Ciencia
¿Por qué las chicas son más vulnerables al malestar mental?

Datos, causas y respuestas ante el malestar emocional en adolescentes, con foco en las chicas: cifras clave, riesgos y medidas eficaces útiles
La brecha está bien documentada y se nota a simple vista en los datos: las adolescentes y jóvenes españolas declaran más ansiedad, más depresión y más síntomas de malestar que sus pares masculinos. Se detecta antes —en torno a la entrada en la pubertad— y se intensifica en la franja de 15 a 18 años, justo cuando se cruzan las presiones académicas, la comparación social y la exposición digital. Hoy el tema se habla sin bajar la voz: la salud mental ya no es un tabú entre la juventud, y precisamente por eso emergen con claridad los diferenciales por género. La conclusión operativa no admite rodeos: ellas están más expuestas, y el patrón se repite curso a curso, campus a campus.
El porqué no se explica por una sola causa. Intervienen ventanas biológicas de mayor sensibilidad —el arranque más temprano de la pubertad, los cambios neurohormonales que afectan sueño y regulación del ánimo—, pero el peso decisivo se apoya en lo social: presión estética, violencia y acoso (también digital), hipervigilancia del cuerpo, necesidad de agradar en un escaparate permanente, miedo a la reputación. Se suma un rasgo clínico relevante: ellas tienden a interiorizar el malestar (ansiedad, tristeza, somatizaciones), mientras muchos chicos lo expresan hacia fuera (impulsividad, conductas de riesgo), lo que enmascara parte de su sufrimiento, sí, pero no borra la brecha que recogen las encuestas de bienestar emocional. De fondo, una novedad positiva: al nombrarlo, piden ayuda con menos miedo. Eso, que a veces se caricaturiza como “sobrediagnóstico”, es otra cosa: cultura de salud.
Una fotografía nítida de la brecha
El termómetro más reciente remarca que casi el doble de chicas declara problemas concretos de salud mental frente a los chicos. Cuatro de cada diez dicen haber sufrido ataques de ansiedad o pánico; una de cada cuatro refiere depresión. La ideación suicida aparece en cerca de una de cada cuatro jóvenes, y los trastornos de la conducta alimentaria (TCA) se sitúan alrededor de una de cada cinco. Junto a la prevalencia, llama la atención la percepción de bienestar: mientras tres de cada cuatro chicos se dicen satisfechos con su salud mental, en ellas esa cifra baja notablemente. Y el contexto generacional importa: quienes nacieron entre 2001 y 2020 han atravesado una pandemia con confinamientos, crisis climáticas de impacto local —danas, incendios, olas de calor— y un clima informativo de conflicto que ha convertido la incertidumbre en ruido de fondo.
El discurso también ha cambiado en las aulas. Centros de secundaria y universidades han añadido prevención y coordinación a su vocabulario cotidiano. La figura obligatoria del coordinador de bienestar y protección en los centros donde estudian menores se ha convertido en un eje para detectar a tiempo señales de alarma, activar protocolos frente a violencia sexual o acoso, y acompañar a familias y profesorado. En la universidad, el tono es similar: mitad del alumnado reconoce haber necesitado apoyo psicológico el último año; y uno de cada cinco llegó a tener pensamientos suicidas en las semanas previas a determinadas encuestas. Cuando se pregunta por las políticas públicas, la mayoría de la población adulta percibe que las medidas aún no alcanzan: prevención del suicidio, atención a la ansiedad y a las adicciones, y manejo de la agresividad siguen siendo asignaturas a reforzar.
En el plano cultural, la conversación se ha abierto. Campañas con rostros reconocibles del deporte —desde la selección de fútbol a la de baloncesto— han normalizado hablar “sin miedo” de salud mental, y esa visibilidad, aunque simbólica, importa: legitima la consulta profesional y empuja a que una adolescente le cuente a su tutora, o a su médico de familia, lo que antes se quedaba en silencio. Las cifras de asistencia a líneas de ayuda y servicios autonómicos corroboran esa puerta de entrada: no sustituyen la terapia ni los recursos especializados, pero acortan el tiempo entre el primer síntoma y la primera conversación útil.
Qué hay detrás: biología, cultura y pantalla
La biología no es un veredicto, pero sí marca ritmos. La pubertad femenina suele anticiparse, y con ella arriban oscilaciones hormonales que alteran el sueño, modulan el estrés y, en determinadas chicas, incrementan la reactividad emocional. Esa sensibilidad, en un ecosistema que multiplica estímulos y exige mostrarse, hace que ciertos síntomas emerjan con más facilidad. De nuevo: no es determinismo, es contexto. Cuando el entorno protege, la curva se suaviza; cuando fallan las redes de apoyo, la pendiente se empina.
