importan. Primero, “he venido a hablar de mi libro”, que no es solo una defensa del terreno; es una declaración de oficio: vengo a ofrecer una historia y no a ofrecerme yo. Segundo, “me has metido en un jardín”, que suena a broma cómplice pero funciona como aviso: sé dónde me meto y sé que aquí todo lo que diga puede amplificarse hasta perder matices. Entre ambas frases caben su ética de escritor —priorizar la obra— y su experiencia mediática —no perder el control del relato—. Y, si hilamos fino, asoma algo más profundo: la convicción de que la literatura no es un refugio para huir del presente, sino un lugar desde el que mirarlo con menos ruido.

En el plano más personal, la manera en que trató a Motos fue la de alguien que respeta la dinámica del programa: se dejó preguntar, puso límites, jugó cuando tocaba y cerró cuando había que cerrar. Ni paternalismo ni bronca. Un tira y afloja, claramente pactado por la lógica del directo, que dejó al público con esa sonrisa de “ha pasado algo” sin necesidad de gritarlo.

Ideas que se quedan dando vueltas

Después de la espuma, quedan algunos núcleos duros. Uno es esa visión del carácter español que el escritor repite a contracorriente: en el desastre nos organizamos mejor que en la abundancia porque sabemos arremangarnos cuando el Estado flaquea. Se puede discutir, claro; lo interesante es cómo lo conecta con la épica sobria de Alatriste, con su manera de cumplir aunque todo empuje a lo contrario. Otro núcleo es su defensa casi militante de la educación: leer como antídoto, escribir como oficio que disciplina el pensamiento, historia como mapa para no caminar a tientas. Y, ya en el terreno político, su empeño por no casarse con nadie: si tiene que elogiar algo de un adversario, lo hace; si tiene que criticar al que se supone cercano, también. Esa incomodidad transversal es, quizá, el secreto de su longevidad pública.

Hay, por último, una nota sobre el lenguaje. Pérez-Reverte es uno de los pocos invitados capaces de convertir una frase hecha en dinamita y, a la vez, defender un adjetivo con precisión de esgrimista. Por eso sus entrevistas son televisivas: porque mezcla erudición y coloqüialidad, firmeza y sorna, memoria y calle. Cuando suelta un “cojones” no lo hace para epatar; lo hace para humanizar el discurso, para bajarlo del atril a la mesa de bar. Ese registro híbrido, tan suyo, explica el magnetismo de la escena.

Una noche con filo que habló de libros, país y tele

Si uno se queda solo con el ruido de redes, creerá que fue una visita solo de frases contundentes. No fue así. Hubo, sobre todo, literatura. Hubo oficio. Hubo respeto por un formato que, cuando funciona, sirve para acercar libros a quien jamás leería una reseña. Y, sí, hubo política: la inevitable, la que entra por la ventana cuando un autor que piensa en voz alta mira el país y lo cuenta con esa mezcla de escepticismo y afecto. Al final, lo que dijo Arturo Pérez-Reverte a Pablo Motos fue sencillo de resumir y complejo de metabolizar: vengo a hablar de lo que escribo, pero no me escondo; no me empujes, que ya me meto yo si merece la pena; y recordemos que sin lectura, sin historia, sin criterio, somos presas fáciles del ruido.

El resto —las chispas, los clips, las etiquetas— lo hace la maquinaria de cada noche. El Hormiguero entiende el tiempo en el que vive y Reverte, con su voz reconocible, lo aprovecha para poner sobre la mesa aquello que más le importa: un personaje que vuelve, un país que se pregunta, un público que decide. Y esa, nos guste o no, es la medida exacta de una noche con filo.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: El País, ABC, El Confidencial, 20 Minutos.

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