Salud
Lista de enfermedades para incapacidad permanente: ¿existe?

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Lista de enfermedades para incapacidad permanente: no existe; explicamos valoración por secuelas, grados, cuantías y cambios laborales 2025.
La respuesta inmediata es nítida: no existe un listado oficial y cerrado de enfermedades que den derecho automático a una incapacidad permanente. En España, el reconocimiento de la pensión no se decide por diagnósticos, sino por secuelas objetivadas y su impacto real en la capacidad laboral. Los equipos de valoración examinan informes clínicos, las exigencias del oficio desempeñado y el pronóstico. Dos personas con el mismo diagnóstico pueden recibir resoluciones distintas, porque no trabajan igual ni sufren las mismas limitaciones.
Desde 2025 se añade un dato relevante en el terreno laboral: la declaración de incapacidad permanente (total, absoluta o gran invalidez) ya no extingue por sí sola el contrato. La empresa debe estudiar ajustes razonables o un cambio de puesto viable antes de optar por la extinción. Es un giro práctico que refuerza la continuidad en el empleo cuando sea posible y desplaza el foco a lo esencial: qué puede hacer la persona trabajadora con sus secuelas, en ese puesto o en otro. No hay atajos ni “listas mágicas”; hay expedientes con pruebas y decisiones que se toman caso por caso.
La realidad jurídica detrás del mito
La arquitectura del sistema está en la Ley General de la Seguridad Social y en el procedimiento que gestiona el INSS con el Equipo de Valoración de Incapacidades (EVI). La norma define grados de incapacidad y criterios, pero no incorpora ninguna “tabla de enfermedades incapacitantes” con efecto automático. Esto no es un tecnicismo: garantiza una valoración individual, porque el mismo cuadro clínico se expresa con intensidades diferentes y, sobre todo, no afecta igual a oficios distintos.
El expediente se abre con documentación médica —informes de especialistas, pruebas de imagen y funcionales, evolución del tratamiento— y se completa con la historia laboral: tareas esenciales del puesto, esfuerzo físico o cognitivo requerido, exposición a riesgos, turnos, desplazamientos, atención al público. El EVI, con médicos inspectores y personal técnico, analiza el conjunto, solicita informes complementarios si hacen falta y emite un dictamen técnico. Ese dictamen no declara “enfermedad X = incapacidad Y”, sino que traslada a términos funcionales lo que dicen las pruebas: cuánto puede levantar, cuánto puede caminar, qué destreza manual conserva, qué ritmo de trabajo tolera, cuánta asistencia necesita, si hay crisis imprevisibles o déficits cognitivos que impiden tareas con responsabilidad o manejo de maquinaria. Importa la clínica, pero aún más importa su traducción en limitaciones para trabajar de forma segura, continua y eficaz.
No conviene confundir conceptos. El grado de discapacidad (antes llamado minusvalía), que se valora con un baremo específico, no decide una incapacidad permanente, aunque muchas veces la acompaña y la refuerza. Y la incapacidad temporal (la baja) es otra pieza distinta: puede desembocar en incapacidad permanente si las secuelas persisten, pero también puede extinguirse sin ella. Cada figura tiene su propio lenguaje y efectos económicos.
Cuánto se cobra y por qué
El sistema distingue cuatro grados. La incapacidad permanente parcial compensa con una indemnización única equivalente a 24 mensualidades de la base reguladora cuando las secuelas reducen al menos un 33 % el rendimiento en la profesión habitual, sin impedir su ejercicio. La incapacidad permanente total impide el desempeño del trabajo habitual, pero permite otros distintos; su pensión es, por regla general, el 55 % de la base reguladora. A partir de los 55 años, si concurren dificultades objetivas de empleabilidad para recolocarse en actividad diferente, puede aumentar un 20 % (lo que el argot llama “total cualificada”) y alcanzar el 75 %. La incapacidad permanente absoluta reconoce un 100 % de la base reguladora, al entenderse que las secuelas invalidan para todo trabajo con regularidad y rendimiento aceptables. Y la gran invalidez añade un complemento a la pensión de absoluta para quien necesita ayuda de tercera persona en actos esenciales (aseo, vestirse, deambular, comer): ese extra se calcula con una fórmula legal ligada a la base mínima de cotización y a la última base del trabajador, con un suelo mínimo para evitar cifras residuales.
