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Ciencia

Por qué la cara oculta de la Luna es más fría que el lado visible

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la cara oculta de la Luna

La cara oculta de la Luna, más fría que la visible: datos sólidos, causas geológicas y lo que implica para la exploración del polo sur lunar.

La explicación directa cabe en una frase, aunque detrás hay mucha ciencia: la cara oculta de la Luna es más fría porque su interior aporta menos calor. Ese hemisferio está empobrecido en elementos radiactivos que generan energía (potasio, torio, uranio), conserva una corteza más gruesa que impidió durante eones el ascenso de grandes volúmenes de magma y apenas desarrolló mares basálticos. Resultado: se enfrió antes y mejor que el lado que vemos desde la Tierra. Las muestras recién analizadas del retorno de la misión Chang’e-6 refuerzan esa diferencia: los basaltos de la cara lejana cristalizaron a temperaturas en torno a 1.100 °C, unos 100 °C menos que las lavas equivalentes del lado visible.

Dicho sin rodeos: “cara oculta más fría” no es un titular poético, es una medida. El dato llega tras estudiar minerales como clinopiroxeno y plagioclasa con termobarómetros independientes. Y encaja con lo que ya señalaban décadas de teledetección: en el hemisferio cercano hay más “combustible térmico” y más volcanismo tardío; en el lejano, paisaje abrupto, mares escasos y un manto que perdió calor con más rapidez. No es un capricho geográfico, es la huella de cómo se formó y evolucionó el satélite.

Un hallazgo que concreta la diferencia térmica

La noticia es reciente y precisa: un equipo de investigación en China, trabajando con material traído de la cara oculta por la sonda Chang’e-6, ha medido temperaturas de cristalización inferiores a las típicas de los basaltos del lado visible recogidos en misiones anteriores. La cifra de referencia que manejan —alrededor de 1.100 °C— se obtiene a partir de equilibrios mineralógicos y modelos termodinámicos probados en petrología ígnea. La comparación no es trivial, porque cada muestra tiene su historia, pero la tendencia es consistente con lo observado por otras vías: el hemisferio lejano es térmicamente más “apagado”.

Ese contraste cuadra con rasgos globales bien descritos. La cara visible acumula grandes llanuras oscuras —los mares basálticos— que ocupan más de un 30 % de su superficie. Bajo esas llanuras, la provincia Procellarum y regiones adyacentes muestran una anomalía geoquímica donde se concentran elementos productores de calor. La cara oculta, sin embargo, apenas alberga entre un 1 % y un 2 % de mares. Allí domina una corteza más espesa, puntuada por cadenas de cráteres, mesetas y escarpes. Mucho relieve, poca lava. Si la cocina interna estuvo menos activa, el gradiente térmico se relajó antes.

El interés del dato de Chang’e-6 es doble. Por un lado, aleja cualquier duda de que la asimetría térmica no es solo superficial. Por otro, ajusta el reloj de la evolución del manto en la cara oculta: con menos calor interno y menos “rejuvenecimiento” volcánico, enfriar fue la norma. Incluso el lugar elegido para el alunizaje —en el entorno de la megacuenca Polo Sur-Aitken, un golpe colosal que excavó hasta materiales profundos— muestra que, pese a un evento que pudo recalentar localmente, la señal dominante sigue siendo de menor temperatura de cristalización.

De dónde sale el calor lunar: radiactividad, mareas y memoria del magma

La Luna no tiene tectónica de placas ni corazón ardiente al estilo terrestre, pero sí conserva fuentes de calor. Tres, sobre todo. La radiactividad de elementos como K, Th y U mantiene encendido el brasero durante miles de millones de años. El calor fósil —la energía que quedó atrapada tras el océano de magma inicial— tardó en disiparse, más aún si hubo recalentamientos posteriores con pulsos de vulcanismo. Y, en menor medida, las mareas debidas a la Tierra pueden friccionar el interior, aunque ese efecto es mucho menos relevante hoy que en el pasado.

