Ciencia
Porque el hielo flota en el agua: ciencia cotidiana que asombra

Por qué el hielo flota en el agua, explicado con rigor y ejemplos: densidad, puentes de hidrógeno y Arquímedes, del vaso a los océanos y mar.
El hielo se mantiene a flote porque, al solidificarse, el agua aumenta de volumen y su densidad cae respecto a la del líquido del que procede. Esa expansión ronda el 9 %: misma masa, más espacio ocupado. A 0 °C, la densidad del hielo es de 0,917 g/cm³, frente a casi 1,000 g/cm³ del agua líquida. Con esa diferencia, el empuje que ejerce el agua desplazada supera al peso del bloque y el hielo queda parcialmente emergido. No hay truco: pura física.
Ese contraste de densidad se traduce en escenas cotidianas y en fenómenos planetarios. Un cubito sobresale en un vaso. Un iceberg enseña su cresta blanca y oculta su base. En un lago, el hielo flota como tapa aislante mientras por debajo el agua se queda en torno a 4 °C, la temperatura de máxima densidad del líquido. La flotabilidad del hielo se explica encajando dos piezas: la estructura molecular abierta que adopta el agua cuando se congela y el principio de Arquímedes, que rige la flotación en cualquier fluido.
La red hexagonal que ensancha el volumen
La mayoría de las sustancias se contraen al pasar de líquido a sólido: se compactan y el sólido se hunde en su propio líquido. El agua hace lo contrario. La razón está en su geometría molecular y en cómo interactúan esas moléculas. Cada H₂O tiene forma angular, con el oxígeno en el vértice y los hidrógenos separados por un ángulo característico. Esa forma favorece puentes de hidrógeno, enlaces débiles si se miran uno a uno, pero potentísimos cuando actúan a millones por milímetro cúbico. A temperaturas templadas, esos puentes se forman y se rompen a gran velocidad; el conjunto es un líquido denso, capaz de apretar mucho las moléculas.
Al enfriarse, el baile se ralentiza. Los puentes de hidrógeno duran más y empujan a las moléculas a orientarse en patrones cada vez más ordenados. En torno a 4 °C, el agua líquida alcanza su máxima densidad. A partir de ahí, al seguir perdiendo calor, esa red emergente obliga a dejar huecos geométricos entre moléculas: el líquido empieza a dilatarse ligeramente antes de cristalizar. Cuando por fin se consolida la fase sólida, lo hace en una red cristalina hexagonal (el llamado hielo Ih, el común en la Tierra). Esa arquitectura hexagonal es como colocar separadores invisibles entre moléculas: una estructura más abierta que el líquido.
La consecuencia es inmediata. A igualdad de masa, el volumen del sólido es mayor que el del líquido del que proviene. Y como la densidad es masa dividida por volumen, el valor cae. En términos domésticos: un litro de hielo pesa menos que un litro de agua. De ahí que flote. También de ahí que un recipiente lleno hasta el borde con agua reviente o derrame si se congela en su interior: el contenido empuja al aumentar de tamaño.
Puentes de hidrógeno: una arquitectura flexible que dicta el comportamiento
El papel de los puentes de hidrógeno merece un apunte propio. No sólo sostienen la red del hielo; gobiernan anomalías del agua líquida que tienen impacto ecológico y tecnológico. Una es esa densidad máxima a 4 °C, decisiva para lagos y ríos. Otra es la presencia de una finísima película de agua “casi líquida” en la superficie del hielo incluso a temperaturas bajo cero, responsable de su tacto particular y de parte del deslizamiento de patines o trineos. La flexibilidad de esos puentes permite al agua absorber y liberar grandes cantidades de calor sin cambios bruscos, estabilizando climas regionales y procesos industriales. Todo parte de la misma llave: una interacción débil a escala individual, descomunal cuando se suma.
