Cultura y sociedad
Hay cubanos en Ucrania: ¿qué foráneos combaten por Rusia?

Quiénes combaten por Rusia y por qué: cubanos por su cuenta propia, norcoreanos, de Asia Central y Sur; sueldos, pasaportes y reclutamiento.
El contingente extranjero que pelea del lado ruso existe, es heterogéneo y responde a motivaciones distintas. Corea del Norte aporta el bloque más visible —por volumen y por simbolismo político—, seguido por la migración de Asia Central que vive y trabaja en Rusia desde hace años y que firma contratos militares a cambio de sueldos y papeles. Se suman reclutas y engañados de Asia del Sur (India, Nepal, Sri Lanka, Bangladés), casos trazables en África y una corriente ideológica menor desde los Balcanes. En paralelo, Cuba ha dejado claro que no integra el conflicto ni respalda esos movimientos, aunque admite que hay nacionales que han acabado en el frente por vías no oficiales. La pregunta sobre qué foráneos combaten por Rusia tiene, por tanto, una respuesta concreta: norcoreanos, centroasiáticos, surasiáticos, africanos y un goteo balcánico, con cubanos presentes a título personal y sin aval estatal.
El patrón, con matices, se repite: contratos que prometen salarios muy por encima de los ingresos en origen, ofertas de ciudadanía acelerada para quienes firmen con las Fuerzas Armadas rusas, redadas administrativas que presionan a migrantes sin papeles y redes de intermediarios que operan en zonas grises. En algunos países, las autoridades han detenido a reclutadores y han pedido a Moscú la repatriación de sus nacionales; en otros, se han conocido funerales, listados de caídos o prisioneros de guerra mostrados por Kiev. Hay áreas opacas —las cifras exactas oscilan y a veces chocan según la fuente—, pero el mapa de procedencias es consistente y, a estas alturas, difícil de discutir.
¿Qué nacionalidades engrosan el frente ruso?
Cuba: nacionales en el frente, sin aval del Estado
La Habana ha repetido que Cuba no participa en la guerra, no envía efectivos y persigue el mercenarismo como delito. Aun así, el Gobierno cubano ha reconocido que existen casos individuales de ciudadanos reclutados por organizaciones sin vínculo con el Estado, o que han viajado por su cuenta para firmar contratos con unidades rusas. Esta precisión importa: dibuja una línea roja política —ni tropas ni apoyo institucional— y, al mismo tiempo, admite la existencia de cubanos en el frente ruso. El mensaje oficial se completa con otro dato: sentencias contra intermediarios y captadores, con penas de cárcel para quienes participan en redes de trata o reclutamiento ilegal.
¿Cómo han llegado hasta allí? En los últimos dos años se han documentado rutas desde la isla a Rusia vía terceros países, perfiles de jóvenes con oficios técnicos que buscaban empleo en Moscú o San Petersburgo y terminaron en un centro de instrucción militar, y contratos redactados en ruso con letra pequeña. El argumento que más se repite en testimonios y sumarios es económico: ingresos imposibles en pesos cubanos, pagos en rublos o dólares y ayudas prometidas a las familias. También juega el factor ilusión —salir de la isla con un visado de trabajo— y la vulnerabilidad jurídica del migrante recién llegado.
Conviene separar planos. Uno, el penal: Cuba investiga y sanciona a quienes reclutan o facilitan el traslado de compatriotas con fines bélicos. Dos, el humano: existen cubanos que han combatido del lado ruso; algunos han muerto o han sido identificados por Kiev entre prisioneros. Tres, el político: la isla rechaza de forma tajante que haya “contingentes organizados” enviados por el Estado y niega que exista un acuerdo con Moscú para nutrir el frente. La discusión pública gira en torno a números —se han manejado estimaciones dispares— y a la responsabilidad de los intermediarios que, desde fuera de Cuba, conectan mano de obra barata con necesidades militares.