La base reguladora —clave de bóveda— depende del origen de la contingencia (común o profesional) y del historial de cotización. Cambian los periodos de referencia y la manera de promediar bases según si el origen es enfermedad común o accidente/enfermedad profesional. También difiere la forma de pago: en enfermedad común las pensiones se abonan en 14 pagas; en contingencias profesionales, en 12 mensualidades. Existen complementos mínimos cuando la pensión resultante queda por debajo de ciertos umbrales y topes máximos de pensión como en el resto del sistema. Son números, sí, pero no accesorios: determinan ingresos mensuales reales y condicionan decisiones vitales como aceptar un empleo adaptado o pedir una revisión por agravación.
Cómo se calcula la base reguladora
En líneas generales, la base reguladora promedia bases de cotización de un periodo marcado por la ley —que no siempre coincide con el de la jubilación— y se le aplica el porcentaje del grado reconocido. En accidente de trabajo o enfermedad profesional, el cálculo introduce elementos vinculados a los salarios del momento del hecho causante; en enfermedad común se miran meses o años previos, con reglas para lagunas de cotización y prorrateos. Todo ello se verifica sobre documentación objetiva (nóminas, bases de cotización comunicadas por la empresa, regularizaciones). No es un cálculo arbitrario, sino reglado y verificable, con efectos económicos que la resolución del INSS detalla.
Qué enfermedades suelen tener recorrido
Aquí aparece la confusión habitual. En la práctica clínica y en sentencias, ciertos cuadros aparecen con frecuencia en expedientes favorables. Eso no los convierte en un “catálogo” ni garantizan nada por sí mismos, pero orientan sobre dónde suelen producirse secuelas incapacitantes.
En el aparato locomotor, el dolor lumbar crónico tras cirugía con síndrome de espalda fallida, las radiculopatías resistentes, artrosis severa con limitación de la movilidad, escoliosis con compromiso funcional, fracturas vertebrales con inestabilidad, hombro con roturas masivas y pérdida de fuerza, cadera con dolor mecánico persistente pese a prótesis. Cuando la bipedestación prolongada, la carga de pesos o los gestos repetitivos son inseparables del oficio, estas secuelas dificultan de manera continuada el trabajo.
En neurología, esclerosis múltiple con brotes y secuelas motoras o cognitivas, Parkinson con fluctuaciones y discinesias que impiden precisión y seguridad, epilepsias mal controladas con crisis imprevisibles, neuropatías periféricas que anulan la destreza fina. En psiquiatría, trastorno depresivo mayor resistente a tratamiento, trastorno bipolar con episodios descompensados, trastornos de ansiedad graves con agorafobia o TEPT con hipervigilancia y disociaciones; cuadros que erosionan la asistencia regular, la concentración y la tolerancia al estrés en puestos con público, plazos o toma de decisiones.
En respiratorio, EPOC o asma graves con exacerbaciones frecuentes y pruebas funcionales muy alteradas, necesidad de oxigenoterapia o limitación de esfuerzo a mínimos. En cardiología, insuficiencia cardiaca con fracción de eyección reducida y pruebas de esfuerzo que señalan capacidad muy limitada; arritmias con síncopes o riesgo eléctrico. En oncohematología, tratamientos quimio/radioterápicos con fatiga incapacitante, neuropatía, linfedema, efectos secundarios que no remiten y riesgo inmunológico sostenido. En autoinmunes, lupus con afectación multiorgánica, artritis reumatoide erosiva con rigidez matinal y dolor refractario, espondiloartritis con anquilosis. El patrón común es inequívoco: la incapacidad nace del déficit funcional crónico, objetivable y relevante para trabajar, no del nombre de la enfermedad.
Un factor decisivo atraviesa todos los expedientes: el oficio. Las mismas secuelas pesan distinto según el puesto. Una lumbalgia crónica con restricción para cargar 10 kilos liquida una carrera como mozo de almacén, pero puede ser compatible con un back office con pausas y mobiliario adaptado. Un trastorno de pánico con crisis que impiden desplazamientos y trato con público choca con la conducción profesional, pero a veces encaja con teletrabajo sin presión de front office. La incapacidad es un cruce entre medicina y trabajo real, no una conclusión de laboratorio.
