Cultura y sociedad
Fallece la pedagoga que creó el Erasmus: ¿cuál es su legado?

Muere Sofia Corradi, ‘mamma Erasmus’, y repasamos su vida, el origen del programa, cifras clave y el impacto real en España y en toda Europa.
Sofia Corradi ha muerto en Roma a los 91 años. Con su nombre se asocia una de las transformaciones más concretas que la Unión Europea ha producido en la vida cotidiana: logró que estudiar unos meses en otra universidad europea contase igual al volver a casa. La noticia de su fallecimiento llega con el peso simbólico de una vida entera dedicada a derribar la burocracia que impedía reconocer exámenes y créditos cursados fuera. Durante décadas trabajó para que “moverse y que cuente” dejase de ser un deseo y se convirtiera en norma. Hoy, más de 16 millones de participantes han pasado por Erasmus y sus programas hermanos; detrás de ese número hay aulas, prácticas, idiomas, primeras nóminas, amistades. También una idea teimosa que nació de una frustración personal y que acabó imponiéndose.
La trayectoria de Corradi explica por qué su muerte es noticia europea, no solo italiana. Profesora de Ciencias de la Educación, asesora de rectores, divulgadora incansable, tejió una red entre administraciones, universidades y comisiones que terminó cristalizando en 1987 con el nacimiento oficial del programa Erasmus. Desde entonces, aquella arquitectura se ha refinado —ECTS, acuerdos interuniversitarios, convenios de prácticas, alianzas entre campus— hasta derivar en Erasmus+, paraguas que integra educación superior, Formación Profesional, educación escolar, juventud y deporte. No fue un golpe de suerte; fue constancia, técnica y mucha política práctica. En España, país que desde hace años figura entre los destinos favoritos, su legado se palpa en miles de expedientes convalidando créditos sin dramas y en un ecosistema de movilidad que mueve cientos de millones de euros al año y sostiene la internacionalización de los campus.
Una figura que hizo Europa cotidiana
Corradi nació en Roma en 1934. Se licenció en Derecho en La Sapienza y muy pronto se marchó a Estados Unidos gracias a una beca Fulbright que le abrió las puertas de la Universidad de Columbia. Aquel paso —nada común en la Italia de posguerra— la puso frente a lo mejor de la universidad norteamericana: cursos exigentes, libertad académica, bibliotecas abiertas. Pero el regreso fue un choque contra un muro: su universidad no reconocía los exámenes aprobados en EE. UU.. La narrativa de su vida se podría haber cerrado ahí, con una decepción íntima. No fue el caso. Decidió que esa negativa no debía repetirse y volcó décadas a convertir el reconocimiento académico transfronterizo en una práctica normal.
De vuelta en Europa, Corradi trabajó como consultora científica y más tarde como profesora en la Universidad Roma Tre. Se especializó en políticas educativas y movilidad, y se hizo un nombre entre rectores, decanos y responsables de ministerios. No fue una política de cartel ni ocupó grandes cargos ejecutivos; su autoridad se apoyó en el conocimiento técnico, en la constancia y en la habilidad para traducir problemas cotidianos (actas, planes de estudio, denominaciones de asignaturas) a soluciones institucionales. Su reputación creció a medida que la idea se abría camino. Con los años, llegaron reconocimientos europeos de alto perfil —entre ellos un premio de gran peso en el ecosistema comunitario— que terminaron de fijar su apodo popular: la “mamma Erasmus”.
En su voz, la movilidad no fue un lujo, sino una herramienta de equidad y de cohesión para las generaciones que se formaban en el proyecto comunitario. De hecho, defendía dos principios que hoy parecen obvios, pero que no lo eran en los sesenta y en los setenta: que la universidad europea tenía que hablar un idioma común de créditos y que los estudios cursados fuera debían valer lo mismo sin torturas administrativas. Ese “idioma común” terminaría llamándose ECTS (Sistema Europeo de Transferencia y Acumulación de Créditos), una pieza técnica que hizo posible lo demás.
