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Historia

Es mito o realidad que las mariposas vienen de los dinosarios

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una mariposa verde

Mariposas y dinosaurios, vecinos sin parentesco: origen cretácico ligado a las flores y pruebas actuales sólidas contadas con rigor y ritmo.

Las mariposas no descienden de los dinosaurios. Lo que sí encaja con la evidencia es que su linaje ya estaba en marcha mientras los grandes terópodos caminaban por la Tierra y, con alta probabilidad, varias familias de lepidópteros convivieron con ellos durante el Cretácico. Dicho de forma directa y sin rodeos: “mariposas vienen de dinosaurios” es un mito; lo real, lo documentado, es que compartieron tiempo y paisajes, pero pertenecen a ramas muy distantes del árbol de la vida. La procedencia de las mariposas hunde sus raíces en ancestros de polillas dentro del orden Lepidoptera, un grupo de insectos con alas recubiertas de escamas que apareció decenas de millones de años antes de la gran extinción del final del Cretácico.

La cronología, afinada por fósiles microscópicos y grandes árboles genealógicos construidos con genomas actuales, cuadra de esta manera: los lepidópteros surgen al menos entre el Triásico tardío y el Jurásico temprano, mientras que las mariposas “modernas” (Papilionoidea) emergen más tarde, ya en pleno Cretácico, y despegan cuando el planeta se llena de plantas con flor. La clave evolutiva no pasa por un “origen dinosauriano”, sino por cambios ecológicos profundos y por la expansión de las angiospermas. Si la intención de búsqueda es aclarar es mito o realidad que mariposas vienen dinosarios, la respuesta útil, precisa y suficiente cabe en dos líneas: mito si se habla de parentesco; realidad parcial si se alude a la coexistencia.

De dónde salen realmente las mariposas

Separar bien los conceptos ayuda. Dinosaurios: vertebrados terrestres, muchos con plumas, reinando durante más de 160 millones de años. Mariposas: insectos, parientes de las polillas; alas con escamas finísimas; metamorfosis completa; una probóscide enrollable para libar. Coincidieron en el calendario geológico, sí. Pero comparten época, no árbol genealógico. La distancia entre un lepidóptero y un dinosaurio es abismal: uno pertenece a los artrópodos, el otro a los vertebrados. Son mundos separados desde el origen.

La historia visible en el registro fósil empieza con escamas. Esas microplacas de quitina son la firma inequívoca de Lepidoptera. Cuando aparecen incrustadas en sedimentos antiguos, delatan que ya había alas escamosas revoloteando mucho antes de que el planeta se poblara de flores variadas. Más tarde, el salto cualitativo no lo da un dinosaurio, lo da la botánica: el auge de las angiospermas ofrece recursos estables (néctar, polen, hojas tiernas), y los lepidópteros encuentran su gran oportunidad. El linaje de mariposas, activo de día con colores vistosos y antenas claviformes, despega como rama propia dentro de esa tradición “de polillas” mucho más antigua.

Rasgos que definen a Lepidoptera

Conviene enumerarlos sin retórica. Escamas alares que generan color por pigmentos y también por efectos estructurales (interferencias y difracción). Probóscide formada por galeas labiales que encajan como cremallera; se enrolla y desenrolla como un muelle, una pieza fina de ingeniería natural. Metamorfosis en cuatro actos: huevo, larva, pupa, adulto. Acritud química en algunas larvas (defensas), mimetismo y señales de advertencia en los adultos. Un abanico de estrategias que no tiene nada que ver con la fisiología de un dinosaurio, pero sí con la coevolución con plantas, aves insectívoras, murciélagos y otros depredadores.

Un calendario cretácico con insectos en escena

La línea temporal, a grandes rasgos, dibuja un arco de fondo largo. Triásico tardío–Jurásico temprano: ya hay lepidópteros basales; probablemente, nocturnos, con probóscide operativa en ambientes cálidos y secos. Cretácico: explosionan las plantas con flor, cambian los paisajes, se abren nichos. En ese mosaico, aparecen las mariposas diurnas en sentido estricto y se diversifican mientras los dinosaurios siguen ahí. No es una suposición: la diurnidad y rasgos propios de Papilionoidea encajan en ventanas temporales de decenas de millones de años antes del impacto del asteroide de Chicxulub.

