Cultura y sociedad
Quien es Sarah Mullally, primera mujer lider de la Iglesia Anglicana

Foto de World Economic Forum, Wikimedia Commons, bajo licencia CC BY-SA 2.0
Quién es Sarah Mullally: perfil y claves del primer liderazgo femenino en Canterbury, con impacto religioso, social y político en Inglaterra.
Dame Sarah Mullally, hasta ahora obispa de Londres, ha sido designada como la primera mujer que encabezará la Iglesia de Inglaterra desde el Arzobispado de Canterbury, referencia histórica de la Comunión Anglicana. El nombramiento, anunciado hoy, cierra casi un año de interinidad tras la salida de Justin Welby y abre una etapa de alta intensidad para una comunidad de unos 85 millones de fieles repartidos por todo el mundo. Es un hito institucional y, a la vez, un movimiento con carga política y social: por primera vez en 1.400 años una mujer asume el liderazgo espiritual de la iglesia establecida del Reino Unido.
El hecho tiene lectura inmediata: quién es y por qué importa. Mullally, 63 años, fue antes enfermera y llegó a dirigir la enfermería del sistema público de salud británico (NHS) con solo 37 años. Después, ya como sacerdota y luego obispa, se convirtió en pieza clave de la reforma interna de la Iglesia de Inglaterra y en un puente —no siempre cómodo— entre sensibilidades teológicas divergentes. Su elección llega en plena discusión sobre bendiciones a parejas del mismo sexo, con heridas abiertas por los escándalos de abusos y bajo el escrutinio de sectores anglicanos conservadores que cuestionan la autoridad de Canterbury. Precisamente por eso, su perfil de gestora sanitaria, su experiencia en crisis y su discurso de tolerancia cero ante el abuso subrayan la dimensión práctica de su liderazgo desde el primer minuto.
El nombramiento histórico de Sarah Mullally
Revolución en la Iglesia Anglicana: llega la primera mujer
La designación de Mullally como 106.ª persona al frente de Canterbury cristaliza un proceso largo, discreto y, por definición, exigente. Implica el visto bueno del monarca, la intervención de la Comisión de Nombramientos de la Corona y la elección por el Colegio de Canónigos. La entronización, prevista tras los trámites legales y litúrgicos, marcará el arranque visible de un mandato que no será sencillo. No lo era para nadie: el anglicanismo británico acusa la pérdida acelerada de feligreses, la presión de la secularización y la exigencia de reparar la confianza tras décadas de mala gestión de denuncias de abusos. A todo ello se suman tensiones doctrinales en torno a sexualidad, matrimonio y la lectura de la tradición.
Lo relevante, hoy, es que la Iglesia de Inglaterra envía una señal nítida: el techo de cristal que se rompió en 1994 con la ordenación de las primeras mujeres sacerdotes y en 2015 con las primeras obispas se fractura ahora en el último peldaño. Ese recorrido, con resistencias y virajes, desemboca en Canterbury con una mujer que ya sostuvo el segundo puesto en rango —la diócesis de Londres— y que se movió con solvencia entre el terreno pastoral y el institucional. No es un gesto meramente simbólico. Afecta a la gobernanza, a la proyección pública y al tono del liderazgo anglicano, tanto en el Reino Unido como en el resto de provincias de la Comunión.
Trayectoria: de enfermera jefe del NHS a obispa de Londres
El perfil biográfico de Sarah Elisabeth Mullally no sigue el patrón clásico del alto clero inglés. Nacida en 1962, se formó como enfermera —oncología, cuidados intensivos, gestión clínica— y ascendió con rapidez en el NHS hasta ser Chief Nursing Officer (CNO) de Inglaterra. Ese cargo, extremadamente operativo, la colocó al frente de estándares, plantillas y presupuestos en los años en que el sistema sanitario británico ya acusaba una presión creciente. No es un mero dato de color: explica su estilo de dirección, su precisión en crisis y una forma de hablar directa, de gestor público que entiende de protocolos, controles y auditorías.
A comienzos de los 2000, tras su ordenación, se incorporó a la vida eclesial con un pie en la parroquia y otro en la organización. En 2015 fue consagrada obispa sufragánea de Crediton y, en 2018, se convirtió en la primera mujer al frente de la diócesis de Londres, segunda en relevancia tras Canterbury. Su influencia creció desde entonces. Se sentó como “Lord Spiritual” en la Cámara de los Lores, participó en debates nacionales y se ganó reputación de mediadora eficaz: firme en asuntos de integridad y salvaguardias; prudente, pero no evasiva, en debates sociales ásperos; empática con víctimas y sobrevivientes; realista con los ritmos de reforma cuando lo organizativo se complicaba.