La distribución de esas fuentes no es homogénea. La gran diferencia reside en la proporción de elementos radiactivos, que no se repartieron por igual cuando el satélite solidificaba. Algunas regiones del lado cercano se enriquecieron en lo que los geólogos llaman provincia KREEP (acrónimo inglés de potasio, tierras raras y fósforo), un paquete geoquímico que indica precisamente “potencia calorífica”. Donde hay más KREEP, los magmas se generan con más facilidad a temperaturas algo más altas o durante más tiempo, y la corteza se rejuvenece con inyecciones de lava que tardan mucho en perder el calor.

En la cara oculta, la película transcurre de otra forma. Menos KREEP, corteza más gruesa y menos fracturas conectadas a la base del manto significan menos volcanismo tardío. Sumado a una pérdida de calor más eficiente, el termómetro interno baja antes. Esto no implica un bloque helado sin historia, ni mucho menos: la megacuenca del Polo Sur-Aitken y otras estructuras hablan de impactos capaces de recalentar y mezclar materiales. Pero los datos que hoy se ponen sobre la mesa indican que, en conjunto, la “caldera” del lado oculto estuvo más templada que la del visible durante buena parte de su evolución.

Un desequilibrio elemental que marca la diferencia

Cuando se habla de “lado oculto más frío”, la clave no es la luz solar —que alterna día y noche cada 29,5 días en ambas caras—, sino el inventario interno de calor. En términos geoquímicos, la cara visible se enriqueció en torio, uranio y potasio durante el enfriamiento del océano de magma. Esos elementos, al desintegrarse, liberan energía que mantiene más tiempo la posibilidad de fusionar rocas. El resultado, millones de años después, es una historia volcánica más prolongada y temperaturas de cristalización algo más elevadas en sus basaltos.

Los termobarómetros usados con las muestras de Chang’e-6 se fijan en relaciones elementales dentro de minerales sensibles a la temperatura, como el clinopiroxeno (rica en Fe, Mg, Ca, Si) y la plagioclasa (una mezcla de feldespatos). Según su química, se puede reconstruir la temperatura y presión a las que cristalizaron. Si esas cifras convergen en torno a 1.100 °C y la comparación con basaltos del lado visible arroja valores unos 100 °C superiores, el patrón es claro: en el hemisferio lejano se fundió y cristalizó a temperaturas más bajas.

La geología manda en la cara oculta

No todo es cuestión de “combustible”. La arquitectura de la Luna también decidió el destino térmico de cada hemisferio. La corteza de la cara oculta es, de media, más gruesa. Ese “techo” adicional funciona como tapa: frena el ascenso de los melt del manto y dificulta que el interior pierda calor por el canal rápido que son las erupciones volcánicas. Con menos canalizaciones, menos rocas calientes llegan arriba y menos energía se libera a la superficie. El lado visible, en cambio, al haber adelgazado su corteza y estar fisurado por los grandes impactos del pasado, facilitó el camino al magma durante más tiempo.

Hay otro factor menos citado pero clave: la topografía y la rugosidad. En el lado lejano abundan los altiplanos y los muros de cráteres que sombrea zonas durante gran parte del día lunar. Esa geometría no cambia el calor interno, pero sí cómo se ventila el calor de la superficie. Más sombras, más gradientes locales, más oportunidades para que el terreno pierda calor por radiación. Si a eso le añadimos regolito —polvo fino— muy espeso, con baja conductividad, obtenemos un aislante complejo: durante el día, retiene parte del calor; de noche, lo cede lentamente, pero no alcanza a compensar la menor inyección térmica desde abajo.

La megacuenca del Polo Sur-Aitken introduce un matiz. Es una herida gigantesca de más de dos mil kilómetros que excavó la corteza hasta acercarse al manto. Ese impacto pudo recalentar y fundir materiales, creando reservorios de magma. Si la cara oculta iba a tener un “motor secundario”, sería allí. Aun así, los nuevos datos apuntan a que ese motor funcionó en un rango térmico más bajo y por intervalos más breves que los mare que inundaron el hemisferio cercano. La imagen que emerge es coherente: el lado visible fue más magmático y más caliente durante más tiempo; el oculto, más refractario.

