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Cultura y sociedad

Por que los niños de repente rechazan a los abuelos: la razón

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abuelo lleva niño en hombros

El rechazo repentino de los niños hacia sus abuelos suele tener causas emocionales y evolutivas; entenderlas ayuda a recuperar el vínculo.

Un día el pequeño sonreía al ver a su abuela; al siguiente, gira la cara, se aferra a uno de sus padres y no quiere saber nada. No suele ser un desplante ni un problema de fondo con la familia. Es, en la mayoría de los casos, una reacción normal en el desarrollo infantil que aparece en etapas de cambio —miedo al extraño, ansiedad por separación, búsqueda de control—, o tras alteraciones de rutina como el inicio del curso, un traslado o la llegada de un hermano. También influye cómo son los encuentros: demasiado largos, ruidosos o invasivos. El dato importante es que se resuelve con calma, previsibilidad y respeto al ritmo del niño, difundiendo cualquier presión por “dar un beso” o “portarse bien”.

¿Qué funciona de inmediato? Bajar la intensidad del saludo, anticipar la visita con palabras sencillas, permitir un acercamiento espontáneo, ofrecer una actividad tranquila y cerrar el encuentro antes de que llegue el cansancio. Si el rechazo se mantiene durante semanas, interfiere con el sueño o provoca malestar desproporcionado a su edad, conviene consultar con pediatría o psicología infantil para descartar una ansiedad por separación intensa o alguna dificultad sensorial. Pero, de entrada, no dramatizar ni personalizar es la mejor política: los abuelos no han “fallado”, el niño necesita seguridad y la busca como puede.

Lo que suele pasar en cada etapa

La conducta cambia con los meses y conviene situarla en su contexto evolutivo. Entre los 6 y 12 meses aparece el clásico recelo hacia personas menos presentes en el día a día. El bebé ya distingue rostros familiares y, si su figura de apego sale de plano, teme que no vuelva. Un abuelo que no ve todos los días puede convertirse, sin querer, en una presencia demasiado nueva. La reacción típica es echar el cuerpo hacia atrás, llorar con fuerza al ser cogido o no aceptar brazos distintos. No es un juicio sobre nadie: su sistema nervioso está aprendiendo a regularse y necesita previsibilidad.

En torno a los 2 y 3 años entra en escena la autoafirmación. El niño quiere decidir quién le pone el abrigo, con quién se sienta a merendar, qué cuento se lee. No siempre rechaza a los abuelos por lo que hacen, sino por quién hace cada cosa. Si esperaba que su padre le diera el yogur y aparece la abuela con la cucharita, puede negarse. Lo que está en juego es la sensación de control. Darle una parcela de decisión —“¿te sientas en la silla roja o en la azul?”, “¿saludas con choque de manos o con un hola desde lejos?”— suele desactivar la tensión.

A partir de los 4 o 5 años, cuando el lenguaje y las preferencias están más consolidados, el rechazo repentino suele estar ligado a contextos: un cambio de casa o de escuela, un verano con horarios distintos, discusiones entre adultos que el niño intuye, excesos de estímulos (perfumes intensos, ruidos, abrazos apretados) o expectativas que no se cumplen (pantallas, chuches, horarios). Aquí funcionan mejor los acuerdos sencillos y estables: qué se puede y qué no, cómo se saluda, cuánto dura la visita y a qué se va a jugar. Los niños no necesitan sorpresas para pasarlo bien; necesitan contornos claros.

En la adolescencia, el fenómeno adopta otra forma. No es tanto “rechazo a los abuelos” como distancia para proteger la intimidad y probar libertad. El adolescente que antes se quedaba un sábado entero ahora negocia tiempos y, si se siente invadido, evita el plan. La respuesta eficaz no es espiar ni presionar, sino mantener puertas abiertas y propuestas con valor real para esa edad: un paseo, una película sin moralina, aprender algo útil. Si el vínculo de base ha sido respetuoso, la relación se reconfigura sin grietas.

