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Ciencia

¿Cómo 25 años en la ISS marcan el futuro de la órbita baja?

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25 años en la ISS

Diseñado por Freepik

La Estación Espacial Internacional cumple 25 años habitada sin pausa y se prepara para su relevo comercial con Axiom, ciencia en microgravedad y retirada segura en 2030.

Durante un cuarto de siglo, la Estación Espacial Internacional ha estado habitada sin interrupción. Desde el 2 de noviembre de 2000, siempre ha habido alguien trabajando a 400 kilómetros de altura. Ese hito —continuidad diaria, día y noche, durante 25 años— explica por qué la ISS es algo más que un símbolo: se ha convertido en el laboratorio en microgravedad que ha puesto a prueba tecnologías, protocolos y cooperación internacional, y abre directamente la puerta a su reemplazo por estaciones comerciales. El aniversario llega con datos concretos y una hoja de ruta clara: la plataforma sigue operativa, pero su retiro está fijado a principios de la próxima década y ya hay relevo definido.

El balance combina ciencia, industria y geopolítica. 266 astronautas de 20 países han pasado por la estación; la primera tripulación —William Shepherd, Yuri Gidzenko y Serguéi Krikaliov— inauguró una guardia de 136 días que nunca se detuvo. El complejo ha crecido desde una estructura de 48 metros y 60 toneladas a un coloso de unos 73 metros, 450 toneladas y más de 1.000 m³ habitables. La carga de trabajo ha cambiado: del montaje y la manutención se transitó hacia un laboratorio maduro con centenares de experimentos (más de 400, según recuentos del programa) que no eran posibles en la Tierra. Y el modelo de transporte también giró: tras el adiós del Shuttle, las Soyuz mantuvieron el puente y, desde 2020, Crew Dragon lleva y trae tripulaciones, incluidas privadas. El siguiente paso tiene fecha: en 2026, Axiom Hub One —primer módulo de la futura Axiom Station— se acoplará a la ISS, operará acoplado unos años y se separará cuando la estación pública sea desorbitada alrededor de 2030.

Un cuarto de siglo sin noche en órbita

La Expedición 1 fue mucho más que una primera piedra. La misión dejó montado el esquema que se repetiría cientos de veces: rotaciones escalonadas, carga científica y mantenimiento planificado a minutos. La cronología se ha escrito con una rutina férrea —alarmas, vuelos de reabastecimiento, salidas extravehiculares para salir a “arreglar la azotea” cuando hacía falta— y con una cooperación que resistió periodos de tensión en la Tierra. Estados Unidos y Rusia mantuvieron operaciones integradas en conjunto con la Agencia Espacial Europea, Canadá y Japón. A bordo, los equipos han seguido una coreografía precisa: tareas técnicas, ejercicio obligatorio para contrarrestar la pérdida de masa ósea y sesiones de laboratorio.

Números que explican la escala. En el arranque del milenio, la estación pesaba 60 toneladas y tenía un volumen interior de 264 m³. Entonces, cada módulo era una apuesta por una arquitectura modular que solo con el tiempo alcanzaría su forma definitiva. Hoy el complejo mide en torno a 73 metros de largo —medida del “esqueleto” presurizado— y despliega una masa de 450 toneladas con alas solares de gran superficie. Es la obra de ingeniería orbital más grande jamás ensamblada en el espacio. El coste total es difícil de reducir a una cifra única —varía según qué se incluya, desde hardware hasta operaciones—, pero incluso en las estimaciones más conservadoras se mueve en decenas de miles de millones de dólares y ha sido, sin discusión, el proyecto internacional más caro jamás puesto en órbita.

Una logística que encaja a minuto. Sostener una ciudad-laboratorio requiere cadencia. En los años duros del montaje, los astronautas vivían con el calendario marcado por los vuelos del transbordador. Tras su retirada, Soyuz sostuvo el puente y hoy Crew Dragon gestiona el relevo recurrente, integrando además misiones privadas. La receta funciona porque arriba nada se improvisa: hay “ventanas” de ciencia y ventanas de mantenimiento; hay acoplamientos que deben coincidir con la órbita y el clima de Florida o Baikonur; hay protocolos para cada eventualidad, desde una microfuga hasta una alarma de basura espacial.

De obra mayor a laboratorio estable

La estación nació como un proyecto de montaje. Durante los primeros años, buena parte del tiempo se iba en instalar y probar equipos, en cambiar bombas o válvulas, en desplegar antenas y paneles. Con el paso del tiempo, la curva se inclinó hacia la investigación científica y el desarrollo tecnológico. El dato que lo resume: más de 400 experimentos en un cuarto de siglo, en áreas que van de la cristalización de proteínas a la ciencia de materiales, pasando por biología, fisiología humana, combustión, física de fluidos, botánica en microgravedad y observación de la Tierra.

