Salud
Maribel Vilaplana cambia su versión: ¿qué pasó en el Ventorro?

Maribel Vilaplana rectifica su relato sobre la comida en El Ventorro y reabre el debate sobre tiempos, decisiones y sombras en la DANA de València.
La hora se ha convertido en el eje del relato. Cuando parecía que el puzle del 29 de octubre iba quedando fijado, Maribel Vilaplana ha rectificado un dato clave: ya no sostiene que saliera de El Ventorro hacia las 17:30–18:00, sino “entre las 18:30 y las 18:45”. No es una anécdota. En una emergencia, un giro de treinta o cuarenta y cinco minutos altera el sentido de las preguntas, el encaje de las responsabilidades y, sobre todo, el mapa de decisiones que debieron tomarse mientras la DANA desbordaba la provincia de Valencia. Quien crea que es un matiz no ha vivido un gabinete de crisis: a esa hora, los teléfonos arden, las órdenes se cruzan, los tiempos importan. Mucho.
La periodista justifica el cambio con una explicación que suena verosímil (y que tampoco es extraña para cualquiera que haya trabajado cerca del poder): el almuerzo —previsto como “sesión de consultoría”— se vio interrumpido varias veces por llamadas al presidente. Esa cadenita de interrupciones habría estirado la reunión y retrasado su salida. Añade algo más íntimo, y también comprensible: no percibió que fuera a estallar el peor episodio hidrológico en décadas; el presidente, dice, no le trasladó inquietud especial; y, al verse señalada después, padeció acoso y un colapso emocional que terminó en ingreso hospitalario. Lo subraya con crudeza. Y ahí se detiene: no tenía cargo público, no tomó decisiones ese día, no es a quien hay que pedirle la clave de la gestión.
La contrapartida es evidente: si el nuevo reloj es el que vale, la cronología que Presidencia había hecho circular —regreso al Palau en torno a las 18:00 y presencia en el CECOPI de L’Eliana a las 20:28, minutos después del ES-Alert de las 20:11— ya no encaja sola. No al milímetro. Sigue siendo posible (el Palau está a dos pasos del Ventorro, L’Eliana a una tirada rápida por autovía), pero la cadena de minutos exige más precisión documental: agendas, capturas de cámaras, registros de accesos, trazas de llamadas. Es la diferencia entre un relato verificable y uno a base de declaraciones. Y a estas alturas, queda claro que la sociedad valenciana no se conforma con lo segundo.
El Ventorro, mesa pequeña, eco enorme
El Ventorro no es un plató. Es una casa de comidas de aire antiguo en la calle Bonaire, a dos esquinas de la calle de la Paz, con azulejos que huelen a abuelos y sobremesas largas. Abre de lunes a viernes, sin llamaradas de modernidad, sin efectos especiales, discretísimo. Tanto que, tras convertirse en punto de peregrinación morbosa, retiró el rótulo de la fachada para volver a ser lo que fue siempre: un lugar donde no pasa nada salvo que alguien coma bien. La paradoja es cruel: un restaurante que se camufla para sobrevivir al foco.
Aquel 29 de octubre, a partir de las 15:00, se sentaron a la mesa Carlos Mazón y Maribel Vilaplana. Dos profesionales que se conocían de hace años, una conversación de oratoria y asesoramiento, y, de fondo, un cielo que iba oscureciendo. El resto lo hemos reconstruido durante meses: avisos que se cruzan, barrancos desbordados, alcaldes llamando a la desesperada, decisiones que se aceleran o que llegan tarde. Mientras tanto, en el comedor de Bonaire, 8, sonaban teléfonos. Al menos los del presidente. El lugar, íntimo y casi silencioso, acabó convertido en símbolo. No por su culpa, sino por una coincidencia fatídica.
La geografía añade detalles que conviene retener. Desde el Ventorro al Palau de la Generalitat hay tres minutos en coche —o una caminata rápida de siete u ocho—. De ahí al CECOPI en L’Eliana, veinte a treinta minutos por autovía en condiciones normales, que no eran normales esa tarde. Con esa topografía mental se entiende mejor por qué un cambio de media hora en la salida altera el puzzle. Es físico, no político. Son distancias, son semáforos, es tráfico. Y, con una riada enfrente, son decisiones que se miden en minutos.
Lo que ha dicho ahora, lo que dijo entonces, lo que está probado
Ahora: Vilaplana asegura que entró pasadas las 15:00 y salió entre las 18:30 y las 18:45, que no participó en las llamadas, que no notó alarmas en el ambiente y que rechazó una propuesta de cargo en la radiotelevisión pública. Se reivindica como consultora externa, no como actora en la cadena de mando. Denuncia machismo, pide respeto y apunta a quienes, con poder de decisión, sí deben aclarar las lagunas.
