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¿Cómo está Daniel Guzmán? Qué ha dicho el actor de ANHNQV

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Cómo está Daniel Guzmán

Foto de Pedro J Pacheco, vía Wikimedia Commons. Licencia: CC BY-SA 4.0

Daniel Guzmán estrena ‘La deuda’, habla de su deuda económica y emocional y recuerda que casi rechazó ‘Aquí no hay quien viva’. Pistas clave.

Daniel Guzmán atraviesa un momento intenso y muy visible. Con 52 años, vuelve a primera línea con La deuda, su nuevo largometraje, y lo hace con una sinceridad que descoloca y engancha a partes iguales. Ha sido claro: se siente endeudado en lo económico y en lo emocional, y esa idea no es una frase de campaña, sino el hilo que conduce su película y su discurso. A la vez, ha rescatado un episodio llamativo de su carrera: al principio no quería hacer “Aquí no hay quien viva”; cambió de opinión cuando leyó aquellos guiones y se emocionó. Lo ha contado sin gestos grandilocuentes. Simple, directo, incluso con algo de pudor.

El actor-director llega a estrenar con una combinación poco habitual de popularidad televisiva, oficio de guionista y un pulso de barrio que se nota en cada proyecto que firma. La deuda aparece como una historia íntima que entiende el amor, las necesidades y los afectos desde el lado áspero de la vida, con nervio de thriller. El mensaje que transmite en entrevistas y apariciones públicas encaja con lo que propone en pantalla: la presión de la vivienda, el vértigo de los números rojos, los vínculos que sostienen cuando la realidad aprieta. Eso es lo que ha dicho y eso es, también, lo que está. Trabajo, exposición, y una película que busca conversación.

Un presente con película y discurso claro

Lo más reciente de Daniel Guzmán tiene nombre propio y tono reconocible. La deuda es el tipo de relato que él sabe hacer: personajes que pisan asfalto, conflictos que cualquiera identifica, diálogos que suenan a vida. Su mira está en un país donde pagar el alquiler o la hipoteca condiciona decisiones íntimas, y lo aborda desde una cercanía que no regala nada. La pieza central es un hombre que comparte piso con una mujer mayor y se ve obligado a tomar decisiones apremiantes. Lo que comienza como un drama doméstico se va estrechando hasta rozar el suspense. No hay trucos; hay una tensión que nace de lo cotidiano.

Guzmán ha descrito la cinta como una historia de amor atravesada por necesidades y afectos, y esa definición, aparentemente suave, funciona como alcayata. Se entiende por dónde irá el tono: humanidad, culpa, protección, pequeñas lealtades que se tensan cuando el banco, el casero o la administración marcan el ritmo. Hay una lectura social evidente, sí, pero el director evita el panfleto. Prefiere un naturalismo que confía en la mirada de los actores y en la densidad de los silencios. Cuando se habla de thriller no se promete pirotecnia; se promete una cuenta atrás moral.

El discurso que ha ofrecido en las últimas horas acompaña esta propuesta. “Estoy endeudado a nivel económico y emocional; todos lo estamos más de lo que creemos”, ha repetido con variaciones. Lejos de sonar a consigna, suena a algo que arrastra de proyectos previos y de su biografía artística. A cambio de nada y Canallas ya estaban habitadas por personajes que viven al día, que se organizan como pueden y que descubren, a veces de golpe, lo que le deben a los suyos. La deuda viene a cerrar un triángulo con una madurez nueva, con un pie más decidido en el territorio del suspense.

Sinopsis y tono: una intimidad con pulso de thriller

El punto de partida es mínimo y contundente: dos personas comparten un piso; la presión inmobiliaria y una decisión precipitada les cambian la vida. En esa línea recta entra todo: la ciudad que deja de ser postal para convertirse en un campo de obstáculos, el vecindario que observa, los trámites, el sobre del banco, el miedo a fallar a quien te necesita. Guzmán es de los que trabajan el detalle y no necesitan subrayar cada giro. Contar una amenaza sin mostrarla del todo. Dejar que el rumor de una carta, la mirada entre dos personajes o el tiempo que tarda un ascensor en llegar hagan su efecto.

No hay manierismos ni grandilocuencias. La fotografía apuesta por la textura rugosa de la calle y los interiores vividos; la música es más respiración que discurso; el montaje respeta las escenas para que el espectador se quede en las caras, en los temblores. Todo remite a ese modo de filmar que el actor ha ido puliendo: sin estridencias, con pulso y con la convicción de que el drama está en el gesto, no en el grito.