De Roma a Nueva York: la biografía esencial
La secuencia biográfica importa porque explica el tipo de líder que fue. Corradi creció en una Roma todavía marcada por la posguerra, estudió Derecho —una formación que imprime precisión jurídica, sensibilidad por la norma y sus límites— y cruzó el Atlántico con veintipocos años. A su vuelta, se topó con una respuesta fría: nada de lo estudiado se convalidaba. No cabe imaginar un incentivo mejor para ponerse a trabajar en la causa contraria. En 1969 redactó un memorando pionero sobre la equivalencia de estudios universitarios cursados en el extranjero, con un núcleo operativo sencillo: movilidad pactada de antemano entre universidades, enseñanza y evaluación en la institución de acogida, y reconocimiento automático al regreso. Ese texto circuló por despachos ministeriales y entre conferencias de rectores; no se aprobó de inmediato, pero dejó sembrada la arquitectura básica.
Desde ahí, la carrera de Corradi se asentó en dos planos. Uno, académico: docencia en Ciencias de la Educación, ponencias, manuales, asesorías técnicas. Otro, político-institucional: trabajo con redes universitarias, CRUI (la asociación de rectores italianos), interlocución con la Comisión Europea y sensibilización pública. Lo hizo en un entorno mucho menos integrado que el actual, con sistemas nacionales cerrados, fuertes asimetrías y recelos entre facultades. Su estilo combinaba pedagogía y tenacidad: explicaba, demostraba, comparaba, insistía. A los veinte años de aquella beca Fulbright ya había un consenso embrionario sobre la movilidad con reconocimiento; faltaba el salto de escala.
Su biografía, además, recuerda una verdad que a veces se olvida cuando se cuentan los grandes programas públicos: no hay política sin perseverancia personal. En su caso, la adversidad inicial se convirtió en un argumento moral poderoso. La “injusticia” de no reconocer lo aprendido alimentó un programa cuyo principio fundacional fue justo el inverso: dar valor a lo aprendido donde se aprende.
El chispazo que originó el Erasmus
Erasmus no nació de un despacho en Bruselas, sino de miles de conversaciones entre decanos, profesores y funcionarios que veían asomar una Europa universitaria por construir. Corradi fue la energía constante que empujó aquel proceso. Su idea tenía tres pilares: movilidad planificada, reconocimiento garantizado y financiación suficiente para que el intercambio no fuese solo para élites. Este triángulo se sostiene con más piezas técnicas de las que caben en un eslogan: acuerdos bilaterales, catálogos de asignaturas equiparables, actas traducidas, tablas de conversión de calificaciones, comisiones de convalidación en origen y en destino. Y, por supuesto, la definición común de la “carga de trabajo” que hoy solemos resumir en créditos ECTS.
El programa tomó forma cuando esas soluciones de taller se convirtieron en decisiones políticas. En 1987, la entonces Comunidad Económica Europea adoptó oficialmente el Programa Erasmus. La novedad no fue solo el sello comunitario; fue el marco estable que permitió multiplicar convenios, estandarizar procesos y dar certidumbre a estudiantes y universidades. Europa, por primera vez, habilitaba un camino claro para salir, estudiar, y que contase.
Desde el arranque, Erasmus se apoyó en redes previas que ya ensayaban movilidad con reconocimiento (programas conjuntos, dobles titulaciones incipientes). La clave fue escalar y garantizar financiación a través de convocatorias anuales. El resto es una genealogía conocida: Erasmus pasó a integrarse en la iniciativa Socrates, nació Erasmus Mundus para títulos conjuntos de posgrado con dimensión global, y en 2014 se consolidó Erasmus+, paraguas que integra todas las acciones de movilidad y cooperación en educación y juventud. El “más” del nombre no era retórica; reflejaba un campo mucho más amplio, desde la FP de grado medio hasta los proyectos de innovación educativa, pasando por el deporte y la inclusión social.
De idea a política pública: 1987 y después
En menos de cuatro décadas, la movilidad dejó de ser una rareza para convertirse en una expectativa razonable dentro de un itinerario universitario. Las cifras agregadas ayudan a entender el salto: millones de estudiantes de grado y máster han cursado un semestre o un año fuera, miles de docentes han hecho estancias de docencia o formación, centenares de miles de jóvenes de Formación Profesional han realizado prácticas en empresas europeas. La política pública se volvió cultura institucional: oficinas de relaciones internacionales en cada campus, convenios vivos, catálogos de asignaturas equivalentes, ventanillas únicas. Hubo aprendizaje, errores y ajustes; pero el marco funcionó.
