Cultura y sociedad
¿Empieza la guerra entre PP y Vox? Miedo al trasvase de votos

Autor: VOX Congreso vía Wikimedia Commons. Dominio público (CC0 1.0)
El PP se lanza al cuerpo a cuerpo con Vox para contener fuga de votos; 12-O y la supuesta pinza reordenan el tablero político de la derecha.
La derecha española ha entrado en una fase de fricción abierta que trasciende los roces habituales entre aliados potenciales. El PP ha endurecido el tono contra Vox y ha pasado del aviso a la confrontación directa con un objetivo declarado: frenar el trasvase de votos que, según los últimos barómetros, se está produciendo desde sus filas hacia Santiago Abascal. El discurso de “fuera caretas” que se escuchó en las últimas horas no es un exabrupto suelto, sino la expresión pública de una estrategia que venía madurando en Génova y que salta ahora al primer plano por el encadenado de episodios de los últimos días: el 12 de Octubre sin Abascal en la tribuna junto al Rey, el cruce de reproches del lunes 13 entre los dos líderes y la irrupción de la tesis popular de la “pinza PSOE–Vox” que, a ojos del PP, trataría de estrechar el margen de maniobra de Alberto Núñez Feijóo. Vox responde negando cualquier coordinación con la Moncloa, tilda de “fraude” el relato de Feijóo y sostiene que la única “pinza” es la que forman populares y socialistas cuando pactan instituciones. La escalada ha dejado de ser táctica para convertirse en marco de campaña.
Un choque que venía gestándose
El punto de ignición simbólico fue el Desfile de la Fiesta Nacional del sábado 12 de octubre. La ausencia de Abascal en la tribuna de autoridades, donde sí estuvieron el Rey y el presidente del Gobierno, se interpretó en el PP como una factura política que deslegitima el “patriotismo” que Vox reivindica como seña identitaria. Los populares aprovecharon para presentar a su competidor por la derecha como un actor que prefiere el gesto al deber institucional, y esa lectura fue el preámbulo del intercambio de golpes del lunes, cuando Feijóo señaló la “pinza” de Vox con el PSOE para ir contra él y Abascal replicó elevando el tono personal. La clave ya no es quién gana el titular del día, sino el relato acumulativo: Génova quiere situar a Vox en el eje de la desestabilización –“ruido”, “bloqueo”, “espectáculo”– frente a un PP que se ofrece como alternativa de gobierno capaz de ampliar mayorías; Vox, en paralelo, quiere fijar al PP como una marca indistinguible del PSOE en lo sustancial, que dicciona moderación para, a la hora de la verdad, ceder en inmigración, memoria o cultura.
El acelerón discursivo no habría llegado sin un sustrato demoscópico que preocupa a los populares. En las conversaciones internas se repite que “el retrovisor ya no basta” y que, si no se actúa, el flujo hacia Vox puede consolidarse en segmentos clave: hombres de 30–55 años, votantes de centro-derecha con malestar económico y militancia cultural anti-sanchista que no compran el viraje centrista del PP. La ventana de oportunidad para el “cuerpo a cuerpo”, calculan en Génova, se abre cuando el coste de callar supera al de visibilizar la rivalidad.
El temor que guía a Génova
El PP no disimula su inquietud: en el barómetro de octubre afloran señales que interpretan como el principio de un goteo. Hasta un porcentaje significativo de quienes votaron PP en 2023 declara ahora que se inclinaría por la papeleta de Vox, mientras que el camino inverso es residual. Además, la nota media de Feijóo se ha erosionado más que la de Abascal en lo que va de legislatura, un diferencial que, aunque no decisivo, sí es políticamente corrosivo cuando lo que se disputa es la hegemonía del bloque de la derecha. La lectura popular es transparente: si no se levanta un cinturón sanitario sobre Vox en términos de utilidad y gobernabilidad, el incentivo de parte del electorado inconformista será moverse hacia la opción que promete ir “más lejos, más rápido”.