Arquímedes, salinidad y proporciones reales
La segunda pieza del rompecabezas es el principio de Arquímedes: todo cuerpo total o parcialmente sumergido en un fluido recibe hacia arriba una fuerza igual al peso del fluido desplazado. Si el objeto es menos denso que el líquido, flota; si es más denso, se hunde. El hielo cumple la primera condición en agua dulce y en agua de mar. Por eso se estabiliza con una fracción emergida que depende del entorno. En el océano, más denso por la salinidad (aprox. 1,025 g/cm³), asoma una proporción algo mayor que en un lago de agua dulce. La imagen de referencia —cautivadora pero aproximada— dice que alrededor del 90 % de un iceberg permanece bajo la superficie y sólo un 10 % sobresale. Las proporciones reales varían con la temperatura y la composición del agua, pero la lógica se mantiene: menos densidad en el sólido, más flotación.
Este marco explica también las excepciones aparentes. En alcohol etílico, menos denso que el agua, un cubito puede hundirse porque el empuje del fluido desplazado no alcanza a equilibrar su peso. Y un trozo de hielo con inclusiones de arena, metal o fruta puede perder flotabilidad efectiva si el conjunto supera la densidad del agua líquida. La regla, sin embargo, no se mueve: todo se decide en la balanza entre empuje y peso.
La sal introduce matices interesantes. Disuelta en agua, reduce el punto de congelación —no se forma hielo hasta temperaturas más bajas— y aumenta la densidad del líquido. En el proceso natural de formación de hielo marino, parte de esa sal queda atrapada en canales microscópicos, una red que el propio hielo va drenando con el tiempo. El hielo maduro es más puro y menos denso, de modo que flota con holgura en el océano que lo engendró.
Lagos, ríos y mares: consecuencias medibles
La anomalía de densidad del agua y la flotabilidad del hielo salvan ecosistemas enteros. En latitudes templadas y frías, los lagos no se congelan de abajo arriba, sino de arriba abajo. Cuando llega el invierno, la capa superficial se enfría, alcanza 4 °C y, por ser más densa, desciende. Ese “bombeo” se repite hasta que toda la columna se homogeneiza cerca de ese valor. A partir de ahí, la superficie sigue enfriándose pero ya no se hunde; se vuelve ligeramente menos densa y permanece arriba, donde termina por congelarse. Se forma una tapa de hielo que flota y aísla el agua del interior. Debajo, el lago se conserva alrededor de los 4 °C, una temperatura compatible con la vida acuática. Peces, invertebrados, anfibios y microorganismos encuentran refugio durante meses. Si el hielo se hundiera, los lagos se sellarían desde el fondo, el deshielo sería tardío y la biodiversidad lo pagaría.
En ríos, la corriente complica el cuadro. El movimiento del agua rompe placas, desplaza témpanos y genera atascos que, al chocar, presionan puentes o pilas. El hecho de que el hielo flote reduce el riesgo de que el cauce se bloquee por completo hasta el lecho, aunque los embalses y tramos lentos pueden acumular capas extensas. La hidráulica invernal de cuencas frías se escribe con esa propiedad física de fondo.
El océano amplía la escala. En mares polares, la formación estacional de banquisa —esa costra flotante que crece y mengua— no sólo condiciona el desplazamiento de barcos o la logística de comunidades costeras. Actúa, además, como un espejo: su albedo elevado devuelve al espacio una fracción sustancial de la radiación solar. Donde desaparece la banquisa, el océano oscuro absorbe más energía, se calienta y dificulta la congelación la temporada siguiente. Se instala un bucle térmico que refuerza cambios regionales. La circulación oceánica también siente el efecto: cuando se forma hielo, el agua circundante se vuelve más salina —porque gran parte de la sal no entra en el cristal— y, por tanto, más densa. Esas masas densas tienden a hundirse y alimentan corrientes profundas que redistribuyen calor y nutrientes a escala planetaria. La flotabilidad del hielo, un detalle que parece menor, se integra en un sistema de transporte global.