En paralelo, emergió un consenso técnico sobre el ECTS. Ese sistema, que al principio se concibió como herramienta de transferencia (traducir asignaturas de A a B), evolucionó hacia un sistema de acumulación de créditos, compatible con los planes de estudio nacionales. Hablar el mismo idioma de carga de trabajo —no solo de horas de clase, sino de estudio autónomo, prácticas, evaluación— permitió que ingenierías, humanidades, ciencias y carreras sanitarias establecieran correspondencias realistas. No eliminó todos los fricciones —hay áreas donde la equiparación sigue siendo complicada—, pero quitó del camino la barrera principal.
El programa también diversificó perfiles. Si al principio la movilidad se asociaba al estudiante “típico” de segundo ciclo, hoy hablamos de movilidad con apoyo específico para quienes tienen menos oportunidades, ayudas complementarias por situación socioeconómica, discapacidad o residencia en zonas remotas, y formatos híbridos que combinan virtualidad y estancias breves. La pandemia aceleró este último punto: se probaron movilidades combinadas que permitieron mantener el intercambio académico en un contexto de restricciones de viaje. Tras la emergencia, ese aprendizaje quedó como opción adicional que amplía el acceso.
Reconocimiento, créditos y el idioma común
Nada de lo anterior habría sido sostenible sin una gramática compartida. El ECTS —que hoy parece un formalismo— es la pieza que enlaza la ambición política con la microgestión académica. Aterriza en cosas tan prosaicas como cómo se rellena un acta, qué significa un “seminario” en una facultad o cuánta carga de trabajo real supone una práctica de laboratorio. Bajo ese paraguas, los Learning Agreements (acuerdos de aprendizaje) fijan por adelantado el “plan de equivalencias” entre origen y destino; al regresar, la convalidación no es una negociación a oscuro, sino la consecuencia de un acuerdo firmado. Esta previsibilidad es lo que permitió que la movilidad creciera sin convertirse en una lotería.
Datos, impacto y el papel de España
Los efectos del programa se ven en indicadores cuantitativos y en resultados menos tangibles. A gran escala, Erasmus+ gestiona un presupuesto anual que supera con holgura los 4.000 millones de euros en Europa. El ciclo financiero 2021-2027 elevó la apuesta, y los convocatorias anuales financian decenas de miles de proyectos de movilidad y cooperación. La cifra total de participantes desde 1987 supera con claridad los 16 millones si sumamos estudiantes, profesores, personal y jóvenes de FP y de ámbitos no universitarios. El volumen impresiona, pero lo decisivo es que el porcentaje de estudiantes que realiza una movilidad en algún momento de su grado o máster ha crecido de forma sostenida en casi todos los países.
En el plano laboral, la evidencia acumulada muestra mejoras de empleabilidad, competencias lingüísticas y habilidades transversales (trabajo en equipo, iniciativa, capacidad de adaptación). En sectores como ingeniería o economía, las prácticas Erasmus se han convertido en puentes de entrada a empresas internacionales o a pymes con proyección exterior. En las carreras sanitarias o en educación, las estancias en hospitales o colegios europeos abren metodologías distintas y estándares comparables. A medio plazo, muchos graduados que han pasado por el programa regresan al extranjero con contratos laborales o con proyectos de investigación; otros internacionalizan su trabajo desde España; unos y otros nutren redes que sostienen proyectos europeos de innovación, transferencia o cultura.
España juega un papel central en esa historia. Desde hace años, es de los países que más estudiantes acoge y también uno de los que más envía. La explicación es múltiple: una red densa de universidades públicas y privadas, amplia oferta de titulaciones impartidas en inglés y español, ecosistema urbano atractivo, coste de vida relativamente competitivo en comparación con capitales del norte y, muy importante, una gestión profesional a través de la agencia nacional que desde hace tiempo funciona con rigurosidad. Las universidades españolas han aprendido a mimar la relación con socios europeos, a planificar plazas por facultad y a armonizar calendarios para minimizar pérdidas de semestre. También han avanzado en dobles grados internacionales, alianzas de universidades europeas y títulos conjuntos que nacen, precisamente, de la lógica de movilidad.
