Naturaleza
¿Por qué España es tan vulnerable a los incendios en verano?

Un verano abrasador transformado en cenizas: fuego descontrolado, vegetación olvidada y políticas sin previsión. Pero: ¿por qué España arde?
La escena se repite con la puntualidad de un reloj… aunque no es un reloj, sino un patrón que ya duele reconocer. Cada verano, España parece entrar en una especie de ritual macabro que mezcla sirenas, humo y cielos naranjas. Este 2025, que ya pasará a la memoria como uno de los más intensos y exigentes para los servicios de emergencia, no ha hecho excepción. Desde finales de junio, las columnas de humo se alzan como cicatrices en el horizonte, visibles a decenas de kilómetros; carreteras cortadas, pueblos desalojados en plena madrugada, familias dejando atrás sus casas sin saber si podrán volver a verlas en pie.
En el aire, un zumbido constante de helicópteros y aviones cisterna que descargan miles de litros de agua, que, frente a la magnitud de las llamas, parecen apenas una gota frente a un océano de fuego. Y todo envuelto en ese calor seco, pesado como un manto invisible, que no solo asfixia sino que parece tener voluntad propia de prender cualquier cosa. Es un calor que agota a las personas y a la naturaleza por igual, que seca las hojas hasta dejarlas quebradizas, que convierte la hierba en pólvora.
Decir que España arde no es recurso poético ni exageración de redacción: es un hecho medible, fotografiable, que deja cifras de miles de hectáreas calcinadas, cientos de vidas alteradas y ecosistemas arrasados en cuestión de horas. Y, lo más inquietante, no es una anomalía aislada. No se trata solo de “un mal verano”. Es el resultado de una combinación compleja de factores: cambios climáticos que han transformado los veranos en estaciones prolongadas e implacables, una geografía y vegetación que facilitan la propagación de las llamas, un abandono progresivo del medio rural, errores humanos —algunos accidentales, otros no—, y una gestión política que a menudo llega tarde o mal.
El resultado es un país que, año tras año, se enfrenta a un enemigo que ya conoce demasiado bien… pero que, por alguna razón, siempre parece encontrar un hueco nuevo para colarse y arrasar.
Verano, enemigo de España: cuando el calor se alarga y quema más
Hace no tanto —quizá unas pocas décadas—, las olas de calor eran como visitas incómodas: llegaban, nos dejaban exhaustos durante unos días y se iban. Ahora no. Ahora se instalan como un inquilino que nadie ha invitado y que no parece tener intención de marcharse. Veranos que se estiran más allá de su límite natural, temperaturas extremas que se prolongan durante semanas, incluso meses, y que, además, se adelantan. En 2025, mayo ya tenía el aroma espeso y el calor abrasador de un julio tardío.
La primavera apenas moja el suelo, y cuando lo hace, no es con lluvias largas y suaves, sino con chaparrones breves, torrenciales, que golpean fuerte pero no calan. El agua se escurre por las pendientes y se pierde en el mar o en cauces secos, dejando tras de sí una tierra igual de sedienta que antes. La vegetación crece rápido en esos días húmedos aislados, pero enseguida se reseca, convirtiéndose en combustible fino, perfecto para el fuego.
El clima mediterráneo, siempre caracterizado por veranos soleados y secos, ahora convive con un cambio climático acelerado que lo ha llevado al extremo. No hablamos ya de pequeños incrementos de temperatura: hablamos de veranos interminables, sequías prolongadas que ahogan ríos y embalses, y cada vez menos margen para que la naturaleza respire y se recupere. Y cuando la humedad relativa del aire se desploma por debajo del 20%, cualquier chispa —desde un rayo hasta una colilla— puede transformarse en un incendio de magnitud peligrosa.
