Historia
Porque fracasó la república de Weimar: te lo explicamos todo

Crisis encadenadas, artículo 48 y violencia en las calles: un relato claro y tenso de por qué se desmoronó Weimar y cómo ocurrió paso a paso.
La caída se explica por la convergencia de tres vectores que se alimentaron entre sí: una economía sometida a shocks encadenados que destruyeron el ahorro y el empleo, un diseño institucional que permitía gobernar por decreto mediante el artículo 48, y una legitimidad política quebrada desde el origen por la humillación de posguerra y la violencia de las calles. La hiperinflación de 1923, el paro masivo tras 1929 y la dependencia del crédito exterior desfondaron a la clase media y multiplicaron el desarraigo; el presidencialismo de emergencia convirtió la excepción en regla; y el mito de la “puñalada por la espalda”, la lectura punitiva del Tratado de Versalles y la indulgencia del Estado con la extrema derecha perforaron la idea misma de República.
El desenlace no fue un rayo caído del cielo, sino la suma de decisiones y omisiones. Entre 1930 y enero de 1933, los gabinetes presidenciales de Brüning, von Papen y von Schleicher normalizaron el decreto frente al debate parlamentario y abrieron una vía para un proyecto abiertamente antirrepublicano, pensando que podrían controlarlo. Se equivocaron: Adolf Hitler fue nombrado canciller el 30 de enero de 1933 y, apenas semanas después, el incendio del Reichstag y la Ley Habilitante terminaron de vaciar el marco jurídico de Weimar. A partir de ahí, ya no quedó República que rescatar.
Nacimiento con heridas abiertas
Weimar nace el 9 de noviembre de 1918, con la abdicación de Guillermo II y la proclamación de la república, pero lo hace con la mitad del país mirando a otro lado. La guerra se ha perdido, el frente interior está exhausto y la amenaza de una revolución a la rusa es real. En enero de 1919, la Coalición de Weimar —socialdemócratas (SPD), centristas católicos (Zentrum) y liberales demócratas— obtiene mayoría para redactar una constitución moderna, con sufragio universal, derechos sociales y un federalismo con peso. El texto, avanzado para su época, incorpora también la válvula de escape que terminará sofocando el sistema: el artículo 48, que permite al presidente gobernar por decreto en “situaciones de emergencia” y suspender derechos. Pensado como fusible, acabaría como palanca.
El obstáculo más profundo no está en el papel, sino en la cultura política. La leyenda del “Dolchstoß”, la supuesta traición de socialistas y civiles que habría “apuñalado por la espalda” a un ejército invicto, proporciona a la derecha nacionalista y monárquica un relato para negar la derrota militar y cargar contra los responsables del nuevo régimen. A su vez, el Tratado de Versalles de 1919 impone reparaciones cuantiosas, pérdidas territoriales y una cláusula de culpabilidad que buena parte de la sociedad vive como una humillación intolerable. Nace así una república sin consenso fundacional, con enemigos declarados en los extremos y con un centro político que administra la derrota y los costos de la paz.
La violencia organiza el día a día. En 1919 estalla el levantamiento espartaquista en Berlín y el gobierno recurre a las Freikorps —cuerpos de voluntarios armados, con veteranos de guerra— para aplastarlo. En marzo de 1920, el Putsch de Kapp intenta derribar al gobierno; una huelga general lo frena, pero deja una estela clara: la ultraderecha puede conspirar y esperar indulgencia judicial. La justicia, mayoritariamente conservadora, reparte penas leves a conspiradores de derechas y severidad contra comunistas. El Beer Hall Putsch de 1923 en Múnich sigue el patrón: el Estado se muestra débil ante la subversión nacionalista. La Reichswehr, por su parte, se entiende a sí misma como “Estado dentro del Estado”, reacia a la subordinación estricta a autoridades civiles a las que considera frágiles o efímeras.
