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Ciencia

Porque el agua del mar es salada: química que sostiene la vida

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mar calmo azul sin olas

Por qué el mar es salado, explicado con hechos: origen geológico, ciclo del agua, variaciones por clima y mapa español, desalación y efectos.

El océano sabe salado porque acumula, desde hace cientos de millones de años, sales disueltas que llegan sobre todo desde los continentes y, en menor medida, desde el propio fondo marino. La lluvia ligeramente ácida descompone rocas y suelos; los ríos transportan esos iones—sodio, cloruro, magnesio, calcio, potasio, sulfato—hasta la costa; allí se mezclan con el agua marina. En paralelo, fuentes hidrotermales y reacciones entre el agua y la corteza basáltica añaden y recombinan parte de esos elementos. Como el ciclo del agua evapora solo H₂O pura y la devuelve en forma de nubes y lluvia, el mar funciona como un gran concentrador natural: retiene sales, pierde agua. Resultado: salinidad media en torno a 35 gramos por kilo (35 ‰ o 35 PSU) en mar abierto, con variaciones claras según el clima y la geografía.

A corto plazo, entran más sales de las que salen; a largo plazo, la geología equilibra la balanza. Las pérdidas existen—precipitación de minerales, enterramiento en sedimentos, incorporación a esqueletos y conchas—, pero van despacio. Por eso los ríos no son salados: su agua se renueva con rapidez, no se concentra por evaporación y el “tiempo de residencia” de cada ion es brevísimo. El océano, en cambio, guarda memoria: una gota de agua que cae hoy sobre una sierra puede terminar, tras su viaje, diluyendo un estuario; los iones que arrastra acabarán repartidos por una vasta masa líquida que se mezcla sin prisa. Con esos mimbres se sostiene el sabor del mar.

De la roca al océano: el camino de las sales

El punto de partida no está en la playa, sino en la montaña. La meteorización química—ese desgaste silencioso causado por la lluvia con dióxido de carbono disuelto, más los ácidos orgánicos del suelo—desarma minerales comunes como feldespatos, micas y calcitas. De ese proceso salen cationes (Na⁺, K⁺, Ca²⁺, Mg²⁺) y aniones (Cl⁻, HCO₃⁻, SO₄²⁻) que se incorporan al agua subterránea y a los ríos. No hace falta que un río “sepa a sal” para que su carga iónica sea constante: incluso los cursos de agua más fríos y rápidos transportan materia invisible en cantidades significativas con cada litro que desemboca en el mar.

Ese viaje, grano a grano, ion a ion, ocurre a escala planetaria. Los ríos de grandes cuencas alimentan estuarios y deltas donde el agua dulce y la salada se mezclan, se estratifican por densidad, y bailan al ritmo de la marea. En ese baile se producen intercambios: algunos iones se fijan a partículas de arcilla y se depositan; otros permanecen en disolución y dan el salto definitivo al océano abierto. El detalle crucial es temporal. Un río recorre su cuenca en días, semanas o meses; el océano renueva su masa en siglos y milenios a través de la circulación global. Lo que en un sistema es tránsito, en el otro es almacenamiento.

Hay otra vía de entrada que no mira a tierra: las dorsales oceánicas, largas cordilleras sumergidas donde nace corteza nueva. El agua marina se filtra por fisuras, se calienta hasta 350 °C, reacciona con el basalto y regresa como fluido hidrotermal por chimeneas que los oceanógrafos llaman “fumadores” negros o blancos. En ese encuentro se elimina magnesio de la columna de agua, se añaden metales y sílice, se ajusta la química de fondo. A escalas largas, esa hidrotermia y otras reacciones en sedimentos profundos ayudan a estabilizar la composición porcentual de las sales marinas pese a que el aporte fluvial no se detiene nunca.

Con frecuencia aparece una duda razonable: si los ríos llevan sales, ¿por qué no son salados? La respuesta técnica se resume en un concepto: tiempo de residencia. En agua fluvial, los iones permanecen poco; en agua marina, muchísimo más. Además, el río no es un evaporador: gana y pierde caudal en función de la precipitación y el deshielo, pero no está sometido a la evaporación continua que sí domina la superficie oceánica. Donde esa evaporación sí encierra el agua, en cuencas endorreicas sin salida al mar, aparecen los contrastes: el Gran Lago Salado, el Mar Muerto, lagunas salinas mediterráneas que concentran sal hasta formar costras cristalinas. Ahí el mecanismo es idéntico al del océano, solo que a otra escala y con menos mezcla.

