Cultura y sociedad
¿Conoces las cifras brutales de dos años de guerra en Gaza?

Balance de Gaza: 67.000 muertos, 170.000 heridos, 1,9 millones de desplazados, hospitales al límite y apagones y sed tras dos años de guerra.
En dos años, la guerra ha dejado una contabilidad insoportable en la Franja: más de 67.000 palestinos muertos, cerca de 170.000 heridos y alrededor de 1,9 millones de desplazados. Se trata de un territorio con algo más de dos millones de habitantes que, a estas alturas, ha visto a más del 10 % de su población asesinada o herida. La red sanitaria funciona a medias: solo 14 de los 36 hospitales siguen operativos —y de forma parcial—, mientras el 92 % de las viviendas presenta daños o ha sido destruido. Todo ello tras un conflicto que arranca el 7 de octubre de 2023, cuando un ataque de Hamás deja 1.200 muertos en Israel y 251 secuestrados, y que precipita una ofensiva militar prolongada sobre Gaza.
El balance humanitario y material explica por sí solo la magnitud del desastre: más de un menor fallecido cada hora, con en torno a 20.000 niños muertos; cientos de personas que han perdido la vida por hambre o desnutrición —más de 450, con una tercera parte de víctimas infantiles—; apagones casi constantes y agua potable racionada en una infraestructura colapsada; zonas enteras arrasadas en el norte y una presión militar que se traduce en control efectivo sobre el 82 % del territorio. El resto es una lista que crece: escuelas, hospitales, carreteras, plantas de tratamiento de aguas, mercados… Gaza, a estas alturas, es un territorio exhausto.
Todas las cifras de dos años de guerra en Gaza
Víctimas, heridas y secuestros: la magnitud humana
El dato que se impone es el de los muertos. 67.000 no es una cifra abstracta. Son familias que desaparecen, calles que se quedan sin voces, funerales que no alcanzan a celebrarse. A su lado, 170.000 heridos que requieren cuidados que rara vez llegan a tiempo completan el panorama: amputaciones por traumatismos, infecciones que se complican por la falta de antibióticos, quemaduras sin analgesia adecuada. La mortalidad infantil sobresale como rasgo diferencial del conflicto: alrededor de 20.000 niños fallecidos, un ritmo sostenido que, visto de cerca, implica más de un menor muerto por hora desde que comenzaron los combates. El impacto no se limita a la contabilidad de las morgues: deja a miles de menores con lesiones permanentes y a otros tantos expuestos a una malnutrición que afectará su desarrollo físico y cognitivo.
En Israel, el 7 de octubre de 2023, la ofensiva de Hamás dejó 1.200 muertos y 251 secuestrados, con un efecto inmediato: un país en estado de shock, con parte de los rehenes devueltos en intercambios y otros todavía sin noticias. El paso de los meses añadió a esa lista un goteo de víctimas militares y civiles por fuego de cohetes o incursiones. El cómputo de bajas israelíes, que incluye centenares de soldados muertos en combate urbano, está detrás de la prolongación de operaciones y de la presión política interna para “terminar el trabajo” en Gaza. Pero la aritmética es tozuda: el volumen de destrucción y de vidas perdidas se concentra del lado palestino, en una franja densamente poblada, sin rutas de huida seguras, sometida a asedio y bombardeos.
Hay otros números que ayudan a entender el desgarro. La esperanza de vida se contrae de facto cuando hospitales quedan inutilizados; la mortalidad materna crece en un entorno con salas de parto sin anestesia ni incubadoras; los trasplantes y diálisis se cancelan en cadena por falta de electricidad y suministros; los tratamientos oncológicos se interrumpen. Todo ello deja un rastro menos visible que los cráteres, pero no menos decisivo: enfermedades crónicas sin seguimiento, recaídas, secuelas que restarán años de vida sana a cientos de miles de personas.