Weimar, así, arranca con tres grietas: una legitimidad discutida, un aparato de seguridad y justicia atravesado por continuidades con el Imperio, y un marco que reconoce libertades pero tolera la violencia de un lado más que del otro. Cuando llegue la economía a sacudirlo todo, esas grietas abrirán un boquete.
La economía como trituradora social
Primera estación: 1923. Francia y Bélgica ocupan el Ruhr por retrasos en las reparaciones. El gobierno alemán responde con “resistencia pasiva”: pagar a obreros y funcionarios para que no colaboren con el ocupante. ¿Cómo se financia? Emisión a mansalva. La moneda implosiona. Los sueldos se cobran y gastan el mismo día para ganarle minutos al alza de precios; el pequeño ahorro, columna vertebral de las clases medias, se evapora; las familias ven cómo el alquiler pasa de ser una cifra razonable a un número absurdo, luego a una broma cruel. El dinero se pesa, no se cuenta. El trauma de la hiperinflación marca una memoria colectiva que condicionará cada debate económico posterior, especialmente el miedo a cualquier política que suene a expansión monetaria o déficit.
Stresemann detiene la sangría con una secuencia de decisiones duras: fin de la resistencia pasiva, estabilización con la Rentenmark y recalibración internacional. La economía respira. Entre 1924 y 1929, los llamados “años dorados” parecen demostrar que la República tiene futuro: se estabiliza el marco, la cultura bullente de Berlín convierte a la capital en símbolo de modernidad, la arquitectura de la Bauhaus cambia el paisaje y el cine de Murnau y Lang marca estilo. Por debajo, sin embargo, el equilibrio es precario. La recuperación se apoya en el crédito estadounidense y en esquemas de pagos reestructurados, con el Plan Dawes y, después, el Plan Young. Es un andamio sólido mientras el viento sopla a favor.
Segunda estación: 1929. El crac de Wall Street corta el flujo de préstamos, las empresas recortan plantillas y el comercio mundial se contrae. Alemania, incrustada en esa tubería financiera, recibe el golpe de lleno. El desempelo se dispara, la recaudación cae, el Estado se aprieta el cinturón. El canciller Heinrich Brüning elige una salida deflacionaria: bajar salarios y precios, recortar gasto público, recuperar confianza exterior. Lo hace por decreto, amparándose en el artículo 48, ante un Reichstag fragmentado. El objetivo es demostrar responsabilidad para aliviar reparaciones y ganar crédito. La consecuencia social es devastadora: millones de parados, clase media que se desliza hacia la pobreza, jóvenes sin horizonte. El miedo a repetir 1923 neutraliza cualquier política expansiva. El remedio contable, políticamente, es veneno.
La fractura económica se convierte en fractura cultural. Muchos ven una República que no protege a quienes cumplen, que “premia al desorden” y “castiga el esfuerzo”. En el otro extremo, trabajadores y desempleados perciben el ajuste como una agresión directa. Ese clima abona el terreno de quienes prometen orden, protección y una comunidad nacional supuestamente solidaria, aunque sus recetas sean autoritarias. La aritmética del Parlamento acompaña el giro: el centro se encoge, los extremos crecen.
Un sistema político con trampilla
Weimar presume, con razón, de avances inusuales en su carta de derechos. También arrastra una trampilla institucional. La representación proporcional casi pura, sin umbrales exigentes, multiplica partidos y dificulta formar mayorías estables. La lista es larga: SPD, KPD, DDP, DVP, Zentrum, BVP, DNVP, NSDAP, y más. Cuando la economía fluye, se tejían pactos; cuando llega la tormenta, la máquina se bloquea. Y entonces aparece el atajo.