Luego llega la gran extinción del final del Cretácico, hace unos 66 millones de años. Los dinosaurios no avianos desaparecen; las mariposas no. Sufren, claro. Pero sobreviven. ¿Cómo? Por una combinación de factores: ciclos vitales cortos que permiten recuperaciones rápidas; tamaños pequeños y microrefugios disponibles incluso bajo cielos turbios; plasticidad alimentaria (muchas larvas pueden cambiar de planta dentro de una familia botánica); dispersión efectiva. Cuando la luz vuelve y rebrotan las angiospermas, el tablero se reabre y los linajes supervivientes vuelven a diversificarse.

La diurnidad y el color, dos piezas de época

En algún momento del Cretácico medio–tardío, parte de los lepidópteros adopta hábitos diurnos. Cambia el reloj. Con la luz, crecen las señales visuales: colores vivos, ocelos que intimidan, patrones cripticos que confunden. La selección empuja diseños sorprendentes, y el éxito de estas apuestas depende de depredadores concretos, de plantas concretas, de climas concretos. Es la misma época en la que grupos de dinosaurios lucen plumas complejas. Coexisten, sí. Se ven, quizá. Pero no se heredan rasgos entre sí: cada rama innova en su propia caja de herramientas genética.

Las flores cambiaron el tablero

La llegada a la primera línea de las angiospermas es la gran historia de fondo. No “crean” a las mariposas, pero multiplican sus opciones. La probóscide —seguramente útil ya para beber películas finas de agua o savias— se convierte en llave para el néctar. El intercambio se acelera: polinización por visita, recompensa energética a cambio. En paralelo, las larvas establecen contratos estrechos con familias vegetales concretas. Esos “contratos” fijan calendarios: fenología de brotes y floraciones vinculada a emergencias de adultos y posturas de huevos. Cuando esos calendarios se desincronizan —por clima, por cambios de uso del suelo—, la mariposa pierde el tren y su población colapsa.

En esa relación aparece una regla útil: especialización frente a generalismo. Algunas mariposas dependen de una sola familia botánica (leguminosas, por ejemplo) y quedan atadas a su distribución geográfica. Otras aceptan un menú más amplio y colonizan rápido. La diversidad actual nace de esa mezcla: ajustes finos a una planta concreta y, al mismo tiempo, linajes capaces de aprovechar oportunidades en cuanto se abren.

Un apunte sobre polillas y mariposas

Mariposas y polillas no son cajones estancos. Las mariposas (Papilionoidea) forman una rama dentro del gran árbol de Lepidoptera, que incluye decenas de familias de polillas. Se tiende a decir que las mariposas son diurnas y coloridas, y las polillas, nocturnas y pardas. Funciona como regla general, no como ley. Hay polillas diurnas, mariposas crepusculares y una amplia zona gris. Lo que importa, para no equivocarse, es el parentesco: las mariposas descienden de ancestros de polillas, no de dinosaurios. Esa es la línea que corta el mito de raíz.

Resistencia al cataclismo y continuidad genética

Sobrevivir a una extinción masiva y diversificarse después no es trivial. En los lepidópteros coinciden dos piezas que explican parte de ese éxito. Por un lado, ciclos vitales que encajan bien con ambientes inestables: muchas generaciones en poco tiempo, apuestas reproductivas que se corrigen rápido, dispersión efectiva en adultos alados. Por otro, una arquitectura cromosómica sorprendentemente estable a escala de cientos de millones de años. Esa estabilidad no impide el cambio; al contrario, ofrece un andamio robusto sobre el que pequeñas modificaciones —duplicaciones, mutaciones puntuales, cambios reguladores— generan novedades sin desmontar el sistema.

La metamorfosis completa también aporta resiliencia. La larva y el adulto no compiten por la misma comida. La primera devora hojas, crece, acumula reservas; el segundo dispersa genes y busca pareja, con dietas ligeras basadas en néctar o, en algunos casos, sin alimentarse apenas. Este reparto de roles diversifica las dependencias y amortigua golpes en cadenas tróficas tensas.

