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Historia

Mimetización: así Hamás convierte a terroristas en víctimas

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ojos locos de un terrorista islamista

Mimetización que convierte a Hamás en víctima visible: claves sobre túneles, barrios y propaganda explicadas para entender la guerra de hoy.

La clave es la mimetización: combatientes que se confunden con la población civil, que convierten pisos corrientes, escuelas, mezquitas e incluso centros sanitarios en depósitos, nudos de mando o posiciones de tiro. Es la gramática de la guerra urbana llevada al límite: cuando el militante comparte espacios domésticos con familias reales, cada intento de neutralizarlo arrastra un riesgo alto de daño colateral. El efecto perseguido es doble. En el plano táctico, el objetivo se vuelve resbaladizo; en el plano comunicativo, cuando se levanta el polvo y aparecen cámaras y móviles, los terroristas aparecen también como víctimas porque ocupaban el mismo edificio, el mismo portal, la misma azotea que los civiles.

Ahí se rompe el relato público. Una parte del mundo ve en esas ruinas la prueba de un mal absoluto practicado por un ejército; otra parte ve la defensa de una democracia contra un movimiento teocrático armado. Lo esencial, menos telegénico pero decisivo, es comprender que la mimetización está diseñada para invertir la percepción. Sin ese marco es imposible explicar por qué un lanzamiento desde un patio condena ese mismo patio a convertirse en objetivo, o por qué una investigación sobre un lanzacohetes escondido en un bajo termina con un edificio entero inutilizado. Nada nace con el último fogonazo: el conflicto visible es la coronación de semanas o meses de inmersión en el tejido social, de compra de silencio y de rutina compartida. Ese es el punto de apoyo desde el que Hamás y otras milicias híbridas convierten su debilidad militar en ventaja narrativa.

Qué es, de verdad, la mimetización de Hamas

En el léxico de la guerrilla yihadista, la mimetización no es un disfraz ocasional, sino una inmersión estable en la vida del barrio. Implica pisos de alquiler cerca de colegios, trasteros reforzados, botellas de gas como pantallas, trampillas que conectan el rellano con un pasadizo, observadores en azoteas residenciales que se confunden con antenistas, enlaces que transportan órdenes dentro de bolsas de la compra. La infraestructura militar deja de dibujarse como base separada y se extiende por el vecindario hasta que el propio vecindario hace de base. Esto anula la separación intuitiva entre zona «civil» y zona «militar». El resultado práctico es que el atacante asume, de entrada, un peaje moral y político cada vez que actúa.

La mimetización opera simultáneamente en tres capas. La primera es física: la presencia de civiles dificulta el empleo de fuego pesado y obliga a técnicas más lentas y arriesgadas. La segunda es jurídica: convertir un aula o un portal en punto de paso traslada al adversario la carga de distinguir, avisar y probar con rigor antes de golpear. La tercera es narrativa: al alinear los tiempos de la acción con los de la comunicación, cada impacto se convierte en un boomerang reputacional. Las primeras horas tras una explosión son siempre de conocimiento fragmentario; en esa penumbra informativa prospera el objetivo estratégico de la mimetización: parecer víctima por contigüidad.

Hay, además, una dilución identitaria deliberada. Sin uniforme, sin insignias y sin un perímetro propio, una célula puede vivir semanas entre familias, repartir dinero, pagar recibos atrasados, hacerse querer por gestos menudos y aliviar sospechas con favores. Ese goteo construye complicidades y silencios, fruto de la conveniencia, del miedo o de ambos. Cuando la célula ya está integrada, el barrio se convierte, a la vez, en pantalla de protección y en moneda de cambio en el relato global.

La ciudad como dispositivo: casas, escuelas y hospitales

Gaza es un tejido urbano densísimo: calles cortas, balcones que casi se rozan, patios interiores, azoteas donde un depósito de agua puede disfrazar una antena o una cámara. En ese ambiente saturado, la elección de las milicias consiste en convertir cada planta en un eslabón de su cadena: un salón como dormitorio de paso, un semisótano como almacén, una azotea como observatorio, un patio como plataforma de lanzamiento. El tránsito del uso civil al militar puede ser episódico o estable, visible u opaco para los vecinos. La ciudad deja de ser paisaje y pasa a ser dispositivo.

Lo menos contado es la simbiosis que se consolida con el tiempo. Una célula instalada en un bloque puede ayudar al portero con la comunidad, regalar chándales a los chavales, pagar el gas a dos familias, resolver recados y cuidar ancianos. No es caridad: es inversión en consenso y silencio. El barrio, por miedo o utilidad, prefiere no mirar. El día que un disparo sale del patio, todo el patio entra en la guerra. Y entonces se produce el choque frontal con el derecho internacional humanitario. Los hospitales, clínicas y escuelas disfrutan de protección reforzada; sin embargo, esa protección decay si se usan con fines militares. La distinción entre un uso esporádico y un centro de mando real exige inteligencia, verificación sobre el terreno y tiempo, justo lo que la guerra no concede.

