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Peligros de las infiltraciones: ¿valen la pena los riesgos?

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peligros de las infiltraciones

Infiltraciones: beneficios y riesgos que importan con datos. Infección, cartílago, glucemia, deporte y cirugía explicados con criterio útil.

Las infiltraciones calman el dolor, desbloquean articulaciones y devuelven movimiento cuando un brote inflamatorio aprieta. Pero no son inocuas. El mapa de riesgos es claro: infección articular, aunque infrecuente, con consecuencias serias; deterioro del cartílago si se abusa de los corticoides; picos de glucosa en personas con diabetes; atrofia cutánea e hipopigmentación alrededor del pinchazo; dolor reactivo en las primeras 48-72 horas; y un efecto traicionero, quizá el más cotidiano: silenciar el dolor y forzar un tejido que aún no está listo. También existe un elemento de calendario que importa: las infiltraciones con corticoides cerca de una cirugía de reemplazo articular pueden aumentar el riesgo de infección, de ahí la práctica extendida de esperar varios meses antes de operar.

El beneficio, por tanto, no desaparece, pero se encuadra. Las inyecciones intraarticulares funcionan mejor a corto plazo, no están pensadas para repetirse sin criterio y conviene espaciarlas. A partir de cierto número por año y por articulación, la probabilidad de problemas sube y la mejoría sostenida, sencillamente, se agota. La fotografía actual que manejan reumatología, traumatología y medicina del deporte es estable: indicación precisa, técnica estéril rigurosa, guía ecográfica cuando aporta exactitud, y un plan posterior que incluya reposo relativo y rehabilitación. El resto —mucha aguja, poco proyecto— es terreno resbaladizo.

Qué es realmente una infiltración hoy

En la conversación cotidiana, “infiltración” sirve para varias cosas que no son exactamente lo mismo. El núcleo es la inyección intraarticular de corticoides —metilprednisolona, triamcinolona—, a menudo mezclados con un anestésico local para aliviar de inmediato. Se recurre también a infiltraciones peritendinosas (alrededor de tendones irritados), intrabursales (en bolsas serosas inflamadas) y bloqueos nerviosos periféricos con anestésicos. Una familia emparentada, con otro perfil, es la viscosuplementación con ácido hialurónico, pensada para mejorar la mecánica en artrosis, y, distinta todavía, la aplicación de plasma rico en plaquetas (PRP), una opción biológica que busca modular la inflamación. Cada una arrastra riesgos y expectativas propias.

La técnica moderna da por sentado que la asepsia no se negocia. Guantes, campo estéril, preparación cutánea correcta, material de un solo uso y respeto escrupuloso de los tiempos. La ecografía aporta valor cuando la anatomía es profunda o estrecha —caderas, hombros, pequeñas articulaciones— y reduce pinchazos fallidos. No es un gadget, sino una herramienta para poner la aguja donde toca. Luego llega lo importante: explicar lo que puede pasar (desde el “flare” de dolor hasta los signos de infección), marcar límites (frecuencia, dosis, articulación) y decidir si la infiltración abre la puerta a la rehabilitación o se va a convertir en un atajo.

También conviene llamar a cada cosa por su nombre: una infiltración de corticoide no es lo mismo que un bloqueo diagnóstico con anestésico, ni que una inyección de hialurónico. Se parecen en el gesto, divergen en el propósito y en sus peligros. El anestésico puede enmascarar síntomas y facilitar un sobreesfuerzo; el corticoide modula la inflamación con potencia, pero a cambio impacta en la piel y, si se repite, puede afectar al cartílago; el hialurónico ofrece alivio modesto con un perfil de seguridad generalmente bueno, aunque no está exento de molestias locales; el PRP, por su parte, presume de baja tasa de efectos secundarios y resultados variables según protocolo y patología.