Sus posicionamientos dibujan un perfil complejo. Defiende una tolerancia cero frente al abuso y la discriminación, ha mostrado reservas ante la eutanasia y se alineó —con matices— con la apertura a oraciones de bendición para parejas del mismo sexo, uno de los puntos que más tensión ha generado en los sínodos recientes. Es, resumido, una dirigente institucional con olfato clínico para los problemas reales y una mentalidad de servicio público aplicada al tejido eclesial.
Qué hace Canterbury y por qué pesa más allá del púlpito
El arzobispo (o, desde ahora, arzobispa) de Canterbury es el referente espiritual de la Iglesia de Inglaterra y, por extensión, el primus inter pares de la Comunión Anglicana. No manda como un papa —la Comunión no funciona de modo centralizado—, pero marca tonos y marcos: convoca, media, representa, abre puertas y amortigua choques. En Reino Unido, su voz atraviesa instituciones: participa en los ritos de Estado, acompaña a la Casa Real, dialoga con el Gobierno y compara notas con la sociedad civil. Es una autoridad moral, no un ministerio, pero con palanca suficiente para influir en la conversación pública.
La elección de Mullally llega, además, con una agenda apretada. En casa, Londres y el conjunto de diócesis inglesas trabajan para reconstruir confianza después de investigaciones que señalaron fallas graves en salvaguardias y atención a víctimas. En lo doctrinal, las “Prayers of Love and Faith” —oraciones de bendición a parejas del mismo sexo— y su implantación, con salvaguardas y provisiones pastorales, siguen generando resistencias y amenazas de ruptura. Y hacia fuera, el tablero global está tensionado: sectores conservadores de África y Asia —articulados en plataformas como GAFCON— cuestionan que Canterbury conserve la centralidad si se inclina por decisiones que consideran contrarias a la tradición. Mullally hereda ese rompecabezas.
Una autoridad que a veces incomoda al poder político
El peso de Canterbury no es decorativo. Sus pronunciamientos sobre pobreza energética, migración, racismo o antisemitismo han incomodado en distintos momentos a gobiernos británicos de varios signos. Lo previsibile con Mullally es continuidad en lo sustancial —hablar cuando hay que hablar— con una capa adicional de prioridad: la protección de menores y adultos vulnerables, esa herida abierta que condiciona cualquier capital moral.
También su experiencia sanitaria sugiere sensibilidad hacia los márgenes: salud mental, adicciones, soledad no deseada, cuidados de larga duración. No son temas ajenos a una iglesia que, en la base, vive en los barrios.
El tablero interno: bendiciones a parejas del mismo sexo, salvaguardias y unidad
La Iglesia de Inglaterra viene de un ciclo de sinodalidad intenso. El paquete de bendiciones para parejas del mismo sexo, apoyado por parte del episcopado y laicos, se topó con un sector crítico que advierte de una ruptura de la enseñanza tradicional del matrimonio. En tanto, la institución ajusta salvaguardias para prevenir y responder a casos de abuso con estándares externos y mecanismos de supervisión más robustos. Son dos frentes simultáneos, de naturaleza distinta pero conectados por una idea de fondo: cómo mantener la comunión cuando no todos comparten la misma lectura doctrinal ni confían, todavía, en las estructuras.
Mullally ha jugado como arquera de unidad. No es que las diferencias se esfumen por decreto, pero su estilo —escuchar a todos, introducir dispositivos de conciencia para quienes no comparten ciertos cambios, insistir en el cuidado de las personas— ofrece una hoja de ruta realista: sostener la amplitud anglicana sin hacer saltar la convivencia. En Londres, hasta ahora, esa fórmula redujo temperatura en momentos especialmente calientes. Lo va a necesitar en Canterbury.
La tensión con el Sur Global
La Comunión Anglicana es un mosaico. Hay provincias con mayoría conservadora y otras con sensibilidad liberal. En los últimos años, algunas voces del Sur Global han deslizado que Canterbury perdió autoridad moral por su manejo de abusos y por avanzar hacia posiciones que interpretan como innovaciones inaceptables.
