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Historia

¿Dónde se originó la ópera bufa? Descubre su historia real

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ópera bufa

De Nápoles al mundo: origen de la ópera bufa, su salto de intermezzo a género con Pergolesi y el legado que pulen Mozart, Rossini, Donizetti.

En Nápoles, en las primeras décadas del siglo XVIII, tomó forma una manera nueva de hacer teatro cantado: más directa, más callejera, con personajes reconocibles y una risa que desarmaba la pompa. Surgió entre bambalinas y se coló por los huecos de la ópera seria en forma de intermezzi. Luego ganó función propia en los teatros dei Fiorentini y del Nuovo, donde la commedia per musica encontró su tono. El hito que convirtió el experimento en género se reconoce sin rodeos: «La serva padrona» (1733) de Giovanni Battista Pergolesi. A partir de ahí, lo cómico dejó de ser relleno y pasó a marcar la agenda.

Ese ecosistema napolitano —escuela musical sólida, libretistas con olfato costumbrista, compañías rápidas y un público urbano impaciente— fijó un idioma que viajó deprisa. Roma, Venecia, Viena y París lo adoptaron con matices propios, abriéndole la puerta a finales de conjunto más largos, a un bajo bufo con protagonismo escénico y a una prosodia italiana que permitía que la palabra mordiese. El origen está claro, con nombres, fechas y teatros; la expansión, fulgurante.

Nápoles, primera parada: un origen con nombre y fecha

La capital del sur italiano era un hervidero musical. Conservatorios exigentes, maestros capaces de sacar brillo a voces jóvenes, compañías con oficio y una red de teatros con personalidades bien marcadas. En lo alto, la solemnidad del San Carlo y la maquinaria de la ópera seria. A pie de calle, un circuito donde el dialecto, la picardía y el retrato de costumbres mandaban. En ese cruce, la comedia cantada no fue un accidente: fue una respuesta a la ciudad. La sociedad napolitana se reconocía en escena y celebraba que alguien con talento afinase sus contradicciones.

El teatro cómico del setecientos tiró de tradiciones previas. La commedia dell’arte aportó tipologías —el viejo ridículo, el militar fanfarrón, la criada ingeniosa— y una teatralidad del gesto que sobrevivió a la escritura musical. El ritmo del habla en Nápoles, con su acento vivo, se convirtió en aliado. En lugar de héroes mitológicos y dioses tomados del repertorio clásico, subieron al escenario banqueros de barrio, artesanos, viudas listas, jovencitos atolondrados. Y todo con música pensada para correr, para replicar, para enredar. Esa mezcla explica que la risa no fuese evasión, sino espejo social.

El papel de los libretistas fue crucial. Entendieron que el chiste suelto no sostiene un acto entero y que la trama requiere mecanismos de precisión. De esa necesidad salió un tipo de dramaturgia que favorece recitativos secos ágiles, arias breves con dardo, dúos que funcionan como duelo verbal y finales de acto que suman malentendidos hasta estallar. En paralelo, la escuela napolitana de composición, curtida en contrapunto y solfeo, encontró el modo de escribir una música que suena ligera sin serlo. Se confundió ligereza con falta de trabajo; error. El oficio está en cada compás.

El laboratorio de los intermezzi

La chispa se prendió en un formato breve y sin pretensiones: las piezas cómicas que se intercalaban entre los actos de una ópera seria. Esos intermezzi permitían desengrasar la solemnidad, oxigenar el espectáculo, ofrecer un guiño al patio de butacas. Personajes pocos, orquesta pequeña, enredo doméstico que empezaba y terminaba sin molestar a la trama principal. Lo que debía ser entretenimiento auxiliar reveló un potencial teatral inesperado. Cuando el público ríe y se reconoce, pide más.

