Economía
Caos en EEUU: qué es el shutdown y por qué cerró el gobierno

Qué es el shutdown y cómo afecta a EE.UU.: qué se detiene, quién cobra, impacto en parques, vuelos y datos, efectos en la economía de EE.UU.
Un shutdown —cierre administrativo del Gobierno federal— es la paralización parcial de la Administración de Estados Unidos cuando el Congreso no aprueba a tiempo las leyes de gasto que financian a sus agencias. Al producirse un “lapso de financiación” (lapse in appropriations), la ley prohíbe emplear dinero no autorizado y obliga a suspender actividades consideradas prescindibles, mientras las esenciales —seguridad, control aéreo, prisiones, defensa, meteorología— continúan aunque, en muchos casos, sin abono de nómina hasta que se reabra el Gobierno. El resultado inmediato es visible: oficinas con persianas bajadas, trámites aplazados, servicios ralentizados, funcionarios enviados a casa en permiso sin sueldo (furlough) y otros tantos que siguen trabajando sin cobrar de forma temporal.
El cierre actual se activa tras un bloqueo político en el Capitolio al fracasar las resoluciones temporales que debían prorrogar la financiación. La disputa se ha centrado en subsidios sanitarios vinculados a la Ley de Cuidado Asequible, la protección de Medicaid y otras partidas sensibles. La fecha límite expiró sin acuerdo y la maquinaria federal pasó a modo ahorro: miles de empleados en casa, otros muchos al pie del cañón sin nómina, monumentos y museos con horarios reducidos o cerrados, y un goteo de contratiempos en aeropuertos, juzgados y oficinas públicas. Es el primer cierre de esta magnitud desde el de 2018-2019, aquel que duró treinta y cinco días y dejó huella en la memoria colectiva.
Cómo se activa un cierre administrativo
Para entender este mecanismo conviene recordar el armazón legal. La Antideficiency Act prohíbe a los departamentos federales contraer obligaciones o realizar gastos sin una consignación aprobada por el Congreso. Traducido: si la Cámara de Representantes y el Senado no convalidan los proyectos de gasto (o una prórroga de emergencia), la Administración entra en un apagón presupuestario. La Oficina de Gestión y Presupuesto mantiene desde hace décadas una guía operativa y exige a cada organismo un plan de contingencia: qué personal se considera esencial (excepted), qué oficinas cierran, qué servicios pueden mantenerse y con qué mínimos. El paso no es automático ni anárquico; es un protocolo que se actualiza con cada amenaza de cierre y que se comunica a la plantilla y al público.
El lenguaje burocrático puede confundir. En la práctica, “esencial” no significa “más importante” en el sentido cotidiano, sino aquello que protege vida y propiedad o cuyo cese provocaría daños graves e inmediatos. Por eso se mantienen operaciones de seguridad en aeropuertos, aduanas y fronteras; la custodia de reclusos y la investigación penal; la vigilancia meteorológica crítica; el control del espacio aéreo; determinados servicios sanitarios; y, por supuesto, la defensa nacional. El resto se clasifica como no esencial y se suspende hasta que vuelvan los fondos. En medio, hay una franja gris con servicios “exceptuados por ley” (pagos automáticos de prestaciones) y “permitidos” (actividades autofinanciadas con tasas o fondos permanentes).
Un detalle que marca una diferencia respecto a crisis anteriores: desde 2019, los funcionarios civiles y el personal uniformado tienen garantizado el pago retroactivo cuando se reabre el Gobierno, tanto si estuvieron trabajando sin cobrar como si pasaron el cierre en casa. Es un alivio, pero no evita la tensión de liquidez para familias que encadenan semanas sin nómina. Los contratistas, en cambio, no gozan de esa garantía: empresas de limpieza, cafeterías, mantenimiento, seguridad auxiliar o servicios tecnológicos dependen de lo que fijen sus contratos y de si la agencia vuelve a contratar exactamente las mismas horas y tareas tras el parón. Ahí el golpe es más duro y, en ocasiones, irrecuperable.
El número de empleados afectados cambia según el alcance del cierre y la estrategia política del momento. En esta ocasión, los cálculos han elevado la cifra de suspensiones temporales a cientos de miles, con estimaciones que han hablado de hasta setecientas cincuenta mil personas en casa sin sueldo durante las primeras jornadas. A la vez, personal militar, controladores aéreos, agentes federales y plantillas críticas continúan en activo sin ver la nómina hasta el desbloqueo. La fotografía operativa, por tanto, es desigual: muchas ventanillas abiertas con personal mínimo y otras muchas cerradas a cal y canto.