El componente cultural pesa tanto o más. Las jóvenes reciben —todavía— más comentarios sobre su cuerpo, más exigencias de “buena cara” y mayor penalización social si no encajan en un canon que se actualiza, sí, pero no afloja. En paralelo, el mercado de la autoimagen desborda: filtros, retoques, métricas de popularidad. No se trata de demonizar redes; conviene leer su efecto diferencial por edades. Hay ventanas de especial vulnerabilidad —11 a 13 años, y luego otra en torno a los 19— en las que la comparación social y el feedback externo impactan más en el bienestar. En esas etapas, el mismo uso que a otra edad sería neutro puede asociarse, meses después, con menor satisfacción vital o más síntomas de ansiedad.
La interiorización del malestar, más frecuente en ellas, también explica parte de la brecha. Ante situaciones de estrés sostenido, ellas tienden a rumiar lo ocurrido, darle vueltas y dirigir la culpa hacia dentro; muchos chicos, en cambio, externalizan: consumo, impulsividad, conductas de riesgo. Esta diferencia no significa que ellos sufran menos; significa que se mide distinto. Y si las métricas que usamos capturan mejor la ansiedad y la depresión que la impulsividad o la agresividad, el mapa final prioriza lo que más alta sensibilidad tiene al radar. De ahí la necesidad —cada vez más aceptada— de instrumentos de evaluación complementarios por género y edad.
Violencia y control digital, el impacto oculto
Es imposible entender el mayor malestar mental femenino sin mirar a la violencia, también en sus formatos nuevos. Los estudios con cohortes jóvenes confirman tasas elevadas de violencia sexual en la infancia y adolescencia, así como violencia psicológica y física que deja huellas profundas si no se interviene. A esto se suma el control digital en relaciones de pareja, el acoso entre iguales y un fenómeno en expansión que las propias chicas describen con miedo contenido: la fabricación y difusión de desnudos falsos con inteligencia artificial. Para quien observa desde fuera puede parecer “una gamberrada tecnológica”; para una estudiante de 15 o 17 años es una amenaza a la reputación y a su seguridad que, además, no caduca en internet. Ese miedo, que opera como ruido de fondo, dispara la ansiedad, condiciona la participación social y roba horas de sueño.
En paralelo, los TCA concentran el mayor diferencial de género. No aparecen de un día para otro. Se incuban en dietas improvisadas, comentarios hirientes en el vestuario, retos virales y dinámicas de comparación que cristalizan en restricción, atracones o compensaciones. El patrón español es claro: mayor prevalencia en adolescentes y universitarias, con picos que coinciden con cambios de ciclo y con deportes o disciplinas que hiperfocalizan el peso. La intervención temprana —detección por tutores, dudas en el centro de salud, circuitos ágiles hacia unidades especializadas— cambia el pronóstico. Llegar tarde suele significar más comorbilidad y más tiempo de recuperación.
Escuela y universidad: del tabú roto a la acción
El sistema educativo ya no mira de reojo. La coordinación de bienestar en los centros con menores articula derivaciones con servicios sociales y sanitarios, desplegando protocolos frente a acoso, abuso y control digital. Más allá de la norma, lo que marca la diferencia es el tiempo asignado, la formación del equipo y la capacidad real de detectar señales discretas: cambios en el rendimiento, ausencias, somatizaciones, autolesiones ocultas. Cuando el engranaje funciona, la escuela sustituye la culpabilización (“es que no estudia”, “tiene una edad difícil”) por intervención temprana y apoyo familiar.
En la universidad, la conversación se ha profesionalizado. El alumnado no pide gestos, pide recursos: una estrategia nacional específica, financiación estable, ratios mínimas de psicólogos por cada 1.000 estudiantes, tiempos de espera razonables y programas de prevención que no dependan de la voluntad de un decano. Estos reclamos no son una carta a los Reyes Magos; responden a cifras: más de la mitad de los universitarios ha sentido la necesidad de apoyo psicológico en el último año; el suicidio preocupa como riesgo real y cercano; la ansiedad por rendimiento y la soledad pospandemia se mantienen, aunque ya sin confinamientos de por medio.
En este ecosistema, las campañas de sensibilización juegan de avanzadilla. Iniciativas como “YoSoyTuParaguas” —que involucran a referentes deportivos de primer nivel— rompen el estigma y legitiman la búsqueda de ayuda, especialmente en facultades donde la competitividad o la autoexigencia son marca de la casa. ¿Sustituyen la atención clínica? No. ¿Abren puertas? Sí. Y ese paso previo, en salud mental juvenil, vale oro.
Prevención que funciona y recursos que faltan
La evidencia acumulada en España ofrece un guion muy concreto. Primero, llegar antes. Los programas de prevención e intervención temprana que combinan psicoeducación, habilidades de regulación emocional y seguimiento tras el alta reducen intentos de suicidio y autolesiones en adolescentes. Se encuentran ya experiencias multicéntricas y líneas de investigación financiadas que han demostrado eficacia. El reto es escalarlas y evitar que dependan del entusiasmo de un equipo concreto.
