Cultura y sociedad
Quién es Ada Lluch y por qué acusa a Susanna Griso de mentir

Perfil y claves del choque entre Ada Lluch y Susanna Griso en Espejo Público: qué pasó en el plató, qué dice cada parte y por qué arde redes.
Ada Lluch es una creadora de contenido catalana que en pocos meses ha pasado de ser un rostro apenas conocido fuera de su comunidad digital a convertirse en protagonista de un episodio televisivo con eco nacional. Su salto al foco llega tras una visita a Espejo Público, el magacín matinal de Antena 3, donde sostuvo un intercambio tenso con Susanna Griso y varios colaboradores. A la salida del plató, difundió la idea de que había sido expulsada y, acto seguido, señaló a la presentadora por “mentir” al explicar cómo se cerró la entrevista. El programa —y la propia Griso— defienden lo contrario: hablan de una despedida ordinaria por razones de tiempo, un corte a publicidad, y la invitación explícita a continuar el debate con datos verificados en otra entrega. He ahí el nudo.
El caso, que arranca como un choque en directo, ha crecido por dos vías: los clips compartidos en redes y la asimetría entre una narrativa de expulsión y una versión de cierre por tiempo. En el centro, la figura de Ada Lluch, un perfil que se presenta como converso ideológico —del progresismo militante a un conservadurismo rotundo, con guiños al universo político estadounidense— y que ha hecho de la confrontación un formato. Su acusación contra Susanna Griso encaja en ese molde: denuncia que la echaron, niega que fuese una simple pausa publicitaria, y apunta a la presentadora por “faltar a la verdad” al contar la secuencia. La respuesta del programa, con tono institucional, niega cualquier expulsión y recalca que hubo oferta de regreso con tiempo para contrastar cifras. Hasta aquí, las dos orillas.
Perfil público de Ada Lluch
El perfil de Ada Lluch se ha construido en directo, a la vista de cualquiera con cuenta en las plataformas más masivas. Su relato pivota sobre una serie de hechos personales —un bache de salud mental, cambios físicos notorios, un divorcio que ella misma ha descrito sin rodeos— y un giro ideológico que vende como redención. La secuencia que repite en vídeos y entrevistas tiene ritmo de confesión y resultado político: dice que abrazó causas que hoy rechaza —feminismo, veganismo, militancias de corte progresista— y que, tras tocar fondo, encontró refugio en un conjunto de ideas que identifica con orden, tradición, límites y libertad de expresión. Ese arco le ha dado una marca. Y una comunidad.
Su estilo es frontal, apelativo, cortante a veces. No rehúye el cuerpo a cuerpo, más bien lo busca, sabedora de que el ecosistema algorítmico premia la emoción de alto voltaje. Lo que la diferencia de tantos opinadores del timeline es el momento en que sus clips empiezan a desbordar la esfera nativa de redes y a colarse en tertulias de sobremesa: ahí es cuando la televisión generalista la mira como fenómeno a explicar y, al mismo tiempo, como combustible de audiencia. Entra así en una dinámica conocida: el medio más viejo del país legitima lo que hierve en Internet, y lo digital devuelve el favor multiplicando audiencia con trozos del directo.
La agenda de temas por la que Ada Lluch circula no sorprende: inmigración, seguridad ciudadana, debates identitarios, cuestionamiento del lenguaje inclusivo, referencias cruzadas a Estados Unidos, y una crítica constante a lo que llama “cultura woke”. La contundencia es su herramienta y, en ocasiones, los datos quedan relegados a una retórica de sensación: “se nota”, “todo el mundo lo ve”, “es evidente”. Cuando aparece una cifra, suele ir acompañada de un ejemplo concreto —un vídeo viral, un caso local, una estadística descontextualizada— que alimenta el mensaje principal. En este punto se entiende por qué Espejo Público le abre un hueco: medir el pulso de un fenómeno implica sentarlo a la mesa y confrontarlo.
Su comunidad la presenta como voz disidente en un paisaje mediático que perciben homogéneo; sus detractores, como un altavoz de consignas que importan términos y marcos de la derecha cultural estadounidense. Más allá de esas etiquetas, hay un hecho objetivo: ha sabido construir un personaje reconocible, con discurso, estética y reacciones previsibles. Si dice A, estalla B. Si lanza B, rebota C. Y esa coreografía le funciona. También en televisión.
