Cultura y sociedad
Porque los ancianos llaman a su madre: entre miedo y amor

¿Por qué algunos ancianos llaman a su madre? Descubre las razones emocionales y cognitivas detrás de este comportamiento y cómo brindarles apoyo adecuado.
Sucede más de lo que se reconoce en voz alta y, cuando irrumpe, conmueve. Porque los ancianos llaman a su madre casi siempre tiene una explicación clínica y otra biográfica: el cerebro que envejece, o enferma, tiende a conservar mejor los recuerdos y los vínculos primarios que lo reciente, y en momentos de dolor, confusión, miedo o cansancio extremo recurre a la figura que, durante décadas, representó seguridad. El fenómeno aparece sobre todo en contextos de demencia, delirio o síndrome vespertino, aunque también puede desencadenarse por dolor no controlado, infecciones, deshidratación, efectos secundarios de medicamentos o cambios bruscos de entorno. No es un capricho ni una regresión teatral; es una señal de alarma que pide contención, calma y una revisión de causas.
Dicho de forma directa: cuando una persona mayor llama a “mamá” está buscando alivio y orientación. Es un atajo emocional que el cerebro usa cuando las palabras sobran y la realidad se vuelve confusa. En España, este llamamiento se oye con frecuencia al caer la tarde, durante ingresos hospitalarios o en residencias, y se intensifica si hay deterioro cognitivo. La respuesta útil no pasa por corregir o ridiculizar, sino por interpretar la conducta como síntoma, identificar desencadenantes (dolor, fiebre, cambios de fármacos, fiebre urinaria, habitación nueva, luces y sombras que desorientan) y proporcionar seguridad inmediata con voz tranquila, contacto visual, rutinas y objetos significativos. Si aparece de forma súbita en alguien sin demencia diagnosticada, o se asocia a somnolencia anormal, fiebre, alucinaciones o caídas, conviene valorar delirio de forma prioritaria y consultar.
Qué hay detrás de ese “mamá”: neurociencia y apego
La explicación empieza por la arquitectura de la memoria. La memoria autobiográfica remota y la memoria emocional resisten mejor el paso del tiempo que los hechos recientes. En demencia, primero se resquebrajan el registro episódico y el lenguaje complejo; el diccionario se empobrece y quedan palabras cargadas de afecto. “Mamá” es una de ellas. Al mismo tiempo, el estrés activa rutas de supervivencia: el organismo busca la “base segura” del apego infantil, traducida en la edad avanzada como una necesidad instintiva de consuelo. En términos prácticos, el mayor no “cree” necesariamente que su madre esté viva ni pretende volver a la infancia; está pidiendo ayuda con el término que su sistema nervioso conserva como contraseña de protección.
Se suma un detalle circadiano que pesa: al anochecer la desorganización aumenta en personas con deterioro cognitivo. Cambian las sombras, se ralentiza el procesamiento visual, la fatiga cognitiva aprieta. Lo que durante el día se compensa con estímulos y acompañamiento, de noche se hace cuesta arriba, y la ansiedad encuentra esa palabra-faro. No es casual que muchos cuidadores identifiquen una franja horaria crítica, casi siempre repetida, en la que el “mamá” se hace más frecuente. Tampoco es casual que la hospitalización, con luces frías y caras nuevas, lo dispare.
El lenguaje importa. En castellano, “mamá” condensa ternura y cuidado; “madre” puede sonar más solemne; “mami” aparece en biografías concretas. Ese matiz cultural explica por qué oímos la llamada en términos tan familiares. Y es clave para no interpretar literalmente cada invocación. La mente, cuando flaquea, usa símbolos. Y la madre, como símbolo, es potente.
Diagnósticos habituales y su peso clínico
Hay cuadros que, por prevalencia y fisiología, explican la mayoría de estas llamadas. Demencias en su amplio espectro (enfermedad de Alzheimer, vascular, cuerpos de Lewy, frontotemporal), delirio agudo ligado a infecciones o fármacos, y síndrome vespertino asociado a ritmos circadianos alterados. A esto se suman detonantes físicos aparentemente menores —dolor dental, estreñimiento, retención urinaria, sed, hipoglucemias leves— que hacen de chispa en cerebros frágiles. Importa distinguirlos porque no todos requieren lo mismo: una demencia necesita adaptación y estrategia a medio plazo; un delirio, intervención inmediata; el síndrome vespertino, higiene de luz y rutinas; el dolor, analgesia adecuada.
