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Historia

¿La mayonesa se inventó en el siglo XVIII como medicamento​?

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una tarrina llena de mayonesa

La historia real de la mayonesa: origen menorquín, mitos desmontados y claves prácticas para preparar una emulsión segura y sabrosa en casa.

No. La mayonesa no nació en una rebotica ni se concibió como remedio, sino como salsa fría emulsionada ligada con yema, aceite y un toque ácido, documentada en el entorno mediterráneo a mediados del siglo XVIII y adoptada con entusiasmo por la cocina francesa poco después. El equívoco de su “origen medicinal” se alimenta de una coincidencia técnica: farmacéuticos y cocineros emulsionaban sustancias con métodos parecidos, pero con fines radicalmente distintos. En la mesa, no en el botamen de una apoteca, es donde la mayonesa se vuelve famosa.

La confusión tiene su historia. Desde la Antigüedad tardía, la tradición galénica enseñó a elaborar ungüentos a partir de grasas y agua mediante emulsión. Esa destreza, transmitida por boticarios, perfumistas y médicos, convivió en el siglo XVIII con una cocina mediterránea que utilizaba aceite de oliva como seña de identidad y que ya manejaba el arte de ligar salsas. De esa convivencia técnica nace el malentendido moderno: se parece, pero no es lo mismo. Una crema tópica no es un condimento. La mayonesa, tal y como la entendemos, entra en los recetarios como acompañamiento de pescados, carnes frías y hortalizas, y su difusión responde a modas gastronómicas, no a terapias.

Origen documentado en el siglo XVIII

El escenario más verosímil de su nacimiento es Menorca, en la órbita de Mahón, a mediados del XVIII. Allí circulan manuscritos domésticos en los que se describe una salsa cruda para pescado —sin cocción— a base de aceite, yema y ácido, idéntica en espíritu a la mayonesa actual. La cronología encaja con un momento histórico de tránsito: 1756, con la entrada francesa en la isla durante la Guerra de los Siete Años. La anécdota, repetida mil veces, pinta al duque de Richelieu regresando a Francia con el hallazgo menorquín en el paladar y una historia en el equipaje. Es leyenda, sí, pero no una fábula gratuita. Explica con plausibilidad cómo una salsa mediterránea salta a París, cambia de nombre, se refina en la alta cocina y se propaga por Europa.

A partir de ahí, el siglo XIX hace su trabajo: imprime, clasifica, fija. Los grandes compendios de cocina, que ordenan técnicas y familias de salsas, “normalizan” la receta —aumenta la precisión en las proporciones, se repiten instrucciones sobre el orden de incorporación del aceite, se sistematizan usos—. Ese paso del cuaderno doméstico al manual enciclopédico fue clave: convirtió una preparación local en un estándar. Con el nombre ya asentado, mayonnaise, también volaron disputas etimológicas, inevitables en la Francia de los gastrónomos.

El lector español reconoce la doble grafía. La RAE admite “mayonesa” y “mahonesa”; la primera manda en el uso, la segunda reivindica la cuna menorquina. En la práctica, la salsa es la misma y el debate se resuelve fuera de la cocina: unos defienden el vínculo con Mahón; otros prefieren los recovecos lingüísticos del francés (la yema, “moyeu”, que habría originado “moyeunaise”). Son disputas sabrosas para filólogos. Para el cocinero, la clave es otra: saber ligar.

El malentendido “medicinal”

¿Qué hay de cierto, entonces, en la frase “la mayonesa se inventó en el siglo XVIII como medicamento”? Poco más que una contaminación de oficios. Durante siglos, los boticarios fabricaron emulsiones para el cuidado de la piel —pomadas, cremas frías, ceratos—, y aprendieron a dispersar agua en grasa y grasa en agua gracias a ceras, resinas, gomas y, ocasionalmente, yema de huevo. Ese saber técnico, compartido con perfumistas, hizo posible productos estables y agradables al tacto. Pero eran cosméticos y terapéuticos, no alimentarios. Llevaban sustancias no comestibles y cumplían una misión sanitaria o estética, no gastronómica.

En las cocinas del Mediterráneo, por su parte, el aceite de oliva reinaba. Esa abundancia hacía lógico explorar salsas crudas que multiplicaran su potencial. Y la yema, con su lecitina, resultó ser el emulsionante natural perfecto. El parecido entre el gesto del boticario y el del cocinero —mortar y mano, paciencia, incorporación lenta— es tentador; la conclusión de que uno originó al otro, errónea. Se comparten herramientas, no genealogía. Lo que nació como condimento pertenece a la mesa; lo que nació como pomada pertenece a la piel.

A la confusión contribuye otro detalle: desde siempre, el aceite y el ajo —presentes en variantes emparentadas como el alioli— han gozado de fama saludable. Los romanos atribuyeron virtudes a ambos; los dietistas modernos siguen discutiendo sobre grasas, antioxidantes y texturas. Pero de ahí a convertir la salsa en “fármaco” hay un salto que no resiste un vistazo disciplinado a los textos del XVIII. No hay recetario doméstico que la presente como cura, ni manual médico que la recete. La mayonesa no cura nada; mejora un huevo duro y una merluza fría, que ya es bastante.