El ejemplo paradigmático no ha perdido fuerza. «La serva padrona» convirtió un juego de poder doméstico —amo y criada— en símbolo de modernidad escénica. El recitativo corre como un diálogo hablado, las arias no son exhibición gratuita y la comicidad surge de situaciones creíbles. Al público le resultó tan verosímil que el formato breve quedó pequeño. La commedia per musica creció: de dos escenas al acto completo, y del acto a la ópera en regla. En esa mudanza se consolidó un nuevo reparto de funciones: el bajo bufo tomó el timón de lo cómico, el conjunto final cerró los actos con una fuerza que se volvió marca de fábrica y el texto dejó de ser pretexto.

A esa cocina contribuyeron artesanos de primera. Se suele citar a Nicola Logroscino por su pericia en finales con varios personajes; a Baldassare Galuppi, que afiló la estructura; y a Carlo Goldoni, libretista que ordenó la dramaturgia y la dotó de un retrato social con fondo. La alianza Goldoni–Galuppi dio a Venecia una serie de comedias musicales ejemplares, con situaciones reconocibles y economía teatral. Se abandonó la improvisación pura heredada de la commedia para apostar por libretos trabajados, donde cada número tiene sentido.

Conviene subrayar un aspecto técnico que explica el éxito: la prosodia. La palabra italiana, con sus acentos regulares, facilitó frases cortas, repetitivas, incisivas. Eso hizo posible el canto silábico rápido —el famoso patter— que el público disfruta por su precisión y porque transmite carácter: la verborrea del pedante, la cháchara del intrigante, el nervio del que improvisa. No es ornamento: es dramaturgia sonora. Quien lo domina, gobierna la escena.

Del mapa italiano a la Europa ilustrada

El contagio fue inmediato. Roma incorporó la novedad sin renunciar a su tradición; Venecia potenció la alianza entre libretistas ordenadores y músicos de inventiva; Bolonia y Milán acolcharon el circuito con compañías que iban y venían. En Viena, el rótulo dramma giocoso anunció una hibridación: se mantenía la columna vertebral cómica, pero asomaba el perfil sentimental con otra luz. Joseph Haydn experimentó en Eszterháza; la corte se acostumbró a que lo cómico pudiera tener música sofisticada.

El salto a París en 1752 encendió la famosa Querelle des Bouffons. Una compañía italiana presentó intermezzi —con Pergolesi como bandera— y los partidarios de la naturalidad italiana se enfrentaron a los defensores del aparato francés. La disputa tuvo altavoz filosófico y social; puso sobre la mesa un tema de fondo: la música debía parecer habla cuando se trataba de comedia. Ese argumento, hoy asumido, cambió el gusto europeo. La ópera cómica italiana se volvió referencia estética y, de paso, un asunto ideológico.

El caso Mozart explica bien la madurez del proceso. «Le nozze di Figaro» (1786), «Don Giovanni» (1787) y «Così fan tutte» (1790) no nacen en el vacío: recogen la gramática napolitana —recitativo ágil, conjunto expansivo, bajo bufo que manda— y la reordenan con una orquesta más densa y un trazo psicológico más fino. El resultado no traiciona el origen; lo amplifica. La comicidad sigue, pero la emoción cuaja con otra hondura. Ese equilibrio explica que, dos siglos y medio después, esas obras sigan «respirando» bien.

Mientras tanto, el surco napolitano continuó con nombres que conviene no olvidar. Giovanni Paisiello firmó un «Il barbiere di Siviglia» (1782) hoy eclipsado por el de Rossini, pero decisivo en su tiempo; Domenico Cimarosa llegó a un equilibrio ejemplar en «Il matrimonio segreto» (1792), donde la comedia de costumbres parece fácil y no lo es; Niccolò Piccinni tensó, a su modo, la cuerda entre lo bufo y lo sentimental. Esa red de títulos asentó el estándar antes del cambio de siglo.

