Cultura y sociedad
¿Por qué Putin teme los Tomahawk en manos ucranianas?

Foto: U.S. Navy dominio público (PD-USGov) Vía Wikimedia Commons
Putin teme los Tomahawk en manos ucranianas: alcance, precisión y presión militar, que rompen su santuario logístico y cambian la disuasión.
Porque romperían la sensación de santuario en la retaguardia rusa y elevarían la guerra a una profundidad que Moscú no controla. Con un misil de crucero que vuela bajo, se guía con mapas del terreno y satélite, y ofrece alcances del orden de los 1.600 kilómetros —dependiendo de la variante—, Ucrania podría golpear centros de mando, bases aéreas, depósitos de munición, nudos ferroviarios y nodos energéticos muy lejos de la línea del frente. No se trata solo de llegar más lejos; se trata de llegar mejor, con precisión en objetivos puntuales y perfiles de vuelo diseñados para esquivar radares. Eso obligaría a Rusia a dispersar su defensa aérea, mover recursos, encarecer cada noche su supervivencia logística y aceptar que los golpes ya no serían esporádicos ni simbólicos.
Hay un componente político que acelera ese temor. La posibilidad de que Washington autorice el envío —o la cesión indirecta a través de aliados— está sobre la mesa de los estrategas desde hace meses. No hace falta confirmación oficial para entender por qué el Kremlin reacciona con aprensión cada vez que aparece la idea de que “Trump puede dar Tomahawk a Zelensky” o que “EEUU envía Tomahawk a Ucraina” (sic). Solo el debate público mueve fichas: condiciona la postura de terceros países, encarece el seguro de instalaciones críticas en el interior de Rusia y, sobre todo, reordena la disuasión. Si Kyiv tuviera Tomahawk o un sistema equivalente, el coste de sostener la guerra para Moscú subiría en varios peldaños, del combustible a la moral de las dotaciones en bases que hasta ayer se sentían intocables.
Qué hace distinto al Tomahawk
El Tomahawk no es un proyectil nuevo ni misterioso. Es un misil de crucero subsónico de largo alcance, optimizado para penetrar a baja cota y golpear con cabeza de guerra convencional objetivos de alto valor. Su “magia” no es la velocidad —no compite con un hipersónico—, sino la combinación de guiados: inercial y GPS para el gran recorrido, referencias de terreno digital (TERCOM) para seguir valles y relieves, y sensores que afinan la fase final. Ese cóctel, más la planificación previa de rutas con puntos de giro, le permite zigzaguear entre conos de detección y presentarse en el blanco por una dirección inesperada.
La última familia —Block V— consolida mejoras de navegación y comunicaciones, además de variantes específicas: una con capacidad antibuque para blancos en movimiento y otra con cabeza de guerra reforzada para estructuras más duras. Importa, además, la reprogramación en vuelo: si una batería de defensa aérea se activa, la misión puede desviarse para rodearla o, llegado el caso, abortar y reatacar más tarde. Es decir, el Tomahawk no se “dispara y olvida” en el sentido clásico, sino que deja margen a un control operativo que reduce daños colaterales y aumenta la probabilidad de impacto útil.
Una precisión: las cifras concretas siempre dan para debate público, pero el orden de magnitud no cambia lo esencial. Hablamos de un misil que lleva el combate a la profundidad operacional. Ese salto altera el equilibrio porque obliga al adversario a defender no solo el frente, sino todo su sistema: radares, enlaces de mando, almacenes dispersos, vías férreas, plantas de transferencia eléctrica, incluso pistas auxiliares.
Con qué se compara en Ucrania y por qué amplifica lo ya probado
Ucrania ya ha demostrado que la retaguardia rusa no es intocable. Con Storm Shadow/SCALP franco-británicos, con ATACMS estadounidenses y con ingenio propio, Kyiv ha golpeado depósitos, barcos en puerto, pistas, radares de largo alcance y enlaces críticos. Pero cada sistema tiene su nicho. ATACMS, por ejemplo, es letal contra concentraciones en rango medio, sobre todo con submuniciones. Storm Shadow brilla en ataques de precisión a profundidad operativa, sí, pero con un radio menor y con limitaciones de inventario europeas.