De ahí que el nombramiento de una mujer alineada con la línea aperturista en bendiciones se lea en ciertos círculos como otro paso en esa dirección. ¿Ruptura inminente? No conviene simplificar. Existen raíces, relaciones históricas y, también, una necesidad práctica de cooperación en educación, sanidad, acción social y misiones. La labor diplomática será extensa.
Ecos internacionales y el espejo francés
El ascenso de liderazgos femeninos en iglesias anglicanas nacionales no empieza hoy en Inglaterra. Estados Unidos eligió en 2006 a Katharine Jefferts Schori como “presiding bishop”, Canadá a Linda Nicholls en 2019 y Brasil a Marinez Santos Bassotto como primada. En Reino Unido ya hay obispas en Gales y Escocia desde hace años. A escala luterana, noruegas y suecas han ocupado los máximos cargos eclesiales. El mapa, visto con perspectiva, sugiere una normalización progresiva de mujeres en la cúspide de iglesias históricas de tradición reformada o anglicana, con ritmos desiguales pero tendencia clara.
Francia ofrece un paralelo interesante desde el protestantismo histórico: la Iglesia Protestante Unida de Francia (EPUdF) ha tenido presidentas al frente de su Consejo Nacional y vive con naturalidad la igualdad de liderazgo desde hace años. No es lo mismo —estructura, historia y estatus jurídico difieren—, pero funciona como espejo europeo: mujeres que gobiernan iglesias con solvencia y sin ruido sistémico. Ese espejo sirve para anticipar algo: tras el impacto simbólico, la normalidad. Reuniones, presupuestos, visitas pastorales, decisiones difíciles. Y, al fondo, un equilibrio entre tradición y adaptación social que ninguna confesión elude.
Resonancias en España: Iglesia y Estado, Sánchez, PP y Vox
España no es anglicana, pero el eco del nombramiento de Mullally viaja por varias razones. La primera, el puro interés informativo: se trata de uno de los cargos religiosos más visibles de Europa, con un papel público relevante. La segunda, el debate sobre la igualdad de género en instituciones históricas y su traslación a la esfera social. La tercera, la eterna cuestión de la laicidad y la convivencia entre confesiones y Estado.
El Gobierno de Pedro Sánchez ha impulsado en los últimos años un paquete de reformas que dialogan con el factor religioso desde la política pública: ley de eutanasia ya en vigor, ampliación de derechos en materia LGTBI, memoria democrática, fiscalidad y transparencia de bienes inmatriculados, educación afectivo-sexual en la escuela. En este marco, la llegada de una mujer a Canterbury funciona como punto de comparación: una iglesia establecida que nombra a su primera líder mujer mientras en España la discusión se concentra en laicidad práctica —cooperación con las confesiones, clases de religión, financiación— y en la redacción de políticas que afectan a convicciones éticas diversas.
La oposición del PP ha mantenido posiciones prudentes en materia religiosa —defensa de la libertad de enseñanza, de la concertada, de la presencia del hecho religioso en el currículo— y ha criticado el sesgo “ideológico” de algunas medidas del Ejecutivo, especialmente en educación y memoria. Vox, por su parte, ha adoptado un discurso más identitario, que apela a las raíces cristianas de España y denuncia lo que considera una ingeniería social contra la familia tradicional. Traer a colación la elección de Mullally ilumina un contraste: en Reino Unido, la iglesia establecida evoluciona en su jerarquía y debate internamente sobre bendiciones; en España, el debate central se inclina a si el Estado debe alejarse más o menos de cualquier confesión y cómo gestionar ese pluralismo en la vida pública.
Hay un punto de contacto adicional: el debate sobre la eutanasia y el final de la vida. Mullally expresó objeciones a la legalización de la muerte asistida en el Reino Unido, apoyándose en su trayectoria sanitaria y en consideraciones éticas sobre el cuidado y la vulnerabilidad. España, con una ley aprobada, ha desplegado comisiones de garantía y ha incorporado el derecho en su cartera sanitaria. El cruce de argumentarios —dignidad, autonomía, cuidados paliativos, presión en los más frágiles— seguirá activo. La nueva arzobispa, previsiblemente, mantendrá una voz reconocible en esa discusión británica; en España, el eje pasará por la aplicación de la norma y su evaluación empírica.
Pluralismo religioso y espejo mediático
El nombramiento también toca cómo España se mira en Europa. Los medios españoles suelen medir el pulso continental a través de nombres propios —política, cultura, deporte— y la religión entra en primer plano cuando se cruzan institución, género y poder. Así ocurrió con las primeras obispas anglicanas o con los debates sobre la ordenación de mujeres en otras confesiones.