La química doméstica de una emulsión estable

Para entender por qué esta salsa no se inventó en una botica —aunque comparta principios con un ungüento— conviene bajar a la cocina y observar cómo funciona. La mayonesa es una emulsión aceite-en-agua. El aceite constituye la fase dispersa; la fase continua es la parte acuosa de la yema, a la que se añade ácido (limón o vinagre) y, si se desea, un poco de agua para ajustar textura. Las proteínas y fosfolípidos de la yema, con la lecitina como estrella, envuelven las microgotas de aceite y reducen la tensión interfacial, lo que permite que la mezcla no se separe. He aquí el milagro cotidiano: batir, batir y ver cómo lo líquido se vuelve crema.

La estabilidad depende de varios factores. Primero, del orden: conviene que haya suficiente fase acuosa desde el principio, con el ácido ya presente; así los agentes emulsificantes trabajan en el pH adecuado. Segundo, de la tasa de incorporación del aceite: lenta, al hilo, para que las gotitas sean pequeñas y homogéneas. Tercero, de la temperatura: temperaturas templadas (ni huevo helado ni aceite muy frío) favorecen el arranque. Y cuarto, de la sal y la mostaza, que no son imprescindibles pero ayudan. La mostaza, además de sabor, aporta mucílagos y compuestos emulsionantes propios de la semilla.

Hay una parte sensorial que conviene recalcar. La textura de la mayonesa depende del porcentaje de aceite incorporado: cuanto mayor la fracción oleosa, más espesa. El cocinero, a ojo, detiene la incorporación cuando obtiene la densidad deseada. La acidez regula el equilibrio: un limón fresco y aromático convierte una mayonesa correcta en una salsa memorable. Y el aceite, por supuesto, manda en el sabor. Con un virgen extra muy potente la mayonesa se vuelve intensa, con notas verdes, amarga si nos pasamos. Con un aceite más suave o con mezcla —girasol para neutralidad, oliva suave para identidad— el resultado cambia por completo. La ciencia explica la estructura; el gusto, elige el aceite.

De Mahón a París: nombre, autores y travesía

La mayonesa, ya consagrada por la práctica doméstica y por los recetarios, vive en el XIX su sofisticación. De la mano de autores franceses —compendiadores, jefes de cocina, divulgadores— se integra en el sistema de salsas frías y calientes que organiza la gastronomía burguesa. Allí aparecen sus derivadas naturales: tártara (con encurtidos y alcaparras), muselina (aligerada con nata o clara montada), ravigote, remoulade. La lógica es clara: una salsa madre que admite condimentos y adiciones y que se adapta a platos de carne fría, mariscos y hortalizas.

El nombre acompaña el viaje. En España, el término mahonesa reclama el linaje menorquín; mayonesa triunfa en el habla común y en la industria. En Francia, la grafía “mayonnaise” se impone, y con ella decenas de recetas canónicas. No era raro que un cocinero parisino pregonara sus salsas para acompañar un poulet froid, ni que los manuales recomendasen una mayonesa espesa para ligar ensaladas de patata. Esa cultura culinaria, alimentada por el auge de restaurantes, banquetes y servicios a la rusa, multiplicó la presencia de la salsa en Europa. A partir de ahí, el salto al mundo fue cuestión de tiempo, barcos y gustos.

Por el camino, la mayonesa se topó con vecinas que suelen confundirse con ella. El allioli original es de ajo y aceite, sin huevo; es una emulsión posible, pero de carácter fuerte y técnica exigente, que algunos suavizan con yema. Las salsas de huevo duro triturado con aceite y vinagre, frecuentes en recetarios antiguos, recuerdan su textura sin ser lo mismo. Y están las variantes modernas: lácteas (lactonesa) y veganas, que cambian el emulsionante —leche o bebidas vegetales— para obtener resultados muy cercanos en boca y estabilidad. Nada de eso apoya un origen farmacéutico; sí evidencia la capacidad de adaptación de una técnica simple y poderosa.

Cómo se hace bien hoy: técnica, seguridad y variantes

La pregunta histórica ya está respondida. Falta lo útil de verdad para el lector: cómo preparar una mayonesa consistente, segura y con personalidad en una cocina española actual, y cómo evitar disgustos.

Técnica paso a paso (y sin dogmas)

Conviene perder el miedo. Hay varias vías que funcionan. A mano, con varillas, se controla como en el XVIII: yema en el bol, sal, un chorrito de limón o vinagre, y el aceite cayendo despacio mientras se bate con paciencia. La textura se ve en el gesto, en el peso de la salsa contra la varilla. En batidora de vaso o de brazo, el método se adapta: vaso estrecho, huevo entero a temperatura ambiente, ácido y sal; aceite encima; brazo al fondo, arranque y ascenso lento cuando cuaja. Si falla —todos hemos visto una mayonesa cortada—, hay remedio: empezar de cero con una yema limpia o un par de cucharadas de agua tibia y añadir poco a poco la mezcla cortada hasta que ligue. Lo importante es mantener fase acuosa suficiente al inicio y no precipitarse con el chorro de aceite.