Cómo influyen los abuelos y el entorno

El rol de los abuelos en España es central. Muchos sostienen la logística familiar entre horarios laborales largos, campamentos de verano y falta de plazas en actividades extraescolares. Ese apoyo es oro, pero conviene cuidarlo para que no derive en fricción. Afecto no es inmediatez: abrazar cuando el niño se aparta, insistir con besos, exigir contacto a cambio de regalos o bromas físicas, rompe la confianza. El mensaje que aprende el menor es que su cuerpo no le pertenece o que el afecto se compra, creencias peligrosas a largo plazo.

En positivo, lo que más construye es la presencia amable, el juego compartido y el respeto a los tiempos. La abuela que se sienta cerca, comenta el dibujo sin corregirlo y pregunta si puede guardar uno en la nevera, crea un clima seguro. El abuelo que baja el volumen, modera el perfume, evita bromas táctiles y espera a que el niño se acerque, multiplica las opciones de un encuentro placentero. Un detalle que a veces se pasa por alto: la duración. Visitas cortas, con objetivos simples y un final claro, funcionan mejor que sobremesas interminables.

Otro factor que pesa es la coherencia entre adultos. Si los abuelos sostienen normas muy distintas a las de casa, el niño vive mensajes cruzados. No hace falta una alineación perfecta; basta con acuerdos de mínimos: pantallas, dulces, siestas, seguridad física. Las discrepancias se hablan fuera de la vista del pequeño y se prueba un plan común durante una temporada, evaluando lo que funciona sin reproches. El niño que percibe batallas entre adultos responde escalando su conducta o rechazando a la persona que le genera más incertidumbre.

También influye la carga. Cuando el cuidado deja de ser voluntario, los abuelos se cansan, aparecen rigideces y los niños lo notan. No es una anécdota estacional: cada verano, con las escuelas cerradas, las abuelas y los abuelos asumen jornadas extendidas. Si el niño asocia “casa de los abuelos” con una rutina muy controlada o con un adulto agotado, evita ese espacio. La solución pasa por ajustar horarios, alternar cuidadores, conceder descansos reales y rebajar expectativas. No se trata de entretener todo el día, sino de ritualizar unas pocas actividades y proteger tiempos de calma.

Cuando el rechazo avisa de algo más

La mayoría de casos responden a desarrollo y contexto, pero a veces el rechazo persistente es una señal de que algo no encaja. Si el malestar se mantiene semanas y afecta a comer, dormir o ir a la escuela, si hay regresiones marcadas (el control de esfínteres se pierde, el lenguaje retrocede), si el niño evita a todo el mundo salvo a una única persona o si emergen síntomas físicos repetidos sin causa médica (dolor abdominal, cefaleas, vómitos anticipatorios), conviene pedir valoración profesional. Puede tratarse de una ansiedad por separación más intensa de lo habitual, de una hipersensibilidad sensorial que convierte cada visita en una sobrecarga o de un duelo mal cerrado.

Los entornos con mucho ruido, luces fuertes, cambios de olor o contacto físico unexpected pueden saturar a menores con perfiles sensoriales particulares, estén o no dentro del espectro autista, tengan o no TDAH. Estos niños no rechazan a los abuelos por desamor: se protegen. La estrategia eficaz no es forzar “para que se acostumbre”, sino preparar los encuentros: reducir estímulos, anticipar con fotos o mensajes, ofrecer escapes (ir a regar la planta del balcón, sentarse en una esquina concreta con un juguete táctil) y mantener un ritual previsible de entrada y salida.

Cuando hay historia de conflictos graves entre adultos, denuncias o medidas judiciales, la prioridad es el interés superior del menor. Los abuelos pueden solicitar un régimen de comunicación, pero ese derecho siempre queda subordinado al bienestar del niño. Las decisiones, en esos casos, se toman con informes y supervisión si hace falta. La clave es proteger la seguridad emocional y física y evitar que el niño se convierta en campo de batalla. En situaciones sensibles, cualquier rechazo merece una escucha atenta: qué pasa antes del llanto, dónde ocurre, quién está presente, qué ayuda y qué empeora.