Ciencia doméstica: del congelador al vaso
La cocina es un laboratorio silencioso. Metes una bandeja al congelador y horas después hay cubitos con vetas blancas, grietas y pequeñas burbujas. Esa textura guarda memoria del proceso de solidificación. El agua suele congelar desde fuera hacia dentro. La primera corteza de hielo intenta expandirse, aprieta el líquido central y genera tensiones que cuartean el bloque. El aire disuelto queda atrampado por el frente de congelación y forma nubes internas que opacan el hielo. Por eso coctelería y hostelería cuidan la direccionalidad del congelado: hacen que el hielo cristalice de arriba abajo para que las burbujas migren a una zona y, después, recortan las piezas hasta lograr hielos transparentes. La estética no altera lo esencial: la matriz sólida sigue siendo menos densa que el agua líquida y, por tanto, flota igual.
En el vaso, el intercambio de calor es un baile continuo. El agua que toca el hielo se enfría, aumenta su densidad si partía de temperaturas altas y desciende hacia el fondo, mientras el líquido más templado asciende y cede calor al cubito. Es la convección trabajando. En paralelo, la superficie del hielo siempre alberga una capa ultra fina de agua líquida que favorece la fusión y la adherencia; de ahí que un cubito pueda “pegarse” instantáneamente a una cuchara metálica fría o a una pared del vaso.
La sal introduce una microlección de termodinámica al alcance de cualquiera. Al espolvorearla sobre hielo, se crea salmuera en la superficie que baja el punto de congelación y acelera el deshielo incluso a temperaturas por debajo de 0 °C. Ese principio opera en carreteras durante episodios de hielo. En casa, la sal no hace que el hielo “flote más”, pero sí reduce su tamaño con rapidez: menos bloque, misma regla de flotación.
También conviene recordar el comportamiento en otros líquidos. En aceites y alcoholes, con densidades habitualmente más bajas que la del agua, el hielo puede hundirse o quedar suspendido a distintas alturas. El resultado no contradice nada: cambia el fluido y con él cambia el empuje. La física que decide el destino de un cubito en un cóctel turbio es la misma que estabiliza un témpano en el Atlántico Sur.
Hielos extraños y mundos distintos
El hielo del congelador —hexagonal, de estructura abierta— es sólo una de las muchas fases sólidas posibles del agua. Bajo altas presiones o temperaturas muy bajas surgen formas exóticas: hielos II, III, V, VI, entre otros. Algunas son más compactas que el agua líquida; otras, aún más abiertas. No son piezas de cocina, pero sí de geofísica y planetología. En el interior de lunas heladas como Europa o Ganímedes, el peso de kilómetros de hielo puede forzar transiciones a fases más densas, con propiedades mecánicas diferentes. Allí, la relación de densidades cambia y la flotabilidad puede invertirse en determinadas capas. Hielos “calientes” —sólidos a temperatura relativamente elevada por la presión— o mantos con océanos internos amplían el repertorio del agua como material.
En nuestra atmósfera, los cristales adoptan morfologías que pintan el cielo. Copos complejos, agujas, placas y columnas aparecen según la humedad y la temperatura. Aquí el hielo no “flota” en el aire por densidad: lo que cuenta es la resistencia aerodinámica, la turbulencia y el tamaño del cristal. Aun así, su estructura hexagonal vuelve a mandar: determina cómo crece, cómo se une con otros cristales y cómo refleja o absorbe luz. Lo mismo sucede en la nieve, la escarcha o los granizos. Un mismo actor, distintos escenarios.