Este calor persistente no solo quema bosques; también desgasta a las personas y a quienes tienen que combatir el fuego. Los equipos de extinción trabajan al límite, con jornadas extenuantes bajo un sol que no da tregua, mientras el terreno, seco y fracturado, se convierte en un aliado silencioso de las llamas. Es un verano que no deja de crecer, una estación que ya parece querer ocupar medio año.
Nuestros paisajes alimentan al fuego
España es un país de montes extensos, laderas cubiertas de matorral y bosques que, durante siglos, fueron moldeados por la mano humana. La agricultura, el pastoreo y la explotación forestal mantenían el paisaje “abierto”: los pastos cortaban la continuidad vegetal, los caminos y bancales servían de cortafuegos improvisados y el ganado limpiaba el sotobosque con una eficacia que ningún programa de prevención actual puede imitar. Pero esa realidad cambió. La despoblación rural y el abandono progresivo de estas prácticas han dejado amplias zonas sin gestión, donde la vegetación crece sin freno y se acumula como si fuera leña preparada para una hoguera.
Hoy, en muchos valles y sierras, donde antes pastaban cabras o vacas, se extiende una maraña de arbustos leñosos, ramas secas y pasto alto. No es solo estética: es material combustible en estado puro, listo para arder con rapidez. Un simple foco, incluso a varios kilómetros, puede aprovechar esa continuidad vegetal y propagarse sin encontrar barreras naturales.
En el noroeste, las plantaciones de eucaliptos y pinos —introducidas por su crecimiento rápido y su rentabilidad para la industria maderera— han añadido un factor de riesgo adicional. Son especies altamente inflamables, con aceites y resinas que, al arder, generan calor intenso y proyectan ascuas a larga distancia, encendiendo nuevos focos en cuestión de segundos. En la costa atlántica, donde el viento es un invitado frecuente, esto puede convertir un incendio controlable en un frente de llamas inabarcable.
En el sur y el levante, el matorral mediterráneo, las encinas y los pinos piñoneros no se quedan atrás en inflamabilidad. Son parte natural del ecosistema, pero en condiciones de sequía prolongada y con altas temperaturas, se convierten en un combustible continuo, especialmente cuando crecen de forma densa y sin manejo. Aquí la pregunta ya no es si arderá o no, sino cuándo y hasta dónde se extenderá el fuego cuando empiece.
El paisaje, que antaño protegía gracias a su diversidad de usos y actividades humanas, se ha transformado en un mosaico inflamable donde la naturaleza y el abandono se combinan para facilitar la propagación de incendios cada vez más rápidos y destructivos.
El fuego comienza con la chispa humana
Detrás de gran parte de las llamas que arrasan cada verano en España no hay rayos ni fenómenos meteorológicos extremos, sino gestos humanos. A veces son descuidos mínimos, casi invisibles, pero con un potencial devastador. Una quema agrícola que se hace sin valorar la dirección del viento o la humedad del terreno; una colilla lanzada desde la ventanilla de un coche que cae sobre hierba seca; una chispa que salta al cortar metal en pleno campo; un tendido eléctrico sin el mantenimiento adecuado. Detalles cotidianos que, en julio o agosto, se convierten en el primer acto de una tragedia.
No todos los incendios nacen del descuido. Existen casos más oscuros, difíciles de aceptar: provocaciones intencionadas, fuegos originados por conflictos locales, intereses económicos ligados a recalificaciones de suelo, seguros o incluso por disputas personales. En zonas rurales, el rumor corre rápido: “ese monte lo han quemado para…”, pero la justicia raras veces consigue pruebas claras. El daño, sin embargo, ya está hecho.
En verano, el contexto lo agrava todo. El aire seco, el suelo caliente y la vegetación ardiendo como papel hacen que una chispa —literal o figurada— no dé segundas oportunidades. Si el viento acompaña, el fuego se mueve como un animal vivo: cambia de dirección, se expande con velocidad, salta carreteras y cortafuegos. Lo que podría haberse apagado en minutos en invierno, en agosto puede convertirse en un incendio fuera de control en menos de una hora.