La palanca elegida por el PP para contener ese movimiento combina tres elementos. Primero, voto útil y aritmética de provincia pequeña: insistir en que la división del centro-derecha penaliza en circunscripciones de 3 y 4 escaños, donde d’Hondt castiga más que premia y un puñado de papeletas puede decidir un diputado que bascule hacia la izquierda. Segundo, gobernabilidad: fijar a Vox como un actor que no suma, porque empuja a escenarios de bloqueo, refuerza al PSOE cuando se cruzan vetos y debilita la capacidad del PP para liderar en solitario. Tercero, agenda: reposicionar al PP en debates donde Vox se ha hecho fuerte –inmigración, seguridad, identidad– para desactivar la fuga sin desdibujar la imagen moderada ante votantes transversales.
La réplica de Vox y el cierre de filas de Abascal
Vox, por su parte, ha profesionalizado su respuesta. Lejos de quedarse en el intercambio de adjetivos, trata de abrazar el choque como prueba de que el PP mira por el retrovisor y teme a su crecimiento. Abascal niega la existencia de una “pinza” con el PSOE y sitúa el debate en un eje que le es más cómodo: coherencia vs. cálculo. De ese modo, cuando el PP anuncia medidas más duras en inmigración o orden público, Vox subraya que llega tarde, que no es creíble quien ayer hablaba de “moderación” y hoy promete mano firme, y que la única garantía de “cambio real” es reforzar a Vox para condicionar al PP desde posiciones inequívocas. En el partido de Abascal asumen que el duelo con Feijóo tiene riesgos –sobre todo en plazas donde comparten gobierno con el PP–, pero calculan que el beneficio neto de consolidarse como segunda fuerza del bloque compensa, a medio plazo, los costes territoriales.
La organización interna también ha mudado el enfoque. Donde antes se toleraban mensajes disonantes, ahora hay un marco unificado que repite tres ideas: Vox crece porque ocupa el espacio que el PP abandonó; las acusaciones de “pinza” son una cortina de humo para ocultar problemas internos del liderazgo de Feijóo; y la coherencia programática de Vox será innegociable en cualquier negociación de gobierno. La consigna es clara: no devolver la pelota en el terreno del voto útil, sino subir el listón programático y forzar al PP a retratarse en cada medida.
Dónde se dirime la batalla
El conflicto tiene un mapa y un calendario. En el mapa, las comunidades donde PP y Vox comparten poder (con distintos grados de colaboración) son terreno minado. Castilla y León sigue siendo laboratorio de convivencia y conflicto; la Comunitat Valenciana combina estabilidad general con episodios donde la presión identitaria o cultural brota con fuerza; Baleares y Murcia exhiben dinámicas propias en las que la agenda migratoria y el turismo tensan los equilibrios. En esos territorios, cualquier sobrecalentamiento del duelo Feijóo-Abascal se traduce en ruidos de gestión, vetos cruzados y mensajes contradictorios que los adversarios explotan con facilidad. El PP teme que si la bronca estatal contamina la coordinación regional, la sensación de ingobernabilidad acabe penalizando a ambas marcas, pero asume que ceder en el discurso nacional sería más costoso todavía.
En el calendario, el reloj corre hacia pruebas intermedias –presupuestos autonómicos, votaciones sensibles en el Congreso, guerras culturales con foco mediático– que servirán como termómetro. Moncloa, por su parte, alimenta la narrativa de que Feijóo no controla su casa y agita el fantasma de las dos almas en el PP. En ese clima, cada tropiezo de un consejero de Vox en una comunidad de coalición, o una foto de entendimiento del PP con el PSOE en órganos institucionales, multiplica el ruido y alimenta a los dos polos.
Los números que importan
La ofensiva del PP contra Vox no se explica sin la aritmética territorial. En las provincias pequeñas y medianas, con baja magnitud de escaño, el reparto por restos puede decidirlo todo. En un escenario de tres fuerzas fuertes a la derecha –PP, Vox y, en menor medida, formaciones locales–, la división por debajo de ciertos umbrales deja sin premio miles de votos que, sumados, podrían inclinar el último escaño hacia el PSOE o sus aliados. De ahí la insistencia popular en que “para gobernar hay que sumar, no restar”. Estrategas del PP deslizan un mensaje dirigido a exvotantes que hoy coquetean con Vox: no basta con castigar a Sánchez; hay que hacerlo de forma eficaz. Y esa eficacia, argumentan, pasa por maximizar escaños del PP, única palanca –sostienen– para gobernar en solitario o con condicionantes limitados.