El valor científico no está en una proeza puntual, sino en la continuidad. Al eliminar el peso —o, mejor dicho, al vivir en microgravedad— aparecen fenómenos que en la superficie quedan enmascarados. Las proteínas cristalizan de otra manera y permiten estudiar su estructura con más precisión, útil para diseñar fármacos. Las aleaciones solidifican distinto y abren pistas para materiales con mejores propiedades. Los fluidos se comportan sin convección dominante, lo que permite medir transporte de calor o dinámica interfacial con limpieza. Las plantas crecen sin orientación gravitatoria y obligan a repensar raíces, tallos y ahorro de nutrientes. En paralelo, el complejo sirve como plataforma exterior para instrumentos que miran a la atmósfera, a la ionosfera o a la superficie donde se detectan incendios, cambios de uso del suelo o variaciones en hielos estacionales.

La transferencia al suelo ha ido llegando en forma de procesos industriales que se testean primero arriba: bioimpresión de tejidos con menos colapso de estructuras durante el proceso, validación de sensores para agricultura de precisión, ensayos de fibras ópticas con menos defectos, nuevas pinturas térmicas para satélites. No todo sale bien, como en cualquier laboratorio. Hay experimentos que no superan la fase de pruebas o que no encuentran modelo de negocio cuando regresan, pero la tendencia ha sido de crecimiento: más tiempo científico, más instrumental dedicado y una curva de aprendizaje que hoy permite planificar campañas largas con resultados reproducibles.

De lo público a lo comercial: el giro que ya está en marcha

La ISS es, por diseño, un programa público. Lo ha sido desde su acuerdo intergubernamental, con la NASA como agencia líder y con el resto de socios aportando módulos, logística, ciencia y tripulaciones. Pero el ecosistema de la órbita baja ha cambiado. La presencia de empresas privadas no es una promesa; es rutina: Crew Dragon transporta astronautas de agencias y de compañías, y Axiom Space ha liderado misiones con perfiles científicos y comerciales, con profesionales de vuelo que trabajan a bordo durante semanas.

La propia NASA ha alentado esa transición para evitar un “apagón” cuando la ISS sea retirada. La idea es sencilla: que, cuando la estación internacional deje de operar, existan estaciones comerciales que ofrezcan espacio, energía, soporte vital y tiempo de tripulación a gobiernos, empresas y universidades. En ese esquema, las agencias públicas pasan a ser clientes ancla que alquilan capacidad para misiones científicas, demostraciones tecnológicas o entrenamiento de astronautas. La empresa privada asume el riesgo de diseño y operación, pero con un mercado inicial asegurado. Es el camino lógico para un entorno —la órbita baja— que ya no es exploración extrema, sino infraestructura.

Axiom Hub One, el punto de inflexión

El hito visible del cambio llega en 2026. Axiom Hub One, primer módulo presurizado de Axiom, despegará para acoplarse a la ISS y operar integrado en el complejo. Ese periodo servirá para validar sistemas de soporte vital, gestión térmica, interfaces de energía y datos, así como la logística de tripulaciones privadas que compartirán pasillos con misiones gubernamentales. Cuando llegue el final programado de la estación, la Axiom Station se separará y quedará como plataforma independiente. No es un salto al vacío: se utilizarán los mismos procedimientos, los mismos centros de control, gran parte del personal con experiencia y el mismo “modo de operación” que ha funcionado durante 25 años.

El modelo de negocio no se apoya en turismo orbital, aunque pueda incluirlo. La demanda viene de farma, materiales avanzados, observación, robótica, educación superior y, sobre todo, demostración de hardware en un entorno real con presencia humana. Es, al fin, una industria donde cada hora de astronauta tiene valor y donde el calendario se planifica en función de contrataciones concretas. Si ese mercado se consolida, el salto de la ISS a estaciones privadas no implicará un descenso en capacidad científica; al contrario, podría aumentar la oferta y diversificarla.

Cooperación a prueba de crisis

Hay un dato que conviene subrayar: mientras la política se encendía en la superficie, la cooperación técnica en la ISS siguió funcionando. Vuelos cruzados, manuales compartidos, simulacros conjuntos, horarios coordinados. Esa resiliencia dice más de lo que parece. Los socios —Estados Unidos, Rusia, Europa, Canadá y Japón— han mantenido la disciplina de operaciones que permite que a bordo no falte nada: ni carga útil, ni consumibles, ni soporte técnico. En paralelo, China ha levantado su Tiangong, y el mapa de la órbita baja se ha vuelto multipolar. El resultado: para sostener la continuidad, la transición hacia estaciones comerciales debe ser ordenada y creíble en plazos.

Europa se juega también mucho. El laboratorio Columbus, el brazo robótico canadiense y el módulo japonés Kibo son piezas que han dado identidad a la estación como proyecto realmente intercontinental. Y la industria europea —con Italia en primer plano— ha dejado huella en el diseño y la fabricación de módulos.

