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Naturaleza

Más calor, más evaporación: ¿habrá más DANA en España?

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una calle de benetusser tras la dana 2024

Calor que no da tregua, evaporación voraz y cielos inquietos: el otoño español se enfrenta a un riesgo creciente de lluvias extremas.

El verano de 2025 se nos ha hecho largo. Calor pegajoso, noches tropicales, mar templado como una sopa. Esa sensación de bochorno que no afloja y que deja una pregunta flotando, incómoda pero inevitable: ¿habrá más DANA este otoño? La respuesta honesta es menos rotunda de lo que a veces se vende. No está claro que vayamos a tener más episodios de DANA, así, en número. Sí está claro —y esto es lo que importa para la gente de a pie— que cuando se formen, las lluvias intensas tienden a ser más intensas en un clima más cálido, con más vapor de agua disponible y suelos más secos tras veranos cada vez más extremos. Y ahí está el riesgo: el salto brusco de la sequedad a la inundación.

Lo que viene a continuación no es un parte de milagros ni un pronóstico caprichoso. Es el marco físico que explica por qué España, en especial su fachada mediterránea, vive otoños cada vez más nerviosos. Y sí, a veces el cielo se viene abajo en pocas horas, en un barrio sí y en el de al lado no. Es meteorología, orografía… y un mar que carga la atmósfera de humedad como nunca.

DANA: qué es (de verdad) y por qué nos complica la vida

Una DANA es una Depresión Aislada en Niveles Altos: un bolsón de aire frío que se descuelga de la circulación general y queda aislado en altura. El término popular “gota fría” ha servido para describir muchas cosas, pero técnicamente la DANA remite a dinámica de altura (un cut-off low) que, si interactúa con aire templado y muy húmedo en capas bajas, dispara la convección y, con ella, lluvias torrenciales.

Lo más delicado no es la etiqueta sino la combinación de ingredientes. Aire frío arriba, Mediterráneo templado abajo, viento de levante que empuja la humedad hacia la costa y relieve que obliga al aire a ascender. Cuando ese engranaje encaja, la lluvia se multiplica. Y lo hace de forma muy desigual: acumulados extremos en un valle estrecho mientras, a 15 kilómetros, apenas chispea. No es capricho, es la física del ascenso forzado y de tormentas que descargan donde el viento y la montaña les “invitan”.

El engranaje mediterráneo en dos trazos

Una atmósfera con aire frío en altura sobre un mar cálido provoca un fuerte contraste vertical. Ese contraste alimenta nubes de gran desarrollo, capaces de exprimir cantidades enormes de agua en poco tiempo. Si el levante es persistente, las bandas de precipitación se anclan contra las sierras litorales y prelitorales. Resultado: episodios de lluvia muy intensos en el litoral y prelitoral valenciano, murciano, catalán, balear… y, con menos frecuencia, en el este de Andalucía y tramos del valle del Ebro. El mapa, con matices, es conocido.

Más calor, más evaporación: el nuevo motor del riesgo

Aquí entra la parte menos visible y más decisiva. El calor extra no solo significa sudor y noches malas; significa atmósfera sedienta. En un aire más cálido, la demanda evaporativa —la capacidad del aire para “tirar” del agua de suelos y plantas— aumenta. Aunque las lluvias medias de un trimestre no cambien demasiado, se pierde más agua por evaporación y evapotranspiración. El terreno llega a septiembre más reseco, más endurecido. Y cuando llega el chaparrón, infiltra peor y escurre más. El mismo litro de lluvia impacta distinto sobre un suelo esponjado que sobre uno fatigado por el calor.

Hay otro detalle que conviene poner en negrita porque explica muchas imágenes de telediario: los suelos pueden volverse hidrofóbicos tras periodos muy secos. Ese comportamiento hace que las primeras lluvias intensas resbalen literalmente, alimentando avenidas súbitas en ramblas y barrancos. No es un fenómeno nuevo, pero el contexto de calor persistente lo hace más frecuente.