Cuando la causa es laboral: el cuadro oficial
Sí existe un Cuadro de Enfermedades Profesionales con valor jurídico: se aprobó por Real Decreto 1299/2006 y relaciona agentes (químicos, físicos, biológicos, inhalación, piel y ciertos cánceres) con patologías y actividades capaces de causarlas. No es un “listado de enfermedades incapacitantes”, sino un instrumento para fijar el origen profesional de la dolencia. Y eso importa: si la relación se presume por estar la patología en el cuadro y la persona trabajó en actividades expuestas, cambia la protección (intervienen mutuas, accidentes de trabajo), varía la base reguladora y aplica otra lógica de prevención.
Además, la jurisprudencia ha apuntalado una interpretación no rígida del cuadro: cuando una patología no aparece literalmente, pero se asemeja a otra listada por su mecanismo y exposición (por ejemplo, determinados trastornos del manguito rotador por movimientos repetidos y cargas con el brazo en elevación), los tribunales han reconocido el carácter profesional. Esa apertura evita que el listado quede obsoleto ante nuevas prácticas o conocimiento médico y responde a la realidad de los puestos.
Otra derivada práctica del origen profesional: la pensión se abona en 12 pagas, el recargo de prestaciones puede entrar en juego si hubo falta de medidas de seguridad, y la empresa tiene deberes de adaptación y prevención reforzados. El debate deja de ser puramente clínico para incluir responsabilidades y entornos de trabajo.
2025 mueve la aguja en la empresa
Desde mayo de 2025 el mercado laboral español funciona con una regla nueva: la incapacidad permanente deja de extinguir automáticamente el contrato. La reforma del Estatuto de los Trabajadores obliga a valorar ajustes razonables (modificar tareas, horarios, medios materiales, apoyos) y, si existe, ofrecer un puesto alternativo compatible con las limitaciones. Solo si la adaptación es inviable o supone carga excesiva para la empresa —teniendo en cuenta tamaño, recursos, organización y derechos de terceros— cabe la extinción. Además, se marcan plazos: la persona trabajadora debe manifestar su voluntad de continuar y la empresa, en un tiempo tasado, debe documentar si puede adaptar o recolocar.
Este cambio práctico alinea la legislación laboral con las obligaciones de no discriminación por discapacidad y con la lógica que ya inspiraba muchas resoluciones de incapacidad permanente: no todas las secuelas impiden toda actividad. También reduce la inseguridad en aquellos casos en los que el trabajador puede seguir aportando en tareas adecuadas —con apoyos, cambios de ritmo, teletrabajo, reubicación—, y evita decisiones automáticas que expulsaban del empleo sin explorar alternativas. Para las empresas, el reto es metodológico: identificar tareas esenciales, describir las funciones y medir si el ajuste es razonable en términos económicos y organizativos. Para la persona afectada, el foco está en acreditar qué sí puede hacer —además de lo que no puede— con evidencia clínica y con propuestas realistas de adaptación.
La reforma no altera la valoración médica del INSS, que sigue rigiéndose por secuelas y funcionalidad, ni los grados de incapacidad. Lo que cambia es el después: la relación contractual pasa por una fase de ajustes donde ambas partes deben mover ficha con criterios objetivos y verificables. Si finalmente se extingue el contrato, la empresa debe justificar la imposibilidad o la carga excesiva de la adaptación.
Qué esperar del expediente y de las revisiones
Un expediente sólido arranca con coherencia clínica: lo que se declara debe encajar con las pruebas y la evolución en la historia. El dolor tiene medidas (escalas, consumo analgésico, limitaciones objetivas), la disnea se ve en una espirometría, la fatiga en oncohematología se traduce en tolerancia al esfuerzo y ausencias, el temblor del Parkinson se captura en exploración, el déficit cognitivo se mide con test neuropsicológicos. La segunda pieza es laboral: una descripción honesta del puesto, con tareas fundamentales y ritmos que no se pueden sostener con esas secuelas. La tercera es prognóstica: estabilidad de la clínica o mal pronóstico razonable; la incapacidad es permanente en sentido funcional, no eterno por definición. Puede revisarse.