No hay que perder de vista un fenómeno pospandemia: la salud mental infantil ha sido más frágil durante los últimos cursos, con aumentos de ansiedad y miedos que algunos servicios han detectado en consulta. Esto no explica por sí solo que un niño rehúya a sus abuelos de la noche a la mañana, pero sí eleva la necesidad de reencuentros suaves y planes pensados, sin improvisaciones estresantes.

Qué funciona hoy: un plan realista

Todo plan útil es concreto, medible y amable. Lo primero es aceptar el punto de partida sin dramatizar: hoy el niño se separa mal y no quiere saludo físico; mañana ya veremos. Después, definir una escena probable de éxito y repetirla con pequeñas variaciones hasta que el sistema gane confianza. No se trata de convencerlo con discursos, sino de encadenar experiencias positivas.

Anticipación sin exceso. Un mensaje breve por la mañana —“esta tarde vamos a ver a la yaya, leeremos el cuento de los animales y luego volvemos a casa”— reduce la incertidumbre. Con preescolares, funciona enseñar una foto del lugar o un pequeño calendario casero donde se pega una pegatina al terminar la visita.

Rituales de llegada y de salida. Acordar una señal de saludo (mano en alto, choque suave, una palabra clave) y repetirla. Entrar con un juego de bajo impacto —puzle, bloques, cochecito— en una zona siempre igual. Salir con otro ritual corto —guardar juntos el último juguete, elegir la pegatina del calendario, una canción breve—. El cerebro del niño agradece esa previsibilidad.

Visitas con tiempo acotado. Mejor 40 minutos intensos que dos horas largas. En los primeros encuentros, cortar antes del bostezo y de la primera queja. El mensaje que queda no es “aguanté hasta explotar”, sino “lo pasé bien y me fui bien”.

Cuerpo y consentimiento. En todo momento, cuerpo del niño, normas del niño. Si no quiere besos, no hay besos. Si prefiere sentarse a un metro, se respeta. Si pide “descanso”, se habilita un rincón. Lejos de enfriar el vínculo, esta lógica, sostenida en el tiempo, calienta la relación porque se asienta sobre confianza de verdad.

Palabras que ayudan. Nombrar sin juicio y ofrecer opciones cerradas. “Te veo tenso; ¿saludamos con la mano o con el codo?” “Hoy estás con ganas de estar cerquita de mamá; yo me quedo aquí y te miro jugar.” “¿Prefieres que lea yo o que lea el abuelo?” Preguntas simples, sin interrogatorio. La voz, baja; el ritmo, lento.

Objetos puente. Un libro conocido, un peluche, un coche favorito viajan con el niño y hacen de ancla. El abuelo lee, la abuela sostiene el peluche mientras se cuenta la historia, el pequeño regula y el acercamiento se da casi solo.

Acuerdos entre adultos. Antes de cada visita, pactar mínimos: qué normas se priorizan, qué se evita, quién conduce cada momento. Un plan tipo: “saludo desde la puerta, cinco minutos de juego libre, quince de lectura, merienda corta, despedida”. Todo el mundo lo conoce y juega en equipo.

Pantallas con cabeza. Si el niño llega esperando tablet y se le niega de golpe, el rechazo está servido. Mejor reglas claras: si hay pantallas, que sea en un tramo definido y siempre al final, no como moneda de cambio para obtener besos ni como sedante cuando ya está saturado. Lo que queremos es que el vínculo sea la recompensa, no la pantalla.

Cuidar la logística. Evitar horas de baja energía (justo antes de la siesta o al regreso de una jornada larga), recortar estímulos (television de fondo, visitas con mucha gente, perfumes fuertes), ventilar estancias y disponer de agua y algo sencillo para picar. Cuando el cuerpo está cómodo, el alma se relaja.

Progresión. Si la primera semana el niño tolera 30-40 minutos con un adulto de referencia a la vista, la segunda probamos 50 minutos con una micro separación de dos o tres minutos; la tercera, un pequeño recado con regreso rápido. Si algo se tuerce, regresamos un paso y lo repetimos una vez más. Sin prisa.