El Mediterráneo como batería de humedad

El mar funciona como una batería térmica. Cuando el verano ha sido largo y cálido, el Mediterráneo occidental llega al final de agosto y septiembre con mucha energía acumulada. No es solo la temperatura superficial, es el contenido de calor en la capa superior del mar. Esa energía sostiene la evaporación y, por tanto, carga de vapor la atmósfera de niveles bajos. Si una DANA —o una baja en superficie— engancha esa lengua húmeda y la canaliza hacia la costa, el escenario de lluvias intensas está preparado. Más calor en el mar = más combustible.

¿Más DANAs… o DANAs más dañinas?

Aquí conviene bajar un punto las expectativas de titulares fáciles. La frecuencia de DANAs en nuestra región no muestra una tendencia concluyente. Hay años con muchos episodios y pocos daños, y años con dos situaciones que marcan el curso. Lo que es consistente con la física y con la observación reciente es que la intensidad de las lluvias extremas puede aumentar en un clima más cálido. La regla de Clausius-Clapeyron es una guía útil: por cada grado adicional, el aire puede retener en torno a un 7% más de vapor de agua. No es un sello automático para cada tormenta, pero inclina la balanza. Donde antes caían 60 litros por hora, ahora pueden caer 70 u 80 en circunstancias similares. Y esa diferencia, en redes de pluviales diseñadas con estándares antiguos, marca la frontera entre charcos y anegamientos serios.

También importa la persistencia. Episodios que se mueven lentamente, clavados por patrones de bloqueo, acumulan litros durante horas sobre el mismo punto. La DANA, al quedar aislada, a veces se pasea de forma errática; si coincide con vientos de levante constantes, la tira de precipitación se renueva una y otra vez. Poco espectáculo de radar y mucho daño en la calle.

Qué esperar del otoño sin vender humo

Es tentador pedir al mapa estacional que te diga si lloverá el día 12 a las 17:30. No funciona así. Las predicciones estacionales nos hablan de probabilidades y promedios: si el trimestre podría ser más cálido de lo normal, si hay señal de menos o más precipitación en un área. Aun con un otoño que salga “más seco” en promedio, eso no cancela uno o dos episodios severos. Al revés: menos días de lluvia y más litros concentrados caben en la misma foto. Es la paradoja del clima que se calienta.

Estamos en agosto. Lo sensato ahora es vigilar indicadores más que perseguir certezas: el estado térmico del Mediterráneo semana a semana; vaguadas atlánticas que tienden a aislarse al acercarse a la Península; vientos de levante previstos persistentes; lenguas de humedad bien definidas apuntando a la costa; y, ya a muy corto plazo, parámetros convectivos altos en modelos de alta resolución. No hace falta ser meteorólogo para todo: leer bien los avisos oficiales y mirar el radar cuando huele a problema es media batalla ganada.

Dónde aprieta más y por qué

El arco mediterráneo es el epicentro: Cataluña, Comunidad Valenciana, Región de Murcia, Baleares, con extensiones hacia el este de Andalucía y tramos del valle del Ebro. La razón no es misteriosa: mar templado a barlovento, levante que canaliza humedad, relieve que fuerza el ascenso. En finales de verano y primeras semanas de otoño el mar todavía guarda calor, mientras que en altura ya asoman irrupciones frías. El choque de estaciones es literal.

Eso no excluye sorpresas en otras regiones. Con flujos húmedos del Atlántico que se curvan sobre la Ibérica, o con bajas que se cuelan por el Golfo de Cádiz, Andalucía occidental y puntos del centro pueden tener episodios notables. Pero el patrón más recurrente, el que todos tenemos en la cabeza, es el del levante cargado contra el litoral oriental.

Señales que delatan un episodio que puede torcerse

Hay días en que el parte suena neutro y, de pronto, el cielo se hace de noche. Aun así, suelen aparecer pistas a varios días vista: un chorro que se ondula y insinúa el aislamiento de una baja en altura; isobaras apretadas en el Mediterráneo con levante directo a costa; SST alta pegada a la orilla; convergencias de brisas locales que, ya en el “minuto a minuto”, ancoran células sobre la misma zona. La clave operativa, para quien decide en una administración o en una redacción, es evitar el “ya veremos”. Si el cóctel se empieza a mezclar, preparar medios y avisar con antelación razonable salva tiempo… y a veces algo más.