El artículo 48 y la tentación del atajo
Con Paul von Hindenburg en la presidencia, el uso del artículo 48 se normaliza a partir de 1930. Los cancilleres encadenan decretos de emergencia que sustituyen la negociación por imposición. Si el Reichstag rechaza un decreto, se disuelve la cámara y se convoca a nuevas elecciones. Esa rueda desgasta la legitimidad del Parlamento y envía una señal clara: la excepcionalidad ya no es remedio, es método. La ciudadanía aprende que el procedimiento importa menos que la decisión rápida; los extremistas aprenden que la legalidad es elástica.
Un episodio fija esa deriva: el Preußenschlag de julio de 1932, la intervención federal en Prusia, el Land más grande y feudo socialdemócrata. El gobierno central destituye al gabinete prusiano alegando desorden público y nombra un comisario del Reich para administrarlo. Se difuminan fronteras del federalismo y se sienta precedente para apartar legalmente a un adversario político. La “razón de Estado” empieza a significar “razón del Ejecutivo”.
Justicia, ejército y administración: inercias que pesan
La continuidad de élites del período imperial en la judicatura, el Estado y la Reichswehr condiciona la defensa de la república. Los jueces muestran severidad con la izquierda y benevolencia con la derecha subversiva. El ejército, jurídicamente bajo la autoridad civil, conserva una autonomía de hecho que limita cualquier intento de control parlamentario eficaz. La policía oscila y, con frecuencia, aplica un doble rasero. Nada de esto, por sí solo, explica el colapso. Todo junto, deforma el terreno de juego en contra del constitucionalismo democrático.
La calle como campo de batalla
Weimar no se discute solo en tribunas; se pelea en aceras y plazas. La política de uniforme, brazalete y escuadra emerge como un estilo propio. Las SA del NSDAP crecen con el paro y explotan la estética de la camaradería marcial; el KPD organiza milicias y responde. Se suceden las refriegas, los asesinatos políticos, las marchas. La violencia selectiva expulsa a los moderados del espacio público y convierte el miedo en un actor central. Un Estado de derecho que no garantiza seguridad pierde adhesión incluso entre ciudadanos que comparten sus principios.
Aquí pesa una paradoja: la República protege libertades que permiten la crítica feroz y la competencia dura, pero no consigue defender con eficacia el perímetro común cuando los enemigos del sistema lo cruzan a cada rato. No se trata de prohibir ideas, sino de aplicar de manera imparcial las reglas a todos. La tolerancia frente a la insubordinación nacionalista y la hiperreactividad ante la izquierda radical transmiten una jerarquía de amenazas que favorece a quienes, precisamente, trabajan para desmontar la república.
La dimensión cultural no es marginal. Weimar encarna modernidad y vértigo: cabaret, revistas ilustradas, vanguardias, libertad relativa en costumbres, arquitectura funcionalista, ciencia puntera. Para amplios sectores, aquello es liberación; para otros, decadencia moral. Los partidos conservadores explotan esa batalla cultural e identifican República con desorden y disolución. El NSDAP entiende además la política como espectáculo de masas: estandartes, antorchas, disciplina, un lenguaje visual que organiza emociones. La república, con su sobriedad legalista, no logra competir en ese terreno.
1930–1933: la apuesta que lo precipitó todo
La secuencia final se acelera con la Gran Depresión. En 1930, el NSDAP pasa de marginal a primera división; el Reichstag se llena de camisas pardas; el centro republicano retrocede. Brüning gobierna por decreto y apuesta a la austeridad para forzar una revisión de las reparaciones. Hindenburg, escéptico con el parlamentarismo, lo releva en 1932 por Franz von Papen, un independiente católico con proyecto propio: agrupar conservadores, neutralizar a los nazis con halagos, reconstruir un orden autoritario “limpio” de cargas republicanas. La intervención de Prusia forma parte del plan. No funciona. Llega Kurt von Schleicher, general con instinto político, que intenta dividir a los nazis cooptando a su ala “izquierda” y reconstruir una mayoría social con sindicatos. Demasiado tarde, con herramientas gastadas.