En el capítulo financiero, España maneja cada año un volumen de fondos que supera los 300 millones en acciones de movilidad y cooperación. Ese dinero riega miles de movilidades de estudiantes y personal, además de proyectos estratégicos de innovación educativa, digitalización, inclusión o sostenibilidad. Sobre esta capa estatal y comunitaria, varias comunidades autónomas suman cofinanciación propia para incrementar la cuantía de las becas o ampliar su alcance. No hay una foto homogénea —cada territorio diseña su política complementaria—, pero el mapa deja ver diferencias en intensidad y criterios. En todo caso, el objetivo compartido es no dejar fuera a quien menos tiene, porque el coste de la estancia —alquiler, transporte, manutención— sigue siendo uno de los asuntos críticos.
Otro dato relevante es la creciente diversificación de destinos. La movilidad no se agota en las capitales clásicas; gana peso la Europa central y oriental, crecen los intercambios con países nórdicos y se consolida una red mediterránea en la que España, Italia y Portugal funcionan como polos de atracción cruzados. El perfil del “erasmuser” también se ensancha: más estudiantes de FP, más estancias cortas combinadas con preparación virtual, y más movilidad del personal (talleres de internacionalización, microestancias de formación, docencia en inglés o francés) que mejora la calidad interna de las universidades.
El contexto geopolítico ha afectado, como es lógico. La salida del Reino Unido de la UE provocó un corte en los flujos hacia sus universidades y el lanzamiento de un esquema nacional alternativo por parte británica. Esta ausencia dejó un hueco simbólico y práctico que se cubrió, en parte, con más plazas en Irlanda y Países Bajos y con un aumento de las movilidades intracomunitarias. El tablero, no obstante, se mueve: el interés mutuo por reconectar campus y facilitar estancias bilaterales sigue ahí, y los convenios directos entre universidades han actuado como válvula para que no se pierdan completamente los vínculos académicos.
Por último, una mención a la inclusión: el programa encadena ya varios ejercicios con prioridades que empujan a llevar la movilidad a perfiles menos típicos, elevar las ayudas específicas, adaptar alojamientos y prácticas y premiar proyectos que reduzcan barreras. No es retórica; es presupuesto, criterios de evaluación y métricas de impacto que se piden en cada memoria final. La movilidad, si quiere seguir creciendo, tiene que ensanchar su base social.
Un legado que se sigue moviendo
La obra de Corradi no termina en los números. Cambió la forma de diseñar los planes de estudio —pensando en la movilidad como opción estándar—, acercó la universidad a las empresas con prácticas curriculares internacionales y fortaleció la cooperación entre campus a través de proyectos conjuntos. Ayudó a crear una cultura de reconocimiento que hoy alcanza incluso a microcredenciales y formaciones cortas: certificaciones específicas que las universidades convalidan y que las empresas valoran. Los vicerrectorados de internacionalización de hoy —con equipos técnicos, sistemas digitales de gestión y convenios vivos— son herederos directos de aquella semilla.
También dejó en el sistema una práctica de transparencia que hace unas décadas era excepcional: catálogos públicos con programas, competencias y métodos de evaluación; tablas de equivalencias; rangos de calificación traducibles. Esto redujo el margen para la arbitrariedad y elevó la calidad. A su vez, impulsó una competencia sana entre universidades por atraer talento, abrir grados en inglés, internacionalizar el profesorado y mejorar la acogida del estudiante que llega.
Hay, sin embargo, retos abiertos que la agenda europea discute con intensidad. El principal: el coste real de vivir fuera. En ciudades con alquileres altos, las ayudas pueden resultar insuficientes, sobre todo para estancias largas. El segundo: la vivienda. La presión inmobiliaria en núcleos universitarios ha complicado la logística del alojamiento y exige acuerdos entre ayuntamientos, universidades y entidades sociales para habilitar escuela de residencias, plazas asequibles y redes de pisos de confianza. El tercero: la calidad de las prácticas. La movilidad en FP y en algunos grados requiere empresas comprometidas que ofrezcan tareas formativas reales, no puestos “decorativos”. Por último, la homologación de titulaciones reguladas (sanidad, educación, ingeniería) todavía genera puntos de fricción que se resuelven con trabajo fino de agencias de calidad, colegios profesionales y ministerios.