Desplazamiento masivo y barrios fantasma
La guerra ha movido a casi todos. Alrededor de 1,9 millones de gazatíes han sido desplazados; muchos, varias veces. Se levantan campamentos de lona donde antes había avenidas. Las indicaciones de evacuación cambian de un día para otro y, con ellas, el mapa: familias que descienden del norte a Jan Yunis, de ahí a Rafah, después otra vez hacia el centro. La vida se reduce a lo que cabe en una mochila: un par de mantas, papeles identificativos, algún electrodoméstico pequeño si hay suerte y alguien con coche. El resto se queda atrás.
El aspecto físico de la Franja lo cuentan sus ruinas. El 92 % de las viviendas sufre daños o ha quedado en el suelo. El norte —Yabalia, Beit Hanoun, Beit Lahia— es un montón de escombros donde pocas calles conservan su traza original. Rafah ha pasado de ser un refugio relativo a otro punto de impacto, con torres residenciales demolidas y zonas industriales inservibles. No hay materiales ni maquinaria pesada suficientes para despejarlo todo: el volumen de cascotes y hierro retorcido exige años de trabajo, permisos coordinados y seguridad mínima en la obra. Mientras tanto, familias enteras duermen al raso o bajo plásticos que se calientan de día y gotean de noche.
El tejido urbano —escuelas, mercados, mezquitas, carreteras— se ha deshilachado. Las escuelas no son escuelas: son refugios masificados sin agua corriente. Los mercados funcionan a saltos: un cargamento de harina que llega, otro que se retrasa, hortalizas que se pudren por falta de frío. Las carreteras que no están reventadas por los impactos se vuelven impracticables por los cráteres o los controles. Y así, la movilidad —que parece un detalle— condiciona todo: si un camión no puede atravesar un puente, la comida no llega; si una ambulancia no puede esquivar un cráter, el paciente no sobrevive.
Hospitales exhaustos y sanitarios en la línea de fuego
En Gaza operan, parcialmente, 14 de los 36 hospitales que existían antes de la guerra. Esa palabra —“parcialmente”— lo dice todo. Falta personal, faltan quirófanos operativos, UCI equipadas, antibióticos y anestésicos, suturas y placas para traumatología. Falta combustible para los generadores, que se apagan en los momentos más críticos. La salud pública trabaja a contracorriente también fuera de las salas: vacunaciones interrumpidas, brotes de diarreas y hepatitis, embarazos de alto riesgo sin seguimiento. Y por detrás, una cifra que habla del costo humano invisible de la asistencia: cientos de sanitarios muertos, detenidos o desaparecidos.
La ayuda humanitaria entra por ventanas que se abren y cierran en función de la seguridad y de decisiones políticas. Desde marzo —un punto de inflexión— la entrada masiva de camiones de la ONU está bloqueada y, con ella, el único caudal sostenido de alimentos, medicinas y combustible. Los corredores se anuncian y se suspenden. Las organizaciones redimensionan su acción sobre el terreno y trabajan con cuellos de botella: incluso cuando cruzan la frontera, la distribución resulta peligrosa o directamente imposible en zonas atrapadas por los combates.
El precio lo pagan también quienes intentan sostener el sistema. La contabilidad de trabajadores humanitarios fallecidos supera el medio millar; UNRWA ha perdido centenares de empleados. La cascada de nombres y edades en las necrológicas de las ONG recuerda que, cuando muere un técnico de laboratorio o un enfermero de urgencias, en realidad se pierden decenas de tratamientos. Un quirófano sin anestesista es un cuarto vacío. Un hospital sin ingeniero eléctrico tampoco opera.
Supervivencia básica: luz, agua y comida al límite
Gaza vive a oscuras desde los primeros compases del conflicto. El apagón general se consolidó tras el corte del suministro eléctrico externo y la central dejó de funcionar por falta de combustible. Desde entonces, la electricidad depende de generadores y de lo que quede en los depósitos, con apagados frecuentes y equipos críticos —incubadoras, respiradores— que no se pueden alimentar con regularidad. La cadena de frío sanitaria y alimentaria colapsa una y otra vez: vacunas que no se pueden conservar, alimentos perecederos perdidos.