Vox combate esa idea con otra aritmética: en circunscripciones grandes, con más de 7 u 8 escaños, una marca fuerte a la derecha no sólo no penaliza, sino que arrastra el marco hacia políticas más duras que, a su juicio, movilizan a abstencionistas y desencantados. Además, Vox recuerda que el peso municipal y autonómico que ya tiene le permite capilarizar el mensaje y captar un voto que, sin su oferta específica, no regresaría al PP por desconfianza. El choque, por tanto, no es únicamente ideológico; es técnico y tiene nombres y apellidos: provincias concretas donde 8.000 o 12.000 votos pueden decidir una mayoría.
El factor 12-O y la política de los símbolos
La discusión sobre la tribuna del 12-O no es anecdótica. En la política española actual, los símbolos y los ritos pesan más de lo que admiten los argumentarios. La Fiesta Nacional funciona como escaparate de jerarquías y cercanías; allí donde se sienta cada líder envía un mensaje a su base. El PP ha querido capitalizar la ausencia de Abascal para proyectar la imagen de un Vox incómodo con las reglas del juego que dice defender. Vox ha respondido que no acepta “fotos rituales” con quienes –a su juicio– “desmantelan” España, y que la lealtad al Rey y a la nación no se mide por protocolos, sino por decisiones. Ambos saben que la pelea por los símbolos no decide elecciones por sí sola, pero moldea percepciones y alimenta el sentido común de sus respectivos electorados.
Políticas en disputa: inmigración, seguridad y economía
El PP ha elegido inmigración como tablero para reocuparse del terreno perdido. El anuncio de un plan que endurece requisitos de nacionalidad, refuerza controles y vincula determinadas ayudas a obligaciones activas, pretende laminar el argumento de que los populares “se han movido a la izquierda”. La apuesta no es inocente: habla a clases medias tensionadas por la seguridad y el acceso a servicios, y compite de tú a tú con el discurso de Vox, que exigirá ir más allá en expulsiones, asilo y potestades policiales. La ambición del PP es parecer firme sin asustar a votantes moderados y sin activar vetos de socios europeos; la de Vox, mostrar que cada giro del PP confirma que “teníamos razón” y que todavía queda camino por recorrer.
En seguridad, la conversación gira en torno a okupación, bandas juveniles y delincuencia reincidente. El PP quiere llenar el hueco con un paquete penal y de coordinación policial que le permita marcar perfil sin ceder a la retórica de “tolerancia cero” que monopoliza Vox. En economía, la inflación subyacente y la presión fiscal sobre pymes y autónomos son cartuchos para tender puentes más allá de la derecha dura, con un discurso pro-empresa que el PP cree que Vox no puede disputar con solvencia por su foco identitario. El reto para Feijóo es sincronizar esas tres capas –identidad, seguridad y economía– en un relato coherente que no suene a reactivo frente a Abascal, sino a propuesta de gobierno.
¿Pinza o narrativa de campaña?
La acusación de una estrategia PSOE–Vox contra Feijóo es el hilo que el PP quiere que recorra la conversación pública. Los populares sostienen que a Moncloa le conviene un Vox fuerte para fragmentar el bloque de la derecha y que existen votaciones y episodios en el Congreso y parlamentos autonómicos donde coincidencias tácticas entre socialistas y Vox han servido para erosionar al PP. En Génova recuerdan nombramientos institucionales frustrados o debates donde los vetos cruzados dejaron a Feijóo en el centro del tablero. El recurso no es nuevo –todas las fuerzas han denunciado alguna vez “pinzas” ajenas–, pero su eficacia depende de que prenda la idea de que votar a Vox favorece al PSOE en términos de poder real.
Vox rebate ese marco con otra lectura: sin Vox, afirma, el PP pactaría con el PSOE en reformas de Estado y volvería la política de reparto que aleja a millones de españoles de las urnas. Según esa tesis, Vox no hace pinza con nadie: desnuda al PP y obliga a que el cambio sea irreversible. El choque semántico no pretende convencer al adversario, sino encuadrar la decisión de los indecisos: ¿utilidad o pureza?, ¿mayoría amplia o cambio profundo? La respuesta no llegará en un único acto, sino en secuencias: presupuestos, mociones, frenazos, titulares y gestión regional.
