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Cultura y sociedad

¿Quién manda en Madagascar tras la asonada militar de hoy?

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Quién manda en Madagasca

Golpe militar en Madagascar, CAPSAT al mando y transición prometida: claves y consecuencias reales en un país al límite energético y social.

El poder efectivo en Madagascar ha pasado a manos de una cúpula militar encabezada por el coronel Michael Randrianirina y apoyada por la unidad de élite CAPSAT (Cuerpo de Administración de Personal y Servicios del Ejército de Tierra). La cadena de mando civil se ha visto interrumpida tras semanas de protestas por los cortes de luz y agua y el abandono precipitado del país por parte del presidente Andry Rajoelina, que afirmó haberse trasladado a “un lugar seguro”. El bloque castrense ha suspendido la Constitución, ha anunciado una transición de hasta dos años y ha tomado el control de los resortes del Estado con la promesa —aún sin calendario detallado— de restituir el orden civil mediante elecciones.

El giro no surge de la nada. Desde el 25 de septiembre, miles de jóvenes —la llamada Generación Z malgache— han marcado la calle con marchas que empezaron como una protesta contra los apagones y la falta de agua y evolucionaron hacia una crisis política de fondo, con acusaciones de corrupción y malversación al Ejecutivo. La represión dejó al menos 22 muertos y cientos de heridos; el Parlamento desconoció un decreto presidencial que pretendía disolverlo, votó la destitución del mandatario y la balanza terminó de inclinarse cuando el CAPSAT se rebeló, se sumó a los manifestantes y sacó a la calle carros de combate. En ese punto, la Presidencia dejó de tener control real del país.

Qué ha pasado desde el 25 de septiembre

Madagascar arrastra problemas estructurales, sí, pero la mecha de esta crisis es nítida: apagones repetidos, agua que no sale del grifo y facturas que llegan puntuales. Antananarivo, una capital habituada a sobrevivir con lo justo, cruzó una línea cuando los “délestages” (cortes eléctricos programados) se alargaron y se combinaron con cortes de suministro de agua en barrios enteros. A esa incomodidad diaria la acompañó el malestar de fondo por precios que no dan tregua, paro juvenil y una economía informal que no siempre permite llegar a fin de mes. En ese caldo de cultivo, los estudiantes y colectivos barriales convirtieron la protesta de servicios en una rebelión cívica con una consigna extendida: que el Gobierno respondiera con hechos, no con promesas.

La respuesta policial y de la gendarmería tensó aún más el pulso. Las primeras marchas masivas dejaron víctimas mortales, escenas de estampida y partes hospitalarios que circularon en tiempo real por redes sociales. Cada video amplificaba la indignación. Las manifestaciones se multiplicaron, se hicieron intergeneracionales, con sindicatos y asociaciones profesionales al lado de jóvenes que manejan el móvil como altavoz y como prueba. No era un estallido espontáneo sin estructura; tenía coordinación vecinal y una red de voluntarios que verificaba rumores, organizaba rutas alternativas para evitar cargas y documentaba abusos.

El Gobierno intentó capear el temporal con anuncios de reforzar el suministro, auditorías sobre la compañía pública Jirama y promesas de inversiones urgentes. Llegaron tarde. El relato oficial —saboteadores, manipulaciones, actores oscuros— no cuajó en una población que asocia la crisis a un deterioro acumulado de los servicios básicos. Se instaló la sensación de vacío de gestión. Y, en paralelo, una parte de las fuerzas de seguridad empezó a desmarcarse de las órdenes de contención más duras.

El fin de semana previo al golpe, el CAPSAT —una unidad con control estratégico sobre la logística del Ejército— dio el paso definitivo: llamó a “desobedecer” órdenes de disparar contra civiles, sacó blindados y se alineó con los manifestantes en el corazón de la capital. Esa escena —militares sobre tanques saludando a jóvenes con banderas— se convirtió en icono. La Presidencia habló de “intento de golpe”. Pero el tablero de poder, de hecho, ya había cambiado.