Muchos de los fuegos que vemos cada verano no deberían haber comenzado jamás. Y lo más frustrante es que, siendo de origen humano, muchos de ellos sí podrían haberse evitado con prevención, vigilancia y, sobre todo, responsabilidad.
El viento y tormentas como acelerantes
Si el fuego por sí solo ya es peligroso, con viento se convierte en un enemigo casi imposible de frenar. Levante, poniente, nordés… cada región de España conoce bien el suyo, con nombre propio y carácter definido. El levante puede soplar cálido y húmedo en la costa, pero en el interior se vuelve seco y abrasador; el poniente, rápido y caliente, actúa como un auténtico soplador de brasas; el nordés, frío en invierno, es un látigo seco en verano que empuja las llamas cuesta arriba sin compasión.
En terreno montañoso, el viento encuentra un aliado natural en las corrientes ascendentes. El aire caliente generado por el incendio sube por las laderas, arrastrando las llamas consigo y acelerando el frente a una velocidad que sorprende incluso a los bomberos más veteranos. Un incendio que en llano avanza a pocos metros por minuto, en pendiente y con viento, puede multiplicar esa velocidad por cinco o por diez.
Y luego están las tormentas secas, un fenómeno que en las últimas décadas se ha vuelto más frecuente en la Península. Son tormentas eléctricas que descargan rayos, pero apenas dejan lluvia o, si la dejan, no llega a tocar el suelo antes de evaporarse por el calor. Esos rayos caen sobre matorrales resecos, encendiendo pequeños focos en lugares inaccesibles, muchas veces en zonas altas o apartadas. El problema es que estos incendios suelen pasar desapercibidos hasta que han crecido lo suficiente como para ser visibles… y entonces ya es tarde.
El viento y las tormentas no solo ayudan al fuego a nacer o moverse: lo vuelven impredecible. Un cambio repentino en la dirección del viento puede arrinconar a los equipos de extinción o cortar rutas de evacuación, obligando a improvisar sobre la marcha. Esa volatilidad es la que hace que, en condiciones extremas, el fuego sea más que una amenaza: se convierte en un fenómeno descontrolado, casi vivo, que parece decidir por sí mismo hacia dónde avanzar.
Los peores incendios del verano en España (hasta el 11 de agosto de 2025)
El verano de 2025 está dejando un mapa de cicatrices que atraviesa toda la geografía española. A estas alturas, más de 39.000 hectáreas han ardido en el país, según datos oficiales, lo que equivale a varias veces la superficie del Parque Nacional de Doñana. Los incendios más graves han obligado a miles de evacuaciones y han puesto a prueba, una vez más, la capacidad de respuesta de los servicios de extinción.
A continuación, un resumen de los principales incendios registrados desde junio, con cifras aproximadas de superficie quemada:
Fecha | Ubicación | Hectáreas quemadas |
---|---|---|
15–17 junio | Córdoba | 1.200 |
3–5 julio | Gerona (Girona) | 950 |
10–12 julio | Valencia | 1.500 |
17 julio | Méntrida (Madrid-Toledo) | 2.500 |
20–22 julio | Málaga | 2.300 |
27–29 julio | Galicia (Pontevedra) | 800 |
30 julio–1 agosto | Las Hurdes (Extremadura) | 2.500+ |
8–11 agosto | Las Médulas y El Bierzo (León, Patrimonio de la Humanidad) | ~2.000 |
8–11 agosto | Llamas de Cabrera, Villaverde de los Cestos (León) | 1.000+ |
9–10 agosto | Zahara de los Atunes (Cádiz) | ~80* |
4–6 agosto | Castilla y León (otros focos menores) | 1.100 |
TOTAL PARCIAL | — | ~15.930 |
*En el caso de Zahara de los Atunes, el fuego fue más reducido en superficie, pero su impacto fue muy alto por afectar a la zona turística, chiringuitos, viviendas y urbanizaciones en plena temporada alta.