Derechos, escuela y pantallas: piezas del tablero

La relación entre abuelos y nietos está reconocida en el marco jurídico español: se protege que exista contacto, siempre que no haya justa causa para limitarlo y con el interés del menor como eje. Esto no obliga a afectos ni a besos, pero sí recuerda a los adultos que las relaciones personales, cuando son sanas, forman parte del bienestar del niño. En situaciones de conflicto, los regímenes de comunicación se ordenan pensando en su seguridad emocional y en su rutina, no en la conveniencia de cada adulto.

La escuela es otro aliado. Los docentes observan transiciones y pueden aportar pistas: si el niño también protesta en la entrada al aula, quizá el rechazo a los abuelos se enmarca en una ansiedad de separación más amplia; si, en cambio, en la escuela se regula bien y solo aparece tensión en casa de los abuelos, toca mirar ese contexto: horarios, normas, roles, estímulos. La coordinación entre familia, escuela y —cuando haga falta— pediatría o psicología, ordena el mapa y evita diagnósticos a ojo.

Y están las pantallas. Se han convertido en moneda de cambio emocional en demasiados salones. El niño que asocia “casa del abuelo” con una pantalla sin límites puede rechazar el encuentro cuando se le ofrece algo distinto. Inversamente, el que solo recibe atención si acepta contacto físico o si se muestra “simpático” puede aprender a huir de esos espacios. Lo más sano es convertir la casa de los abuelos en territorio de experiencias: cocinar una tortilla, cuidar una planta, montar un álbum con fotos antiguas. Memoria viva, no entretenimiento vacío.

Un capítulo aparte merece la comunicación a distancia. Videollamadas breves, siempre con propósito —enseñar un dibujo, leer un párrafo, ver cómo floreció la planta—, funcionan como puentes cuando hay distancia geográfica o periodos sin contacto. Lo que no suma son las llamadas largas con adultos hablando entre sí mientras el niño desaparece del encuadre. Si se le invita a entrar y salir, si se respeta cuando dice “basta”, las videollamadas acercan en lugar de agotar.

En el trasfondo, una constatación: la vida moderna estrecha horarios y multiplica exigencias. Muchas familias llegan justas al final del día. Los abuelos rellenan huecos y, a veces, sostienen lo que no llega desde otras políticas de conciliación. Ese contexto explica parte del desajuste y pide soluciones públicas, pero también cuidado íntimo en cada casa: ajustar expectativas, decir que no cuando no se puede, valorar lo que se comparte.

Puentes que se tienden con paciencia y respeto

No hay una fórmula mágica para que un niño que hoy rehúsa a sus abuelos mañana se lance a sus brazos. Sí hay una lógica que raramente falla: menos prisa, más ritual, menos imposición y más consentimiento, menos ruido y más escucha. Identificar qué detonantes están presentes —cansancio, normas cruzadas, exceso de estímulos, expectativas poco realistas—, elegir dos o tres intervenciones sencillas y sostenerlas con consistencia durante unas semanas. En paralelo, blindar el lenguaje: nada de “está arisco”, “no quiere a la abuela”, “si no saludas me enfado”; sí a frases que validan y dan opciones.

El objetivo no es que el niño cumpla; es que confíe. Cuando entiende que no tiene que defender su cuerpo ni su tiempo, que se le escucha y que puede elegir, baja la guardia y asoma el vínculo. A partir de ahí, la relación crece sola: hoy un juego breve, mañana una risa compartida, pasado un paseo. La memoria de la infancia se teje con rutinas pequeñas y con adultos que saben esperar. Y los abuelos, cuando ocupan ese lugar amable que no invade, terminan encontrando lo que buscaban desde el principio: presencia y afecto que no hay que arrancar, porque brotan.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: Ser Padres, El País, AEPED, British Psychological Society, Fundación CADAH.

Periodista con más de 20 años de experiencia, comprometido con la creación de contenidos de calidad y alto valor informativo. Su trabajo se basa en el rigor, la veracidad y el uso de fuentes siempre fiables y contrastadas.

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