Corea del Norte: de la munición a personal en combate
Durante meses, Corea del Norte fue noticia por el suministro de munición y misiles a Rusia. Después llegaron indicios de personal norcoreano en el teatro ucraniano. Las versiones coinciden en lo esencial: contingentes organizados, integrados en la cadena de mando rusa, con uniforme y equipo proporcionados por Moscú, que han rotado por sectores de alta intensidad. Las cifras exactas bailan —desde cientos a varios miles en diferentes momentos—, pero hay señales difíciles de ignorar: condecoraciones póstumas y homenajes públicos en Pyongyang, reconocimiento discursivo de “sacrificio” y una presencia que Kiev afirma detectar en zonas de combate concretas.
Para Moscú, la aportación norcoreana cierra huecos: infantería para sostener líneas, artillería servida por personal con entrenamiento básico, y munición imprescindible en una guerra de desgaste. Para Pyongyang, es moneda de intercambio en una relación estratégica que le reporta tecnología, energía y protección diplomática. El coste humano existe —se cuentan bajas significativas— y, más allá de la propaganda, su impacto táctico es real en sectores donde la densidad de fuego define avances y retrocesos por metros.
Hay una segunda derivada: el mensaje regional. La implicación norcoreana inquieta a Seúl y Tokio y complica las ecuaciones de seguridad en Asia-Pacífico. Cuando se registran restos de misiles norcoreanos en ataques dentro de Ucrania, o cuando se menciona la presencia de personal de Pyongyang en unidades rusas, la lectura trasciende el Donbás: Corea del Norte se exhibe como proveedor de medios y de gente en una guerra europea, y Rusia envía al mundo la idea de que no está aislada.
Asia del Sur y Asia Central: contratos, visados y callejones sin salida
En Asia del Sur la historia suele empezar con una oferta laboral y terminar en un contrato militar. India reconoció que jóvenes engañados firmaron documentos que los llevaron a unidades rusas; Nepal suspendió permisos y reclamó repatriaciones tras confirmar muertos y desaparecidos; Sri Lanka detuvo a mandos retirados implicados en redes de captación; Bangladés ha tramitado solicitudes de familias que denuncian estafas con promesas de trabajo. Las escenas se parecen entre sí: agencias o intermediarios, viajes financiados con préstamos, una academia como primer destino y, de pronto, el frente. Algunos han aparecido prisioneros; otros han sido identificados en esquelas y funerales.
El engranaje que lo permite combina necesidad y desinformación. La diferencia salarial entre un empleo precario en Katmandú o Colombo y un sueldo militar ruso es abismal. Se añade la promesa de residencia o ciudadanía para el propio recluta y su familia, más bonificaciones por enganche y seguros que rara vez se explican con claridad. La barrera del idioma facilita las cláusulas opacas y deja al recién llegado atado a lo que firme en una comisaría o en un cuartel. Cuando estalla el escándalo, entran en escena embajadas y consulados para mediar liberaciones, a menudo caso por caso, sin hoja de ruta común.
En Asia Central el canal es otro, más antiguo y masivo. Uzbekos, tayikos y kirguises llevan décadas sosteniendo sectores enteros de la economía rusa. Esa dependencia mutua se traslada ahora al frente: migrantes con permisos temporales que, ante una redada o una inspección, aceptan firmar contratos para regularizar su situación; hombres con familia en Rusia que ven en el sueldo militar una salida económica; trabajadores que aspiran a la ciudadanía para estabilizarse. Las autoridades de estos países han emitido advertencias: combatir como mercenario en fuerzas extranjeras es delito, y hay procesos abiertos contra reclutadores y facilitadores. A pesar de ello, siguen llegando nombres y fechas de centroasiáticos muertos en el frente, muchos con certificados que prueban el contrato con el Ministerio de Defensa ruso.