Un verano que deja huella
Las cifras totales de 2025 son un recordatorio de que, aunque España ha reducido el número global de incendios con respecto a las medias de hace dos décadas, el tamaño y la violencia de los que ocurren es cada vez mayor. Según los datos recogidos, más del 80 % de los fuegos tienen origen humano —por negligencia o provocación— y un porcentaje creciente pertenece a la categoría de “grandes incendios”: más de 500 hectáreas arrasadas en un solo episodio.
En Las Médulas, el fuego avanzó diez veces más rápido de lo previsto por los modelos de evolución, obligando a desalojar a unas 800 personas y a retirar a los propios bomberos para evitar poner en riesgo sus vidas. En Zahara de los Atunes, aunque la extensión fue menor, la combinación de viento y cercanía a zonas habitadas generó escenas de pánico y una evacuación masiva.
En este contexto, no solo se queman árboles: se pierden suelos fértiles, hábitats protegidos, infraestructuras rurales y, a veces, vidas humanas. Y, sobre todo, se confirma una tendencia que ya señalan los expertos: la aparición cada vez más frecuente de incendios extremos o de sexta generación, capaces de alterar su propio clima local, generar nubes pirocumulus y comportarse de forma imprevisible.
Los incendios del pasado: ¿era siempre así?
España siempre ha conocido el fuego. En la memoria de muchos pueblos, el humo de verano era parte del paisaje, pero no el monstruo desbocado que enfrentamos hoy. Aquellos incendios de hace décadas —años 70, 80 o incluso 90— tenían otra naturaleza: eran más rurales, puntuales y predecibles. La gente del campo conocía el fuego, lo temía y lo respetaba, pero también lo usaba como herramienta agrícola.
En los pueblos, cuando se declaraba un incendio, todo el mundo salía. Vecinos, agricultores y pastores trabajaban junto a los retenes forestales. Había retroexcavadoras para abrir cortafuegos improvisados, cubas de agua prestadas por las cooperativas, y manos dispuestas a limpiar la maleza. El paisaje, mucho más trabajado por la agricultura y la ganadería extensiva, ofrecía menos combustible para las llamas.
Sí, hubo grandes incendios. Galicia, Extremadura, Valencia… no son ajenas a episodios que arrasaron miles de hectáreas en el pasado. Pero eran eventos aislados, concentrados en semanas muy concretas y sin la simultaneidad que vemos ahora.
Hoy el panorama es distinto. Fuegos más grandes, más rápidos, más impredecibles. El cambio climático ha alargado la temporada de riesgo: ya no se habla de “verano de incendios”, sino de año de incendios. El abandono rural, la expansión de vegetación seca y la falta de gestión forestal han creado un escenario perfecto para que cualquier chispa —intencionada o no— se convierta en un desastre.
El fuego, antes un desafío puntual, se ha transformado en un enemigo constante. Y no sólo en agosto: también en abril, en octubre… en cualquier momento en que el calor y la sequía decidan aliarse.
¿Por qué España arde?
Gobierno, negligencias y errores humanos
En el papel, España parece blindada contra los incendios: planes autonómicos, brigadas forestales, protocolos de actuación, normativa de prevención… pero basta un verano como este para ver cómo esas promesas se diluyen entre el humo. En demasiadas ocasiones, las medidas no se aplican o se ejecutan tarde. Plantaciones ilegales de especies inflamables que se toleran durante años, montes que deberían haberse desbrozado en primavera y que siguen acumulando matorral seco, zonas de alto riesgo sin vigilancia suficiente.
En algunas comunidades, las limpiezas forestales se retrasaron por falta de presupuesto o por trámites burocráticos eternos. En otras, la coordinación entre administraciones falló en los días críticos, dejando huecos que el fuego aprovechó sin piedad. Hubo brigadas con personal reducido, turnos agotadores y equipos obsoletos… mientras en las sedes políticas se daban ruedas de prensa optimistas hablando de “dispositivo reforzado”.