Entonces: durante semanas —meses, de hecho—, en la conversación pública se asentó que la comida había terminado en torno a las 17:45 y que el president estaba en el Palau a las 18:00. Hubo comparecencias, hubo portavoces, hubo infinidad de “según fuentes”. Con el tiempo, y con la instrucción judicial en marcha, se fijaron dos hitos verificables: el ES-Alert a móviles a las 20:11 y la entrada del president en el CECOPI a las 20:28, avalada por una imagen de seguridad y por planos de televisión pública. Es decir, del restaurante al Palau todo quedaba apoyado en relatos; del CECOPI en adelante, en documentos.
Probado: el ES-Alert existió y tuvo hora, la llegada al centro de coordinación también. Las víctimas son centenares —228 es la cifra que repiten hoy las instituciones, a falta de novedades en los recuentos oficiales—, y se ha fijado un funeral de Estado laico para el 29 de octubre próximo en la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Se sabe, además, que la vicepresidenta Susana Camarero no estuvo conectada al CECOPI durante todos los tramos críticos, que hubo disputas técnicas sobre quién ordenó exactamente el envío de la alerta, y que algunas agendas institucionales de esa tarde están incompletas o con zonas grises. Todo eso está negro sobre blanco en informes, autos y cronologías cruzadas. Y, con todo, seguimos hablando del Ventorro porque la hora de salida desplaza el resto del dominó.
Lupa sobre los minutos: el hueco entre Bonaire y el Palau
Hay una pregunta incómoda, de las que obligan a afinar: si Vilaplana abandona el restaurante a las 18:30–18:45, ¿cuándo estuvo exactamente el president en el Palau? La versión oficial que lo situaba allí a las 18:00 se sostuvo bien mientras la comida terminaba a las 17:45. Con la rectificación, ese marcador chirría. ¿Es imposible? No. No es imposible que existan márgenes de error en los recuerdos, que los relojes de los intervinientes no fueran al segundo, que hubiese paradas o desplazamientos no documentados en los primeros días. Pero si algo piden las familias —y lo piden con razón— es certidumbre. Y la certidumbre, en este punto, solo la dan documentos: registro de llamadas, entrada y salida del Palau, vehículos oficiales, geolocalizaciones corporativas. Datos fríos.
Queda otro punto de fricción. Durante la instrucción y en varias informaciones se ha señalado un tramo en el que el presidente habría estado ilocalizable. No es el momento de alimentar tesis en los extremos: puede haber mil razones técnicas para un silencio de líneas en una tarde de colapso. Pero no nos engañemos: ese hueco solo deja de ser sospechoso cuando se prueba qué se hizo y desde dónde. En horas de emergencia, a los dirigentes no se les pide omnisciencia, se les pide rastro. Que se pueda reconstruir su actuación con una certeza razonable. Más todavía cuando el mismo presidente fijó tiempo después la hora exacta de su llegada al CECOPI. Si ese hito se pudo documentar, los anteriores también deberían poder acreditarse.
La carta, el foco y la línea roja
Quien lea la carta de Vilaplana reconocerá un tono defensivo, sí, pero también humano. Hay dolor, hay enfado, hay vergüenza ajena por el insulto machista que —es un hecho— ha salpicado demasiadas conversaciones sobre su persona. Es lógico que intente recuperar su vida y el silencio que pide. También es comprensible que, al mismo tiempo, su testimonio tenga relevancia pública: estaba allí, vio al presidente durante horas y rectifica un dato cardinal. Es posible sostener dos ideas a la vez sin caer en contradicción: ella no es la responsable de lo que hicieran o dejaran de hacer quienes tenían mando, pero su precisión en los minutos obliga a quienes sí lo tenían a cuadrar su cronograma.
¿Y la oferta de cargo? La periodista cuenta que rechazó una propuesta para optar a un puesto de alta responsabilidad en la televisión pública. ¿Grave por sí mismo? No, más allá de debates éticos sobre oportunidad. Lo relevante, de nuevo, es la hora. A la misma hora en la que se ofrecían posibles nombramientos, municipios quedaban incomunicados, barrancos se salían y el CECOPI llevaba reunido desde media tarde. Es el contraste lo que enciende a la opinión pública. Y contra eso solo hay un antídoto: transparencia absoluta.
El Equipo de Gobierno ha salido a condenar el acoso y a respaldar a la periodista en lo personal. Bien. Y añade que su relato demuestra que el presidente estaba localizable y atendiendo llamadas durante la comida. También puede ser cierto. Pero ese argumento, presentado como exculpatorio, no resuelve la duda de reloj: si esas llamadas existieron y alargaron el almuerzo, ¿qué ordenes se dieron desde esa mesa? ¿Qué indicaciones salieron de esas conversaciones? ¿A qué hora exacta cambiaron de escenario y se decidió que el presidente debía moverse al CECOPI? Son preguntas técnicas, no morales. Y se responden con logs.