Segundo, reforzar el primer nivel asistencial. La puerta natural de entrada —medicina de familia y pediatría— necesita tiempo de consulta, formación específica y derivaciones cortas hacia psicología clínica y psiquiatría infanto-juvenil. Los circuitos que funcionan comparten tres rasgos: cribados sencillos integrados en la consulta, psicoeducación a familias y accesos rápidos a terapia cuando hay riesgo. Si un adolescente con ideación suicida espera semanas para su primera cita, el sistema falla.
Tercero, actuar en el territorio digital con bisturí, no con maza. Las redes no son el enemigo, pero la experiencia digital no puede seguir siendo una selva. Hace falta alfabetización mediática con contenidos aterrizados —cómo funciona un algoritmo, qué hacer ante un deepfake, cómo ajustar privacidad—; y hace falta corresponsabilidad de las plataformas con medidas específicas para menores: verificación de edad, diseños que desincentiven la comparación tóxica, canales de denuncia eficaces y respuesta ágil ante contenido que sexualiza o humilla a adolescentes. Para las chicas, esto es salud mental en directo.
Cuarto, abordar la violencia sin eufemismos. Lo “digital” no neutraliza el daño, lo amplifica. Los protocolos que nacen, se comunican y se aplican —en colegios, institutos, clubes deportivos— reducen el riesgo. Implican formación al profesorado, confidencialidad real y vías de ayuda que eviten el peregrinaje. Si el sistema duda ante una denuncia de control digital o difusión de imágenes, la víctima aprende a callar; si responde rápido y con garantías, otras se atreven a pedir ayuda.
Quinto, cuidar la ventana universitaria. La carga de trabajo, la precariedad económica y la duda vocacional se convierten en estresores crónicos. Los campus que han reforzado servicios psicológicos reducen esperas, mejoran la adherencia y logran que problemas moderados no se cronifiquen. La evaluación de estos planes —datos, no intenciones— debe hacerse pública para ajustar recursos. Hablar de ratios no es burocracia; es tiempo y vidas.
Sexto, mirar con perspectiva de género sin caer en demonizaciones. Si sabemos que la ansiedad por la imagen corporal y los TCA golpean más a las chicas, los programas deben incluir módulos específicos: descodificar la presión estética, entrenar la comparación social y manejar el perfeccionismo. Si el acoso sexual, también en línea, multiplica el riesgo de depresión y ansiedad, los itinerarios de apoyo tienen que ser confidenciales, rápidos y reparadores. Si las autolesiones aparecen como mecanismo para aliviar el malestar, la respuesta exige intervenciones basadas en evidencia (como el entrenamiento en tolerancia al malestar o habilidades de distracción y anclaje) antes de que se cronifiquen.
Entre los recursos, conviene recordar herramientas que ya existen y salvan distancias: líneas de atención telefónica y chat que conectan en horas clave, derivaciones preferentes para riesgo suicida, y acuerdos de colaboración entre servicios de salud y educación que evitan duplicidades. El objetivo es quitar fricción: menos formularios, menos puertas, más puentes.
Un cambio cultural que debe consolidarse
La generación que hoy estudia en secundaria y en la universidad ha hecho algo que parecía imposible hace apenas una década: hablar de salud mental sin vergüenza. Ese hito no es pequeño. Hace que los síntomas no se escondan, que las familias pregunten y que los centros educativos activen protocolos sin temor al qué dirán. Pero la brecha de género sigue ahí, tozuda, con chicas que acusan más ansiedad, más depresión y malestar somático, y que cargan con una presión estética y una amenaza digital que no siempre se ve desde el mundo adulto.
La respuesta, si se toma en serio, ya está escrita y es realista: detección temprana en las aulas, coordinación con atención primaria y salud mental, recursos estables en los campus, alfabetización digital que llegue a tiempo, tolerancia cero a la violencia (también a la que circula camuflada como broma o meme), y vías confidenciales que no revictimicen a quien pide ayuda. No es una lista de deseos; son políticas posibles que, allí donde se han aplicado, estrechan la brecha y devuelven horas de sueño.
Queda una tarea que no admite demoras: proteger las ventanas sensibles de la adolescencia, reforzar las redes de apoyo que amortiguan los golpes y asegurar acceso a tratamiento psicológico sin que lo decida la renta o el código postal. Porque detrás de cada porcentaje hay una historia con nombre propio. Y porque, cuando el entorno protege, las curvas cambian de sentido: la ansiedad remite, la depresión se trata, las autolesiones se previenen. El resto, ruido. Aquí hay datos, hay herramientas y hay experiencia acumulada. Hagámoslas valer, sin dramatismo y sin triunfalismos, con continuidad. Es la forma más directa de responder a una realidad que las chicas no solo padecen: hoy la señalan, la nombran y exigen que se atienda. Esa es, precisamente, la mejor noticia.
🔎 Contenido Verificado ✔️
Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: Agencia EFE, Plan International España, INE, Ministerio de Sanidad, BOE, CREUP, Universidad CEU, El País.

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