Reparto y equipo: mezcla de nombres reconocibles y verdad

El reparto consolida la intención. Junto al propio Guzmán aparecen Itziar Ituño, Susana Abaitua, Rosario García o Luis Tosar. Nombres con recorrido y registros muy distintos que, reunidos, apuntan a una película de personajes. La mezcla de rostros populares y actores menos expuestos mediáticamente suele ser una marca de la casa. Muchos de sus proyectos han ganado peso por esa sensación de verdad que aportan intérpretes que pisan el texto sin impostar. En la parte técnica, una dirección de fotografía de mirada urbana y una banda sonora de tono atmosférico refuerzan la idea de contención que sobrevuela todo el proyecto.

Lo que ha dicho en las últimas horas: deuda, series y oficio

El hilo conductor del discurso público de Daniel Guzmán en estas fechas es transparente: deuda. No solo la bancaria, sino la que uno asume cuando los suyos dependen de decisiones difíciles. Ha hablado de estar endeudado en lo económico y en lo emocional, y de cómo ese peso se cuela en las relaciones, en la salud y en la forma de mirar el futuro. En un país que discute a diario sobre alquileres, hipotecas, subidas y cláusulas, no extraña que su mensaje haya encontrado eco. Lo importante es que no se ha quedado en la consigna. Ha explicado que la película busca contar una historia de amor en medio de esa tormenta, que el motor no es el drama social sino dos personas que tratan de cuidarse en un contexto que multiplica los problemas.

Otra confesión que ha dejado titulares tiene que ver con su pasado televisivo. Ha recordado que no quería participar en “Aquí no hay quien viva”. Lo dice sin pose. Había prejuicios respecto a lo que imaginaba que iba a ser aquella serie, y su instinto le pedía otro camino. Sin embargo, leyó los guiones, reconoció la calidad de la escritura y cambió de idea. A toro pasado, la anécdota vale como termómetro del oficio: un buen texto puede transformar decisiones y derribar reticencias. El personaje de Roberto, el edificio de Desengaño 21 y el fenómeno popular que vino después forman parte de la memoria audiovisual reciente. No le persiguen; le acompañan.

Guzmán ha aprovechado para reivindicar el guion como columna vertebral de cualquier proyecto. En su manera de hablar se nota ese respeto por la escritura, por los diálogos que empujan a los personajes, por las elipsis que permiten al espectador completar la historia. De hecho, si algo se suele subrayar de su cine es que no necesita cargar de discurso las escenas: deja respirar a los personajes y confía en la inteligencia de quien mira. Lo decía con cierta crudeza y también con modestia: lo que se pretende aquí es contar bien, con emoción y con tensión, sin sermones.

El actor-director ha calibrado con cuidado la frontera entre lo personal y lo público. Hablar de deudas en abstracto suena a eslogan; hablar de las tuyas compromete. Lo ha hecho, sabiendo que se expone, y lo ha conectado con el tema central de su película. La conclusión no es un lamento, sino una interpretación del clima de época: hay demasiado peso sobre la vivienda y demasiado silencio sobre la dependencia y los cuidados. La deuda, en ese sentido, es también afectiva. Algo se le debe a quien te cuidó, aunque el calendario, el cansancio y el banco digan lo contrario.

Qué lugar ocupa ‘La deuda’ en su trayectoria

La carrera de Daniel Guzmán ha oscilado entre el rostro popular de un actor muy conocido y la firma reconocible de un cineasta que mira la periferia, el barrio y las contradicciones de la clase trabajadora sin paternalismo. A cambio de nada fue su carta de presentación en largo: una adolescencia sin maquillaje, con abuelas que sostienen hogares, amistades que a veces salvan y a veces arrastran, trabajos precarios, un Madrid sin filtro. Aquel debut marcó una pauta que no ha abandonado: realismo con corazón y ritmos de calle.

Con Canallas, se permitió un desvío a la comedia sin perder de vista el sustrato social. Pícaros contemporáneos, códigos de barrio, supervivencia a base de ingenio y, otra vez, lealtades por encima de casi todo. La deuda aparece como tercer paso lógico: regresa el drama en primer plano, aprieta el suspense y, por debajo, sigue la misma preocupación ética. La película no especula con lo que no conoce; habla de aquello que el director maneja con confianza: vínculos, límites, consecuencias. Nada suena impostado porque no aspira a explicar “el sistema” en abstracto; quiere contar dos vidas en una situación límite.

