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Historia

Quién creó el ballet: historia y genealogía de un arte

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Una historia coral: del Renacimiento a Versalles y San Petersburgo. Origen, técnica y repertorio del ballet contados con rigor y ritmo vivo.

El ballet no nace de una sola firma ni de una fecha exacta. Su origen es colectivo, un proceso que arranca en las cortes italianas del Renacimiento y se codifica en Francia bajo el patrocinio real. La práctica social y ceremonial se transforma en espectáculo con dramaturgia, música y escenografía; más tarde se vuelve técnica depurada y repertorio estable. La línea gruesa, para situarse sin rodeos: gestación italiana, sistematización francesa, expansión internacional con eje en Rusia, Reino Unido y Estados Unidos, y una modernidad que lo reinterpreta sin romper con su columna vertebral.

Hay nombres que fijan hitos y permiten responder de forma directa: Balthasar de Beaujoyeulx impulsa en 1581 el Ballet Cómico de la Reina, que integra danza, música y relato como un modelo exportable; Luis XIV funda en 1661 la Académie Royale de Danse y convierte la disciplina en política de Estado; Pierre Beauchamp consolida las cinco posiciones de los pies, abecedario que todavía estructura la enseñanza; Raoul-Auger Feuillet publica en 1700 una notación que “escribe” la coreografía; en el XIX, Marius Petipa y Lev Ivanov arman la arquitectura del gran repertorio; y, en el XX, Serguéi Diaghilev sacude los fundamentos, George Balanchine perfila el neoclasicismo y Agrippina Vaganova consolida un método pedagógico que hoy se estudia en medio mundo. La autoría no es de uno, sino de una constelación.

De las cortes italianas a la maquinaria cultural francesa

Mucho antes de que existan compañías estables, la danza es asunto de etiqueta, jerarquía social y placer refinado. En Ferrara, Florencia, Mantua y otras ciudades italianas del Quattrocento y el Cinquecento, maestros como Domenico da Piacenza, Guglielmo Ebreo da Pesaro y Antonio Cornazzano escriben tratados que describen posturas, giros, la misura con la música y el decoro. No imaginan un teatro “a la italiana” con telón y butacas; trabajan en salones de palacio, con público a pocos pasos. Pero dejan conceptos cruciales: colocación, verticalidad, coordinación rítmica, claridad de líneas. Se dibuja la gramática que más tarde culminará en el escenario.

La corte francesa absorberá esa cultura del movimiento. Catalina de Médici, nacida en Florencia y casada con Enrique II de Francia, traslada a París músicos, coreógrafos y escenógrafos italianos, y transforma las fiestas de corte en espectáculos compuestos: danza, canto, poesía, máquinas escénicas, alegorías políticas. En 1581, el Ballet Cómico de la Reina —dirigido por Beaujoyeulx— establece un precedente: una sucesión de danzas articuladas por un hilo narrativo reconocible, impresas y difundidas como modelo artístico y político. No es todavía ballet en el sentido académico actual, pero sí el paso decisivo de la fiesta cortesana al arte escénico con estructura. La danza, por primera vez, se lee y se repite con intención de estilo.

Tras ese primer “manifiesto”, los espectáculos multiplican recursos. Se afinan los juegos de perspectiva en teatros que adoptan la caja escénica; el cuerpo aprende a presentarse frontal al público; la diagonal se convierte en pista para variaciones y exhibiciones de bravura; la pareja de baile evoluciona hacia un dispositivo dramático de atracción, sostenido por códigos de cortesía heredados de los salones. Mientras tanto, los reyes comprenden el valor propagandístico de la danza: orden, disciplina, brillo cortesano. El terreno está abonado para que la técnica se institucionalice.

El rey que baila, la técnica que se escribe

El siglo XVII francés es el momento de la formalización. Luis XIV, monarca y bailarín, funda en 1661 la Académie Royale de Danse para “perfeccionar” la disciplina y profesionalizar a sus practicantes; en 1669 se crea la Académie Royale de Musique, semilla de la futura Ópera de París. La alianza con Jean-Baptiste Lully en la música y con Molière en la comédie-ballet ordena un ecosistema donde la danza deja de ser adorno y se convierte en oficio.

En ese contexto, Pierre Beauchamp formula —y fija para la enseñanza— las cinco posiciones de los pies. No aparece de la nada: responde a una estética de geometría visible, emparentada con la esgrima, la arquitectura y la pintura del Renacimiento. La apertura externa favorece la claridad de las líneas y los giros; los brazos enmarcan la silueta y guían la mirada; la cabeza acompaña con intención musical. La técnica se vuelve gramática, y esa gramática, lengua común de escuelas y compañías.