De hecho, toda resolución de incapacidad suele fijar un plazo de revisión por mejoría o empeoramiento. Si la patología progresa o aparecen nuevas secuelas (por ejemplo, complicaciones tras una artrodesis), se puede pedir revisión al alza del grado. Si hay mejoría significativa, o la persona retoma actividad en términos que desmienten las limitaciones declaradas, la Administración puede revisar a la baja o extinguir la pensión. Esto no es punitivo: es la forma de alinear la protección con la realidad clínica. Por eso conviene comunicar cambios relevantes, guardar informes periódicos y, si se asume un empleo adaptado, documentar la compatibilidad con el grado reconocido, sobre todo ante una total.
Hay además compatibilidades y incompatibilidades que importan. La incapacidad permanente total es compatible con trabajar en otra profesión distinta; de hecho, el sistema prevé recolocaciones. En la absoluta y en la gran invalidez, la idea general es la incompatibilidad con cualquier empleo ordinario; si se realizan actividades que indiquen capacidad laboral, la pensión puede ser objeto de revisión, con supuestos de suspensión o extinción. Las pensiones por incapacidad contributiva son vitalicias, salvo revisión o conversión en jubilación cuando se alcanza la edad ordinaria, con particularidades si la persona no reúne cotización para jubilación en el caso de una total.
En el terreno económico, la duda recurrente es si una paga extra “desaparece”. En enfermedad común, no: las pensiones de incapacidad se abonan en 14 pagas; en accidente o enfermedad profesional, en 12. También hay quienes preguntan si se puede “elegir” el grado. No: el grado lo decide la Administración con base en el expediente, aunque naturalmente se puede impugnar en vía administrativa y judicial.
Una última precisión que evita tropiezos: la discapacidad administrativa (porcentaje) no se suma al porcentaje de la pensión ni lo garantiza; sirve para otras ayudas, empleo protegido o medidas fiscales, y refuerza el cuadro probatorio, pero no determina por sí sola la incapacidad permanente.
Orientación final sin listas mágicas
La cuestión de fondo vuelve al principio: no hay una “lista de enfermedades” que abra la puerta, por sí sola, a una incapacidad permanente. Lo que decide es cómo te deja esa enfermedad —o combinación de ellas— para trabajar de forma continuada y segura. Se paga la pérdida funcional, no el nombre del diagnóstico. Por eso, en la práctica, los expedientes con más recorrido reúnen tres ingredientes: pruebas clínicas consistentes que corroboran las limitaciones, descripción precisa del puesto con tareas esenciales que quedan ya fuera de alcance, y pronóstico que desaconseja que esa situación vaya a revertir de forma significativa. Ahí encajan con frecuencia patologías como lumbalgias crónicas posquirúrgicas, EPOC grave, depresión mayor resistente, Parkinson con fluctuaciones, cáncer en tratamiento con secuelas incapacitantes, artritis reumatoide erosiva. Pero nunca porque estén en una “lista”, sino porque producen —y se demuestran— secuelas que cierran la puerta al trabajo habitual o a cualquier trabajo.
Desde 2025, el tablero empresarial también ha cambiado: antes de extinguir, hay que medir y documentar ajustes razonables o puestos alternativos. La protección social se mantiene en sus porcentajes y fórmulas, con el 55 % de referencia en la total, el 100 % en la absoluta y el complemento específico de gran invalidez, y con la indemnización de 24 mensualidades en la parcial. En el marco de origen profesional, el cuadro de enfermedades de 2006 importa para presumir causalidad laboral y, con ello, base reguladora, pagas y responsabilidades. Todo encaja si se mira con perspectiva: médicos, trabajo, economía y derecho juegan a la vez.
El resultado, al final, es exigente pero razonable: no alcanza con asumir que un diagnóstico “da pensión”; hace falta demostrar que las secuelas impiden de verdad trabajar como exige el mercado laboral. El sistema no es perfecto —ninguno lo es—, y a veces se corrige en los juzgados; pero funciona mejor cuando el expediente retrata fielmente la clínica y traduce esa clínica en limitaciones medibles. Eso explica por qué no existe, ni existirá, una lista de enfermedades para incapacidad permanente. Explicarlo sin rodeos —con hechos, con números y con la novedad legal de 2025 en el radar— ayuda más que cualquier “tabla secreta”.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: Boletín Oficial del Estado, Seguridad Social, Ley General de la Seguridad Social (BOE), Real Decreto 1299/2006 (BOE), Tribunal de Justicia de la UE, Cinco Días, Wolters Kluwer, Agencia Tributaria, Portal de la Seguridad Social.

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