Demencias. La neurodegeneración erosiona primero la memoria reciente y el lenguaje elaborado. El discurso se vuelve corto, telegráfico, cargado de nombres esenciales, y la persona se refugia en recuerdos antiguos. En fases moderadas y avanzadas, el cambio de contexto (mudanza, ingreso, cuidador nuevo) eleva la inseguridad y esa invocación materna asoma con más insistencia. Lo esperable: desorientación temporal, repetición de preguntas, dificultad para encontrar palabras, hipersensibilidad al ruido y a las sombras, irritabilidad. El mensaje de fondo es siempre el mismo: “No entiendo bien qué pasa; quiero sentirme a salvo”.
Delirio. No es lo mismo que demencia, aunque pueden coexistir. El delirio es un síndrome agudo, de horas o pocos días, con fluctuación: a ratos parece “estar bien” y de pronto no reconoce la habitación, habla confuso, ve o escucha cosas inexistentes, se agita o, al contrario, queda hipoactivo y somnoliento. Las causas son variadísimas: infección urinaria o respiratoria, deshidratación, dolor, polifarmacia con interacciones, retirada de benzodiacepinas o alcohol, hipoxia por insuficiencia cardiaca o EPOC, posoperatorio reciente. Aquí, el “mamá” es un grito de pánico ante un mundo que se ha desordenado de golpe. Y aquí sí urge encontrar y tratar la causa, porque el delirio aumenta caídas, estancias hospitalarias y complicaciones si no se aborda.
Síndrome vespertino. No es un diagnóstico independiente, sino un patrón que aparece al final del día en personas con deterioro cognitivo: agitación, deambulación, ansiedad, confusión, irritabilidad. Se asocia a desregulación circadiana, disminución de melatonina, fatiga acumulada y estímulos inadecuados. La escena típica en España: residencia o domicilio, entre las 18.30 y las 21.00, televisión a volumen alto, pasillo con luz de tubo, sombras en la pared, personal cambiando de turno, cena a punto de servirse. La persona se descompone y busca la palabra que históricamente ordenaba el caos. Y esa palabra es “mamá”.
Detonantes físicos y del entorno a vigilar
Hay desencadenantes concretos que, si se corrigen, reducen en días la llamada angustiosa a la madre. El dolor mal controlado es el primero: artrosis en una rodilla, una fisura vertebral, un herpes zóster en fase dolorosa, una muela que supura. Muchas personas mayores no verbalizan el dolor con la claridad de un adulto joven; lo traducen en agitación, gritos o deambulación. Revisar analgésicos, horarios y escalado es básico.
Las infecciones de orina o respiratorias son otro motor habitual. Fiebre que sube y baja, disuria o mal olor en la orina, tos nueva, saturaciones limítrofes, todo ello confunde más de lo que parece. La deshidratación multiplica el riesgo: diuresis escasa, labios secos, hipotensión al levantarse, mareo, apatía. Con dos o tres días de ingesta corta, el cerebro pierde foco y los síntomas conductuales se disparan.
La polifarmacia merece capítulo propio. Benzodiacepinas tomadas “de toda la vida”, anticolinérgicos en medicaciones para vejiga o alergias, opioides mal ajustados, corticoides en pauta descendente, antidepresivos y antipsicóticos a dosis altas… El cóctel no siempre es visible y, sin embargo, puede ser el responsable principal. Revisar el pastillero con la receta actualizada, cruzar interacciones, retirar lo prescindible y bajar dosis gradualmente cuando proceda cambia el cuadro sin necesidad de añadir más fármacos.
El entorno completa el cuadro. Luces y sombras importan; los pasillos con fluorescentes fríos generan ilusiones ópticas que asustan. El ruido constante de la televisión o una radio mal sintonizada irrita y agota. Hambre o hipoglucemia a última hora del día añaden nerviosismo. Falta de gafas o audífonos, muy frecuente, aísla y empeora todo. Y el cambio de rutina —una visita inesperada, un baño apresurado, la cama sin la manta de siempre— puede ser el empujón final.