De la lluvia al daño: cuando el problema ya no está solo en el cielo

Otra pieza del rompecabezas es cómo ha cambiado el territorio. Donde había huerta hay asfalto; donde el arroyo serpenteaba hay canalizaciones; donde el agua podía expandirse ahora encuentra bordillos, taludes y vallas. Ese rediseño del paisaje acelera las escorrentías y concentra el agua en puntos críticos. Las infraestructuras urbanas, por su parte, fueron dimensionadas muchas veces con series históricas que no recogen picos como los que vemos hoy. No es que no drenen: no dan abasto para intensidades subhorarias que desbordan lo esperado.

Y el campo, como siempre, paga su parte. Un otoño con episodios intensos sobre suelos resecos puede recargar embalses si la lluvia cae despacio y bien repartida; o arrasar bancales si descarga en 12 horas lo que antes caía en una semana. El manejo fino —cubiertas vegetales, labores en contorno, pequeñas obras de retención— suena poco épico, pero marca diferencias en daños.

¿Se puede reducir el riesgo sin prometer lo imposible?

No vamos a “controlar” una DANA. Sí podemos rebajar la exposición y la vulnerabilidad. Mapear bien las zonas inundables, no ocupar cauces, mantener redes de pluviales y limpiar puntos negros antes del otoño. En costa, incorporar soluciones basadas en la naturaleza —humedales de amortiguación, SUDS en ciudades— ayuda a laminar las puntas de caudal. Y en la escala de la ciudadanía, cosas sencillas que siempre repetimos y a menudo olvidamos: no cruzar cauces ni pasos subterráneos cuando “solo” parece que baja un palmo de agua; no dejar el coche en ramblas; consultar avisos oficiales cuando el cielo se pone feo. Son ganas de vivir, no alarmismo.

La comunicación importa

Un apunte casi periodístico pero clave: cómo contamos el riesgo cambia el resultado. La palabra “DANA” se ha cargado de connotaciones que a veces confunden. A la gente le interesa qué puede pasar en su calle, en qué ventana horaria, qué acciones debe evitar. Mensajes claros, mapas sencillos, bandas horarias y recomendaciones directas funcionan mejor que el ruido de tecnicismos sueltos. Avisar de menos y fallar resta confianza; avisar de más y que no pase nada también. El equilibrio se consigue con datos, con experiencia local y con humildad.

Lo que sí sabemos (y lo que conviene aceptar)

Sabemos que el calentamiento del Mediterráneo y de la atmósfera aumenta el potencial de que las precipitaciones intensas asociadas a configuraciones como la DANA sean más fuertes. Sabemos que la demanda evaporativa creciente seca suelos y vegetación antes de que lleguen las primeras lluvias, endureciendo la transición de sequía a aguacero. Sabemos, también, que las predicciones estacionales hablan de tendencias y promedios, no de fechas concretas, y que un otoño “seco” en media puede esconder un par de episodios serios. Y conviene aceptar esto: quizá no tengamos más DANAs, pero cuando toquen, pueden descargar más y hacer más daño si nos pillan mal situados.

No es el fin del mundo. Es un cambio de base que exige adaptar cómo diseñamos ciudades, cómo gestionamos suelos y cómo nos preparamos cuando los ingredientes se alinean. Y sí, habrá años calmos y otros que nos pondrán a prueba.

Antes de que llegue la primera tormenta

Si hay que quedarse con algo práctico, que sea esto. Mirar el mar (cuánto calor guarda), mirar el cielo en altura (si se “corta” una baja), mirar el viento (si el levante empuja sin descanso). Atar cabos con calma. Asumir que no todo se puede prever al milímetro. Planificar lo previsible: limpieza de pluviales, planes de emergencia, protocolos en puertos y zonas bajas, agricultura preparada para recibir agua sin que se la lleve toda de una vez. Comunicar mejor y sin dramatismos: avisos claros, horarios aproximados, mapas que cualquiera entienda.

¿Habrá más DANA en España? Puede que no muchas más. Puede que las sintamos más. Porque más calor y más evaporación significan más agua en el aire y menos agua en el suelo. Y ese desequilibrio, cuando el cielo decide abrirse, se nota. La buena noticia es que sabemos dónde y cuándo vigilar mejor. La parte difícil —pero posible— es que lo hagamos.


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