El papel del CAPSAT y el nuevo mando

Para entender la trascendencia del CAPSAT hay que mirar su función: recursos humanos, abastecimiento, mantenimiento, combustible, munición. No es una brigada cualquiera; es el engrase del Ejército. Cuando el aceite se niega a circular, el motor se para. Y se paró. Con el coronel Michael Randrianirina como rostro visible, el bloque castrense asumió “responsabilidades”, suspendió la Constitución, ocupó sedes institucionales y anunció una transición que en su primera versión dura como máximo dos años. La Alta Corte Constitucional instó al nuevo mando a asumir funciones de jefe de Estado; una validación de facto —no indiscutida, pero operativa— de la autoría del cambio.

En sus primeras comunicaciones, el núcleo militar ha intentado desligarse de la etiqueta más cruda de “junta” y ha puesto el foco en restablecer el orden, proteger a la población y preparar elecciones con garantías. Una retórica conocida: presentar la intervención como intermezzo para corregir un rumbo. Falta lo esencial: detallar los mecanismos de control, los plazos con fechas y las reglas del juego político durante el interregno. Qué pasa con el Parlamento, cómo se selecciona el primer ministro de transición, qué libertades quedan plenamente operativas y cuáles se limitan por “razones de seguridad”. Esa arquitectura, ahora mismo, es un borrador con líneas gruesas.

Un antecedente que pesa: 2009

No es la primera vez que el CAPSAT se coloca en el nudo de la historia malgache. En 2009, la misma unidad tuvo un papel decisivo en la caída de Marc Ravalomanana y la llegada al poder de un entonces joven Andry Rajoelina, alcalde de Antananarivo. Aquel episodio —meses de tensión, protestas, muertes, un traspaso forzado— dejó cicatrices institucionales y una moraleja: cuando la logística arbitra, la política civil pierde autonomía. Dieciséis años después, el guion cambia de protagonistas, no de estructura. El mismo actor que apuntaló a Rajoelina fue clave para echarlo. Un recordatorio incómodo de que el equilibrio civil-militar en Madagascar sigue sin consolidarse.

La pugna con el Parlamento y el choque constitucional

El episodio institucional que acelera la crisis se cocina en dos movimientos. Primero, el decreto de Rajoelina para disolver la Asamblea Nacional, entendido por sus detractores como una maniobra para impedir un impeachment inminente. Segundo, la respuesta del Parlamento, que desconoció el decreto, se reunió de todos modos y votó la destitución del presidente. Eran horas frenéticas, con comunicados cruzados, versiones contradictorias y un ruido de fondo: la presencia de militares en el perímetro de la Presidencia y de edificios clave.

La secuencia abundó en la sensación de vacío de poder. Con tanques en calles principales de Antananarivo, la cadena de mando civil quedó comprometida. Ministerios y agencias pasaron a operar bajo instrucción castrense. La postura pública del Ejecutivo —“declaración ilegal”, “violación de la legalidad republicana”— chocó contra la realidad fáctica: el CAPSAT controlaba el territorio estratégico y marcaba los tiempos. En el palacio Ambotsirohitra, sede de la Presidencia, Randrianirina anunció que el nuevo mando asumía el poder para ordenar la situación y abrir una transición. Quedó sobre la mesa el compromiso de un calendario con referéndum constitucional y elecciones después.

La oposición —heterogénea, con un sector que ya había boicoteado parte de las presidenciales de 2023— leyó el colapso del Ejecutivo como “oportunidad” para resetear reglas. No hay, sin embargo, un bloque civil cohesionado capaz de capitalizar de inmediato la transición. Y esa es una señal de alerta: sin interlocutores fuertes, el mando militar tenderá a perpetuar su protagonismo por inercia burocrática. La lección de 2009 asoma otra vez.