Ahí el Tomahawk no sustituye, complementa. Amplía el radio de acción y permite planificar campañas secuenciales: primero degradar radares y baterías, luego ir a por centros de mando y logística, por último atacar la infraestructura que sostiene la rotación de aviación táctica. No es la panacea, salvo para los titulares; es un multiplicador. Y esa es la palabra que vuelve una y otra vez en los estados mayores.
Qué cambiaría en el tablero si los Tomahawk llegan a Kyiv
Lo primero, la sensación de seguridad en la profundidad rusa. La geografía cuenta: hay bases, aeródromos de dispersión, nudos ferroviarios y centros de almacenamiento que hoy funcionan como corazón logístico de la campaña, alejados de la mayoría de vectores ucranianos. Un Tomahawk reduce esa ventaja. La función del misil, más que un golpe espectacular, sería sostener una campaña contra puntos que no se reparan en dos días: transformadores de potencia, centros de conmutación de comunicaciones, radar de control de tiro, depósitos de repuestos de aviación. El tiempo de reparación es parte del objetivo.
Lo segundo, la carga sobre la defensa aérea rusa. Tras dos años largos de guerra, Rusia ha construido un paraguas en capas: S-300 y S-400 para alturas medias y largas, Pantsir y Tor para capa baja y punto final, radares de vigilancia a diferentes frecuencias, interferidores, señuelos. Esa red —efectiva en muchos tramos— se vuelve muy demandante cuando hay que proteger cientos de activos lejos del frente, en rutas que cambian, con perfiles a ras del terreno, de noche, con climatología adversa. Cada misil que interceptas te cuesta dinero, tiempo, un vector que no podrás usar mañana, y te obliga a mostrar dónde están tus piezas.
Lo tercero, la economía de la guerra. Un Tomahawk es caro, no es un secreto. Pero obligar a Moscú a defender todo encarece mucho más su factura diaria: más guardias, más turnos, más combustible para radares, más rotación de baterías y escoltas, más misiles SAM lanzados a la nada. El atacante puede elegir el ritmo. El defensor, permanecer alerta todos los días.
La ruptura del santuario y el mensaje a terceros
En los conflictos modernos hay una narrativa que importa tanto como el parte de bajas: ¿quién manda en la profundidad? La entrada de Tomahawk —o, en su defecto, un sistema de efectos similares— envía un mensaje fuera de Ucrania. Dice a la industria rusa que su cadena de valor está a tiro; dice a terceros países que la resiliencia que Moscú vende no es total; y dice a las poblaciones cercanas a bases y nudos críticos que el riesgo se mueve. Riesgo percibido es decisión política en democracia y en autocracia: cambia calendarios, agendas, prioridades presupuestarias y conversaciones discretas.
A veces esa ruptura del santuario no se mide en un objetivo militar, sino en el tiempo que un aeródromo cierra o en cuántos vuelos se retrasan por un transformador dañado a cientos de kilómetros del frente. En guerras largas, ese goteo de fricciones pesa. Y pesa mucho.
El debate político: de Washington a Kyiv
La discusión no va de si el Tomahawk es “bueno” o “malo” —eso está claro—, sino de si conviene entregarlo y en qué condiciones. La Administración estadounidense, de un signo u otro, ha navegado la guerra a base de gradualismo: cada salto de capacidad llegó precedido por semanas de debate sobre escalada, líneas rojas y garantías de uso. De ahí que no sea extraño leer o escuchar “Trump puede dar Tomahawk a Zelensky” en titulares y tertulias, o que se repita con distintas fórmulas que “EEUU envía Tomahawk a Ucraina”. Se sabe cómo funciona: se tantea el ambiente, se negocia con aliados, se valoran contrapartidas y se diseñan reglas de empleo.
Esas reglas importan. Limitaciones geográficas —por ejemplo, usar el arma solo contra objetivos en territorio ocupado—, ventanas temporales, tipos de blanco autorizados y protocolos de verificación conllevan discusiones técnicas y políticas. También entra en juego el control del ciclo completo: adquisición de objetivos, evaluación posterior al ataque, minimización de daños, trazabilidad de cada misil. En la práctica, Kyiv ya opera con esas reglas en otros sistemas, lo cual facilita la extensión a un misil de mayor alcance.