Qué significa “más fría” para la exploración

Conviene no confundir conceptos. Cuando las investigaciones dicen que la cara oculta de la Luna es más fría, se refieren sobre todo al interior —al manto— y a la temperatura a la que cristalizaron las rocas ígneas. Esto no implica que la superficie del lado lejano sea siempre más fría que la del lado visible en cada amanecer lunar. La temperatura superficial en ambos hemisferios sufre oscilaciones extremas: de más de 120 °C a pleno día a por debajo de –170 °C de noche, porque no hay atmósfera que amortigüe la radiación. Lo que cambia es la alimentación térmica desde abajo y el historial de calor interno.

Con ese marco, las implicaciones son tangibles. En geocronología, saber que los basaltos de la cara oculta se cristalizaron más fríos ajusta la edad y el contexto de sus erupciones. En prospectiva de recursos, el empobrecimiento relativo en elementos radiactivos y la escasez de mare alteran las expectativas sobre tierras raras o fosfatos asociados a asociaciones KREEP. En ingeniería de misiones, un perfil térmico más “tranquilo” en el subsuelo puede favorecer determinadas tecnologías de anclaje, perforación o almacenamiento criogénico en cuevas y tubos de lava —si los hay—, porque los gradientes podrían ser más predecibles que en zonas volcánicas “vivas” del lado visible.

La navegación y comunicaciones en la cara oculta siguen siendo un reto, resuelto con relés en órbita. Pero saber dónde el subsuelo guarda menos calor residual ayuda a elegir emplazamientos para experimentos térmicos de larga duración, sismómetros o estaciones que dependan de estabilidad. La exploración del polo sur, objetivo inmediato de varias agencias, se beneficia también: zonas en sombra permanente con hielos en el rególito pueden conservarse mejor si el flujo de calor interno es más bajo, porque la base térmica presiona menos sobre esos depósitos volátiles. No es una garantía, pero inclina la balanza.

La agenda china lo tiene claro. Chang’e-7, con destino al polo sur y despegue previsto para la segunda mitad de la década, desplegará instrumentos para detectar agua y mapear entornos de iluminación extrema y sombra permanente. Chang’e-8, con colaboraciones internacionales, probará tecnologías in situ que miran ya a futuras estancias humanas. En ambos casos, conocer el subsuelo —y su temperaturamarca decisiones de diseño, desde taladros a sistemas térmicos.

Atención a la superficie: días de fuego, noches de hielo

Hay un malentendido recurrente que conviene despejar. La “cara oculta” no es eternamente oscura, ni permanece helada por falta de sol. La Luna está acoplada por marea: siempre nos muestra el mismo lado, sí, pero gira sobre su eje al mismo ritmo que orbita la Tierra. Ambas caras pasan por día y noche lunar. Por eso, cuando se dice que la cara oculta de la Luna es más fría, no se habla de iluminación, se habla de interior y de procesos que ocurrieron a decenas de kilómetros bajo la superficie y durante miles de millones de años.

En la piel del satélite manda la radiación solar. Si el terreno tiene albedo bajo —absorbe más— se calentará algo más de día; si hay más sombras o el material es claro, menos. El regolito es un aislante eficiente: atrapa calor en su primer metro y libera lentamente por la noche. Pero esa inercia térmica, aun notable, no tapa la diferencia de fondo entre hemisferios. Cuando el manto empuja con más flujo de calor, a igual insolación, la zona basal del suelo parte de una temperatura mayor. Y eso, acumulado, se traduce en historiales térmicos distintos medibles hoy con termometría mineral.

Hay otro efecto a considerar: la “ventilación” por fracturas. En regiones volcánicas del lado visible, diques y sills que antaño condujeron magma quedaron como autopistas congeladas. Esas estructuras pueden favorecer microflujos de calor o almacenar rocas con capacidad calorífica diferente. En el hemisferio lejano, con menos intrusiones y menos lavas, el subsuelo se homogeniza antes. De nuevo, menos rutas para calentar arriba, más vías para que el interior se enfríe.