La densidad urbana de Gaza, pero también la de Alepo en Siria o la de Mosul en Irak, introduce un elemento geométrico que rara vez se discute: el volumen de hormigón que hay que atravesar para llegar al combatiente cuando éste se protege con su comunidad. Se habla poco de ascensores que no funcionan, de escaleras estrechas, de ambulancias sin paso y de familias que no pueden evacuar tres pisos porque hay un enfermo crónico o un bebé. En esa geometría, la línea entre “objetivo dual” y “instalación civil” se vuelve borrosa, sobre todo si el militante rota entre viviendas o usa túneles que conectan portales.

Escudos humanos, proporcionalidad y las reglas que importan

Las reglas del conflicto armado no son un tecnicismo; son el último dique frente a la deshumanización. Dos pilares sostienen todo el edificio: la distinción entre civiles y combatientes y la proporcionalidad de la fuerza respecto al beneficio militar esperado. El uso de escudos humanos es un crimen de guerra; ahora bien, que una milicia viole esa regla no exonera automáticamente a su adversario de cumplir la suya. Quien ataca debe adoptar todas las precauciones practicables para minimizar daños colaterales: avisos previos cuando resultan factibles, ventanas temporales condicionadas, municionamiento ajustado, alternativas tácticas, corredores de evacuación que funcionen de verdad y no solo en un mapa.

El problema es que la mimetización erosiona ambos pilares. Diluye la identidad del combatiente y, a la vez, encarece moralmente cualquier acción. Además, dibuja un terreno de juego propicio para la confusión interesada: informes que llegan tarde, datos que se corrigen, versiones enfrentadas convertidas en banderas. La pregunta de fondo es técnica, no retórica: qué sabía cada parte, cuándo lo supo y qué podía hacer razonablemente en ese contexto urbano. Exigir ese nivel de detalle no relativiza el dolor; lo contextualiza para que la justicia y la política puedan trabajar con hechos y no solo con fotogramas.

Para romper el ciclo harían falta tres ingredientes que no brillan en titulares. Primero, tiempo operativo: aislar combatientes del entorno civil requiere días, no horas. Segundo, inteligencia granular de barrio: combinar sensores, análisis de patrones, testimonios directos y confirmaciones redundantes. Tercero, alfabetización pública: explicar a la gente qué significan proporcionalidad, precauciones, objetivos duales y cómo se confirma un punto de lanzamiento en una ciudad viva. Sin ese trío —tiempo, información y cultura— la mimetización seguirá imponiéndose como armadura moral.

La guerra de las imágenes y del tiempo real

En la era del móvil, la primera verdad llega a medias. Las primeras horas tras una explosión son una carrera entre quien rellena el vacío con un parte y quien recoge datos con método. La mimetización prospera exactamente en ese lapso. Si coloco un arma en un edificio civil no solo complico el targeting; preparo un marco en el que el atacante, haga lo que haga, pierde la batalla de la imagen. La crónica se enciende con la foto del niño herido, no con la secuencia que identifica el portal desde el que salió el cohete. Y cuanta más distancia hay entre la redacción y el terreno, mayor es la presión por publicar rápido: la hipótesis se solidifica en minutos y desmentir después es remar contracorriente.

Israel, por su parte, lleva años desarrollando procedimientos de aviso: llamadas telefónicas, mensajes segmentados, mapas de evacuación, retrasos tácticos previos al golpe, incluso técnicas como el “roof knocking” en determinados escenarios. Es un campo polémico. Hay quien juzga estas medidas insuficientes, hay quien las considera inéditas formas de cautela. Lo indiscutible es que ninguna medida, por sí sola, resuelve la ecuación, porque el teatro no es un tablero abstracto: es una ciudad con turnos de noche, niños que duermen y ancianos que no pueden bajar trece pisos sin ascensor. El verdadero terreno de choque —además de túneles, patios y azoteas— es la percepción.

De ahí la necesidad de verificación independiente y rápida en los casos más simbólicos. No se trata de imponer una ortodoxia, sino de dotar a la ciudadanía de una gramática mínima. Saber leer una imagen, distinguir entre explosión y incendio, reconocer indicios técnicos, valorar la consistencia de un parte, aceptar correcciones sin convertirlas en humillación. Sin herramientas, cada clip se vuelve sentencia y cada nota de parte pesa más que un análisis serio. Con herramientas, el público deja de ser rehén del último fotograma.

Lecciones comparadas para no repetir errores

La mimetización no es exclusiva de Gaza ni un invento reciente. En Mosul (2016-2017), el llamado Estado Islámico convirtió barrios enteros en laberintos humanos, moviendo familias para encarecer los bombardeos, situando tiradores en tejados residenciales y minando salidas. La coalición internacional tuvo que ralentizar, ajustar reglas de enfrentamiento y aceptar la realidad menos vistosa: una batalla casa por casa con un coste humano y material enorme. En Alepo, durante fases cruciales de la guerra siria, la línea entre infraestructura civil y posición militar se deshilachó hasta que cada manzana resultó objetivo múltiple. En el sur del Líbano (2006), con Hezbolá enraizado en aldeas y cohetes lanzados desde áreas habitadas, se repitió el ciclo: fuego desde la cercanía a civiles, respuesta aérea y artillera intensa, pérdidas masivas, polémicas sin fin.