Complicaciones inmediatas que no conviene ignorar

Hay efectos que aparecen en horas o días. Son los más visibles y, a la vez, los más fáciles de prevenir o detectar a tiempo si alguien los explica con claridad. El primero —el que nadie quiere— es la artritis séptica tras una inyección intraarticular. Es rara, pero cuando ocurre obliga a ingreso y antibióticos. Las posibilidades aumentan si fallan los protocolos de higiene o si se rompen normas tan sencillas como no reutilizar viales. La vía para minimizarlo es conocida: técnica estéril estricta, una sola punción bien planificada, evitar cócteles innecesarios, y seguimiento cercano si el dolor no cede y la articulación arda. Cuando el cuadro es de fiebre, dolor intenso sostenido, calor local marcado y malestar general, no se espera: se explora y se drena si hace falta.

Más habitual —y menos grave— es el flare posinyección. A veces, tras la aparente mejoría inicial, aumenta el dolor durante 24-72 horas. No es infección; es una reacción inflamatoria que cede con frío local, analgesia habitual y reposo relativo. Hablando de eventos comunes: el rubor facial (enrojecimiento y calor en cara y cuello), que aparece horas después y dura poco; el mareo vasovagal si el paciente está tenso y el pinchazo se hace largo; y el latigazo ansioso tan humano que suele resolverse con explicar y acompañar.

Hay efectos sistémicos que importan. En diabetes, los corticoides infiltrados pueden elevar la glucosa durante varios días. No ocurre en todos los casos, pero si aparece conviene medirse con más frecuencia ese tramo y ajustar medicación con criterio médico. También se han descrito alteraciones del sueño, leve retención de líquidos o subidas puntuales de presión arterial en personas sensibles. Nada de alarmismos, todo de previsión: se avisa, se vigila, se escribe un plan.

A nivel local, dos cosas más. La atrofia cutánea y la hipopigmentación alrededor del punto de punción, que pueden tardar semanas o meses en normalizarse, y el hematoma en zonas muy vascularizadas. No arrastran gravedad, pero inquietan si nadie las ha mencionado. Por último, reacciones alérgicas al anestésico o a los excipientes de un preparado concreto: son raras, se manejan en el momento y se previenen revisando antecedentes.

Efectos a medio y largo plazo: el coste que no se ve

La conversación se vuelve seria cuando pasa el primer mes. Es aquí donde los peligros de las infiltraciones encuentran su terreno menos obvio. Lo más repetido en la literatura clínica es que las inyecciones intraarticulares de corticoides, si se administran de forma repetida y sin respetar intervalos, pueden acelerar la pérdida de cartílago en determinadas articulaciones, especialmente en artrosis de rodilla. No significa que una infiltración puntual destruya el tejido; significa que acumular dosis sin plan no sale gratis. Por eso se insiste en espaciar y en limitar el número anual por articulación, enfocando el tratamiento hacia la rehabilitación activa que la infiltración debe facilitar, no sustituir.

Otro frente menos comentado, pero relevante, es la condrotóxicidad de ciertos anestésicos locales cuando se inyectan dentro de la articulación a concentraciones altas o de forma repetida. No es un motivo para proscribirlos; sí para ajustar dosis, evitar perfusiones intraarticulares prolongadas y elegir moléculas con mejor perfil cuando el cartílago está ya castigado. De nuevo, se trata de decidir con criterio y no caer en la inercia del “siempre lo hacemos así”.

En el terreno tendinoso, hay consenso: no se infiltran intraten­dinosamente corticoides. Los tejidos del tendón no agradecen esa química. Puede haber alivio rápido del dolor, sí, pero a medio plazo empeoran las tasas de recidiva y existe un riesgo —bajo, real— de rotura en estructuras como el Aquiles o la fascia plantar. Cuando se recurre al corticoide en tendinopatías crónicas, se hace peritendinoso, guiado y excepcional. Lo prioritario hoy es carga excéntrica, educación del dolor, fisioterapia bien pautada, ondas de choque en selectos escenarios y, a veces, PRP o combinaciones conservadoras que no perjudiquen la biología del tendón.

Queda un efecto de calendario que cruza todo esto: la proximidad a una cirugía. Preparar una artroplastia (cadera, rodilla, hombro) tras una infiltración con corticoides exige espera. El criterio extendido en los quirófanos es dejar un margen de seguridad de varios meses entre la inyección y la operación, con el objetivo de reducir infecciones de la prótesis en el postoperatorio. ¿Por qué? Porque los corticoides, al modular la respuesta inmune local y sistémica, pueden facilitar colonizaciones cuando hay material protésico nuevo. No es un tabú; es un timing prudente que el paciente agradece cuando se explica con claridad.