Con el XIX, entró el bel canto. Rossini aceleró el idioma y lo volvió virtuosismo: «Il barbiere di Siviglia» (1816), «L’italiana in Algeri» (1813) y «La Cenerentola» (1817) subieron el listón del crescendo, de la agilidad, del chisporroteo orquestal. Luego Donizetti afianzó un lirismo amable en «L’elisir d’amore» (1832) y «Don Pasquale» (1843). Cambió el barniz; el esqueleto cómico —bajo bufo, recitativo vivo, conjuntos que resumen la acción— se mantuvo reconocible.

La península ibérica no quedó al margen. Compañías italianas giraban por Barcelona, Madrid, Cádiz, y la tonadilla escénica primero, y la zarzuela después, dialogaron con la comicidad italiana. El retrato de tipos urbanos, el uso de ritmos de baile y la sátira de costumbres facilitaron vasos comunicantes. Muchas obras circulaban traducidas al español, con cortes y reajustes pragmáticos. Esa práctica, habitual entonces, ayudó a popularizar un repertorio que hoy se tiene por «canónico». El cruce no fue copia, sino contaminación fértil.

Cómo suena y por qué funciona

La anatomía del género deja señales claras. El reparto tiende a combinar jóvenes enamorados, damas de carácter, viejos ridículos, criadas ingeniosas, militares de opereta y, en el centro, el bajo bufo. No es casual. El grave ofrece cuerpo tímbrico y permite articular texto a velocidad con una claridad que, bien hecha, es hipnótica. Ese virtuosismo del decir —la patter aria— no es un juego de circo: es carácter en acción. De ahí que los grandes bufi de la tradición —de Leporello en Mozart a Don Bartolo en Rossini— sean motores dramáticos.

La estructura responde a una idea práctica: contar rápido y brillar sin alargar. Los recitativos secos (clave, cello y fantasía) llevan la narración como lo haría un diálogo; las arias quedan para afilar un gesto, detener un segundo la marea, mostrar un rasgo de carácter; los dúos y tríos son choque; los conjuntos suman capas hasta el final largo de acto que, por lo general, es el momento de mayor invención. Ese final —herencia napolitana— funciona como panorámica: todos hablan a la vez, ninguna voz sobra, el enredo cristaliza. Al oído moderno, suena a montaje cinematográfico.

La orquesta empezó ligera —cuerda con maderas coloreando, bajo continuo flexible— y fue ganando cuerpo. Aparecen fagot y oboe, luego clarinete, y el acompañamiento se densifica sin perder claridad. En Mozart, esa paleta llega a una plenitud que permite sostener tanto la carcajada como la ternura. No hay contradicción: la comicidad bien armada resiste capas de sentido. Se diría que ahí reside su encanto.

El bajo bufo, dueño del patter

El bajo bufo es más que una tesitura: es una escuela de dicción. Requiere respiración robusta, precisión rítmica y una inteligencia verbal que sirva la intención más que la pirotecnia. El repertorio le reserva catálogos parlantes, silabeos endiablados, remates que parecen trabalenguas y, aun así, deben sonar claros. Quien ha escuchado una buena lectura de «A un dottor della mia sorte» o de la calumnia en el «Barbiere» de Rossini sabe que el carisma del bufo no depende solo de la voz, sino de cómo cuenta.

Finales de acto y dinamita escénica

El finale d’atto es la gran invención teatral del género. No es cierre protocolario, sino clímax acumulativo. Entra un personaje, luego otro, cada cual con su motivo rítmico y su estado de ánimo; la textura se espesa, la armonía respira tensión, las situaciones chocan. Cuando parece que todo estalla, corte. Vuelve el telón. Ese truco mantiene en vilo a cualquiera y permite al compositor tejer capas sin perder el pulso. La tradición lo convirtió en marca de identidad y, con Mozart, alcanzó un punto de equilibrio que todavía asombra.