Una lectura útil del dato: cronología, origen y Tierra

Este hallazgo no vive aislado. Aporta piezas al rompecabezas del origen lunar y su asimetría, una dualidad que intrigaba desde las primeras imágenes de la cara oculta. ¿Por qué un hemisferio llano y basáltico y otro escabroso y anoréxico en lavas? La respuesta se solidifica: química distinta, corteza más gruesa en el lado lejano, calor mejor distribuido en el cercano, impactos que abrieron ventanas y, ahora, termometría que confirma menor temperatura de cristalización en el oculto.

Para la cronología, anclar temperaturas más bajas en basaltos de la cara oculta ayuda a datar eventos. Los modelos que convierten composición y texturas en edades y condiciones se vuelven más fiables cuando el rango térmico está mejor acotado. Esto afecta a calendarios de erupciones, a duración de reservorios magmáticos y al ritmo de enfriamiento del manto en cada hemisferio.

Hay una deriva interesante hacia nuestro planeta. La Luna es un archivo de lo que la Tierra primitiva perdió por culpa de su tectónica móvil y su clima activo. Que la cara oculta muestre menos evolución térmica tardía y menos “retoques” a posteriori la convierte en una página más “limpia” para inferir procesos que una vez afectaron a ambos cuerpos. Si el hemisferio lejano se enfría antes, los gradientes que alimentaron, por ejemplo, dinamos o procesos de desgasificación iniciales, pudieron ser distintos. Eso reverbera en atmósferas incipientes, hidrosferas y química de superficie en épocas remotas.

Por último, hay una implicación práctica en el ámbito de instrumentación. Experimentos que miden calor —desde sondas térmicas a antenas sensibles a ruidoagradecen entornos predecibles y ruidos de fondo bajos. Un lado oculto con menos flujo térmico interno y características geológicas más uniformes en grandes extensiones puede ser preferible para determinados observatorios, al margen de los desafíos de comunicación que obliga a resolver con satélites puente.

Dos hemisferios, dos historias térmicas

El retrato que dejan las nuevas mediciones es robusto y, sobre todo, coherente con la imagen global que la ciencia lunar venía dibujando desde hace décadas. La cara oculta de la Luna es más fría porque nació y evolucionó con menos calor interno disponible y menos vías para rejuvenecer su corteza. En el lado visible, la química favoreció la presencia de radionúclidos que prolongaron el volcanismo y subieron el listón de temperaturas de cristalización. En el lejano, corteza gruesa y menor abundancia de esos elementos cerraron antes el grifo térmico. El dato de 1.100 °C frente a valores aproximadamente 100 °C superiores en basaltos del lado cercano no es un detalle menor: cuadra con los mapas geoquímicos, con la distribución de los mares y con la historia de impactos que modeló cada hemisferio.

La exploración que viene —Chang’e-7, Chang’e-8, los programas de polo sur y los consorcios que se forman— aprovechará ese conocimiento. Elegir dónde perforar, qué medir y cómo vivir sobre la Luna depende, entre otras cosas, de entender su calor. No se trata de una curiosidad de laboratorio, sino de logística y de seguridad en misiones de larga duración. En la práctica, un hemisferio que perdió calor antes ofrece otra clase de oportunidades y restricciones. Saberlo a tiempo ahorra problemas.

Queda investigación. Más muestras de otros puntos de la cara oculta, calibraciones cruzadas con datos orbitales, modelos que ajusten mejor cómo se repartieron K, Th y U al solidificar aquel océano de magma. Pero el mensaje de hoy no necesita florituras: la cara oculta de la Luna es más fría que la visible porque su interior lo fue, y lo fue por química, por estructura y por historia. Esa doble biografía térmica no es solo una rareza geológica; es, a efectos prácticos, una guía para explorar con cabeza el satélite que nos acompaña desde el origen.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: EFE, Agencia SINC, ABC, La Vanguardia.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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