El desencuentro con Susanna Griso
La entrevista en Espejo Público arranca con la promesa de una conversación viva sobre seguridad, inmigración y “corrección política”. La mesa le afea a la invitada varias afirmaciones sin fuente, ella redobla el gesto y eleva el tono, y el reloj de la tele corre. Quien conozca el formato sabe que, en directo, los tiempos no negocian: la publicidad entra —con o sin tensión— y los invitados se quedan o se van según el escaletado del día. Aquí, el detalle que enciende la pólvora es un intercambio verbal en el que Griso corta para ir a pausa y la invitada sale del plató convencida de que la han echado. A partir de ahí, dos relatos incompatibles.
La versión de Ada Lluch
Ada Lluch sostiene que, en cuanto la discusión subió un peldaño, la expulsaron del set. Lo expresa con ese verbo —expulsar—, fuerte, nítido, de los que se instalan en trending en cuestión de minutos. Para respaldarlo, difunde un vídeo grabado a la salida del estudio en el que se la ve molesta, casi temblorosa, repitiendo la idea de que no se le dejó terminar, de que la sacaron del directo y, lo que le parece más grave, de que la presentadora mintió al explicar después cómo y por qué se interrumpió la charla. A su comunidad no le hace falta mucho más para activar un carrusel de apoyos, réplicas, memes y enlaces cruzados que fijan un marco: “la echan por decir la verdad”.
El término “mentir” no es casual. Es una acusación de trazo grueso que, en la conversación pública digital, opera como sello de autenticidad de quien la pronuncia y como aldabonazo para que el adversario responda. Lluch insiste en que no hubo simple corte a publicidad, que no se trató de un cierre protocolario por tiempo, y que se la apartó porque incomodaba. Esa afirmación es la gasolina del episodio.
La versión del programa
La posición de Espejo Público y de Susanna Griso es diametralmente opuesta. Hablan de cierre por tiempo, de la necesidad —ineludible— de entrar en publicidad, y de un ofrecimiento a continuar el intercambio con más calma y con datos contrastados en una próxima visita. Insisten en que no hubo expulsión ni desalojo del plató, sino la despedida habitual que precede a un bloque publicitario. Matizan, además, que la mesa cuestionó cifras traídas por la invitada sin referencia, y que la invitación a regresar se planteó precisamente para evitar un debate a base de titulares y sensaciones. Por decirlo en frío: un corte, no una patada.
Esa aclaración no desactiva el incendio en redes, porque el vídeo de salida ya circula. Y porque la palabra “expulsada” tiene una carga emocional que deja huella. El equipo del programa intenta fijar su relato con mensajes claros: “no hubo expulsión”, “ofrecimos volver”, “pedimos fuentes”. Palabras de manual para un espacio que debe equilibrar entretenimiento y verificación. El choque está servido.
Ecosistema digital y televisión: por qué salta la chispa
Hay un ruido de fondo que explica por qué un corte a publicidad puede escalar a tormenta: los incentivos de cada plataforma. La televisión vive de la audiencia y del ritmo; las redes, del engagement y del conflicto. Cuando un perfil nativo de Internet entra en el estudio, lleva en la mochila una lógica que funciona en su campo: frases afiladas, datos con moldura emocional, golpes de efecto que sobreviven en clip. El programa, en cambio, tiene otra exigencia: cuidar el mínimo estándar de verificación para que el espectáculo no se coma a la información. Si la conversación se vuelve un intercambio de consignas, el presentador corta. Si el invitado vive de la escalada, sube el tono. Esa mezcla hace chispa. Y a veces explota.
El episodio Ada Lluch–Susanna Griso lo ilustra de forma limpia. La invitada aparece con su marco narrativo —yo soy la disidencia, aquí no se atreven a escuchar, traigo verdades incómodas— y la mesa, que juega en casa, intenta poner coto a generalizaciones sin soporte. Una parte del público quiere ver choque y no matiz; otra, dato y no grito. Los tiempos del directo no ayudan: quince minutos vuelan, las pausas entran cuando tienen que entrar, y los técnicos —que no salen en pantalla— toman decisiones que luego se interpretan en clave política. De ahí a la palabra “expulsión” hay solo un paso, aunque el realizador haya cantado “corte” de forma rutinaria.