Tiempos y cirugía: por qué esperar evita problemas

La medicina real se juega en el calendario. Dos ejemplos bastan. En artrosis de rodilla con dolor incapacitante, una infiltración de corticoide puede desbloquear la situación, permitir quitar el freno de la inflamación y arrancar una rehabilitación que sin ese empujón era imposible. Pero esa infiltración no debe repetirse cada pocas semanas como único plan. Tres meses de intervalo, objetivo de no superar tres o cuatro al año por articulación, y cambio de estrategia si la respuesta es pobre o efímera. El abuso no multiplica el beneficio, multiplica el riesgo.

En la antesala de una artroplastia, la estrategia cambia. Si se infiltra demasiado cerca del quirófano, sube la probabilidad de infección protésica. Por eso se recomienda planificar: la última infiltración con margen suficiente, el programa de fortalecimiento y control del dolor bien engrasado, y el día de la operación sin corticoides recientes en la articulación de destino. Es una política de riesgos asumida por la mayoría de equipos: prudente, razonable y, sobre todo, útil.

En cirugías artroscópicas —hombro, rodilla—, la cuestión es parecida. Infiltrar durante el procedimiento o muy cerca en el tiempo puede asociarse a más problemas de infección que si se difiere la inyección. La decisión final es del equipo y depende del caso, pero la regla general es minimizar exposiciones innecesarias y reservar la inyección para momentos donde la balanza riesgo-beneficio esté claramente a favor.

El hilo conductor es siempre el mismo: la infiltración como ventana, no como muleta permanente. Si la terapia necesita anestesia química para funcionar mes tras mes, quizá lo que toca no es otra infiltración, sino replantear el tratamiento o acelerar la decisión quirúrgica si las indicaciones están presentes.

Deporte y alto rendimiento: la tentación del atajo

El deporte profesional ha normalizado durante años la infiltración como pasaporte para competir cuando el dolor parece innegociable. Hoy se juega con otras luces. Los glucocorticoides inyectables en periodo de competición están bajo lupa regulatoria y el uso de anestésicos locales exige justificación médica y transparencia. Más allá de las normas, hay un hecho tozudo: enmascarar dolor en un músculo o un tendón lesionado invita a forzar y a recaer con más gravedad. En ligas con calendarios frenéticos, la aguja puede parecer una salida elegante; a medio plazo, no lo es.

El escenario típico es conocido. Partido clave, inflamación aguda del tobillo, gesto de bloqueo con anestésico para “llegar”. La articulación pierde propiocepción, el jugador compensa, cambia la mecánica y el riesgo de esguinces y lesiones musculares se dispara. Con el corticoide, el cuadro es distinto: baja la inflamación, el dolor cede y el deportista “se olvida” de que el tejido está cicatrizando. Acelera, gira, golpea. Semanas después, el tendón protesta y vuelve el círculo. La medicina del deporte de 2025 recomienda medir cada gesto: hay situaciones justificadas —una bursitis rebelde, una sinovitis que frena la rehabilitación— y otras donde la aguja sobra.

El impacto reputacional de una infiltración mal planteada pesa más en deporte que en la consulta estándar. Aquí cada decisión es pública y cada recaída se cuantifica en días de baja. La cultura va mudando: equipos que priorizan rehabilitación activa, tiempos reales de recuperación, educación del dolor, y un uso de la infiltración más quirúrgico (en sentido figurado: exacto, raro, con propósito). Cuando aparece, se documenta, se comunica y se acompaña de un protocolo de retorno a la competición.

Alternativas y decisiones con cabeza

No todo es inyección. De hecho, la estrella a medio plazo, cuando hablamos de artrosis y tendinopatías, sigue siendo el ejercicio terapéutico. Fortalecer, ganar rango de movimiento, educar patrones, mejorar control motor. En artrosis, pérdida ponderal si hay exceso de peso; en hombro, trabajo escapular; en tendón de Aquiles, carga excéntrica progresiva; en fascia plantar, estiramientos y modulación de cargas. A veces, la infiltración abre la puerta a todo esto porque quita el cortafuegos del dolor. Pero el protagonismo se lo lleva el programa de rehabilitación.