Colores, defensas y señales en un mundo con depredadores

El lenguaje del color en mariposas es un tratado de comunicación aplicada. Aposematismo (advertencia), mimetismo batesiano (parecer peligroso sin serlo), mimetismo mülleriano (varias especies peligrosas que convergen en un mismo patrón), ocelos que simulan ojos para asustar. Estos códigos evolucionan en función de quién te come y dónde te escondes. En el Cretácico, con pterosaurios que cazan insectos al vuelo y pequeños dinosaurios emplumados merodeando a distintas horas, esas señales ya tenían sentido. Y siguieron teniéndolo cuando los dinosaurios no avianos desaparecieron y aves y murciélagos ocuparon su lugar como depredadores principales.

Lo que sí comparten con los dinosaurios: época y paisajes

La imagen simplifica: mariposas y dinosaurios, vecinos de vecindario. En un mismo humedal cretácico, plantas con flor incipientes bordean una laguna; pterosaurios planean, insectos zumban; herbívoros enormes dejan sendas abiertas. Algunas mariposas —o sus parientes inmediatos— ya vuelan de día, buscando flores discretas; otras, aún nocturnas, emergen con el frescor. La coexistencia es plausible y, con lo que sabemos, cotidiana. Pero una cosa es compartir el escenario y otra muy distinta estar emparentados. Aquí está el punto que ordena la discusión: no hay una línea de ascendencia mariposas→dinosaurios ni dinosaurios→mariposas. Son linajes separados que se cruzan en el paisaje, no en la herencia.

Ese matiz, dicho con calma, resuelve la duda de partida que llega formulada de muchas formas (“¿es mito o realidad que mariposas vienen dinosarios?”, “¿convivieron?”, “¿se originan con la extinción?”). La respuesta útil no cambia: mito si se habla de descendencia, realidad si se habla de coexistencia temporal.

Biogeografía: rutas que explican dónde están hoy

La mejor evidencia disponible sitúa el origen de las mariposas —como superfamilia diurna— en el Cretácico tardío con América como cuna probable. A partir de ahí, un cruce por Beringia (ese puente de tierra que unió durante épocas frías Siberia y Alaska) habría abierto la puerta hacia Eurasia. No es un capricho: el clima manda, el nivel del mar sube y baja, y los insectos aprovechan ventanas de paso. Una vez en el Viejo Mundo, los linajes se multiplican y colonizan regiones paleotropicales. Si hoy una niña en Sevilla y un agricultor en Yucatán ven mariposas parecidas sobre la misma flor cultivada, es porque aquellas rutas antiguas conectaron biotas que aún dialogan.

Los patrones actuales de distribución se entienden leyendo dos relojes a la vez: el geológico (orogenias, aperturas y cierres de mares, puentes continentales) y el climático (periodos cálidos, glaciaciones). La combinación de ambos explica por qué ciertos grupos están ausentes en islas oceánicas recientes, por qué endemismos espectaculares se concentran en macizos montañosos, o por qué algunas familias explotan en regiones monzónicas.

Ideas mal entendidas que conviene ordenar

Conviene despejar cuatro malentendidos que se repiten desde hace décadas y que alimentan titulares confusos. Primero, que “las mariposas aparecieron con las flores”. No del todo. Hay pruebas de probóscides funcionales antes de que las angiospermas dominen; lo que hacen las flores es amplificar su éxito. Segundo, que “todas las mariposas son diurnas y todas las polillas nocturnas”. Buena regla mnemotécnica, pero con excepciones por todas partes. Tercero, que “mariposas vienen de dinosaurios”. No. Coincidieron y punto; su ascendencia está en el tronco de los insectos. Cuarto, que su fragilidad aparente las hace incapaces de soportar cambios. Falso: sobrevivieron a una extinción masiva, cruzaron continentes y hoy ocupan desde alta montaña hasta manglares.

Aclarado esto, se puede hablar con propiedad. Mariposas y dinosaurios forman parte de un mismo relato planetario, pero no de la misma familia. El parentesco que importa para entender su origen está entre mariposas y polillas, no entre mariposas y reptiles mesozoicos.

Piezas técnicas para quien quiera ir un poco más allá

Un artículo periodístico no necesita entrar en todos los detalles, pero algunos engranajes son tan elocuentes que merecen un párrafo. La probóscide de un lepidóptero es un tubo sellado por presión capilar; se abre por acción de músculos y líquidos que humedecen la sutura entre galeas. Las escamas alares, dispuestas como tejas, cambian el flujo del aire y contribuyen a la aerodinámica; también son responsables de colores estructurales (sin pigmentos) y de la facilidad con la que las mariposas se desprenden de depredadores: esas escamas se quedan en el pico o en la tela de araña, el insecto escapa.