Su evolución técnica acompaña esa coherencia. Guzmán ha ido refinando una puesta en escena que evita la floritura y protege el trabajo actoral. Los planos se sostienen, los silencios pesan, la música no tapa. Esto no es conservadurismo estético, es apuesta por la verosimilitud. Cuando el cineasta recurre al thriller, lo hace desde esa misma economía: el peligro es cercano, casi doméstico, y la amenaza se construye con decisiones reconocibles. Ese equilibrio, cuando funciona, acerca la historia a públicos muy distintos: quien busca emoción encuentra una, quien busca reconocimiento encuentra otro.

Fechas, duración y exhibición: lo concreto que ordena la agenda

La deuda llega a cartelera a mediados de octubre con vocación de conectar rápido con el público que se reconoce en sus temas. En duración, se mueve en torno a las dos horas, un estándar que le permite desarrollar la relación central sin recurrir a atajos. La estrategia de Guzmán pasa por presentar en medios, reforzar la conversación social que ya viene asomando en su discurso y estar cerca de las salas en los primeros días, cuando la taquilla define el recorrido de un título medio. Después, se abrirá el camino habitual hacia plataformas y reposiciones televisivas, pero lo decisivo ocurre ahora: el boca a boca.

La apuesta por un reparto reconocible y por un conflicto que cualquiera entiende no es accidental. Hablar de hipotecas, alquileres, avales, notificaciones y cuidado de mayores puede sonar árido en un titular, pero se vuelve relato cuando lo pones en manos de actores que llegan a mucha gente. Es también una forma de multiplicar puntos de entrada: hay espectadores que llegan por Guzmán; otros por Ituño; otros por la curiosidad de ver a Tosar en un engranaje más íntimo. Esta es una película que quiere ser popular sin perder una mirada autoral.

Lectura social: vivienda, dependencia y el peso invisible de las decisiones

Es imposible separar La deuda del clima social en torno a la vivienda. Los últimos años han convertido el alquiler, la compra y los procesos de desalojo en un tema que atraviesa familias enteras. La película no propone grandes discursos sobre legislación o índices, pero pone el foco en algo quizá más difícil: cómo afecta todo eso a la intimidad, a las lealtades, a la salud mental, al modo en que una persona decide su vida cuando debe proteger a otra. El vínculo con la dependencia y los cuidados a mayores aparece como otra capa de la deuda. Ese “debo” que no figura en ninguna libreta del banco, pero que condiciona igual o más.

El cine español ha recuperado con fuerza ese pulso de clase trabajadora de forma diversa: desde relatos puramente costumbristas hasta thrillers de proximidad. Guzmán se sitúa en un terreno intermedio, con naturalismo y tensión en la misma pantalla. El punto original aquí es la relación entre deuda económica y deuda afectiva. Está dicho por él y se advierte en la construcción de la historia: proteger a quien quieres, cuando el dinero no alcanza, es una ecuación cruel. La película no la resuelve; la interpreta a través de dos personajes que hacen lo que pueden con lo que tienen.

Esa manera de entender el cine como amplificador de conversaciones —no como altavoz de consignas— se reconoce en la recepción previa que generan sus proyectos. Suele emerger una cadena de identificación: alguien ve la película y piensa en su abuela, en la vecina de la tercera, en el compañero que aplaza pagos para llegar a fin de mes. Por eso, en vez de perseguir el golpe de efecto, La deuda confía en la persistencia. No busca impresionar en diez minutos; quiere dejar un poso que te acompañe a la salida del cine.

Televisión, prejuicios y un aprendizaje que pesa hoy

Que no quisiera hacer “Aquí no hay quien viva” y cambiara de idea al leer los guiones no es una anécdota simpática sin más; es un hilo que explica su relación con el oficio. El respeto por la escritura atraviesa su trabajo como actor y como director. Por eso, cuando ahora habla de una historia de amor con parte de thriller, uno tiende a creerle: sabe lo que un guion poderoso es capaz de provocar, incluso en contra de los prejuicios y de la inercia.

Aquel éxito televisivo marcó su popularidad y le dio una visibilidad que, bien administrada, ha servido para levantar proyectos personales con sello propio. No siempre es fácil convivir con un personaje tan conocido y, a la vez, construir una trayectoria autoral. Guzmán lo ha hecho intentando controlar el tamaño de sus pasos. No rueda cada año. Selecciona, escribe, corrige, y vuelve a territorios que conoce. Esa insistencia no es repetición; es fidelidad a un punto de vista.