Hacia 1700, Raoul-Auger Feuillet publica Chorégraphie y difunde el sistema Beauchamp–Feuillet de notación: una escritura del movimiento con signos, trayectorias y figuras que permite anotar danzas y exportarlas como se exportan partituras. Las coreografías pueden copiarse, circular, estandarizarse. Con la notación en la mano, el maestro deja de depender solo de la transmisión oral; se abre una vía de archivo. Lo coreográfico adquiere memoria.

La arquitectura teatral también modela el cuerpo. La perspectiva central ordena la entrada y la salida de los bailarines; los telones pintados crean espacios con profundidad ilusoria; la línea frontal del proscenio obliga a organizar el cuerpo para que sea legible desde la platea. La técnica y el espacio dialogan: la técnica crece con la arquitectura, la arquitectura exige precisión técnica. Para entonces, el ballet ha dejado de pertenecer al puro protocolo cortesano. Es teatro.

Romanticismo, puntas y el salto hacia Rusia

El siglo XIX cambia el ideal estético. En 1832, La Sylphide eleva a Marie Taglioni con zapatillas de puntas reforzadas. La imagen de ligereza —espíritus, bosques, criaturas etéreas— inaugura un nuevo canon femenino. La zapatilla no es un capricho: es un instrumento técnico que desplaza el peso hacia los dedos y permite el ilusionismo de la ingravidez. En 1841, Giselle sella el giro romántico con un segundo acto “blanco” que todavía hoy se considera prueba de fuego del corps de ballet. El ideal de inmaterialidad convive con una realidad muy concreta: entrenamiento riguroso, pies fortalecidos, control del centro.

Mientras Francia dicta gusto y modas, el gran avance estructural del repertorio se produce en Rusia, con epicentro en San Petersburgo. Marius Petipa, francés de origen y formación itinerante que incluye temporadas en Madrid, se convierte en el arquitecto del estilo imperial del Teatro Mariinski. La colaboración con Piotr Ilich Chaikovski y el trabajo conjunto con Lev Ivanov dan lugar a títulos que definen la gramática dramática del ballet clásico: La bella durmiente (1890), El cascanueces (1892) y la versión de 1895 de El lago de los cisnes. No solo es la música; es la forma. El pas de deux se ordena en adagio, variaciones y coda; el corps compone paisajes rítmicos; los protagonistas alternan lirismo íntimo y virtuosismo frontal.

La pedagogía acompaña esa espléndida maquinaria. Carlo Blasis sistematiza en tratados la colocación, el uso del torso y la noción de aplomb (estabilidad); Enrico Cecchetti articula un método progresivo, exigente con la limpieza de las piernas en el aire y con la musicalidad del fraseo; Agrippina Vaganova integra la herencia francesa e italiana en una escuela que enfatiza la coordinación épaule–brazos–cabeza, la claridad del porte y la economía del esfuerzo. Son vías distintas de una misma inteligencia del movimiento.

El repertorio adopta, además, colores locales. Don Quijote, con coreografía de Petipa y música de Ludwig Minkus, bebe de temas y ritmos hispanos; la teatralidad y los acentos “castizos” se convierten en parte del imaginario internacional del ballet. Esa ida y vuelta no se detiene en el tiempo: España ha aportado intérpretes y directores que han liderado compañías de primer nivel —Tamara Rojo al frente de English National Ballet y San Francisco Ballet, Ángel Corella en el Philadelphia Ballet— y ha sostenido una Compañía Nacional de Danza capaz de dialogar con la tradición académica y la creación contemporánea. El mapa, ya entonces, es global.

Vanguardia, neoclasicismo y la relectura del siglo XX

El siglo XX agita el tablero. Los Ballets Rusos de Serguéi Diaghilev, a partir de 1909, convocan a artistas plásticos —Léon Bakst, Pablo Picasso— y a compositores —Igor Stravinski, Claude Debussy, Erik Satie— para ensanchar la escena. Coreógrafos como Mijaíl Fokín, Vaslav Nijinsky, Léonide Massine o Bronislava Nijinska cuestionan convenciones, cambian el peso del cuerpo, exploran ritmos asimétricos y dramaturgias no literales. El pájaro de fuego, Petrushka, La consagración de la primavera y Parade son más que títulos: funcionan como laboratorios donde la tradición se prueba a sí misma.