La vía judicial y los límites del aforamiento
En la investigación penal sobre la gestión de la DANA, Fiscalía y juzgado han hecho una precisión que condiciona el encaje de Vilaplana: no procede su testifical mientras el presidente mantenga la condición de aforado. Traducido: escucharla a ella desplazaría el foco hacia la actuación de quien no puede ser investigado en ese órgano judicial. Es un límite técnico, puede frustrar a más de uno, pero existe. ¿Significa eso que no deba hablar nunca? No. Significa que su ventana natural es otra: comisiones de investigación parlamentarias, Congreso y Corts, donde —todo apunta— comparecerá, igual que el presidente. No es un juicio, no conlleva consecuencias penales, pero sí fija relato y obliga a documentar. Puede parecer poca cosa. En realidad, no lo es.
La otra gran derivada se asienta en los hechos acreditados por los órganos técnicos: tiempos de activación de los planes de emergencia, hora de la alerta a móviles, composición y presencias en el centro de coordinación, órdenes dadas y por quién. Ese asiento es el que permitirá al final de este camino distinguir errores de juicio de negligencias, simples descoordinaciones de fallos sistémicos. Y sí, habrá una parte política que ningún auto puede resolver: confianza.
Las víctimas, el funeral y el ruido
En medio de la pelea por los minutos, a veces se pierde lo obvio: hubo 228 muertos. Familias que no necesitan discursos afilados ni giros retóricos; necesitan verdad y reparación. El funeral de Estado, fijado para el 29 de octubre y acordado con las asociaciones, nace precisamente para reconocer ese duelo y marcar una promesa pública: aprender. Ojalá. Pero la experiencia española enseña que los funerales —civiles o religiosos— no sustituyen a los informes y que los informes son papel mojado sin decisiones. Por eso, quizá, el detalle del Ventorro duele tanto: porque habla de otra cosa que no es la lluvia ni un radar meteorológico. Habla de cómo se gestionó el tiempo mientras el agua hacía su trabajo.
No conviene edulcorarlo. En esta historia hay propaganda, hay relatos interesados, hay columnas que confunden crítica con insulto. Y hay una sociedad que a ratos parece exigir perfección a quien dirige y omnisciencia a quien informa. No existe. Lo que sí existe —y debe exigirse— es diligencia, rastro, coherencia. Que cuando alguien corrige un dato clave, el sistema entero se ponga a cuadrarlo sin aspavientos y sin esconderse. Como en una cabina de avión: checklist, instrumentos, firma. Nada más. Nada menos.
Lo que queda por ordenar
Faltan tres cosas para cerrar el capítulo del Ventorro. Primero, homologar una cronología oficial que incluya la nueva hora de salida y aclare el tránsito hasta el Palau y la salida a L’Eliana. Segundo, publicar lo que sea publicable —con los límites legales debidos— de los registros de llamadas que estiraron el almuerzo: no por morbo, sino para entender qué decisiones se tomaron desde allí. Y tercero, consolidar un procedimiento para futuras alertas que evite que nadie tenga que especular con minutos en mitad de una catástrofe. Alerta más temprana y más proactiva, protocolos más claros y líderes con la agenda abierta de par en par. La tecnología existe. Falta el compromiso de aplicarla sin zonas grises.
En paralelo, la política seguirá su curso: comparecencias en Cortes y Congreso, interpelaciones, campañas que cabalgan la cólera o el dolor. Es inevitable. Pero no confundamos la escenografía con el deber de transparencia. Si mañana la Generalitat y el Gobierno publicaran, ordenados y con sellos de verificación, los tiempos de aquella tarde —desde las 15:00 hasta la medianoche—, parte del ruido se esfumaría. Quedaría lo importante: qué aprendimos para que no vuelva a pasar. Esa es la verdadera prueba de estrés de un sistema.
La puerta que aún chirría
La rectificación de Maribel Vilaplana no liquida el debate público. Lo recoloca. Pone el foco donde siempre debió estar: en los tiempos del poder. El Ventorro fue el escenario involuntario; la trama está fuera: avisos, órdenes, presencias, ausencias. Si la salida de una comensal fue media hora más tarde, no pasa nada por decir: “de acuerdo, recalculamos”. Y se recalcula. Con papeles. Con los datos que sostienen una democracia adulta.
Porque al final, por mucha tinta que gastemos, el 29 de octubre queda reducido a un puñado de relojes y a una ciudad con 228 sillas vacías. En esa escala de valores, la hora de salida de una comida no es la historia completa, pero la roza. Lo suficiente como para exigir que los cronistas oficiales —los que mandaban, los que gestionaron— encierren el relato sin rebabas. Y que, cuando Valencia se reúna para el funeral laico del 29 de octubre, el eco de una pregunta no siga rodando por los pasillos: ¿qué pasó exactamente en el Ventorro y después? Que lo sepamos. Que esté escrito. Que quede claro. Y que entonces, solo entonces, el restaurante de Bonaire vuelva a ser lo que fue durante décadas: un sitio discreto donde comer y hablar sin que los relojes formen parte del menú.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: El País, Levante-EMV, Las Provincias, ABC, El Mundo.

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