El campo de las coaliciones y la gestión del día a día
Una parte crítica de la batalla se juega en el banquillo de los gobiernos compartidos. Donde PP y Vox cogobiernan, cada política pública sirve de termómetro. En el día a día afloran tensiones sobre currículos educativos, lengua y señalética, memoria democrática, políticas de igualdad o migración interna. El PP trata de homogeneizar su oferta nacional sin dinamitar acuerdos regionales; Vox quiere marcar huella para demostrar que estar en el poder sirve y que no es una muleta del PP. Cuando se abren crisis puntuales –un cese, una comparecencia, un proyecto de ley sensible–, los adversarios les ponen foco con la esperanza de que el desgaste sea asimétrico. La derecha sabe que su reputación de gestión es un activo frente a la izquierda y que un exceso de ruido puede ahuyentar al votante blando que decide elecciones.
La batalla por el lenguaje y el centro
El PP intenta reapropiarse de conceptos que durante años cedió al adversario. Palabras como “seguridad”, “orden”, “esfuerzo”, “mérito” reaparecen en la liturgia popular con una capa de tecnicidad que busca diferenciarse del trazo grueso que atribuyen a Vox. El mensaje es que se puede ser firme sin ser estridente. Vox, que ha convertido la hiperclaridad en virtud, contrarresta imponiendo su diccionario: “invasión”, “adoctrinamiento”, “ideología”. La disputa por el centro no es un concurso de moderación, sino una pelea por definir qué significa hoy “sentido común”. Feijóo pretende que lo sensato es poder desalojar a Sánchez con un partido centrado capaz de atraer a votantes que jamás optarían por Vox; Abascal replica que el verdadero centro social es más contundente de lo que admiten los sondeos y que temas tabú de la vieja política –inmigración, inseguridad, erosión institucional– han saltado al primer plano.
Lo que puede cambiar la campaña antes de empezar
Hay tres variables que pueden inclinar la tendencia. La primera, el contexto económico: si el otoño e invierno consolidan malestar por precios y alquileres, el terreno para mensajes de orden y contención se ensancha. El PP confía en convertir esa ansiedad en un mandato de gestión seria; Vox en traducirla en impaciencia con la política tradicional. La segunda, la agenda migratoria: un repunte de llegadas o episodios de delincuencia con gran eco pueden revolver el tablero y premiar a quien marque el ritmo de las respuestas. La tercera, los casos y controversias que salpican a dirigentes de uno u otro espacio: una crisis reputacional mal gestionada puede fijar percepciones durante meses.
En paralelo, el PSOE observa y opera. Ferraz alimenta el relato de que el PP no manda en su casa y explota cada gesto que acerque a Feijóo a posiciones más duras para presentarlo como rehén de Vox, a la vez que utiliza los choques PP-Vox para movilizar a su base con el argumento de que sólo una izquierda fuerte contiene a la derecha en todas sus variantes. Ese doble espejo obliga al PP a una cirugía fina: quitar espacio a Vox sin empujarse fuera del centro que necesita para gobernar.
Lo que se juega la derecha española ahora
El duelo entre PP y Vox no es una tormenta de octubre, sino el prólogo de una contienda por el liderazgo del espacio a la derecha que condicionará toda la legislatura. El PP ha decidido salir a la pelea para sellar fugas y recuperar iniciativa con el riesgo calculado de tensionar sus propios gobiernos autonómicos y activar al rival. Vox ha optado por abrazar el choque como prueba de crecimiento y redoblar su demanda de coherencia para obligar al PP a definirse en cada decisión. En el medio, un electorado que se mueve y que, a tenor de los barómetros, castiga la indefinición más que el exceso. El resultado de la pugna dependerá de quién escriba el encuadre dominante: si se impone la utilidad y la gobernabilidad, el PP tendrá viento de cola; si manda la inconformidad y la impaciencia con la vieja política, Vox encontrará caladero. En cualquier caso, el mensaje de estas últimas jornadas es inequívoco: el cuerpo a cuerpo ha empezado y, lejos de apagarse, va a ordenar la conversación política de la derecha española en las próximas semanas. Feijóo se juega que el retrovisor no marque la dirección de su proyecto; Abascal, convertir el ruido en masa crítica suficiente para entrar en la próxima campaña con la inercia de quien no sólo marca agenda, sino que inclina mayorías.
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Este artículo se apoya en información contrastada de medios españoles de referencia y en coberturas recientes sobre PP, Vox y los barómetros de opinión. Fuentes consultadas: Público, ABC, Onda Cero, El País.

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