El agua corre la misma suerte. La producción de agua potable de las plantas desalinizadoras se ha desplomado, las redes están cortadas y las pérdidas por tuberías dañadas son enormes. Beber funciona por turnos, con garrafas que llegan a precio prohibitivo, pozos salinizados y saneamiento que no da abasto. Donde antes había estaciones de tratamiento de aguas residuales, ahora hay vertidos a cielo abierto y riesgo de enfermedades hídricas. Los servicios WASH (agua, saneamiento e higiene) están prácticamente arrasados.
La malnutrición se ha instalado en los campamentos. A finales de verano, la hambruna fue confirmada en la gobernación de Gaza capital, con más de 640.000 personas en condiciones “catastróficas”. Desde el comienzo del año, más de 450 gazatíes han muerto por hambre o desnutrición, y una tercera parte eran niños. La frase más repetida en los partes médicos —“fallo multiorgánico por inanición”— compite con otra: “no hay nada más que podamos hacer”. El dato final, aquí, no es una estadística: es un plato vacío.
Periodistas en la diana y un relato cercenado
La prensa extranjera no ha podido entrar libremente en la Franja. El acceso ha estado sujeto a visitas empotradas con el Ejército israelí, en rutas prefijadas y con contacto limitado con población civil. Esta opacidad choca con la magnitud del conflicto y deja el peso del testimonio en los reporteros locales. Y ellos lo han pagado carísimo. Es, con diferencia, el episodio más mortal para la prensa desde que hay registros sistemáticos: al menos 197 periodistas y trabajadores de medios muertos en Gaza según recuentos verificables, y más de 250 si se incluyen las cifras difundidas por las autoridades gazatíes. Nombres que ya forman parte de un registro trágico y que apuntan a un patrón evidente: contar lo que pasa se ha convertido en una actividad de alto riesgo.
La falta de acceso independiente tiene implicaciones concretas: menos verificación sobre el terreno, más dependencia de fuentes oficiales o de imágenes producidas por las partes, peor contraste. En paralelo, la sociedad israelí ha convivido durante meses con un debate intenso sobre el retorno de los rehenes, el costo humano de las operaciones terrestres y la erosión que produce una guerra larga en la confianza institucional. Mientras tanto, en Gaza, periodistas ciudadanos y cámaras de móviles han sostenido la documentación diaria del conflicto, a menudo hasta el último momento.
La aritmética del fuego: bombas, cráteres y escombros
Las primeras jornadas del conflicto mostraron la escala aérea de la campaña. En seis días, la aviación israelí llegó a lanzar miles de bombas; para mediados de diciembre de 2023, estimaciones de inteligencia hablaban de decenas de miles de municiones empleadas en la Franja, con una porción significativa no guiada. La campaña continuó durante meses con ataques aéreos y artillería repetidos sobre áreas urbanas densamente pobladas, y con armas de gran tonelaje —incluidas bombas de 2.000 libras— capaces de pulverizar edificios y abrir cráteres que cortan calles enteras. Dos años después, la cifra acumulada de salidas y golpes aéreos supera ampliamente las decenas de miles.
El detalle técnico importa porque explica el patrón de destrucción. Una bomba pesada genera una onda expansiva que afecta varias manzanas, derriba muros medianeros, compromete estructuras vecinas y siembra fragmentos a decenas de metros. Si a eso se suman reimpacts sobre áreas ya dañadas —para destruir túneles o posiciones—, el resultado es un derribo en cadena. El impacto logístico aparece después: escombros que bloquean pasos, equipos de rescate que no consiguen acceso, grúas que no pueden operar por riesgo y falta de combustible. La policromía de los escombros —cemento, ladrillo, rebar, cables— se ha convertido en el nuevo paisaje urbano.
Este nivel de fuego, sostenido en el tiempo, ha redibujado la Franja. Torres residenciales reducidas a polvo, parques que son explanadas con marcas negras, zonas industriales que han dejado de existir. Y, con todo, los ataques continúan con intensidad variable según el frente. El lenguaje de partes militares —“neutralización de objetivos”, “golpes de precisión”— contrasta con un terreno lleno de impactos de amplio radio.