El factor europeo no es menor. Algunos países han presionado para pasar del “no” al “sí, con condiciones”, y otros para ir a la par evitando quedar señalados. En medio, la realidad de inventarios: no hay Tomahawk en estantería sin dueño; cada transferencia implica ajustes en fuerzas propias, reprogramación industrial y calendarios. A veces el debate se confunde: no es una cuestión de voluntad únicamente, sino de logística, sostenibilidad y doctrina.
Líneas rojas, reglas de empleo y la gestión de la escalada
Las guerras no son un laboratorio puro. Hay líneas rojas declaradas —y otras supuestas— que pueden moverse. En este caso, la pregunta operativa es sencilla y, a la vez, delicada: ¿contra qué se usarían los Tomahawk? Si la respuesta abarca exclusivamente objetivos militares y logísticos que sostienen operaciones en territorio ocupado o que proyectan fuerza, el argumento disuasivo gana peso y reduce acusaciones de “escalada” indiscriminada. La tecnología ayuda: la capacidad de reprogramar misiones, de abortar ante un cambio en el entorno, de validar coordenadas con múltiples fuentes, añade margen para contener riesgos.
El otro punto sensible es el apoyo de inteligencia. Los misiles de largo alcance viven de objetivos bien desarrollados: firmas electrónicas, patrones de movimiento, mapas de calor logístico. Eso exige coordinación estrecha con socios, lo que a su vez alimenta el discurso ruso de que Occidente “participa”. No es un tema nuevo, y ya se gestiona con otras armas. Con Tomahawk, ese debate volvería con más foco, claro, porque el rango abre opciones más profundas y porque cada impacto genera un relato.
Tecnología y oficio: requisitos para aprovechar cada misil
Un Tomahawk no es un “botón mágico”. Hace falta una cadena de capacidades para explotarlo. Empezando por la planificación de misión —que es un oficio en sí—: rutas, altitudes, puntos de giro, perfiles de entrada, tiempos coordinados con otras plataformas. Sigue con inteligencia, vigilancia y reconocimiento (ISR): satélites, aviones de patrulla, señales, drones, fuentes humanas. La adquisición y priorización de objetivos no es un excel; es un proceso vivo que cambia con cada movimiento de la otra parte.
La guerra electrónica entra aquí con fuerza. Rusia invierte mucho en interferir GPS y en negar comunicaciones. Un Tomahawk moderno no muere por perder una señal —tiene redundancias—, pero un entorno denso y cambiante obliga a ensayar rutas que aprovechen el relieve, a sembrar señuelos, a combinar saturación y engaño. No se trata siempre de lanzar muchos misiles, sino de distraer a la defensa con firmas falsas, drones desechables y ataques simultáneos desde ángulos que rompan la sincronía del operador de defensa aérea.
La logística también cuenta. Montar, mantener, custodiar y operar un sistema de este tipo exige equipos entrenados, procedimientos de seguridad, repuestos y una cadena de mando que agilice decisiones. Cada misil es caro; cada oportunidad de impacto útil es oro. El objetivo no es exhibir un arma, sino construir una cadencia: golpes sostenidos, campañas con intención, efectos acumulativos que cambian comportamientos del adversario. Ahí es donde el Tomahawk tiene sentido estratégico.
Dónde y cómo lanzarlos: plataformas plausibles
Los Tomahawk tradicionales salen de destructores y submarinos con lanzadores verticales. Ucrania no tiene esas plataformas, así que el debate gira en torno a soluciones terrestres. Tras el fin del tratado INF, Estados Unidos probó el concepto de lanzadores terrestres capaces de disparar misiles de crucero compatibles con celdas tipo Mk 41, montados en vehículos o contenedores. No hace falta entrar en detalles clasificables para entender la idea: transportadores-erectores que disparan desde posiciones camufladas, se mueven rápido y no permanecen mucho tiempo en el mismo sitio.
Otra opción sobre la que se especula en abierto es el “container launch”: módulos en apariencia logísticos que esconden celdas de lanzamiento y equipos de control. Este enfoque complica la detección previa y permite dispersión geográfica. Cualquier solución seleccionada tendría que integrarse con los sistemas de mando y control ucranianos, operar con encriptación robusta y mantener interoperabilidad con socios. Y tendría que hacerlo con un entrenamiento comprimido, porque el reloj de la guerra corre.