La política también arde, aunque no deje cenizas visibles. Decisiones cortoplacistas, presupuestos recortados, promesas que se repiten cada verano y se olvidan en otoño. Consejeros y alcaldes que inauguran campañas de prevención con grandes titulares en abril, pero sin dotar de recursos reales a quienes deben ejecutar esas medidas. Y cuando el fuego llega, las escenas se repiten: reuniones de urgencia, declaraciones solemnes, visitas al terreno para la foto… pero la prevención queda de nuevo relegada a un papel secundario.
Esto no es sólo un problema de gestión. Es negligencia política. Porque un incendio se apaga en invierno, no en agosto. Y esa lección, pese a décadas de tragedias, parece que todavía no ha calado en buena parte de quienes toman las decisiones.
Cambio climático: una sidra amarga
El fuego ya no es sólo calor. Es la consecuencia directa de olas de calor más intensas, sequías más largas y fenómenos extremos que antes eran excepcionales y hoy parecen rutina. España se ha convertido en uno de los puntos calientes de Europa, literalmente.
Los veranos se alargan como un hilo que nunca se corta: mayo huele a julio, septiembre quema como agosto. Las temperaturas máximas baten récords año tras año, y no hablamos de unas décimas: hablamos de días enteros por encima de los 40 °C en zonas donde antes se consideraba extremo llegar a 35.
La lluvia, cuando llega, lo hace mal: tormentas breves, violentas, que apenas empapan el suelo y arrastran la poca capa fértil. El resto del tiempo, meses secos que resecan hasta el último arbusto. Y ahí es cuando el fuego encuentra su terreno ideal: combustible abundante, humedad mínima y viento dispuesto a empujarlo.
El cambio climático ya no es una hipótesis discutida en conferencias. Está aquí, tangible, visible… se huele en el aire y se siente en la piel. Según la Agencia Estatal de Meteorología, en las últimas cuatro décadas la temperatura media en España ha subido 1,7 °C, casi el doble que la media global. Esto multiplica el riesgo de incendios, porque cada grado extra seca el terreno y reduce el margen para la extinción.
Mientras esta tendencia siga, nuestra vulnerabilidad no hará más que crecer, y lo más preocupante es que no hablamos de un escenario futuro, sino del presente: el fuego del verano 2025 no es un accidente, es el síntoma de una enfermedad que ya está en fase avanzada.
Sin soluciones milagreras, pero con urgencia
España es vulnerable al fuego por una tormenta perfecta de factores: clima extremo, vegetación acumulada durante décadas, abandono de los usos rurales, fallos humanos y políticas que muchas veces se quedan en papel mojado. El fuego no va a desaparecer —es parte de nuestra geografía y de nuestro clima—, pero sí podemos reducir su ferocidad y su alcance.
No se trata de buscar soluciones milagrosas que apaguen los incendios con un gesto, porque no existen. Se trata de planificar mejor el territorio, de invertir de verdad en limpiezas preventivas antes de que empiece la temporada de calor, de establecer vigilancia sólida y constante, y de promover una educación ambiental real, que no se limite a campañas en redes sociales cuando ya hay humo en el aire.
La prevención debe ser continua, no estacional. Significa apoyar a quienes viven y trabajan en el campo, porque un monte con ganado, cultivos o gestión forestal activa arde menos. Significa también coordinar a las comunidades autónomas con protocolos claros, reforzar medios en días críticos y actuar antes, no solo reaccionar cuando las llamas ya están a la vista.
Cada verano, el fuego nos recuerda que vivimos en un país hermoso… y extremadamente frágil. Y si mañana, al levantar la vista, hay humo en el horizonte, lo que marque la diferencia no será cuántos aviones vuelan, sino cuánto hicimos para evitar que esa columna de humo existiera.
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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: WWF, El Economista, El País, Cadena SER, DW, El Debate.

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