Cuando se hace el mapa de detonantes se descubre un patrón: lo pequeño cuenta. Una jarra de agua al alcance, un reloj grande visible, un calendario con la fecha actual marcada, las fotografías esenciales a la vista, música biográfica a volumen moderado, un lámpara cálida al anochecer. Todo suma.
Respuesta práctica: en casa, en urgencias, en residencias
En casa, la secuencia es clara. Validar la emoción primero: “Estoy aquí”, tono pausado, contacto visual. Evitar frases como “tu madre ya no está”, que solo aumentan la angustia. Traducir la llamada en necesidades concretas: agua, abrigo, baño, analgesia, compañía, orientación. Revisar el cuerpo con mirada clínica: temperatura, dolor a la palpación, respiración, orina, tránsito intestinal, boca seca, signos de golpe o caída reciente. Comprobar que lleva las gafas y los audífonos. Ajustar luces y ruidos. Ofrecer rutinas previsibles: cena a la misma hora, música conocida, una foto en la mano, explicar cada gesto antes de hacerlo (“vamos a ponerte la chaqueta; ahora el brazo”). Si el episodio se repite varias tardes a la misma hora, anticiparse media hora con calma estructurada funciona: paseo breve, merienda ligera, siesta corta, nada de televisión estridente, conversación tranquila. Terapias de reminiscencia —música de juventud, álbumes, objetos del oficio— reducen la ansiedad y alargan las islas de serenidad.
En urgencias, el enfoque gira a descartar delirio y tratar causas. Toma de constantes, exploración, analítica si procede, cribado de infección y dolor, revisión de medicación y hidratación. Lo no farmacológico sigue siendo clave: reducir estímulos, acompañamiento continuo cuando sea posible, señalización del espacio. La medicación sedante se reserva para agitación peligrosa o sufrimiento intenso que no cede, con ajuste fino de dosis y vigilancia de efectos en mayores (caídas, retención urinaria, síndrome confusional). Si todo sugiere delirio hipoactivo —ese que pasa desapercibido—, hay que ser proactivo: corregir causas y movilizar temprano.
En residencias y centros de día, el trabajo se apoya en protocolos. Identificar “horas críticas” por residente y planificar: luz ambiental constante y cálida desde media tarde, televisión regulada o apagada, pasillos sin sombras, actividades de baja demanda cognitiva antes de la cena, coherencia de cuidador en el saludo y en la forma de tocar y explicar. Disponer de rincones de reminiscencia con fotos del barrio, del equipo de fútbol, del oficio. Mantener hidratación accesible: vasos medidos, botellas personalizadas, recordatorios orales frecuentes. Revisar mensualmente pastilleros, registrar episodios de agitación con hora y contexto, y sentarse a analizar patrones. Lo que cada tarde estalla nunca es azar puro; hay causas repetidas que, si se atacan, mejoran el clima de todo el centro.
Y la familia, que en España sigue siendo el sostén principal, necesita información sencilla, honesta y temprana. Explicar por qué ocurre, qué no hacer (reñir, contradecir sin fin, forzar razonamientos complejos cuando el cerebro está cansado) y qué sí (validar, simplificar, adaptar, anticipar). Preparar planes de noche cuando la situación lo exige: quién se turna, qué señales hay que vigilar, a qué Centro de Salud llamar, cuándo usar el 112 si emergen datos de gravedad.
Contexto español: biografía, lengua y final de vida
El fenómeno también se ancla en la cultura. En muchas casas españolas, la palabra “mamá” ha sido el eje del cuidado cotidiano. Esa huella emocional se mantiene en la senectud, con o sin demencia. Por eso se escucha el llamamiento en escenarios que no siempre son patológicos: tras una caída, en una sala de reanimación, al despertar de una anestesia o en la madrugada de un hospital comarcal. La llamada pide intérpretes: personal de planta que se presenta con su nombre, familiares que acompañan sin mentir (“estoy aquí, eres Rosa, estás en el hospital de Toledo, es de noche, has tenido una infección, ahora te cuidan”), equipos que modulan luz y ruido. Esa suma, cotidiana y aparentemente menor, transforma guardias.