Hay, por supuesto, límites políticos a plataformas estacionadas fuera de Ucrania. La idea de lanzar desde aguas internacionales, o desde territorios aliados, abre un abanico de implicaciones que nadie quiere en público. Por eso, el escenario más lógico —si se supera el debate— pasa por capacidad terrestre ucraniana, operada por personal ucraniano y con reglas de empleo claras.
¿Puede Rusia detenerlos? Una defensa a contrarreloj
La defensa aérea rusa no es de cartón piedra. Ha aprendido, se ha adaptado, ha reconfigurado anillos y ha mejorado la coordinación entre radares de diferentes bandas. También ha recibido golpes, perdido aviones de alerta temprana, sistemas caros y operadores veteranos. Esa mezcla produce una imagen compleja: intercepta muchos vectores, sí, pero no todos; protege grandes áreas, sí, pero con huecos; multiplica baterías, sí, pero a un coste.
Los Tomahawk llegan bajo y tarde al radar, con trazas pequeñas y rutas poco intuitivas. Para pararlos, se necesita detección temprana, enlaces sólidos y baterías en el sitio correcto en el momento justo. Nada de esto es imposible. Solo es difícil sostenerlo en el tiempo si el atacante elige cuándo y dónde forzar la red. Ucrania, además, ha perfeccionado el arte de abrir ventanas: combinar drones baratos, señuelos electrónicos, ataques de distracción y golpes principales que entran justo cuando el defensor parpadea.
La guerra electrónica rusa complica la vida a cualquier vector con GPS. La redundancia de guiados en Tomahawk reduce ese efecto, pero no lo elimina. También veremos medidas pasivas: balones cautivos con reflectores para elevar el horizonte radar, barreras y pantallas de humo, desplazamiento continuo de activos de alto valor y movilidad forzada de radares de tiro. Todo esto tiene un precio: combustible, horas, fatiga, mantenimiento. El atacante, si administra bien su inventario, convierte cada lanzamiento en presión acumulativa.
Lo que enseñaron Siria, Irak y el propio frente ucraniano
Las campañas con misiles de crucero nos han dado lecciones útiles. No “ganan” por sí solas, pero abren puertas: desactivan radares, desorganizan cadenas de mando, fuerzan a la aviación enemiga a volar menos o desde más lejos, comprimen las ventanas de operaciones del adversario. Cuando se combinan con inteligencia precisa y con persistencia, terminan por cambiar hábitos. El Tomahawk, por su perfil y su autonomía, encaja bien en ese esquema: es un instrumento quirúrgico de desgaste profundo.
Ucrania ya actúa con esa lógica con lo que tiene. Añadir un misil de mayor alcance no redefine su doctrina, la extiende. Permite repetir lo que funciona, pero más lejos y con menos avisos. Si, además, se coordina con drones de reconocimiento y con plataformas ISR de socios, la evaluación de daños se acelera y cierra el ciclo de aprendizaje: golpeas, ves, ajustas. Ese bucle, cuando se sostiene, es lo que agota al adversario.
Lo que se juega políticamente con cada misil
No es casual que cada vez que se filtra un debate sobre Tomahawk, Moscú salga a elevar el tono. En la política de la guerra, la señal vale casi tanto como el acero. Decir “esto es posible” obliga al otro a prepararse como si ya lo fuera. El Kremlin sabe que, si “EEUU envía Tomahawk a Ucraina”, la narrativa de que Rusia controla la escalada se resquebraja. Y que, si “Trump puede dar Tomahawk a Zelensky”, se reordena el eje transatlántico: se mueve el centro de gravedad desde la contención a la capacidad de disuasión activa.
Kyiv, por su parte, entiende que el arma no es un trofeo. Es una responsabilidad operativa y política. Cada lanzamiento dirá algo sobre prioridades ucranianas, respeto a las reglas de empleo pactadas y capacidad de coordinación con aliados. No bastará con tener el misil; habrá que acertar en qué, cuándo y cómo emplearlo para generar efecto acumulado y no solo titulares.