La relación se complica cuando Ucrania captura prisioneros de estas nacionalidades y los muestra en ruedas de prensa. Moscú, por su parte, sostiene que son soldados regulares con contratos válidos y derechos equiparables a los de cualquier ciudadano ruso. En el regreso —para quien logra regresar— asoman penas en origen, estigmas sociales y traumas que nadie atiende. Un círculo perfecto para que el reclutamiento se alimente de quienes menos margen tienen.
África, Oriente Medio y Balcanes: huellas visibles, patrones que se repiten
África aporta menos en volumen, pero los casos son elocuentes. El estudiante zambiano muerto en 2022 tras salir de prisión para combatir con el grupo Wagner se convirtió en símbolo de cómo la guerra absorbe a extranjeros vulnerables. Han aflorado historias de marfileños, tanzanos y somalíes en circunstancias parecidas, y prisioneros de guerra africanos presentados por Kiev para denunciar el uso de foráneos en unidades rusas. A esto se suman lecturas incómodas: obreras extranjeras trabajando en fábricas de drones en territorio ruso bajo promesas laborales que después se torcieron. No todos empuñan un fusil, pero la infraestructura bélica también se alimenta de mano de obra foránea.
En Oriente Medio aparecen dos vectores. Uno, sirio, discreto: combatientes con tareas de seguridad en retaguardia, vigilancia de instalaciones y, en ocasiones, apoyo en zonas ocupadas. Otro, yemení, con reclutamientos canalizados por redes ligadas a los hutíes; se han descrito traslados con promesas de empleo y nacionalidad, que terminan en unidades rusas cerca del frente. Los números son modestos respecto a Asia, pero la mecánica —ofertas ambiguas, contratos en ruso, vulnerabilidad económica— es la misma.
Los Balcanes mantienen una corriente ideológica de baja intensidad, herencia de 2014. Serbios y bosnioserbios con simpatías prorrusas se han dejado ver en redes con fotos de parches y insignias de unidades del Donbás. Serbia tipificó con penas de cárcel el combate en guerras extranjeras y ha procesado a varios ciudadanos, pero la proyección simbólica perdura. En términos cuantitativos, la huella balcánica es menor que la de Asia Central o la norcoreana, aunque encaja en la narrativa que Moscú explota: voluntarios internacionales que “acuden” a defender a Rusia y a las repúblicas ocupadas.
Cómo se nutre Moscú: dinero, ciudadanía acelerada y presión
El mecanismo de reclutamiento tiene tres engranajes que se alimentan entre sí. El primero es el dinero. El sueldo base para un contrato militar en Rusia —al que se añaden bonificaciones por zona de combate y pagos únicos por enganche— multiplica varias veces los ingresos de un migrante en obras, logística o servicios. Hay incentivos añadidos: condonación de multas administrativas, préstamos perdonados, ayudas a familiares y un estatus social que, en algunos entornos, se publicita como patriótico.
El segundo engranaje es la ciudadanía. Desde 2022 se ha acelerado el acceso a la nacionalidad rusa para extranjeros con contrato en las Fuerzas Armadas. El trámite se ha reducido a semanas en determinados supuestos y se ha simplificado la documentación. La oferta es potente: pasaporte para el recluta y, en algunos casos, derivadas para cónyuges e hijos. En territorios ocupados, la pasaportización amplía el colchón de movilización, porque quienes ya poseen documento ruso pueden ser llamados como ciudadanos.
El tercer engranaje es la presión administrativa. En las grandes ciudades rusas se han descrito operativos contra migrantes con comprobaciones de registro y situación laboral. Quien no puede justificar papeles recibe la “opción” de regularizarse mediante un contrato militar. A esto se suman campañas en redes, carteles en centros de migrantes, ofertas que incluyen cursos acelerados de lengua y uso de armamento, y oficinas itinerantes que facilitan el trámite. El mensaje, muchas veces, es crudo: “o contrato, o expulsión”.