Rajoelina fuera de foco y las presiones exteriores

Rajoelina se apartó de la escena con un video en redes sociales donde explicó que, para “preservar su integridad física, se había trasladado a un lugar seguro. Informaciones coincidentes señalan que el presidente depuesto habría salido del país en un avión militar francés, tras pasar por Sainte-Marie y Reunión, rumbo a un tercer destino en el Golfo. Su ausencia física aceleró el vacío y dio argumentos a quienes plantean un “gobierno en el exilio”. De momento, es un relato con coste: lejos del país, su capacidad de mando real se reduce a comunicados y gestiones diplomáticas.

En el entorno regional la respuesta siguió el manual. Unión Africana, Comunidad de Desarrollo de África Austral y la Comisión del Océano Índico rechazaron cambios anticonstitucionales y pidieron diálogo. Sin sanciones inmediatas ni suspensiones fulminantes, sí lanzaron la advertencia obvia: si la transición se alarga o deriva en represión, habrá consecuencias. Naciones Unidas lamentó las muertes y llamó a contención. En paralelo, donantes y empresas tomaron nota para la variable que más les importa: estabilidad. Madagascar es primer productor mundial de vainilla; cualquier bloqueo logístico o escalada de violencia complica exportaciones, crédito y inversión. El puerto de Toamasina y las carreteras de enlace son ahora termómetros diarios.

La diplomacia francesa —siempre relevante en la isla por razones históricas y por la cercanía con Reunión— aparece, de nuevo, como actor específico. París mide su margen entre la realpolitik y el código de defensa del orden constitucional. Las capitales europeas miran, sobre todo, a señales mínimas: libertad de prensa, derechos de reunión, no uso excesivo de la fuerza, y un calendario que pueda auditarse. Si esas señales llegan, habrá aire para la transición. Si no, el país puede encallarse.

Lo urgente: luz, agua y autoridad en la calle

La legitimidad del nuevo poder no se medirá, de entrada, por discursos, sino por interruptores. La ecuación es directa: si bajan los cortes de luz y el agua vuelve a correr, la sensación de orden mejora y la calle concede un margen. Si no, la frustración que originó todo regresará como búmeran. Aquí el desafío es técnico y financiero. La eléctrica pública Jirama arrastra pérdidas crónicas por fugas en la red, morosidad y centrales que necesitan mantenimiento. Hay contratos con productoras privadas que encarecen el kilovatio y diésel que no siempre llega a tiempo. Reparar ese sistema exige dinero, equipos, repuestos y una gestión que reduzca ineficiencias. No se arregla con un banderazo.

A esa infraestructura se suma la seguridad cotidiana. Las marchas dejaron heridas abiertas y un mapa de detenidos que organizaciones de derechos humanos piden revisar. Un gesto de apertura —comisiones de investigación independientes, procesos transparentes, reparaciones— enviaría una señal potente dentro y fuera. El nuevo mando lo sabe: la transición se juega en la calle, no en los despachos. Cada operativo policial proporcionado que garantice manifestaciones pacíficas es un paso. Por el contrario, cada exceso documentado alimentará el relato de continuidad con lo que se denuncia.

El abastecimiento general —desde combustible hasta alimentos— depende de una logística que no se debe romper. Las fuerzas armadas pueden asegurar corredores y puntos críticos del transporte, pero el país necesita flujo comercial. Y necesita señales de que no habrá expropiaciones ni controles que ahuyenten a quien mueve la mercancía. Un mensaje claro a importadores, exportadores y navieras contribuiría a desactivar miedos. Porque sí: el país también vive de turismo y de minería; no son sectores que funcionen con incertidumbre.

Calendario de transición y escenarios posibles

La palabra transición suena bien, pero, sin reloj, pierde valor. El anuncio de un período de hasta dos años es compatible con dos trayectorias muy distintas. Una, ordenada: cronograma público por etapas (marco legal, censo, auditoría del registro electoral, observación internacional, primarias internas de partidos, campaña, elecciones). Otra, pantanosa: dilaciones, excusas técnicas, sustitución de objetivos por eslóganes de seguridad. La primera requiere capacidad y consensos; la segunda, solo inercia.