La lengua añade matices: “mamá”, “madre”, “mami”, formas que codifican cercanía en generaciones distintas. En los cuidados paliativos, cuando la enfermedad está avanzada y el horizonte es corto, aparecen fenómenos de conciencia en los que el enfermo habla con familiares fallecidos o “se organiza para un viaje”. No se trata de patologizar; se trata de acompañar. Si el equipo clínico ha confirmado etapa final, el objetivo cambia: confort, ausencia de dolor, calma. En ese marco, corregir literalmente cada invocación puede resultar innecesario y cruel. Funciona mejor escuchar, tocar la mano, proteger el silencio y asegurar que síntomas físicos —dolor, disnea, angustia— están resueltos.
En atención primaria, el reto es detectar antes. Una consulta bien hecha pregunta por horarios (“¿a qué hora se descoloca más?”), por cambios en el domicilio, por nuevas pastillas, por orina y tránsito, por dolor al moverse. Un plan escrito en la nevera —con teléfonos, pautas y señales de alarma— da seguridad. Si un mayor sin demencia diagnosticada empieza a invocar a su madre de forma súbita, la cita debe incluir cribado de delirio y, si hay signos acompañantes, estudio básico: infección, deshidratación, fármacos, caídas. Si hay deterioro cognitivo conocido con síndrome vespertino, la estrategia combina higiene de luz, rutinas, hidratación y pequeñas actividades significativas. En ambos casos, la formación del cuidador es parte del tratamiento: sin ella, el domicilio se convierte en un campo minado; con ella, en un entorno terapéutico.
También es España, con redes familiares que sostienen como pueden y servicios públicos tensionados. Las residencias han profesionalizado protocolos, pero la variabilidad existe; por eso es clave que cada centro documente detonantes, comparta datos con la familia y ajuste turnos en las franjas de mayor riesgo. Lo que se escribe se puede analizar; lo que se comparte se puede mejorar.
La música merece una línea aparte. No es un lujo. Es tratamiento no farmacológico con evidencia para calmar y mejorar la comunicación en demencia. Listas de coplas, pasodobles, boleros, rock de juventud funcionan como puentes. Tres canciones escogidas valen más que una televisión a todo volumen intentando “distraer”. Una radio bien sintonizada con programas de palabra pausada también ayuda, siempre a niveles de sonido conversacionales.
Una idea clara para avanzar
El mensaje final es pragmático. Porque los ancianos llaman a su madre resume a la vez un síntoma y una biografía. Señala posibles diagnósticos —demencia, delirio, síndrome vespertino— y detonantes corregibles —dolor, infección, sed, fármacos, luces, ruidos—. Si se lee bien, guía decisiones concretas: validar y tranquilizar al instante, buscar causas sin perder tiempo, ajustar el entorno, planificar rutinas, cuidar la hidratación, revisar medicación, usar la memoria emocional como aliada. Si aparece de forma brusca en quien nunca lo hacía, actuar como si fuera delirio hasta demostrar lo contrario. Si surge todas las tardes a la misma hora, organizar la tarde para desactivar la trampa. Si llega en los días últimos, acompañar con respeto, sin correcciones innecesarias y con síntomas físicos aliviados.
No hay una sola receta válida para todas las casas. Hay pautas que funcionan cuando se aplican con constancia. La mirada adecuada consiste en no pelear con la palabra, sino ocuparse de lo que la provoca. Ahí, en esa combinación de ciencia y ternura, está la diferencia entre una noche interminable y una noche posible. Y, a menudo, entre una despedida llena de miedo y una despedida en paz. El resto —las explicaciones abstractas, los debates sobre cómo se narra la vejez— estorba. Aquí importan los hechos, las causas y las respuestas. Con eso, la habitación deja de ser un lugar hostil y vuelve a parecerse a un hogar. Y el “mamá”, que tanto duele oír cuando llega, se transforma en una señal útil para intervenir mejor, antes y con sentido.
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Este artículo ha sido elaborado basándose en información de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: National Institute on Aging, AARP, Delirio (Mayo Clinic), Demencia (Mayo Clinic).

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