Territorio controlado, vidas comprimidas
Los movimientos de tropas y el cerco han convertido buena parte de Gaza en un espacio militarizado. Las fuerzas israelíes han mantenido, en diferentes fases del conflicto, control sobre el 82 % del territorio de la Franja, con zonas vedadas a la circulación civil y cortafuegos que separan núcleos de población. Estas burbujas hacen imposible una vida normal: cuando un barrio queda señalado como “zona de combate”, no entra la ayuda, no hay transporte, no funcionan los servicios básicos. Cuando además los frentes se mueven, la inseguridad se multiplica. La cotidianidad se vuelve intermitente: una panadería abre unas horas, un pozo funciona hasta que se vacía, una farmacia atiende mientras le quedan vendas.
La compresión del espacio habitable provoca otra consecuencia: aglomeraciones en campamentos y “zonas seguras” temporales, donde el saneamiento es un problema irresoluble y la transmisión de enfermedades es cuestión de días. Las epidemias —de piojos a sarna, de diarreas a infecciones respiratorias— son más probables donde la gente duerme junta, no puede lavarse y no hay ventilación. La misma geografía del conflicto, en suma, crea condiciones que dañan la salud aunque no caiga una bomba.
Periodo largo, efectos acumulados
La duración importa. Dos años sosteniendo apagones, escasez y fuego producen efectos acumulados que ya no se ven en las fotos del día: déficits de aprendizaje por escuelas cerradas, estrés postraumático generalizado, huida de capital humano —los técnicos que pueden salir lo intentan—, pobreza consolidada. La economía local está colapsada: los talleres sin cobre ni piezas, las granjas sin pienso ni agua, los negocios sin clientela ni proveedores. Y cuando la infraestructura cae, la recuperación se vuelve un proceso de décadas. Solo gestionar los escombros requiere maquinaria, combustible y seguridad. Levantar viviendas y servicios —carreteras, hospitales, escuelas— más normativa, financiación, permiso.
A lo largo de este periodo, el acceso informativo limitado y el debate internacional sobre derecho humanitario, proporcionalidad y responsabilidad han acompañado el día a día. Mientras tanto, la vida civil queda a resguardo de improvisaciones: cocinas colectivas que reparten platos humildes, radios comunitarias que anuncian dónde hay un médico o pan, brigadas que abren caminos entre cascotes para que pase una ambulancia. Lo urgente, a cada rato.
Lo que revelan los números tras dos años
El retrato final está hecho de cifras frías. Más de 67.000 muertos y cerca de 170.000 heridos. Alrededor de 1,9 millones de desplazados en una Franja donde el 92 % de las viviendas ha sufrido daños o destrucción y solo 14 de 36 hospitales funcionan de manera parcial. Más de 450 personas fallecidas por hambre o desnutrición, con niños detrás de una tercera parte de esos decesos. Agua y luz convertidas en botín de cada jornada. Periodistas muertos por decenas —entre 197 y más de 250, según recuentos— y centenares de sanitarios y cooperantes que no volverán a sus puestos. Una campaña aérea que ha descargado miles de bombas en sus primeros días y decenas de miles de municiones en meses, con armamento pesado capaz de convertir una torre en un cráter. Control militar sobre buena parte del territorio y zonas vedadas a la vida civil. Todo ello en dos años.
Las estadísticas no explican por sí mismas el devenir político del conflicto ni anticipan lo que ocurrirá mañana, pero sí fijan una escala: la más alta destrucción urbana reciente en un espacio tan pequeño, la mayor cifra de niños muertos en un conflicto de esta década, una red sanitaria al borde del colapso sostenido y una población que sobrevive con la dieta mínima, sin energía estable ni agua segura. Este es el mapa —numérico, material— de Gaza hoy. Un mapa que no cambia con declaraciones, sino con decisiones que abran el paso a lo elemental: comida, medicina, protección. Y que permitan contar, sin miedo y con datos, lo que ha ocurrido. Porque a estas alturas, los números —duros, incontestables— ya han dicho casi todo. Lo demás exige que se les haga caso.
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Este artículo se ha redactado con datos contrastados de medios y organismos de referencia en España. Fuentes consultadas: RTVE, 20minutos, RTVE Noticias, ABC, eldiario.es, 20minutos Internacional, RTVE Internacional.

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