Existen otros precedentes útiles para pensar. Faluya en 2004 mostró hasta qué punto el combate urbano convierte una ciudad media en un nudo de resistencias donde cada esquina es una trampa y cada casa, una incógnita. Mogadiscio en 1993 dejó una lección amarga sobre superioridad tecnológica que naufraga cuando el terreno social se vuelve adverso y el enemigo se confunde con la multitud. No se trata de igualar contextos, sino de reconocer la invariante: donde la milicia se convierte en tejido social, golpearla implica tocar ese tejido. Cuanto más confunda la milicia su supervivencia con la vida del barrio, más probable será que la operación militar —por precisa que pretenda ser— rompa la trama común.

Estas comparaciones sirven para dos cosas. Primero, para desterrar el infantilismo moral que todo lo reduce a buenos y malos según el ángulo de cámara. Segundo, para exigir estándares de prueba más altos en debates públicos complejos. Describir con claridad la elección estratégica de luchar entre civiles no absuelve abusos ni errores; simplemente evita que el análisis se hunda en un lodo de consignas y permita, al menos, nombrar responsabilidades por lo que son, no por cómo suena en un titular.

Una parábola madrileña y un último enfoque sereno

Para aterrizar sin consignas, traslademos el conflicto a Madrid, barrio de Carabanchel. Cinco bloques gemelos, cincuenta hombres, cuatro tubos de lanzamiento escondidos entre trasteros y garajes, un depósito de munición camuflado como cuarto de limpieza, una trampilla que desde el rellano desemboca en un pasadizo excavado en secreto. Durante meses la célula se confunde: ayuda al portero con la comunidad, paga atrasos de gas a dos familias, regala chándales a los chavales, vigila entradas y salidas desde la azotea. Algunos lo intuyen y callan, otros no quieren saber. El barrio sigue su vida, cierra un ojo, luego el otro. La mañana en que un disparo sale del patio, el sistema de seguimiento fija el origen y abre una ventana de minutos para actuar antes de que la unidad se disuelva en el laberinto. Si llega el ataque, el edificio se viene abajo. En televisión veremos la fachada abierta en canal, una habitación infantil, un carrito retorcido. No veremos el tubo de lanzamiento en el portal.

La mimetización está toda ahí: superponer metódicamente vida y posición hasta que quien dispara y quien duerme aparezcan, en la imagen final, del mismo lado del escombro. Esta parábola no absuelve errores, no borra abusos, no justifica golpes mal dados ni cadenas de mando que fallan. Explica el contexto de la pérdida de sentido: el segundo en que los roles se invierten y los terroristas pasan a verse como víctimas por contigüidad. También explica por qué Europa, con un conocimiento limitado de las dinámicas árabes y del funcionamiento real de una contraguerrilla urbana, tiende a quedar atrapada entre dos relatos simétricos y estériles: el del mal absoluto y el de la defensa absoluta. Entre ambos extremos se pierde lo fundamental: el método.

Ese método pide tres hábitos modestos y difíciles. El primero, pausa: no convertir la primera imagen en condena eterna. El segundo, contexto: preguntar qué había antes del fogonazo, qué estructura, qué decisiones, qué alternativas. El tercero, lenguaje: recuperar palabras precisas —mimetización, objetivos duales, escudos humanos, proporcionalidad— para que el debate no sea rehén de metáforas vacías. Si la discusión pública adopta esos hábitos, el marco que la mimetización explota se estrecha. Si no lo hace, cada ciclo informativo repetirá la misma curva de indignación inmediata, polarización mecánica y cansancio moral.

Una estrategia central

La mimetización no es un pretexto ni una nota al pie: es una estrategia central. Sirve para sobrevivir bajo presión militar, para enturbiar la distinción entre civil y combatiente y para transformar cada operación en una derrota comunicativa del adversario. Así consigue Hamás convertir a terroristas en víctimas en la mirada pública: no porque lo sean por definición, sino porque ha organizado espacio y tiempo para producir ese efecto.

Comprenderlo no devuelve la vida a nadie, pero nos hace menos manipulables. Permite leer los hechos sin someterse al frame único del último vídeo y recordar que las normas de la guerra —las que prohíben los escudos humanos y obligan a precauciones estrictas— no son jerga para especialistas, sino el último muro frente al colapso moral. Si recuperamos esa disciplina y aceptamos que en la guerra de percepciones los matices importan tanto como los datos, quizá podamos volver a distinguir. Y llamar a las cosas por su nombre aunque no quepa entero en un titular.


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Este texto se basa en información contrastada de medios españoles de referencia. Fuentes consultadas: El PaísABCLa VanguardiaRTVEEuropa PressEl Confidencial.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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