El sabor no pide fórmulas cerradas. Una buena mayonesa casera acepta ajo en crudo si nos apetece un tono suave a ajonesa, un pellizco de mostaza de Dijon para calidez y un cítrico fragante (limón de piel fina, un toque de lima si nos ponemos juguetones). El punto de sal debe ser amable, para no anular el perfume del aceite. Con un virgen extra intenso puede ser prudente mezclar aceites o recurrir a un oliva suave para no saturar. En verano, un mimo más con la acidez alegra una ensaladilla rusa; en invierno, una versión menos punzante acompaña bien a pescados hervidos. No hay ortodoxia inamovible. Hay criterio.

Seguridad e higiene en casa (lo que sí importa)

Aquí no conviene improvisar. La mayonesa casera tradicional se hace con huevo crudo, y eso comporta un riesgo sanitario que conviene minimizar. En hostelería española, por normativa, las salsas que no reciben tratamiento térmico deben elaborarse con huevo pasteurizado u ovoproductos equivalentes. En casa, es sensato imitar esa prevención cuando la salsa vaya a permanecer en la nevera o a servirse a población vulnerable (niños pequeños, embarazadas, personas mayores o inmunodeprimidas). Si optamos por huevo fresco, extrememos higiene: manos limpias, recipientes bien fregados, refrigeración inmediata y consumo rápido. El ácido no es un escudo absoluto, pero ayuda a crear un entorno menos favorable para bacterias. El frío manda: de la mesa al frigorífico en cuanto se pueda, y menos de 48 horas en casa como pauta razonable.

Un apunte más: no confundamos “mayonesa cortada” con “mala”. Si se ha separado, y sabemos que el huevo y el aceite están en buen estado y la salsa se ha conservado en frío, puede re-ligarse con seguridad. Si huele raro o dudamos, mejor no arriesgar. El gusto rara vez engaña. La vista, tampoco: una mayonesa con sinéresis (ese líquido que se separa) pide un batido breve y quizá una gota de agua para reajustar. Y conviene no congelarla: la estructura se rompe y el resultado decepciona.

Las variantes modernas de seguridad son una bendición. La lactonesa (leche entera en lugar de yema) y las veganesas a base de bebidas vegetales y emulsionantes suaves permiten salsas estables sin huevo crudo. Cambian el perfil organoléptico, claro, pero para bocadillos, patatas o ensaladillas cumplen con nota. Para los más curiosos, un yogur griego bien batido con aceite y limón genera una emulsión ligera, ácida, muy fresca, perfecta para pescados azules y verduras asadas.

Una historia culinaria sin bata blanca

Si quisiéramos quedarnos con una sola imagen de esta historia, sería esta: un mortero en una cocina menorquina de mediados del XVIII, aceite perfumado, un toque de limón, una yema todavía tibia y una mano paciente que bate. Ni tubos de ensayo ni recetas en latín. Pura cocina. De ahí sale la salsa que luego la Francia gastronómica bautiza, organiza y difunde hasta convertirla en símbolo de modernidad doméstica. El mito del “medicamento” se entiende por parentescos técnicos, por la vecindad de boticas y cocinas en ciudades apretadas, por esa fascinación que causa ver dos líquidos que no se llevan transformarse en crema estable. Pero el relato documentado nos devuelve siempre al mismo lugar: la mesa.

A partir de ese origen, la mayonesa vive vidas paralelas: en la alta cocina —con peces fríos, lenguado a la mayonesa, aspics y bufés—, en el bar español —con su ensaladilla y su bocadillo de calamares que admite una fina capa—, en la casa contemporánea —que juega con mostazas, cítricos, aceites aromáticos—, y en la industria —que hace posible tarros coherentes y seguros a bajo coste, con estabilizantes, pasteurización y estándares estrictos—. Cada una de esas vidas reafirma su condición de salsa y no de fármaco.

Suele decirse que la gastronomía es el arte de domesticar técnicas para el placer de comer. La mayonesa es un caso de libro: una técnica que viene de lejos, un contexto mediterráneo que la hace inevitable, un momento histórico propicio para su difusión y una flexibilidad que la mantiene vigente. Que comparta gestos con la botica no la vuelve medicinal. La convierte en un clásico. Y quizá ahí radica su grandeza: con tres ingredientes humildes y una pizca de ciencia, una cocina entera se reconoce. Menorca aporta el arranque, París le da nomenclatura y proyección, España la integra en su cultura popular. El resto lo hace cada cocinero, cada casa, cada cucharada.

La próxima vez que alguien suelte que “la mayonesa se inventó en el siglo XVIII como medicamento”, habrá materia para responder con calma. No todo lo que se emulsiona cura; hay emulsiones que reconcilian. Entre la rebotica y la mesa, la mayonesa eligió mesa. Y, francamente, menos mal. Porque en una merluza fría, en una ensaladilla bien fría o en un tomate de agosto, esa decisión histórica se nota. Y cómo.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: Cadena SER, 7 Portes, El País, RAE, AESAN, SciELO España.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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