La metamorfosis es otro prodigio. Durante la pupa, tejidos larvarios se desconstruyen y reorganizan para dar lugar a los órganos del adulto. El proceso está milimetrado por hormonas (ecdisona, juvenil) y por programas genéticos que se activan y apagan en una coreografía precisa. Ese “reinicio” parcial del cuerpo explica la divergencia ecológica entre etapas y la capacidad de adaptarse a entornos con recursos cambiantes.

Ciencia que suma: fósiles, genomas y debates sanos

La paleontología de insectos sufre un problema crónico: los cuerpos pequeños se preservan mal. De ahí que las escamas sean oro para reconstruir orígenes. Cuando un sedimento del Triásico tardío o del Jurásico temprano devuelve un puñado de escamas con morfología lepidopterana, la cronología se empuja hacia atrás con buen fundamento. En paralelo, las filogenias moleculares comparan miles de genes de cientos de especies y levantan árboles que estiman tiempos de divergencia. Si ambas líneas coinciden, el resultado gana robustez; si divergen, mejora el método y se ajustan los relojes.

Ese diálogo entre fósiles y genomas nos ha dado una imagen hoy coherente: lepidópteros presentes antes de la hegemonía floral; mariposas definidas ya en el Cretácico; una diversificación asociada a plantas huésped específicas; rutas biogeográficas plausibles que explican la distribución actual. A veces aparecen hallazgos que empujan el origen todavía más atrás (escamas inesperadas en materiales muy antiguos, por ejemplo). Toca contrastarlos con nuevas muestras y técnicas. Ocurra lo que ocurra con esas piezas, el esqueleto del relato —mariposas no derivan de dinosaurios, mariposas coexistieron con ellos— no cambia.

Un apunte sobre salud ecológica

Aunque este texto no va de conservación, hay un cruce relevante. Las mariposas son indicadores de estado ambiental. Sus ciclos cortos, su dependencia de plantas huésped y su sensibilidad al clima las convierten en termómetros de paisaje. Donde desaparecen mariposas comunes, suelen estar fallando corredores ecológicos, calendarios fenológicos o calidades de hábitat. Entender su origen no es una curiosidad de museo: explica por qué algunas especies son robustas y otras vulnerables, por qué la especialización —esa que nació en el Cretácico— hoy juega a favor o en contra según el territorio.

Una frase clara para no perderse

El debate se resume sin necesidad de girar en círculos: no es correcto afirmar que las mariposas vienen de los dinosaurios. Es correcto, en cambio, decir que las mariposas son muy antiguas, que su linaje se remonta a épocas previas al dominio de las flores, que las mariposas diurnas aparecen y se diversifican durante el Cretácico y que, sí, convivieron con dinosaurios. También es correcto señalar que su gran expansión está ligada al auge de las angiospermas y a rutas biogeográficas que las llevan desde América al resto del planeta.

La frase buscada, expresada con naturalidad, podría sonar así (sin consignas ni eslóganes): el parentesco es un mito; la coexistencia, una realidad. Si la intención era confirmar es mito o realidad que mariposas vienen dinosarios, queda despejado: mito como genealogía, realidad como coincidencia temporal y espacial. Lo interesante —y lo útil— no está en el equívoco, sino en la historia evolutiva que explica cómo un insecto con alas de escamas atravesó una extinción masiva, encontró un aliado en las flores y colonizó paisajes de medio mundo sin necesidad de reclamar una ascendencia que no le corresponde.

En definitiva, mariposas y dinosaurios comparten el telón del Mesozoico, pero caminan por corredores evolutivos separados. Las primeras heredan su identidad de polillas ancestrales, afinan una probóscide que ya funcionaba antes de que los pétalos dominaran, apuestan por la diurnidad cuando la luz ofrece ventajas y sobreviven al asteroide que borró a los gigantes. Los segundos, con o sin plumas, son otra rama formidable, otra aventura. Juntarlos en una misma línea de sangre es tentador para un titular rápido; contarlo bien, con matices, es bastante más fascinante. Y más cierto.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: EFEverde, Agencia SINC, CSIC, Museo Nacional de Ciencias Naturales.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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