Qué se detiene y qué continúa
El patrón se repite con matices. Todo lo que afecta a seguridad y protección se mantiene, a menudo con plantillas al límite; la burocracia cotidiana, el mantenimiento y la actividad cultural y científica se reducen o se paran. Ciertas prestaciones automáticas siguen su curso porque no dependen de la asignación anual sino de fondos permanentes, pero la atención al público que las acompaña se ralentiza y las verificaciones se espacian. La fotografía por ámbitos ayuda a ordenar el mapa del parón.
Sanidad, ayudas y prestaciones
Los programas Medicare y Medicaid continúan; también los pagos de la Seguridad Social. Sin embargo, el cierre introduce fricciones en oficinas, call centers y procesos de revisión de elegibilidad. La polémica política que ha llevado a este parón —si mantener o no subsidios y créditos fiscales de la Ley de Cuidado Asequible, y en qué condiciones— se traduce en incertidumbre para aseguradoras, hospitales y pacientes a la hora de calcular primas, bonificaciones y calendarios de inscripción. Las agencias que coordinaron en los últimos años campañas de educación sanitaria y verificación de pólizas operan con equipos reducidos, lo que añade días a trámites que, en tiempos normales, ya eran lentos.
En el capítulo de alimentos y familias, programas como WIC (mujeres, lactantes e infancia) y SNAP (cupones de alimentos) cuentan con fondos contingentes y de reserva, pero si el cierre se prolonga, los estados empiezan a limitar nuevas inscripciones, revisar calendarios de recarga o priorizar a los hogares más vulnerables. No se trata de un apagón total, sino de una pérdida de capilaridad: menos oficinas abiertas, menos citas presenciales, menos margen para resolver incidencias. Las entidades locales y organizaciones sin ánimo de lucro suelen hacer de colchón, aunque su capacidad no es infinita.
La agencia tributaria (IRS) mantiene servicios críticos —seguridad informática, cobro de deudas, atención a fraudes—, pero ralentiza devoluciones, verificaciones y atención no urgente. Empresas que esperan certificaciones de crédito fiscal, emprendedores a la caza de un número de identificación o ciudadanos con reembolsos pendientes pueden notar semanas de retraso. Lo mismo sucede con la evaluación de subvenciones federales de investigación: paneles que se posponen, convocatorias en pausa, firmas que no llegan.
Transporte, cultura y parques nacionales
Los aeropuertos son el termómetro más visible del cierre para quien entra o sale de Estados Unidos. El control de seguridad (TSA) y el control del tráfico aéreo (FAA) se consideran esenciales, de modo que continúan. A medida que pasan los días sin nómina, el estrés se nota en la puntualidad: aumentan las bajas, se estiran turnos, se cierran líneas de revisión y la espera crece. No hay colapso general, pero sí una pérdida de eficiencia que el pasajero percibe en colas y embarques más lentos. Las aerolíneas reorganizan sus operaciones y piden previsibilidad, algo que un cierre no puede dar.
En cultura y patrimonio, el Servicio de Parques Nacionales reduce a mínimos su capacidad. Muchos espacios naturales permanecen abiertos al tránsito —carreteras, miradores, senderos—, pero la limpieza, la información al visitante y el mantenimiento se resienten. Museos gestionados con fondos federales en Washington y otras ciudades ajustan horarios o directamente cierran. El Washington Monument, por ejemplo, depende de un personal de operaciones y seguridad que en modo cierre no siempre puede cubrir turnos. La postal icónica de la capital —monumentos, museos, explanadas— se torna fantasmagórica: carteles de “cerrado por falta de financiación” y vallas improvisadas.
El sistema judicial federal cuenta con recursos propios (tasas, remanentes) que le permiten operar unos días sin asignación. Pasado ese margen, los tribunales determinan qué actividades se consideran esenciales. Los procesos penales siguen; en la jurisdicción civil, muchos plazos se reprograman. Para bufetes, empresas y particulares inmersos en litigios, la mayor dificultad no es jurídica, es logística: agendas que cambian, vistas que se retrasan, expedientes que se amontonan.