La viscosuplementación con ácido hialurónico ofrece alivio moderado en artrosis de rodilla y, ocasionalmente, en otras articulaciones. Perfil de seguridad favorable y, sí, a veces la sensación subjetiva de “rodilla más suelta” durante meses. No es milagro ni primera línea invariable, pero entra en la ecuación cuando se busca evitar corticoides repetidos. En paralelo, el PRP se ha asentado en tendinopatías crónicas y artrosis temprana como opción con baja tasa de efectos adversos y resultados heterogéneos según protocolo. Quien lo use debe explicar bien expectativas y tiempos: no es analgésico inmediato, y el efecto, cuando aparece, es gradual.

Hay decisiones de procedimiento que reducen riesgos: guía ecográfica en anatomías profundas, una sola punción bien planificada en lugar de exploraciones a ciegas, evitar mezclas innecesarias de fármacos, dosis ajustadas para minimizar condrotóxicidad, reposo relativo las primeras 24-48 horas, programa de carga escalonado desde ahí, y controles en personas con diabetes para vigilar hiperglucemias transitorias. También ayudan los criterios de repetición claros: si una infiltración no cambia la historia (dolor, función, capacidad de entrenar o de hacer vida diaria) durante el tiempo previsto, repetirla no tiene sentido. Toca cambiar de plan.

Un punto más, a menudo olvidado: consentimiento informado real. No es un papel. Es orientar con datos transparentes sobre beneficios y complicaciones, incluidos los raros; dejar por escrito síntomas de alarma que obligan a consultar sin demora; y anotar lotes de medicamentos por trazabilidad. Ese rastro documental, cuando surge un problema, acorta tiempos de respuesta y evita malentendidos.

Finalmente, la fisiología alrededor del pinchazo también enseña. Si el dolor es inflamatorio y dominante (sinovitis, hombro congelado en fase inicial), el corticoide suele funcionar mejor a corto plazo. Si el dolor es mecánico y responde a carga (meniscos degenerativos, tendinopatías de larga evolución), la infiltración rinde menos y la diana vuelve a ser el tejido: fuerza, rango, control. Saber quién es quién en cada articulación evita promesas que luego no se cumplen.

El punto exacto: alivio sí, abuso no

La aguja no es villana ni heroína. Es una herramienta potente que debe encajar en un plan terapéutico honesto. Puesta en su sitio, una infiltración apaga un incendio articular para que la rehabilitación haga el resto. Fuera de su sitio, se convierte en un parche crónico que blanquea dolor, retrasa decisiones y abre puertas a complicaciones evitables: infecciones poco frecuentes pero devastadoras, cartílago que se adelgaza si se abusa, tendones que sufren con exposiciones mal planteadas, picos de glucosa en quien ya pelea con ella y cicatrices cutáneas que tardan en irse.

La medicina cotidiana, la que funciona, se parece más a ajustar volúmenes que a apagar o encender interruptores. Espaciar infiltraciones, limitar su número, no infiltrar tendones, respetar márgenes antes de una prótesis, medir la glucosa donde toca, usar ecografía cuando mejora la precisión, evitar combinaciones agresivas de anestésicos, asumir que, si la aguja se repite sin mover la aguja clínica (valga la ironía), toca cambiar.

Quien hoy decide sobre inyecciones intraarticulares, viscosuplementación, bloqueos o PRP maneja un menú amplio, sí, pero con reglas claras. La más importante es también la más sencilla: alivio sí, abuso no. Y a partir de ahí, información completa, expectativas realistas y un objetivo que suena humilde y es ambicioso: menos dolor, más función y menos riesgos con el paso de los meses. Si se hace así, los peligros de las infiltraciones dejan de ser una sombra difusa para convertirse en riesgos concretos, controlados y, sobre todo, evitables.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables de España, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: SECOT, AEMPS, Reumatología Clínica, BOE.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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