Para entenderlo mejor conviene recordar que los programas matinales compiten por tramos de audiencia muy concretos y por bloques publicitarios que financian la escaleta. Nada hay más férreo que ese reloj. Si la invitada cree que la han parado por lo que dice, y el presentador sabe que la han parado porque el reloj mandaba, se genera un malentendido estructural del que ambos salen tocados: ella, porque puede sentirse usada como cebo de audiencia; el programa, porque queda bajo sospecha de censura. A partir de ahí, el debate se desplaza del contenido a la metadiscusión sobre quién controla el relato. Y ahí, en la metadiscusión, Ada Lluch se mueve con soltura.
Reacciones y consecuencias inmediatas
Tras el choque, llegan los efectos de segunda oleada. Los clips del intercambio se replican en X, Instagram y TikTok con ediciones distintas: unos resaltan los segundos donde sube la tensión; otros recortan el momento en que Griso corta; otros —difundidos por la propia invitada— subrayan el testimonio a la salida del plató. Dependiendo del encuadre, el mismo material sirve para defender que hubo expulsión o para concluir que no la hubo. Es el juego de los recortes: el ángulo define el significado.
La audiencia digital afín a Ada Lluch reacciona con rapidez. Multiplica los mensajes de apoyo, exige que se le permita un cara a cara “con datos encima de la mesa”, y aprovecha para denunciar una supuesta homogeneidad ideológica en los medios tradicionales. En paralelo, los críticos de su discurso señalan que lo que se vio fue una entrevista fallida por falta de rigor, y que el programa cumplió con el deber mínimo de cuestionar afirmaciones categóricas sin fuente. A ambos grupos los une una cosa: consumen el mismo clip con moralejas opuestas. No es nuevo, pero aquí se ve con lupa.
En lo institucional, el programa hace lo esperable: ordena el relato, reitera que no hubo expulsión y que existe invitación abierta a volver para proseguir la discusión con tiempo y referencia. Ese punto —la invitación— es importante, porque activa un terreno intermedio donde ambas partes podrían, en teoría, rebajar el tono. Si Ada Lluch acepta y regresa con un paquete de datos revisable, y el programa garantiza un espacio más largo y menos entrecortado, el episodio puede reconducirse hacia una conversación más fértil. No siempre ocurre, porque la escalada aporta rédito rápido en redes. Pero el puente está ahí.
Mientras tanto, el nombre de Susanna Griso entra en el bucle habitual de cualquier presentador que frena a un invitado polémico: unos la acusan de censurar, otros la aplauden por poner límites. Su posición como anfitriona la obliga a un equilibrio delicado: abrir el plató a voces que mueven conversación y, a la vez, frenar cuando el discurso pisa charcos de desinformación. Ese equilibrio, con millones de ojos encima, no siempre sale limpio. Pero es el oficio.
En el entorno político —inevitable— se escuchan apropiaciones del caso. Voces conservadoras usan la etiqueta “expulsión” como prueba de parcialidad mediática. Voces progresistas destacan que el rigor exige cortar cuando la información se sustituye por consignas. En medio, una gran mayoría que solo vio un fragmento en el móvil y que decide en diez segundos de scroll. Cosas de 2025.
Lo verificable tras el choque
En episodios así conviene fijar lo verificable sin atajos, separando el relato de la espuma. Primero, es un hecho que Ada Lluch salió del plató con la sensación de haber sido expulsada y lo dijo con esas palabras. También es un hecho que el programa niega la expulsión y habla de un corte a publicidad que coincidió con el pico de tensión. Tercero, consta la invitación a volver con más tiempo y datos. Cuarto, la discusión de fondo —seguridad, inmigración, lenguaje, cultura política— quedó inconclusa por falta de tiempo (y por un tono que se fue al límite), de modo que ninguna de las partes pudo desplegar una batería ordenada de estadísticas.
A partir de ahí, lo demás son interpretaciones. La palabra “mentir” exige, para sostenerse, demostrar que el programa manipuló el relato de forma consciente. Y eso no se prueba con sensaciones. Si se ofreció volver y si el cierre obedecía al reloj de la escaleta, la acusación se debilita. ¿Significa esto que la invitada no pudo sentirse expulsada? No: en televisión, cuando te cortan en seco en mitad de una frase, la sensación es ésa. Pero el periodismo no trabaja solo con sensaciones. Trabaja con secuencias, tiempos y decisiones visibles.