La elección de julio de 1932 convierte al NSDAP en primera fuerza; la de noviembre le resta votos, sí, pero conserva el liderazgo opositor y una capacidad de presión enorme. La aritmética mata al centro: sin mayorías claras, con un Parlamento gastado y con una calle intimidada, el presidencialismo de decreto parece la única salida. En ese marco, Hindenburg y su entorno eligen la jugada que lo cambia todo: nombrar a Hitler canciller confiando en “encajonarlo” en un gabinete donde solo ocupa dos carteras y dependerá de conservadores, industriales y militares. La apuesta parte de una premisa errónea: que el poder real no está en la jefatura de gobierno, sino en el viejo Estado y en la presidencia. El error se revela de inmediato.
El incendio del Reichstag del 27 de febrero de 1933 sirve de pretexto para el Decreto del Incendio del Reichstag, que suspende libertades fundamentales y habilita detenciones masivas. En marzo, el Parlamento aprueba la Ley Habilitante que entrega al gobierno el poder legislativo. El resto —la Gleichschaltung, la sincronización forzosa de instituciones— ya no ocurre en la República de Weimar, sino sobre sus restos. Pero la lógica que lo hizo posible venía de antes: la excepción convertida en norma, la división del campo republicano, la tolerancia con la violencia y la fe de las élites conservadoras en que podrían manejar al tigre desde la montura.
No fue destino: responsabilidades y grados
Asignar culpas simples es tentador, pero inexacto. Hay responsabilidades diferenciadas. Quienes normalizaron el decreto de emergencia, quienes habilitaron el Preußenschlag, quienes imaginaron que Hitler se dejaría domesticar, cargan con una cuota mayor que quienes erraron en política económica o no supieron construir coaliciones atractivas. Eso no excusa a los antagonistas de la república que, desde el primer día, trabajaron para destruirla. La combinación de estructura (humillación de posguerra, diseño institucional frágil, dependencia financiera) y decisiones (austeridad en depresión, atajos legales, alianzas imprudentes) explica mejor que cualquier determinismo el porqué de este colapso.
¿Era evitable? Hipótesis plausibles y límites reales
Plantear contrafactuales sirve si se hace con modestia. Hay giros plausibles que abrían rutas distintas. Un umbral electoral moderado habría reducido la atomización del Reichstag y con ello la tentación del decreto. Un uso restrictivo del artículo 48, sujeto a controles nítidos, habría preservado la centralidad del Parlamento y desincentivado el recurso continuo a la excepcionalidad. Un pacto explícito y temprano entre socialdemócratas y centristas católicos —con liberales— para blindar reglas del juego y aislar a extremistas habría sumado tiempo y estabilidad.
En el frente económico, se podría aventurar una respuesta menos deflacionaria en 1930–1932, con programas de empleo y expansión de obras públicas. El problema no era solo macroeconómico; era cultural: el recuerdo de 1923 convertía la palabra “expansión” en blasfemia para quienes veían la hiperinflación como el pecado original. La ortodoxia presupuestaria dominaba las élites, los acreedores exigían señales de disciplina, y la comunidad académica no tenía aún consensos que décadas después serían comunes. Aun así, se vislumbran márgenes que no se exploraron.
En la política de seguridad, aplicar la ley con equilibrio —sin mirar la insignia del infractor— habría enviado un mensaje distinto a la sociedad y a los grupos paramilitares. La justicia pudo marcar líneas rojas más claras. La Reichswehr pudo aceptar con menos resistencia la subordinación al poder civil. Todo eso eran decisiones posibles, no obligaciones del destino.
Un obstáculo de fondo siempre planea: la falta de consenso fundacional. Nacer sin un “nosotros” compartido convierte la gestión de cualquier crisis en una prueba de estrés terminal. Y Weimar acumuló dos crisis mayores en una década: hiperinflación y depresión. En ese escenario, la ingeniería institucional debe ser especialmente robusta. No lo fue.