Un consejo militar-policial que nombre un primer ministro civil independiente, con expertos de reputación reconocida en economía, energía y administración pública, ayudaría a dar credibilidad. También lo haría blindar la libertad de prensa, establecer un mecanismo de supervisión con participación de universidades y colegios profesionales y fijar una fechas de referéndum y comicios sin margen a interpretaciones. La política malgache necesita reglas y árbitros. En 2009, la mesa de negociación con actores domésticos y externos fue la salida, con todos sus costos. No sería extraño repetir un formato similar, más ajustado a los tiempos y a la geografía de las redes.

El factor Rajoelina no desaparecerá. Puede intentar articular una plataforma opositora desde el exterior, buscar apoyos en capitales afines y presionar para acortar la transición. No es el único actor. La oposición fragmentada tendrá que definir si se integra en el proceso con garantías o si boicotea cada paso. Y el mando militar deberá decidir si acepta límites y se retrae cuando haya instituciones operativas o si busca permanecer como árbitro. Hay un precedente regional reciente: transiciones que se han alargado y han mutado en estabilizaciones de facto con uniforme. A Madagascar le conviene evitar esa deriva.

La economía marca ritmos. Inflación contenida, energía disponible y seguridad razonable generan paciencia social. Si la transición traduce en hechos medidas tangibles —apagones menos frecuentes, agua más estable, precios de alimentos moderados, combustible sin colas— ganará tiempo para lo institucional. Si no, el margen se evaporará. Y los jóvenes que iniciaron todo volverán a la avenida de la Independencia. Con más experiencia, con redes más densas, con menos miedo.

Un país colgado del interruptor

Madagascar abre un capítulo incómodo y decisivo. En el papel, un mando militar promete una transición breve para reconstruir la legalidad y restituir el poder civil. En la práctica, esa promesa se medirá por hechos visibles: luz, agua, seguridad sin abusos, calendario verificable y reglas claras. Las imágenes de tanques y jóvenes con banderas seguirán circulando, pero lo que marcará el día a día —y la memoria de este 14 de octubre— será algo más prosaico: si el interruptor responde cuando se pulsa y si el grifo deja de ser un adorno. Que la Generación Z haya sido motor de esta sacudida no es un detalle menor; expresa una demanda que no cabe ya en parches. Quieren servicios que funcionen y un Estado que no les falle.

El nuevo poder tiene, paradójicamente, una ventana. Las crisis ofrecen una oportunidad de ordenar prioridades. Si el CAPSAT y la cúpula que hoy manda optan por reducir su perfil político y delegar en un gabinete técnico, si pactan un itinerario institucional con controles y fechas, si orientan la inversión de emergencia a lo básico y se comprometen con investigaciones creíbles sobre las muertes en protesta, Madagascar puede salir fortalecida. Si, en cambio, el uniforme se acostumbra al despacho, si el calendario se vuelve elástico, si la fuerza ocupa el lugar de la política, el país se atascará. Y no hay vainilla, ni minas, ni turismo que lo compense.

El reloj corre. La capital vigila. Los barrios esperan. El mundo —vecinos, donantes, socios— exige señales. La encrucijada parece compleja, y lo es, pero también es clara. Orden público sin violencia, servicios que funcionen, puentes con la comunidad internacional sin ceder la soberanía, política civil que se ponga al día y un Ejército que atienda lo suyo: defender, no gobernar. Ese es el mínimo común. Lo demás, retórica. Y Madagascar ya ha escuchado demasiada. Ahora toca que las cosas pasen: que el interruptor deje de ser metáfora y vuelva a ser lo que siempre fue, un gesto sencillo que ilumina una habitación y, con suerte, un país entero.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: EFE, El País, RTVE, La Vanguardia.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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