Hay otro elemento verificable: el uso de datos sin fuente. Cuando un invitado —cualquiera— lanza cifras de impacto sobre delincuencia o inmigración, un programa serio pide contexto. ¿De dónde salen? ¿Qué metodología usan? ¿En qué periodo y territorio? Si no hay respuesta satisfactoria, el presentador frena. Es más: debe frenar. La libertad de expresión no exime de la responsabilidad informativa. Y sí, ese freno a veces suena a censura a oídos de quien está en el plató. Pero el freno no es censura; es edición en directo con criterios de verificación básicos.
Por último, hay que subrayar un hecho simple que a menudo se pierde entre cortinas de humo: la invitación a regresar. Ese gesto deja una puerta abierta a un formato que sí podría ser útil para todos: una entrevista más larga, con informes oficiales, registros judiciales, estadísticas comparadas, y con la posibilidad de que la invitada exponga su tesis sin la prisa del bloque publicitario. Si Ada Lluch acepta ese marco, el debate podría dar un salto de calidad. Si lo convierte en otro episodio de “me cortan porque digo verdades”, entonces el incentivo no es informar, sino sostener el personaje.
Un contexto que explica, no que justifica
El caso Ada Lluch–Susanna Griso no nace en el vacío. Es fruto de una convergencia de lógicas que llevan años estrellándose: la inmediatez y polarización que gobiernan redes sociales y el estándar —a veces frágil, pero necesario— que rige una redacción que emite en abierto. La televisión quiere audiencia, sí, y por eso invita a personajes que tiran del share. Pero una vez dentro, el plató establece reglas: no todo vale, no cualquiera cifra se acepta sin respaldo, no se confunde opinión con dato. Quien entra con la mochila del clickbait y del recorte viral suele chocar con ese filtro. A veces sale contento. A veces sale diciendo que le han echado.
En paralelo, hay un consumidor de clips que decide con el pulgar si hubo expulsión o no, según lo que le sople su sesgo de confirmación. Si desconfía de la televisión, verá censura. Si desconfía de la influencer, verá impostura. Muy pocos se tomarán el tiempo de reconstruir la secuencia completa del directo, distinguir cuándo se cortó por publicidad, cuándo se cruzaron acusaciones, cuándo se ofreció volver. Es el signo de estos tiempos: la edición manda. Y lo que manda el editor —sea un realizador o un usuario con un móvil— moldea el significado.
Conviene, por tanto, no perder el hilo de lo que importa: qué se dijo, qué se pudo probar, qué quedó en promesa. Si la discusión versaba sobre seguridad e inmigración, el siguiente paso razonable no es gritar “censura” o “expulsión”, sino sentarse con las cifras correctas y una metodología comprensible. Y sí, eso exige renunciar al fogonazo y apostar por el plano largo. No es tan viral, pero es lo que diferencia un talk show sin brújula de un programa que —con todas sus limitaciones— intenta informar.
Lo verificable tras el choque
El episodio deja, por ahora, tres certezas y varias incógnitas. Certezas: no hay prueba concluyente de una expulsión como tal; sí hay evidencia de un corte a publicidad y de la oferta de regreso con tiempo. Lo que queda por resolver es si esa vuelta se producirá y en qué condiciones. A falta de ese segundo acto, el caso se resume en dos frases incompatibles: Ada Lluch asegura que la echaron y que la presentadora mintió; el programa lo niega y detalla la coreografía estándar de cualquier matinal. Entre ambos, un país que ve el episodio filtrado por sus prejuicios y por ediciones de treinta segundos.
No es menor el aprendizaje. Quien salte del ecosistema digital a la tele debe asumir que no manda en los tiempos ni en los cortes. Y quienes abren el plató a perfiles polarizantes —porque interesan, porque mueven share— están obligados a sostener cintura y rigor a la vez. Cortar no es expulsar; pedir fuentes no es censurar; invitar a volver no es lavarse las manos. Es, con todas las imperfecciones del directo, hacer televisión con un mínimo estándar informativo.
Si ese segundo encuentro se produce —más largo, con cifras sobre la mesa, con metodología y derecho de réplica—, el debate podrá salir del barro de “me echan / no te echamos” y entrar en lo único que de verdad merece el tiempo en un plató: qué dicen los datos, cómo se interpretan y qué políticas inspiran. Hasta entonces, conviene no sacralizar los trozos sueltos de vídeo. Conviene recordar que un corte a publicidad es un corte a publicidad. Y que llamar “mentira” a una explicación exige algo más que un clip bien montado.
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Este artículo se ha redactado con información contrastada en medios españoles de referencia. Fuentes consultadas: Antena 3, El Confidencial, HuffPost, AS, El Nacional.

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