En España, la huella de ese proceso es visible en sitios como Torrevieja o Santa Pola, donde la combinación de clima seco, escasa profundidad y manejo humano convierte el agua en sal en bruto a cielo abierto. Las salinas son laboratorios al aire libre que replican, con paciencia, lo que el planeta hace por su cuenta: evaporar agua, subir la concentración, precipitar minerales por orden de solubilidad—primero sulfatos, luego cloruros—y dejar un sólido que se puede recoger.

Un destilador planetario llamado ciclo del agua

El gran concentrador de sales es el ciclo hidrológico. El sol calienta el océano, las moléculas de H₂O que escapan como vapor no arrastran iones. Ese vapor asciende, forma nubes, cruza océanos y cordilleras, precipita en forma de lluvia o nieve, y regresa por ríos y acuíferos. En cada vuelta, el mar pierde agua y retiene sal, como una olla que hierve a fuego perpetuo. Lo que entra, entra disuelto; lo que sale, sale prácticamente puro.

La geografía de la salinidad superficial lo delata sin necesidad de fórmulas. En franjas subtropicales de ambos hemisferios, con cielos claros y evaporación intensa, la salinidad aumenta respecto de la media. En zonas ecuatoriales de fuertes aguaceros y en altas latitudes muy influenciadas por el deshielo, disminuye. Cuando se forma hielo marino, el cristal expulsa buena parte del agua salada que lo rodea en forma de salmuera; esa salmuera hace más densa el agua circundante, que se hunde y pone en marcha un transporte profundo. Es parte de la circulación termohalina, esa cinta que redistribuye calor, oxígeno y nutrientes a escala planetaria y tarda siglos en completar el recorrido.

Con todo, el océano no se vuelve una salmuera infinita porque la propia Tierra dispone frenos lentos pero eficaces. Determinadas cuencas restringidas precipitan halita (sal común) y yeso cuando la evaporación supera de forma sistemática el aporte de agua nueva; los sedimentos finos atrapan iones por adsorción; las construcciones biogénicas—corales, algas calcáreas, foraminíferos—incorporan calcio y carbonato a esqueletos y conchas que terminan enterrándose. A lo largo de millones de años, estos sumideros limpian parte de lo que entra. Por eso la composición iónica del agua de mar se ha mantenido relativamente estable durante largos periodos, aunque con variaciones que los geólogos leen en depósitos evaporíticos y en la química atrapada en esqueletos fósiles.

Una consecuencia útil de ese equilibrio dinámico es que la salinidad superficial sirve como trazador de procesos climáticos. Cambios en precipitación, evaporación, aporte fluvial o fusión de hielo dejan firmas en el mapa de sal. La comunidad científica las sigue con barcos, boyas autónomas y satélites capaces de medir, desde órbita, la conductividad de la piel del océano. No hace falta sumergirse: la película superior de decenas de micras ya contiene la pista. El patrón global confirma la intuición: donde la atmósfera seca, se sube la sal; donde riega con intensidad, baja.

Dónde sube y dónde baja: el mapa de la salinidad

El Mediterráneo es una cuenca paradigmática por su elevada salinidad. En cifras redondas, oscila en torno a 38–39 ‰, por encima del océano Atlántico vecino. La razón es directa: evaporación intensa, aportes fluviales relativamente modestos y una conexión estrecha con el Atlántico a través del Estrecho de Gibraltar. Ese embudo físico define un intercambio peculiar: entra por superficie una lengua de agua atlántica menos salada; sale por profundidad una masa mediterránea más densa y salina que se hunde nada más cruzar el umbral. Los oceanógrafos la identifican como Mediterranean Overflow Water y la siguen hacia el oeste, donde condiciona la estratificación y aporta su firma salina al Atlántico oriental y, por advección, a latitudes mayores.

Más al sur y al este, el Mar Rojo empuja los extremos con 40–41 ‰. Es una cuenca alargada, árida, casi cerrada, donde el balance neto de agua es deficitario, así que la sal sube. En el polo opuesto está el Báltico, con menos de 10 ‰ en amplias zonas debido al fuerte aporte continental de ríos nórdicos y a una evaporación modesta. El Ártico suma un efecto combinado: fusión estacional de hielo, descarga de grandes ríos siberianos y conexiones complejas con el Atlántico y el Pacífico a través de pasos someros.

En mar abierto, los giros subtropicales del Atlántico y el Pacífico forman cinturones salinos a ambos lados de los 30° de latitud. Son regiones dominadas por altas presiones, vientos persistentes y cielos limpios: el cóctel favorito de la evaporación. En contraste, el Pacífico ecuatorial dibuja lenguas relativamente dulces por las lluvias convectivas. Todo ese mosaico responde a unas pocas variables que, combinadas, explican casi todo: cuánto se evapora, cuánto llueve, cuánta agua dulce entra por ríos y deshielos, y cómo mezclan la atmósfera y el océano sus capas.