La elección de Mullally añade material de comparación y alimenta un debate transversal: si las instituciones deben acelerar la igualdad en la cúspide o si es mejor que los ritmos internos hagan su labor. Cada lector extrae sus conclusiones; lo noticioso es que Inglaterra ha movido ficha y que esta ficha tiene peso.
Por qué se habla de ello ahora: contexto, procedimiento y calendario
“Ahora” tiene explicación. La renuncia de Justin Welby, oficializada a comienzos de 2025 tras una tormenta sobre la gestión de denuncias de abuso, dejó un vacío que se cubrió con interinidades compartidas. El proceso de selección del sucesor —o sucesora— requirió consultas, vetos cruzados, evaluación de perfiles y una negociación delicada en busca de un nombre con capacidad de unir, reparar y liderar. El resultado es Mullally, cuya elección se anunció hoy con el respaldo estatal y eclesial que exige la tradición británica.
El calendario previsto incluye la elección formal por el capítulo de la catedral, la confirmación legal y, finalmente, la entronización en Canterbury. Entre tanto, hay gestión pura y dura: traslados administrativos, nombramientos auxiliares, agenda internacional y una batería de encuentros discretos para rebajar tensiones con provincias escépticas. Nada de fuegos artificiales. Quien conoce los engranajes sabe que los primeros meses de un arzobispado son, sobre todo, trabajo interno: ordenar la casa, fijar prioridades, escuchar en red, alinear equipos, asegurar que los compromisos de salvaguardia funcionan de verdad y no solo en papel.
Qué cambia en la Comunión Anglicana y qué no
Cambia el rostro y, con él, parte de la narrativa pública. Una mujer al frente de Canterbury reubica el centro de gravedad simbólico del anglicanismo y envía una señal global: el liderazgo femenino ha llegado a la cúspide de la iglesia-madre. Cambia también el énfasis en ciertas áreas donde Mullally tiene experiencia singular —sanidad, cuidados, cultura de cumplimiento, prevención del abuso— y el modo de comunicar: directa, poco dada al adorno, con ese punto de detalle técnico de quien ha gestionado hospitales y estándares clínicos.
No cambia la naturaleza sinodal y policéntrica de la Comunión. El arzobispo de Canterbury coordina y convoca, pero no gobierna como una jerarquía vertical. Siguen, por tanto, las diferencias territoriales en moral sexual, disciplina y liturgia. Y sigue la realpolitik eclesial: los recursos, la demografía, la implantación social, las prioridades pastorales. En este mosaico, la personalidad del líder importa; sus poderes formales, menos. La novedad será ver cómo Mullally teje con primados que no comparten su lectura de la tradición y con quienes esperan de ella gestos claros hacia la inclusión.
Temas calientes que entran en la mesa desde el primer día
Quedan tres carpetas obvias. La primera, salvaguardias y reparación a víctimas: auditorías independientes, transparencia, rendición de cuentas y recursos para prevención. Es el núcleo duro de la credibilidad. La segunda, unidad y diversidad: encajar la implementación de bendiciones sin expulsar a nadie del espacio común ni diluir la convicción de quienes ven en esa apertura una exigencia evangélica. La tercera, caída de práctica religiosa: cómo sostener parroquias, instituciones educativas, proyectos sociales y presencia cultural en un contexto de secularización acelerada y presupuestos apretados.
En paralelo, hay un territorio donde Mullally puede imprimir marca personal: cooperación con otras confesiones cristianas y diálogo interreligioso en torno a problemas concretos —violencia antisemita, islamofobia, racismo, migración, pobreza infantil—. Si su trayectoria en el NHS sirve de guía, tenderá a buscar alianzas funcionales y a medir resultados, más que a cultivar declaraciones grandilocuentes.
Lo que significa para la conversación europea sobre religión y poder
Europa lleva tiempo recalibrando la presencia pública de la religión. Iglesias históricas pierden feligreses pero mantienen patrimonio cultural, redes de acción social y capacidad de interlocución con poderes públicos. El nombramiento de Mullally se inscribe en ese patrón: un liderazgo con credenciales técnicas (sanidad, organización, ética aplicada) al frente de una institución que, aunque menos central que en el pasado, conserva influencia. Es probable que su voz pese en debates europeos sobre final de la vida, violencia de odio y protección de menores, temas donde la aportación religiosa puede ser concreta, verificable.