En paralelo, Rusia ha reforzado el marco legal: ha ampliado supuestos para que extranjeros sirvan en situaciones de movilización, ha elevado sanciones por deserción y ha endurecido la definición de traición. La arquitectura cierra el círculo: más incentivos por arriba y menos escapatorias por abajo. Un ecosistema perfecto para que qué foráneos combaten por Rusia no sea una anomalía sino un flujo constante.
Existe, además, una industria periférica de intermediarios: empresas registradas como agencias laborales, gestores que cobran por “resolver” papeles, exmilitares en países de origen que organizan viajes. En algunos casos, los gobiernos han actuado con detenciones y procesos penales; en otros, las redes se mueven más allá del alcance de la policía. La publicidad es tan rudimentaria como eficaz: vídeos en TikTok o Telegram con salarios prometidos y uniformes nuevos, acompañados de un número de WhatsApp.
Lo que ahora sabemos sobre quiénes se suman al frente ruso
A estas alturas, el dibujo es nítido. Corea del Norte ha pasado de enviar munición a personal; Asia Central aporta un flujo sostenido de migrantes convertidos en contratados; Asia del Sur ofrece una cadena de engaños y reclutamientos con gobiernos que pugnan por repatriar a los suyos; África deja casos icónicos y obreros en la infraestructura de guerra; y los Balcanes sostienen un carril de voluntarismo ideológico. Cuba, por su parte, desautoriza cualquier participación estatal y persigue judicialmente a quienes reclutan, pero admite nacionales en el frente por vías no oficiales. Todo encaja en un modelo que combina dinero, papeles y presión.
El impacto militar de estos foráneos no sustituye al núcleo ruso de la guerra, pero sí aporta masa cuando se necesita relevo, sostiene posiciones en rotación y rellena especialidades básicas. El valor propagandístico es todavía mayor: da a Moscú la foto de un apoyo internacional —o, al menos, la apariencia— y presiona a los gobiernos de origen, que se ven obligados a dar explicaciones en casa. Para Ucrania, exhibir prisioneros extranjeros es una manera de probar ante terceros países que Rusia se nutre de vulnerables y de socios que violan embargos.
Queda trabajo por hacer en el terreno de los datos: depurar cifras de muertos y desaparecidos, identificar redes de reclutamiento y seguir los juicios en países de origen. Pero lo esencial está fijado. Cuando alguien pregunta qué foráneos combaten por Rusia, la respuesta ya no es una intuición ni un rumor: es un listado de nacionalidades con trayectorias verificables, mecanismos reconocibles y consecuencias visibles. Y, aunque las rotaciones o los acuerdos puedan cambiar de un trimestre a otro, el ecosistema que los produce —dinero, pasaporte y presión— permanece.
En la práctica, el fenómeno no se limita al fusil. La economía de guerra absorbe a extranjeros en tareas logísticas, fábricas de drones y servicios auxiliares, que liberan a soldados rusos para el frente. De nuevo, el incentivo son los salarios y el estatus legal. La frontera entre empleado civil y personal militar se difumina cuando las zonas económicas especiales trabajan para la guerra y cuando los contratos cambian de letra según la necesidad del día.
Se puede discutir la escala precisa del fenómeno, pero no su existencia ni su direccionamiento. En 2025, con el conflicto abierto, Rusia necesita manos y las busca donde puede: aliados políticos, migrantes en su territorio, jóvenes de países con paro alto y veteranos dispuestos a un sueldo digno para estándares locales. Lo llamativo, lo que marca la diferencia, es que el mosaico ya tiene contornos claros: norcoreanos, centroasiáticos, indios, nepaleses, srilanqueses, bangladesíes, africanos, balcánicos y, sí, cubanos por su cuenta. Esa es, hoy, la respuesta concreta y verificable a una cuestión que ya no admite evasivas.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: Agencia EFE, RTVE, El País, El Confidencial.

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