La dimensión verde y digital del programa no es accesorio. Hay bonificaciones y prioridades para quien elige viajes sostenibles o proyectos de transformación digital en el aula, y crece la movilidad combinada (formación virtual + estancias cortas) como herramienta para reducir huella sin renunciar al valor del contacto presencial. Este giro conecta con tendencias de currículum (competencias digitales, datos, IA aplicada) y con el compromiso, cada vez más explícito, con la sostenibilidad.
El caso español ilustra bien la evolución. Muchas universidades han impulsado “ventanas de movilidad” en sus planes (asignaturas optativas agrupadas en un semestre pensado para salir fuera), han creado oficinas de prácticas internacionales y workshops con empresas locales que quieren captar talento internacional. Crece la movilidad hacia América Latina vía convenios directos y programas espejo, a la vez que se consolidan los destinos europeos clásicos. Y se normaliza un fenómeno interesante: quien no pudo salir en el grado, lo hace en el máster; quien tiene familia, busca estancias cortas; quien trabaja en administración universitaria, aprovecha microestancias para aprender procesos en otra oficina. La movilidad se vuelve modular y diversa.
A la pregunta de qué queda de Corradi, la respuesta no es una estatua ni un aula con su nombre (que también). Queda un sistema. Un conjunto de reglas, hábitos y expectativas que hacen que la experiencia universitaria europea tenga una dimensión transnacional. Cuando un estudiante de Valladolid se forma en Groningen y vuelve con los créditos reconocidos sin perder la convocatoria; cuando una enfermera de Granada hace prácticas en un hospital de Bolonia y regresa con competencias que su unidad valora; cuando un profesor de Matemáticas de A Coruña imparte un módulo en Lyon y trae un proyecto conjunto, lo que sucede en realidad es que la idea de Corradi —moverse y que cuente— funciona.
Su muerte invita a releer el origen: una negativa universitaria en los años cincuenta convertida en motor de cambio; un memorando en 1969 que dio forma a la propuesta; la decisión política de 1987 que lo elevó a programa europeo; la maduración técnica con ECTS y acuerdos de aprendizaje; la expansión hacia FP, escuelas, juventud y deporte en Erasmus+. También sugiere dónde insistir: subir ayudas en destinos caros, afinar reconocimientos en áreas complejas, asegurar prácticas de calidad, acelerar la digitalización de expedientes y seguir abriendo puertas a quienes históricamente han tenido menos margen para salir.
Nada de esto es un ejercicio de nostalgia. Es un recordatorio de cómo se construyen las políticas transformadoras: con personas que se empeñan en arreglar un problema concreto hasta que lo convierten en arquitectura estable. Corradi lo hizo desde el aula y desde los pasillos donde se pactan los detalles que luego cambian vidas. Y lo hizo con un tono poco épico, muy europeo: papel, actas, acuerdos, convocatorias. Un método.
Un legado que Europa ya vive como propio
La desaparición de Sofia Corradi llega cuando Erasmus+ es parte del paisaje. Lo normal hoy es poder irse un semestre, volver y que el itinerario siga sin penalizaciones. Lo normal es que las universidades convivan con currículums que se abren a dobles titulaciones, títulos conjuntos y prácticas internacionales. Lo normal es que empresas de todos los tamaños se acostumbren a acoger estudiantes de otros países y a contratarlos si encajan. Ese “normal” fue su objetivo. Queda trabajo por delante —siempre lo hay—, pero el programa ya no depende del impulso de una sola persona. Vive en cada convenio que se firma, en cada acuerdo de aprendizaje subido a una plataforma, en cada acta que reconoce créditos sin hacer ruido.
Y también, conviene decirlo, vive en España con una particular intensidad: por número de movilidades, por atracción como destino, por capacidad de enviar estudiantes fuera, por la profesionalidad de sus oficinas internacionales y por una cultura universitaria que ha incorporado la movilidad como parte de su identidad. Esa cotidianeidad —ese “ya está integrado”— es la victoria más nítida de la mamma Erasmus. Frente a su pérdida, queda una realidad que ya no se moverá hacia atrás: una Europa que se reconoce en sus aulas, en sus prácticas y en sus títulos. Y que seguirá abriendo puertas porque una profesora italiana, hace más de medio siglo, se negó a aceptar un “no” como respuesta.
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Este artículo se ha elaborado con información contrastada y de acceso público. Fuentes consultadas: Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades, SEPIE, ANSA, Fundación Yuste, Comisión Europea, European Education Area.

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