La sacudida no destruye el edificio, lo reconfigura. George Balanchine, formado en la escuela de San Petersburgo, crea en Estados Unidos un neoclasicismo que despeja la anécdota y traduce la música en arquitectura corporal. Sus ballets —ágiles, nítidos, de líneas limpias— convierten la técnica clásica en mecánica musical y hacen del New York City Ballet un referente mundial. En el Reino Unido, Frederick Ashton moldea un estilo lírico, de cabeza y manos elegantes, mientras Kenneth MacMillan apuesta por el drama psicológico; en Alemania y Bélgica, John Cranko y Maurice Béjart exploran nuevas teatralidades; Jerome Robbins tiende puentes con Broadway; Jiří Kylián y William Forsythe estiran el vocabulario hacia torsiones, desplazamientos del eje y musicalidades fracturadas que, sin embargo, parten de la misma columna clásica.

Con esa evolución, el límite entre ballet y danza contemporánea se vuelve poroso. Escuelas y compañías académicas encargan obras a coreógrafos de lenguaje mixto; creadores del ámbito contemporáneo escriben piezas para cuerpos formados en la técnica clásica. Las metodologías de entrenamiento se enriquecen: acondicionamiento físico específico, trabajo de suelo controlado para no comprometer la colocación, uso de pilates o girotónica para mejorar movilidad y fuerza. El ballet moderno no arrasa con la tradición, la alimenta.

Y hay otro eje: la diversidad. Donde antes dominaba un canon de cuerpos y etnias restringido, el siglo XX tardío y el XXI han impulsado plantillas más representativas, repertorios que revisan estereotipos y lecturas críticas de obras históricas. Reposiciones de La bayadera o El lago de los cisnes incorporan miradas que contextualizan exotismos del XIX y actualizan dramaturgias. No es una moda; es una responsabilidad de instituciones que se saben custodias de un patrimonio vivo.

Ideas equivocadas y matices necesarios

La primera confusión es biográfica: no existe un “inventor”. La creación del ballet es un proceso donde confluyen etiqueta cortesana, teoría del movimiento, impulso institucional y artes hermanas (música, pintura, poesía, escenografía). La pregunta por el “fundador” ignora, además, la cronología real: gestación en Italia, codificación francesa, repertorio ruso, reinterpretación angloamericana y globalización actual. Se han buscado padres simbólicos, sí, porque la cultura pop prefiere relatos sencillos. La historia, en cambio, es más interesante.

Segunda idea a ajustar: las puntas no son un “origen” del clasicismo, sino una innovación romántica. Antes, las bailarinas trabajaban sobre medias puntas e incluso con tacón según el periodo y el carácter de la danza. La ilusión de ingravidez impone a partir de 1830 un calzado reforzado y una técnica específica de alineación y fortaleza. Detrás de un equilibrio de varios segundos hay años de práctica, un centro estable y una musculatura educada. Es poético, sí, pero fundamentalmente mecánico.

Tercera: el ballet no es un arte “de mujeres con tutú”. La técnica masculina tiene historia propia y exigencias precisas: batería (golpes de piernas en el aire), saltos con amortiguación impecable, giros de alta velocidad, trabajo de partenaire entendido como escucha, sostén y musicalidad compartida. Tampoco el cuerpo de baile es un mero fondo decorativo: es arquitectura viva que sostiene la perspectiva y organiza la respiración colectiva del escenario. Cuando 24 cisnes bajan los brazos al unísono, el efecto es matemático y poético a la vez.

Cuarta: el repertorio “blanco” no agota el género. Junto a los “actos blancos” hay comedias de carácter —Don Quijote—, exotismos decimonónicos revisados —La bayadera— y abstracciones neoclásicas donde lo narrativo se reduce a líneas de fuerza. También hay creación reciente que utiliza la técnica clásica para contar historias contemporáneas: migraciones, memoria, crisis climática, biografías. El ballet, lejos de ser un museo, es un idioma que admite acentos.

Quinta: aprender ballet no es acumular pasos. Es una ética del ensayo. La barra coloca; el centro organiza; la diagonal expone. La pedagogía actual incorpora conocimiento anatómico y científico: prevención de lesiones, periodización del esfuerzo, nutrición aplicada. El control técnico no compite con la salud; se apoya en ella. Esta evolución tiene impacto directo en la longevidad de las carreras y en la calidad de las funciones.