Consecuencias económicas y financieras
Cada cierre tiene un coste que va más allá del ahorro aparente de no gastar. El coste directo (apagar y volver a encender) se mezcla con el coste de oportunidad: inspecciones que se posponen, licencias que esperan, inversiones que se congelan hasta que vuelvan certezas. Durante el parón de 2013 y el de 2018-2019, estudios internos cifraron en miles de millones de dólares la pérdida agregada por productividad y tareas de reactivación. Ese dinero no regresa a la economía: es tiempo de funcionarios y empresas que se evapora en esperas y reinicios.
El efecto sobre el consumo se ve rápido en áreas metropolitanas con gran densidad de empleados federales. Una parte de esa población deja de percibir nómina durante semanas y recorta gasto discrecional: restaurantes, ocio, comercio. Cuando llega el pago retroactivo, no se recupera todo lo que no se gastó. El shock, por tanto, tiene un componente asimétrico que golpea con fuerza a pequeños negocios y autónomos que dependen de la rutina del funcionariado.
Para los mercados financieros, un cierre breve suele ser ruido. La Bolsa mira con más atención a resultados empresariales, expectativas de beneficios y política monetaria. Aun así, una parálisis prolongada introduce distorsiones relevantes. La Reserva Federal depende de un calendario de estadísticas económicas (empleo, inflación, ventas) para calibrar los tipos de interés. Si el cierre pausa la publicación de informes clave, como el informe mensual de empleo, se reduce la visibilidad de la política monetaria. Ni tan siquiera un banco central quiere operar a ciegas. Las primas de riesgo no se disparan por un cierre puntual, pero la señal institucional sí deteriora la percepción de gobernanza: agencias de calificación y analistas europeos interpretan estos episodios como muestras de disfunción fiscal.
En el frente empresarial, hay fricciones menos visibles que hacen mella: patentes y marcas que tardan más en tramitarse; certificaciones de la Administración de Alimentos y Medicamentos que se mueven con parsimonia; auditorías y contratos públicos que se encadenan con nuevas fechas; inspecciones medioambientales que quedan en lista de espera. La inversión no desaparece, pero se aplaza. En cifras macro, el impacto sobre el PIB trimestral de un cierre breve es modesto; si el parón se prolonga, se acumulan décimas que después se recuperan parcialmente. El daño real se nota en la micro: decisiones que no se toman, calendarios que se reordenan, proyectos que pierden impulso.
El coste humano merece nota aparte. Familias de militares y funcionarios se ven obligadas a recurrir a préstamos puente, negociar aplazamientos de hipotecas o rentas, y priorizar gastos imprescindibles. Bancos y caseros suelen ofrecer cierta flexibilidad en cierres que se perciben temporales; con el reloj avanzando, las buenas intenciones chocan con balances y contratos. Asociaciones de apoyo recomiendan documentar gastos, conservar comprobantes y mantener informados a acreedores y caseros. De nuevo, el pago retroactivo mitiga pero no borra el estrés.
Política del presupuesto: por qué se ha llegado hasta aquí
Un presupuesto (tema muy actual también en España, con el gobierno del PSOE básicamente acostumbrado a gobernar sin ello) en Estados Unidos es más que una hoja de cálculo: es un contrato político. La Cámara aprueba, el Senado negocia, la Casa Blanca firma. Cuando el ciclo se enreda y no hay suficientes votos, el Congreso puede aprobar una resolución de continuidad (CR) que extiende el presupuesto previo por unas semanas o meses. Es un parche que compra tiempo. En el episodio actual, se presentaron propuestas rivales de prórroga que encallaron en el Senado. El nudo: extender o no créditos fiscales ligados a los seguros sanitarios, blindar Medicaid frente a recortes, preservar partidas de medios públicos y debatir la capacidad del Ejecutivo para reprogramar (o recortar) fondos con fórmulas administrativas. Con las posiciones enrocadas, el reloj llegó a cero.
No es un caso aislado. Desde los años setenta, la tensión entre disciplina fiscal y prioridades programáticas se ha resuelto muchas veces con cierres parciales. Unos se prolongan horas o días; otros, semanas. En los últimos quince años, el Congreso ha convivido con una creciente polarización que convierte cada negociación presupuestaria en una prueba de fuerza entre bloques. El cierre se usa como palanca para forzar concesiones. Es un arma de coste incierto: quien lo empuña corre el riesgo de que el desgaste se vuelva en su contra si la opinión pública percibe que el precio social es demasiado alto.