España se asoma a dos mundos: el Atlántico oriental, influido por la corriente de Canarias y por intrusiones de aguas del norte, y el Mediterráneo, que exhibe su sobresal de sal como una credencial. Ese contraste se nota en temperatura, densidad y vida. En plataformas someras y en estuarios—Guadalquivir, Ebro—, la salinidad oscila con mareas, crecidas y vientos que empujan o extraen agua del interior de la costa. En años de sequía, la señal se intensifica. En inviernos lluviosos, se diluye.

Unidades y composición sin complicaciones

Para no perderse en jerga, conviene fijar dos ideas. La salinidad práctica se expresa en PSU y, en el rango oceánico, equivale en la práctica a gramos de sal por kilo de agua. Por tradición también se usa el símbolo . Decir 35 PSU o 35 ‰ es decir lo mismo en mar abierto. En cuanto a composición, el reparto mayoritario de las sales disueltas se reparte entre cloruro (aproximadamente la mitad del total), sodio (en torno a un tercio) y, en menor proporción, sulfato, magnesio, calcio, potasio y bicarbonato. La simplificación popular habla de NaCl, sal común, pero la firma iónica del mar es más rica y, de hecho, útil para reconstruir climas antiguos y movimientos de masas de agua en el pasado mediante el análisis de isótopos y microfósiles.

Esa composición se sostiene sobre otra regularidad: en mar abierto los iones se mantienen en proporciones relativamente constantes incluso cuando la salinidad absoluta sube o baja. Es lo que se conoce como principio de las proporciones constantes o de Marcet. No es una regla inviolable—existen desviaciones en zonas costeras, estuarios y regiones hidrotermales—, pero ayuda a entender por qué medir cloruro permite estimar salinidad total con bastante acierto. En resumen, la variación dominante es “cuánta sal en conjunto”, no tanto “de qué tipo”.

Gusto, salud y tecnología: del paladar a la desalación

El sabor salado es la evidencia más directa y cotidiana. Nuestros receptores gustativos responden, sobre todo, al sodio, y reconocen el agua marina al instante. De ahí a pensar que se puede beber hay un salto que la fisiología corta de raíz. Tomar agua de mar en cantidades apreciables es peligroso: el intestino recibe una solución con concentración muy superior a la del plasma; por ósmosis, el organismo cede agua al contenido intestinal para tratar de equilibrar, los riñones no logran expulsar suficiente sal porque la orina humana tiene un límite de concentración, y aparece la deshidratación. Esa lección, aprendida a lo largo de siglos por marinos y pescadores, sigue vigente.

En el otro extremo, el siglo XXI ha normalizado quitar sal al agua del mar para consumo urbano y regadío en regiones con estrés hídrico. La ósmosis inversa se ha impuesto por eficiencia: se aplica presión para forzar el paso de agua a través de membranas que detienen sales y gran parte de los contaminantes. España ha construido una capacidad de desalación relevante, con plantas en Canarias, en la Comunidad Valenciana, en Murcia y Almería, integradas en redes que mezclan caudales de diferentes orígenes. La ingeniería ha reducido el consumo energético por metro cúbico, incorporando recuperadores de energía y mejorando prefiltrados para prolongar la vida útil de las membranas.

La desalación tiene contrapartidas a gestionar con rigor: genera salmuera—un efluente más concentrado—que se devuelve al mar mediante difusores diseñados para mezclar y diluir, sometidos a seguimiento ambiental en praderas de posidonia, fondos rocosos y comunidades bentónicas. La localización de la toma y del vertido, el modelo de corriente litoral y la profundidad son variables críticas. Con tecnología y control se minimizan impactos, pero no desaparecen. En paralelo, la reutilización de aguas depuradas y el ahorro siguen siendo piezas esenciales del rompecabezas, porque el agua más limpia es la que no hay que producir.

El mar, por supuesto, también regala sal sin membranas. Las salinas costeras—muchas en activo en España—producen sal alimentaria e industrial con un método ancestral: evaporar. Estanques someros, circulación controlada, decantación de yesos y cristalización final de halita. En Atacama, en Cerdeña o en el litoral atlántico ibérico, las imágenes se repiten: geometrías de agua rosa por microalgas halófilas, cristales que crecen al sol y una cosecha que termina en mesas, carreteras invernales o procesos químicos. La flor de sal—cristales ligeros que se forman en la superficie—ha encontrado un espacio propio en la gastronomía por su textura y su menor humedad.