La honestidad con la que ha revisado ese pasado —reconocer que se equivocó al juzgar la serie antes de tiempo— le da una credibilidad extra cuando hoy reivindica el valor del texto, la importancia de los diálogos, la paciencia en la puesta en escena. En tiempos de ruido, ese perfil de director que duda, mide y elige resulta casi contracultural. La deuda nace de ese método.

Qué se puede esperar de la respuesta del público

Si algo define la relación de Guzmán con la audiencia es la cercanía. Sus películas no piden decodificadores: se entienden desde la primera escena, pero no por eso renuncian a complejidad emocional. Es probable que La deuda funcione mejor cuanto más se la deje reposar. Que una conversación en el portal o una cena en familia termine sacando el tema. Es ahí donde aparece su mayor fortaleza comercial: no depende tanto de un gran arranque como de un boca a boca sostenido.

El primer fin de semana será clave, como siempre, y las caras del reparto ayudarán a convocar espectadores con curiosidades diversas. A partir de ahí, entrará en juego la fidelidad del público que acompaña a Guzmán desde su debut como director. Quien aplaudió A cambio de nada encontrará aquí una película más seca y apretada; quien rió con Canallas, un registro más grave que, sin embargo, conserva la ironía amarga de quien conoce los códigos del barrio.

Detalles de ejecución: fotografía, música y ciudad como personaje

La ciudad en La deuda no aparece como una postal amable. Es un espacio que condiciona: escaleras que pesan, portales que guardan secretos, ventanas que miran más de lo que parece. La fotografía opta por una luz que muerde, por interiores vividos, por calles que se reconocen aunque no lleven nombre. Nada de dibujos de catálogo. Se persigue un realismo sin exhibición, de esos que logran que una puerta cerrándose parezca un acontecimiento.

En la música se detecta la misma filosofía. Más atmósfera que melodía, más latido que subrayado. Es útil para sostener la tensión sin robarle espacio a las miradas. El diseño sonoro acompaña puertas, papeles, respiraciones. Y el montaje privilegia la continuidad emocional: si una escena necesita dos minutos de duda, se le dan; si requiere un corte brusco porque el personaje toma una decisión, se corta. No hay fórmulas rígidas, hay criterio.

Un actor-director con voz propia en el panorama actual

La etiqueta actor-director a veces pesa, a veces ayuda. En el caso de Guzmán, la doble condición ha servido para conectar mundos: la televisión popular que le dio cara y voz, y el cine de autor que le ha permitido construir un territorio temático propio. No es un francotirador ni un director industrial; se mueve en el intermedio de quien quiere llegar a mucha gente sin renunciar a mirada.

En el panorama español actual, donde conviven propuestas de género puro y relatos sociales de alto voltaje, La deuda se sitúa en un carril reconocible: historias pequeñas con consecuencias grandes. Esa combinación, si se ejecuta con precisión, suele viajar bien. Es cine de actores, de rostros y ecos que se quedan. Como periodista, uno ha aprendido a detectar cuándo un proyecto busca conversación y cuándo la provoca. Aquí hay de lo segundo.

Lo que viene para Guzmán después del estreno

La fotografía del momento es nítida: Daniel Guzmán llega a los cines con una película que dialoga con su tiempo y, al mismo tiempo, sintetiza su manera de mirar. Está donde quería estar, aunque el camino —lo ha contado— haya tenido cambios de idea, prejuicios derrotados por buenos guiones, trabajos más grandes y otros de escala mínima. Ha dicho lo que piensa sobre la deuda y lo ha convertido en relato. Lo siguiente es lo que siempre decide estas historias: el público. Si la conversación se enciende, La deuda podrá aspirar a recorrido largo; si no, quedará como un paso coherente en la filmografía de un autor que no se aparta de su camino.

A corto plazo, todo pasa por defender la película en salas, escuchar al espectador y, quizá, abrir nuevas líneas de trabajo sobre ese territorio que domina: cuidado, barrios, vínculos, consecuencias. No hay que adornarlo más. Está en forma, ha sido claro y tiene una película nueva que explica —sin moralinas— un pedazo del presente. Con eso, ahora, basta para entender cómo está y qué ha dicho.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: La Vanguardia, RTVE Noticias, RNE, Telemadrid.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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