Para España, el espejo ofrece pistas útiles: no se trata de copiar modelos —la Iglesia de Inglaterra es establecida, con un entramado jurídico propio—, sino de observar cómo una confesión articula un relevo histórico conciliando igualdad, tradición, legalidad y discurso público. Hay lecciones organizativas —comisiones de nombramientos eficaces, tiempos definidos, protocolos claros— y también una moraleja simple: los cambios simbólicos deben ir acompañados de mecanismos reales que sostengan la confianza.
Lecturas políticas: qué mensaje envía Westminster y cómo lo recibe la calle
La política británica, por cultura, recibe con respeto institucional los nombramientos eclesiales. El Gobierno ha saludado la designación sin maximalismos. Sabe que la Iglesia de Inglaterra, aun con menos peso social que hace décadas, aporta estructura en educación, bienestar y cohesión comunitaria. Para la oposición laborista o conservadora (según quién gobierne en cada momento), lo importante será que Canterbury no patrimonialice el púlpito político y que su voz se mueva en el ámbito de lo moral y lo social. Mullally, por su parte, no va a renunciar a hablar cuando de derechos humanos, refugio o pobreza se trate. Lo ha hecho y lo hará. Con datos, con prudencia, con tono de servicio.
La calle británica es más tibia que entusiasta con los asuntos religiosos. A nivel sociológico, la noticia interesa y se respeta, pero no moviliza grandes masas. El impacto real se medirá en cómo las parroquias sienten su liderazgo: visitas, decisiones, presupuesto, cuidado de equipos, clima interno. De poco sirve un gran titular si la base está exhausta. Ese será su examen diario.
Un retrato final sin adorno innecesario
Sarah Mullally llega a Canterbury con tres credenciales que, juntas, la hacen singular: gestión técnica de sistemas complejos, experiencia pastoral sobre el terreno y autoridad moral construida en la lucha contra el abuso y la discriminación. No hay varitas mágicas para un rompecabezas histórico, pero sí método: escuchar, decidir, aplicar, revisar.
Ha sido su modo durante décadas. Lo previsible, conociendo su carrera, es un liderazgo menos retórico y más operativo, con resultados medibles, que equilibre la tradición anglicana con una sociedad que cambia a otra velocidad.
Una figura que reordena el centro de gravedad anglicano
El nombramiento de Sarah Mullally no es solo la respuesta a una vacante. Es la reconfiguración del centro simbólico del anglicanismo: una mujer al mando de la iglesia-madre, con biografía de servicio público y una hoja de ruta que prioriza la seguridad de las personas, la unidad posible y la utilidad social de la fe. ¿Habrá resistencias? Ya las hay. ¿Habrá gestos hacia los sectores que no la reconocen? También. Esa tensión —clásica en las iglesias de ancha base— convivirá con la normalidad cotidiana de presupuestos, nombramientos y visitas a parroquias.
Lo determinante será si, dentro de unos años, Canterbury puede decir que ha reducido el daño del pasado, que mantiene un pacto de convivencia interno razonable y que su voz pública sigue aportando claridad ética en una Europa desgastada. Si eso ocurre, la foto del día de hoy —una mujer recibiendo la confirmación de su nombramiento— será recordada no solo por su valor pionero, sino por haber sido el punto de inflexión que devolvió a la Iglesia de Inglaterra una parte del crédito perdido. Esa es, en el fondo, la vara de medir que espera a la nueva arzobispa. Y no es pequeña.
🔎 Contenido Verificado ✔️
Este artículo se ha elaborado con información contrastada y reciente de medios españoles con cobertura internacional y religiosa. Fuentes consultadas: El País, Europa Press, Religión Digital, La Vanguardia, Religión Digital.

- Cultura y sociedad
¿Por qué ha muerto el actor Javier Manrique? Lo que sabemos
- Cultura y sociedad
¿De qué ha muerto Pepe Soho? Quien era y cual es su legado
- Cultura y sociedad
Huelga general 15 octubre 2025: todo lo que debes saber
- Cultura y sociedad
Dana en México, más de 20 muertos en Poza Rica: ¿qué pasó?
- Cultura y sociedad
¿De qué ha muerto Moncho Neira, el chef del Botafumeiro?
- Economía
¿Por qué partir del 2026 te quitarán 95 euros de tu nomina?
- Cultura y sociedad
¿Cómo está David Galván tras la cogida en Las Ventas?
- Cultura y sociedad
¿Cuánto cuesta el desfile de la Fiesta Nacional en Madrid?