La vida marina, por su parte, ha resuelto a su manera el entorno salado. Peces óseos de mar beben y expulsan sal mediante células especializadas en las branquias; peces de agua dulce hacen lo contrario: conservar sales y expulsar agua. Hay especies que migran entre ambos mundos—anguilas, salmones—y requieren reconversiones fisiológicas notables. Por encima de ellas, marismas y saladares forman ecosistemas que prosperan en condiciones que serían letales para otros vegetales; han desarrollado mecanismos de exclusión o acumulación de sal, y dibujan paisajes que, además de biodiversidad, protegen la costa frente a tormentas y elevar el nivel del mar.

En el terreno económico, la salinidad no es un detalle menor. El corrosivo ambiente marino condiciona infraestructuras—puertos, barcos, plataformas—y dispara costes de mantenimiento. La navegación y la pesca dependen de gradientes de temperatura y salinidad que definen dónde se forman frentes y afloramientos, lugares de alta productividad. En castellano llano: donde el océano mezcla bien, suben nutrientes y abundan peces. La salinidad—junto con el viento, la temperatura y el relieve submarino—decide esa productividad. En el Cantábrico y frente a Galicia, por ejemplo, los aportes fluviales, los vientos del norte y la orografía submarina trazan un mapa de nutrientes que explica campañas buenas y campañas flojas.

En salud pública, las aguas hipersalinas y termales han sostenido tradiciones balnearias que mezclan cultura y ciencia con distinta fortuna. Lo que sí respaldan los datos es que el exceso de sal en la dieta—que no tiene que ver con beber agua de mar, sino con procesados y hábitos alimentarios—eleva el riesgo de hipertensión y otros problemas cardiovasculares. Corresponde a la nutrición, no a la oceanografía, pero conviene distinguir: la sal del océano es un hecho físico-químico; la sal del plato, una elección. Una y otra se tocan en las salinas; poco más.

El mar salado, resultado de una balanza lenta

La explicación, ya completa, no necesita adornos. El agua del mar es salada porque la Tierra la alimenta de sales y porque el clima concentra esas sales sin descanso. La meteorización pone iones en marcha, los ríos los conducen, las dorsales los reorganizan y el ciclo hidrológico actúa como destilador. Los sumideros—minerales que precipitan, sedimentos que atrapan, seres vivos que incorporan—cierran el circuito con ritmos lentos. A escala humana, el saldo es estable: una salinidad media de referencia en torno a 35 y un mapa coherente que sube en áreas secas, baja donde la lluvia manda y cambia de forma estacional con el hielo y los ríos.

Esa balanza lenta sostiene ecosistemas enteros, condiciona climas regionales y guía economías concretas. La masa de agua mediterránea más salina que rebosa hacia el Atlántico, los giros subtropicales que concentran sal y flotan un poco más, las lenguas dulces junto a grandes deltas: todos esos rasgos componen un sistema físico que, sin ser inmóvil, muestra una regularidad notable. La firma iónica del mar permite leer el pasado y anticipar, con prudencia, cómo responderá el océano si el régimen de lluvias o la evaporación cambian. No hay misterio: lo que suma o resta agua también suma o resta salinidad.

Importa señalar que la salinidad no es un apunte de curiosidad, sino un pilar del funcionamiento del océano. Define densidades, abre la puerta al hundimiento de masas de agua fría y salada en altas latitudes y, por tanto, alimenta la ventilación de las profundidades. De esa circulación dependen nutrientes esenciales que regresan a la superficie y sostienen cadenas tróficas de las que viven especies, flotas y países. Un océano sin ese mecanismo sería otro. Y ese mecanismo depende, en gran parte, de una realidad sencilla: el agua pura sube al cielo, la sal se queda.

La vida cotidiana ha incorporado esta verdad con naturalidad, desde la cucharadita de sal que levanta una salsa hasta las salinas que dibujan su geografía en charcas geométricas. La tecnología ha añadido un estrato: la posibilidad de desalar y convertir el mar en un recurso cuando la escasez aprieta. Pero nada de eso cambia el hecho básico. La razón por la que el mar sabe a sal está escrita en la interacción entre roca, agua y atmósfera, y en una máquina térmica—el Sol—que no descansa. Se puede contar con metáforas o con fórmulas. La versión llana cabe en un puñado de palabras y, al mismo tiempo, soporta la precisión que exige un manual: entradas constantes de sales, evaporación que concentra, salidas lentas. Y así, día tras día, era tras era, el océano mantiene su sabor.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: CSIC, AEMET, Puertos del Estado, MITECO.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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