Italia dentro: módulos y astronautas

La aportación italiana es visible y cuantificable. Más de la mitad del volumen habitable de la ISS ha salido de factorías italianas, con Thales Alenia Space Italia como actor principal. Ahí están los nodos de conexión, la Cúpula —ese ventanal hexagonal que todos han fotografiado— y los Módulos Logísticos Multipropósito que hicieron posible el montaje. Esa huella industrial tiene su reflejo en nombres propios: Umberto Guidoni, Roberto Vittori, Paolo Nespoli, Luca Parmitano y Samantha Cristoforetti. Cinco astronautas italianos que, en distintos periodos, pusieron el acento de su país en operaciones críticas, paseos espaciales o el propio comando de la estación. La lista no es un anecdotario; es la prueba de una política sostenida en el tiempo.

España y el siguiente paso

España no ha sido país con astronauta de la ESA en la ISS, pero sí tiene una relación directa y reconocible con esta etapa. Michael López-Alegría, nacido en Madrid y nacionalizado estadounidense, ha comandado misiones privadas que han marcado la pauta de esta fase comercial. En tierra, España participa a través de contratos industriales de empresas como SENER, GMV o Airbus en Getafe, y en algo tan crítico como las comunicaciones de espacio profundo, con el Complejo de Comunicaciones de Madrid (Robledo de Chavela) en la red de la NASA y la antena de Cebreros en la red de la ESA. La transición hacia estaciones privadas abre un abanico claro: software de control, instrumentación científica compacta, servicios de misión y biofabricación. La oportunidad no es retórica: hay demanda concreta si se llega a tiempo con plazos, calidad y costes.

El final planificado de la estación

La pregunta que sobrevuela el aniversario es obvia: ¿cómo se baja la estructura habitable más grande jamás montada en el espacio? La respuesta ya está redactada en planes de ingeniería. La ISS continuará operando hasta finales de década y después se ejecutará una reentrada controlada sobre el Pacífico Sur —lejos de rutas aéreas y marítimas— para minimizar cualquier riesgo. La maniobra requerirá un vehículo de deorbitación con capacidad para empujar el complejo hacia una trayectoria segura cuando la órbita haya decaído lo suficiente. Es una operación compleja y delicada que envía un mensaje nítido: se puede construir grande y retirarlo con responsabilidad, sin dejar basura descontrolada.

El calendario manda. Si Axiom Hub One se acopla en 2026 y empieza a prestar servicio, su separación coincidirá con el apagado progresivo de la ISS en torno a 2030. En paralelo, otras propuestas comerciales trabajan para ofrecer alternativas adicionales. El objetivo es que no haya un vacío de investigación, entrenamiento y operaciones en microgravedad. Que, cuando un experimento necesite un rack y horas de astronauta, no dependa de una única instalación pública sino de un ecosistema de estaciones.

El cierre de la ISS —cuando llegue— no será una clausura abrupta, sino una transferencia. Por el camino quedarán miles de procedimientos y una cultura operativa única: cómo responder a una fuga de amoniaco, cómo proceder ante un incendio en microgravedad, cómo aislar un módulo en minutos, cómo gestionar el estrés fisiológico y psicológico de una tripulación que vive seis meses en lata. Ese conocimiento no lo aporta ninguna simulación en tierra y será el material de base de la próxima década.

Lo que enseñan 25 años de guardia orbital

El aniversario tiene una lectura práctica. Se sabe vivir y trabajar en microgravedad durante años y se han creado métodos robustos para hacerlo. Se dispone de un catálogo de experimentos que justifican el viaje —algunos con impacto tangible en medicina, agricultura o materiales— y de una logística de transporte que ya no depende de un único país ni de un único vehículo. La cooperación internacional ha demostrado que, con procedimientos técnicos y objetivos claros, es posible sostener proyectos complejos pese a contextos políticos en tensión. Y el mercado ha mostrado interés real por alquilar tiempo y espacio en órbita si el precio y la fiabilidad están donde deben.

Quedan desafíos. Costes de acceso, basura espacial, regulación de estaciones privadas, seguridad de tripulaciones comerciales y la siempre compleja integración entre agencias y empresas con culturas distintas. Quedan también decisiones en Europa: si quiere mantener peso en la órbita baja comercial no bastará con ser proveedor; hará falta liderar módulos, servicios o estaciones. La promesa de continuidad es firme, pero solo se cumplirá si los plazos de los proyectos se sincronizan con el calendario real de la ISS.

La ISS no es un monumento, es un método. Durante 25 años ha alineado intereses diversos en un marco común y ha enseñado a montar y operar un laboratorio habitable que da la vuelta a la Tierra cada 90 minutos. Si el plan de relevo mantiene el ritmo, la ciencia y la tecnología en microgravedad no solo no se detendrán, sino que ganarán en variedad, capacidad y resiliencia. Ahí está el porqué de este aniversario: mirar al pasado para confirmar que el futuro ya ha empezado, dentro de un módulo presurizado que recibirá visitantes privados a partir de 2026 y que seguirá siendo útil mientras la estación internacional prepara su retirada ordenada. Veinticinco años ininterrumpidos permiten afirmarlo con claridad: lo que parecía extraordinario se volvió rutina, y esa rutina —bien hecha— es la base de la próxima década en la órbita baja.


 

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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