Huellas, derivas y malentendidos útiles

Cada época ha leído la ópera cómica italiana a su manera. Durante años se la confundió con «género menor». Equívoco frecuente: la risa como rebaja de ambición. El trabajo que exige hacer bien una bufo desmiente el tópico. Afinación limpia, texto entendido, tempi que respiran, ensayo de conjunto. Cuando todo encaja, el teatro vuela; cuando se fuerza la caricatura, se cae. La frontera es fina y explica por qué hay funciones que parecen improvisadas y otras que lucen ajuste milimétrico.

Otra confusión habitual es equiparar el género con un solo autor. Rossini domina el imaginario popular y con razón, pero su genialidad se apoya en décadas de depuración. Paisiello, Cimarosa, Galuppi, Piccinni y Traetta fijaron resortes que el siglo XIX aceleró. Tampoco conviene usar las etiquetas como fronteras herméticas. Dramma giocoso, farsa, opera comica, commedia per musica comparten campo semántico y muchas veces materiales. Interesa, más que el rótulo, la práctica teatral.

La recepción europea también dejó curiosidades. Hacia 1750, la traducción era moneda corriente: se cantaba en francés, alemán o español con naturalidad. Lejos de empobrecer, esa adaptabilidad multiplicó el alcance. Lo cómico se sostiene en situaciones reconocibles y un pulso rítmico que sobrevive al cambio de idioma. En la península, el cruce con tradiciones locales —tonadillas, sainetes, luego zarzuela— generó un ecosistema híbrido donde el humor musical tenía casa propia. En América, las compañías itinerantes llevaron esta gramática a teatros de México, Lima, La Habana. El resultado fue una red viva, no una lista de títulos.

La historiografía reciente ha revalorizado la contribución de teatros “menores” —por tamaño, no por impacto— como dei Fiorentini y del Nuovo. Allí se afinaron rutinas escénicas, se probaron finales largos, se pusieron a prueba cantantes con vis cómica. Es en esos espacios donde la ópera cómica se probó ante públicos que pedían ritmo y claridad. La ópera seria había colonizado las cortes; lo bufo colonizó la ciudad. Dos mapas que se cruzan, dos expectativas distintas, dos modos de escuchar.

El presente conserva la pegada de ese legado. Directores que entienden que ligereza no es superficialidad, puestas que trasplantan el enredo al mundo contemporáneo sin traicionar la partitura, repartos que cuidan la dicción como si fuera oro. Cuando se hace así, la risa no caduca y la emoción aparece sin subrayados. Por eso «Il matrimonio segreto» sigue funcionando como un reloj y «Le nozze di Figaro» resiste cualquier moda. No es nostalgia, es arquitectura dramática.

Un punto de partida que sigue marcando el paso

El origen no es un dato perdido en manuales: define el carácter. La cuna napolitana fijó un modo de ver la sociedad desde el escenario, de hacer hablar a la música con naturalidad, de organizar el tiempo teatral para que la risa no tape la verdad de los personajes. A partir de ahí, Italia y Europa lo hicieron crecer con acentos distintos, pero el pulso que manda —lo cotidiano convertido en espectáculo afinado— sigue latiendo igual.

Se diría que esa es la razón profunda por la que la ópera bufa permanece. Cuando un bajo bufo enumera su catálogo, cuando un final de acto acumula capas hasta el acorde suspendido, cuando un recitativo dispara la trama con la flexibilidad del habla, el teatro musical recuerda su origen. Nápoles lo inventó con los recursos que tenía a mano: oficio, oído, calle. Y esa combinación, cuando vuelve a practicarse sin prejuicios, suena moderna. No hay truco oculto. Solo una genealogía clara —lugar, tiempo, forma— que explica por qué aquel laboratorio napolitano se convirtió en modelo europeo y por qué todavía hoy, en cualquier escenario, basta con que un conjunto bien armado empiece a respirar para que el público sienta que la historia sigue funcionando.


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Este artículo se ha redactado con información contrastada y reciente procedente de fuentes culturales y periodísticas de referencia. Fuentes consultadas: RTVE, Gran Teatre del Liceu, Ópera Actual, Fundación Juan March.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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