Un apunte sobre costes, industria y sostenibilidad
En toda conversación seria sobre Tomahawk aparece la cuestión del inventario. Las existencias no son infinitas y la producción, aunque puede acelerarse, exige tiempo e inversiones. Cada misil que no va a un arsenal propio tiene que justificarse en términos de efecto operacional. Ese cálculo, en guerra, se hace con una pregunta brutal: ¿qué me evita el misil que disparo hoy? Si impide que despeguen bombarderos que atacarán ciudades, si obliga a cerrar una base de helicópteros que alimenta la artillería, si deja sin energía una planta que repara blindados, su valor se multiplica. Es así de frío.
La contrapartida, en el lado ruso, es simétrica. Proteger todo es imposible. Priorizar es ineludible. Y priorizar implica descubrir qué te importa más. El día que un misil de crucero reduce la operatividad de un corredor ferroviario crítico durante semanas, la guerra cuesta más incluso si no cae una sola posición en el frente. Esa economía de la profundidad es la batalla que el Tomahawk está diseñado para librar.
Un arma vieja que se vuelve nueva cuando cambia el contexto
Hay quien mira al Tomahawk como un artefacto de otras guerras. Es un error de perspectiva. La tecnología que lo sostiene ha evolucionado, los sensores y comunicaciones lo han hecho más fino, pero, sobre todo, el contexto ucraniano lo convierte en un catalizador. Con un frente anclado, con drones que saturan la capa baja, con defensas más densas en la línea, el valor está en pegar donde duele a medio plazo. No hace falta una tormenta perfecta, basta una lluvia persistente. Y pocas lluvias son tan tozudas como una campaña de misiles de crucero bien planificada.
Queda el ángulo ético y legal, que no es accesorio. Las guerras modernas se libran bajo un microscopio. La manera en que se empleen estas armas se mirará al detalle: selección de blancos, precauciones para evitar daño a civiles, proporcionalidad. El Tomahawk, por su naturaleza de ataque puntual, permite respetar esas exigencias mejor que otros vectores. Pero todo depende de quien lo opera y de cómo gestiona la presión del día a día.
Cómo respondería Moscú
Rusia no se quedaría quieta. Puede dispersar más su logística, subterranizar capacidades clave, camuflar mejor sus activos, crear falsos objetivos y reforzar la redundancia en redes energéticas y de comunicaciones. También puede elevar la campaña de represalias con misiles y drones contra ciudades ucranianas para imponer un precio político. Y, en paralelo, presionar diplomáticamente a terceros para frenar entregas, condicionarlas o encarecerlas.
Pero todas esas respuestas tienen costes y límites. Subterranizar lleva tiempo y dinero. Camuflar sirve una vez; a la tercera, el analista ya aprendió la firma. Dispersar reduce eficiencia. Elevar la represalia alimenta la justificación para aumentar ayuda a Kyiv. Es decir, no hay una respuesta gratis para anular el efecto Tomahawk si este se integra en una campaña coherente.
A la espera de la entrega…
La razón por la que Putin teme los Tomahawk en manos ucranianas es, al final, sencilla: mueven la guerra del barro y la trinchera al sistema que sostiene la ofensiva rusa. En ese terreno —el de la logística, la energía, los radares, los centros de mando— es donde un misil de crucero de largo alcance marca diferencias. No convierte la contienda en un paseo, no asegura victorias rápidas, no sustituye a la infantería ni al blindado.
Pero cambia el coste de cada día para Moscú, rompe rutinas, abre huecos en la defensa, fuerza a tomar decisiones difíciles. Si llega el permiso político —con las condiciones que lleguen—, el Tomahawk añadiría profundidad y método a una estrategia ucraniana que ya ha demostrado saber morder en la retaguardia. Y sí, aunque suene a frase para camiseta, a veces una guerra cambia no con una gran ofensiva, sino con la constancia de golpes precisos. Esa constancia es justo lo que este misil entrega.
🔎 Contenido Verificado ✔️
Este artículo se apoya en información contrastada y reciente procedente de medios españoles con cobertura directa del conflicto y del debate sobre el suministro de misiles de crucero. Fuentes consultadas: RTVE, Europa Press, El País, ABC, EFE.

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