Sexta: el ballet y la danza contemporánea no son especies enfrentadas. Comparten escenario, público y, cada vez más, intérpretes con doble competencia. Un bailarín formado en técnica clásica puede abordar un repertorio contemporáneo con herramientas que enriquecen su paleta; y un creador contemporáneo puede escribir para una compañía clásica, aprovechando su precisión. La diversidad de lenguajes es fuerza, no amenaza.

Lo que permanece cuando las luces bajan

Después de cinco siglos, lo que queda es un idioma compartido. El ballet nace de una práctica social refinada y acaba convertido en arte escénico codificado, con escuelas, métodos y repertorios que han cruzado océanos. La genealogía es clara: Italia aporta teoría y gusto, Francia impone instituciones y técnica, Rusia levanta el repertorio arquitectónico, Reino Unido y Estados Unidos compilan estilos y empujan la modernidad, Europa y América (con Cuba como caso emblemático) expanden pedagogías, y Asia incorpora compañías con sello propio. No hay una sola firma al pie: hay una red de firmas que, juntas, dan coherencia a la historia.

Ese tejido se mantiene hoy gracias a tres pilares. Primero, la escuela, donde se aprende la gramática —las cinco posiciones, el aplomb, la relación con la música— y se cuida la salud del intérprete. Segundo, la compañía, espacio de transmisión donde el repertorio se revisita con los matices de cada generación y convive con la creación nueva. Tercero, el público, que reconoce títulos, debate versiones y sostiene temporadas. Cuando una orquesta ataca el adagio de La bella durmiente o cuando un divertimento neoclásico se despliega sobre una partitura de Stravinski, la tradición respira: no como pieza de museo, sino como práctica actual que dialoga con su pasado.

Quien busque un nombre único, por tanto, encontrará una secuencia precisa de decisiones. Beaujoyeulx muestra que la danza puede narrar; Luis XIV y su entorno establecen la institución y el método; Beauchamp y Feuillet proporcionan una escritura; Petipa e Ivanov definen un repertorio de arquitecturas que todavía ordenan la escena; Balanchine destila la música en forma pura; Vaganova asegura la transmisión. Cada uno interviene en un tramo de la ruta, como ingenieros que refuerzan un puente o abren una variante. El resultado es un territorio común por el que hoy circulan compañías europeas, americanas y asiáticas con acentos propios.

También ha cambiado el modo de entender el archivo. Las notaciones históricas conviven con vídeos de alta resolución, reposiciones documentadas y equipos de répétiteurs que viajan para garantizar que un estilo conserve su perfil sin fosilizarse. En paralelo, la reflexión sobre contextos culturales y perspectivas de género ha impulsado lecturas que reencuadran algunos títulos del XIX, preservando su potencia musical y coreográfica y reduciendo clichés que ya no dialogan con nuestra sensibilidad. Es un equilibrio difícil, pero fértil.

El futuro inmediato no parece un salto al vacío, sino una continuidad vigilante. Hay coreógrafos jóvenes que escriben para plantillas clásicas con una libertad informada; hay bailarines que dominan los ejes del repertorio y se atreven con torsiones y apoyos no convencionales sin perder claridad; hay temporadas que combinan un Lago con una pieza de Forsythe o con la dramaturgia de Crystal Pite y encuentran públicos diversos. Esa convivencia refuerza la hipótesis de partida: el ballet no fue “inventado” una vez y para siempre, fue creado entre muchos y lo sigue siendo cada noche, entre ensayo y ensayo, con la emoción contenida de un equilibrio en silencio y la ovación que estalla cuando la mecánica y la poesía coinciden.

Si hubiese que dejar un trazo contundente, sería este: el ballet es un patrimonio colectivo en movimiento. Nació de salones y monarcas, se escribió como técnica, se ensanchó con músicos y pintores que lo hicieron más audaz, se enseña hoy con ciencia y conciencia. No tiene un creador único porque su naturaleza lo impide; necesita de cuerpos, de tiempos, de compañeros de escena. Cada función firma, con tinta nueva, la misma acta fundacional que empezó a escribirse en Italia y se rubricó en Francia. Y así seguirá, mientras haya una orquesta afinando en el foso y un bailarín marcando, a contraluz, las cinco posiciones.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: Biblioteca Nacional de España, RTVE, Teatro Real, Fundación Juan March, Centro de Documentación de las Artes Escénicas y de la Música.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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