El episodio presente incorpora una nota inquietante: amenazas explícitas de ejecutar reducciones permanentes de plantilla en programas considerados no esenciales, o de reconducir fondos ya asignados a prioridades políticas distintas. Este lenguaje, poco habitual en cierres previos, siembra dudas en agencias y estados —por ejemplo, grandes proyectos infraestructurales— y alimenta litigios. Es ahí donde el shutdown deja de ser solo una palanca táctica y apunta a convertirse en un instrumento de reordenación administrativa por otras vías.
El debate sanitario ha actuado como chispa. Los créditos fiscales que rebajan la factura del seguro para millones de hogares se han vuelto un campo de batalla ideológico: para unos, son una red de seguridad que estabiliza el sistema; para otros, un coste que convendría recortar para reconducir el déficit. Medicaid, que cubre a colectivos con menos recursos, también ha quedado en el centro de la negociación, con planes que afectarían a la elegibilidad de millones de personas. El choque se explica así: el presupuesto como mapa de prioridades y el cierre como método (temerario) de trazarlo.
El cierre como síntoma y prueba de estrés
Cuando un gobierno del tamaño del estadounidense se apaga parcialmente, el mundo lo nota. No por un cataclismo, sino por una suma de pequeñas fricciones que, juntas, dibujan un cuadro mayor: turistas ante museos cerrados, familias esperando una transferencia, una startup con un papel en pausa, un juez que pospone vistas, una estadística que no sale el viernes. Un shutdown no es un fin del mundo, es una prueba de estrés del sistema político y administrativo. Y el veredicto no depende solo de la duración, también del tono. Un cierre breve, gestionado con prudencia, deja cicatrices menores. Uno prolongado, acompañado de amenazas de despidos permanentes o de medidas punitivas entre niveles de gobierno, erosiona confianza y deja secuelas en la agenda pública durante meses.
La explicación técnica —la Antideficiency Act, los planes de contingencia, el personal “esencial”— convive con otra lectura más simple: el cierre habla de la incapacidad de acordar. Por eso, la apertura de los parques o la llegada de las nóminas no agotan la historia. La clave está en cómo se sale del parón y qué se cede en el camino. Una resolución de continuidad que devuelva el reloj a su sitio pero difiera el conflicto unas semanas apenas moverá la aguja. Un acuerdo presupuestario que despeje la sanidad, clarifique el margen de maniobra del Ejecutivo y estabilice prioridades sí aliviaría el diagnóstico. Entretanto, la economía hace lo que puede, las agencias tiran de remanentes y el país descubre —otra vez— que incluso una potencia global es vulnerable a problemas de procedimiento.
La respuesta, con todo, no está en tecnicismos. La cultura política estadounidense ha normalizado el apagar y encender como herramienta de presión. El precio de esa normalización es que cada parón exige más planificación defensiva a administraciones, empresas y hogares. El sistema se adapta, pero no gratis. Y, mientras tanto, el resto del mundo asiste a la enésima demostración de que la primera economía del planeta mezcla una administración eficiente con una arquitectura institucional que tolera estas fallas periódicas.
Un shutdown, en definitiva, es la suma de tres cosas: una ley que marca límites de gasto, un Congreso que no alcanza un acuerdo a tiempo y un Ejecutivo que acciona el piloto automático para reducir daños. Sus efectos reales dependen de la duración, del ámbito que abarque y del mensaje político que lo acompaña. En el episodio actual, la combinación de disputa sanitaria, amenazas de reordenación administrativa y señales cruzadas a los mercados permite tomarle el pulso a una democracia que funciona con redundancias y resortes, pero que no es inmune a bloqueos autoinducidos. La pregunta que queda flotando en Washington no es si el Gobierno volverá a abrir —lo hará—, sino qué se habrá pactado para que no vuelva a apagarse en unas semanas. Porque, si algo enseña la experiencia, es que acostumbra a volver. Y cada vuelta sale un poco más cara.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de medios españoles y publicaciones concretas, contrastadas y vigentes. Fuentes consultadas: El País, 20minutos, RTVE, elDiario.es, La Razón.

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