Cuando el hielo decide niveles y economías
La flotabilidad del hielo define un matiz clave en el debate sobre el nivel del mar. El hielo que ya flota —banquisa, témpanos, plataformas— desplaza un volumen de agua equivalente a su peso. Si se derrite completamente in situ, la cota global apenas cambia: el volumen desplazado antes coincide esencialmente con el volumen del agua en que se convierte. Otra cosa es el hielo continental —glaciares de montaña, casquetes de Groenlandia y Antártida sobre roca—. Ese no está en flotación. Si se funde y su agua llega al océano, añade masa nueva y el nivel aumenta. La mecánica es la misma, la línea de base no.
Hay, además, efectos indirectos. Las plataformas de hielo que flotan y actúan como “repisa” de glaciares continentales modulan su velocidad. Si esas plataformas se debilitan o colapsan, el hielo que descansa en tierra acelera su descarga hacia el mar. La flotabilidad no sube sola la marea, pero puede tocar el acelerador del hielo terrestre. En paralelo, la retirada de hielo marino rebaja el albedo, oscurece el panorama y aumenta la absorción de radiación solar por parte del océano, lo que calienta las aguas superficiales y reconfigura las rutas de navegación estacional y los calendarios de pesca.
En tierra, el mismo fenómeno de expansión al congelar exige adaptaciones. Tuberías expuestas pueden reventar si el agua atrapada se solidifica sin margen. Pavimentos y muros sufren cuando el agua penetrada en poros se congela, aumenta de volumen y fractura materiales. Embalses en zonas frías regulan sus niveles para amortiguar empujes de placas superficiales. Puertos y astilleros ajustan operaciones si hay riesgo de hielo a la deriva. La lista no es literaria: tiene costes y reglamentos.
También hay industria del hielo como producto. De los neveros históricos a las plantas actuales, se ha perfeccionado la fabricación para controlar transparencia, tamaño y durabilidad en hostelería. Se diseñan cubos grandes con poca superficie relativa para derretirse despacio, o hielo picado para enfriar rápido a costa de una dilución mayor. En todos los casos, la flotabilidad sigue ahí, discreta: el hielo no se hunde en agua porque sigue siendo menos denso.
Una ley sencilla con efectos gigantes
Todo lo que se ha contado se sostiene en una afirmación doble que no se ha movido ni un milímetro desde el primer párrafo. El agua, al congelarse, crea una red hexagonal de puentes de hidrógeno que abre espacio y reduce la densidad del sólido respecto al líquido. Y si el sólido es menos denso que el fluido que lo rodea, flota: así lo dicta Arquímedes. Con esa pareja se explica el cubito en el vaso, el pescador sobre un lago helado, el casquete que se agrieta, la banquisa que se enfría por la noche y la base sumergida de un iceberg que guía el rumbo de un buque.
El resto son matices: salinidad que baja el punto de congelación y sube la densidad del mar; temperaturas que empujan o frenan la formación de hielo; presiones que abren el abanico de fases sólidas en mundos lejanos; corrientes que se reorganizan cuando el agua que rodea al hielo se vuelve más densa y se hunde; infraestructuras que cambian diseños para respetar la expansión al congelar. Todo encaja si no se pierde de vista el hilo maestro: densidad y empuje dialogando en un material que, por una vez, rompe la norma de sus vecinos químicos y, al romperla, sostiene la vida tal como la conocemos.
La escena final es sencilla y, a la vez, enorme. Un copo descansa sobre una rama. Un fragmento de banquisa deriva. Un cubito sube a la superficie del vaso como quien pide la palabra. En los tres, la misma verdad física manda. Porque el hielo flota en el agua, una parte del planeta funciona como funciona: los lagos respiran en invierno, los mares intercambian calor con el cielo, las ciudades ajustan tuberías y carreteras, la hostelería afina sus bebidas. Un detalle molecular que se convierte en hecho geográfico, económico y cotidiano. Y al entenderlo, se desenreda la madeja completa sin metáforas: estructura, densidad, empuje. Con eso basta.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: El País, Universitat Politècnica de València, Universidad de Granada, Universitat Autònoma de Barcelona.

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