Weimar como advertencia concreta, sin grandilocuencias
El caso alemán de entreguerras no es un espejo del presente, pero sí un diagnóstico con elementos de validez general. Las democracias que pasan por situaciones de desempleo masivo, pérdida de expectativas y choque cultural fuerte se vuelven permeables a soluciones simples y a liderazgos que prometen atajos. Cuando el procedimiento —el debate, la negociación, el compromiso— se describe como un estorbo, y la excepción se vuelve cotidiana, el terreno se inclina. Si, además, el Estado de derecho aplica la ley de forma desigual, la credibilidad del sistema baja justo cuando más la necesita.
Weimar enseña, con una claridad áspera, que libertades fuertes requieren instituciones fuertes, pero también lealtades mínimas compartidas. Enseña que un artículo de emergencia redactado para apagar incendios puede, con el uso continuado, carbonizar el edificio entero. Enseña que la economía no es solo cifras: es confianza. Cuando se quiebra —por hiperinflación o por paro crónico—, el voto se desplaza al extremo, y el centro político pierde lengua para hablar con quienes sienten que no tienen ya nada que perder. Enseña que el federalismo es un dique útil si se respeta, y un pasillo para la intervención arbitraria si se fuerza.
También deja una nota menos obvia: la política simbólica importa. Bandas sonoras, estéticas, rituales. La república hablaba en el idioma de la ley; sus adversarios, en el de la pertenencia total. Cuando la vida es dura, ese segundo idioma tiene una música seductora. Sin caer en el cinismo, conviene asumir que las democracias no solo gobiernan, también relatan. Y si renuncian a esa parte, ceden terreno emocional sin necesidad.
Finalmente, el episodio 1930–1933 revela el peligro de las apuestas tácticas con jugadores que no reconocen las reglas. Quienes pensaron que podían usar al NSDAP como muleta parlamentaria y luego descartarlo descubrieron que el instrumento tenía voluntad propia. No hubo ingenuidad exactamente; hubo soberbia. Una lección seca, que no pasa de moda.
Un último tramo: lo que realmente explica el colapso
La República de Weimar fracasó porque coincidieron un trauma social por la inflación y el paro, una arquitectura institucional con una puerta de emergencia demasiado fácil de abrir, y una cultura política sin consenso básico donde la violencia se toleraba con sesgo y la justicia no equilibraba. Cuando esas piezas encajan, el deterioro se acelera. El artículo 48 dejó de ser salvavidas y se volvió moto de agua para navegar sobre el Parlamento; los gabinetes presidenciales acostumbraron a gobernar sin mayorías; el Preußenschlag señaló que todo es moldeable si se llama “orden público”. En ese ambiente, la llegada de Hitler a la cancillería no fue un accidente aislado, sino el siguiente paso lógico de una secuencia en la que demasiados actores se creyeron más listos que los riesgos que estaban invocando.
Queda, sí, la incómoda constatación de que Weimar pudo salir de otra manera. Con umbrales electorales, con diques más claros a la emergencia, con alianzas que protegieran el corazón del sistema, con políticas menos contractivas en el peor momento. Nada de eso era sencillo. Todo era posible. La historia que ocurrió fue la que combinó miedo, ortodoxia, impaciencia y oportunismo.
Ese es, sin adornos, el núcleo de por qué fracasó la República de Weimar: la suma de crisis materiales, reglas mal calibradas y malas decisiones políticas en momentos decisivos. Un experimento democrático ambicioso que, sin un andamiaje de seguridad y un consenso mínimo, se enfrentó a dos temporales seguidos, dejó la puerta de atrás abierta y terminó absorbido por aquello contra lo que había nacido.
🔎 Contenido Verificado ✔️
Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y medios españoles de referencia, con publicaciones específicas y activas. Fuentes consultadas: CEPC, RTVE, CSIC, La Vanguardia.

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