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Economía

¿Por qué la economia es una ciencia social? Esta es la razón

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mesa de trabajo de un economista

Economía como ciencia social que estudia decisiones reales, datos y contexto humano con rigor… y transparencia para entender lo que nos afecta.

La economía está en todas partes: en el precio del pan, en el recibo de la luz, en la hipoteca y en la cola del cine un viernes por la noche. Pero cuando preguntas qué es exactamente, aparecen respuestas encontradas. ¿Matemáticas con traje y corbata? ¿Opiniones con números? La respuesta que mejor resiste los matices es más sencilla y, a la vez, más exigente: la economía es una ciencia social. Lo es porque estudia comportamientos humanos en contextos de escasez, cooperación y conflicto de intereses, sometidos a reglas que diseñamos y cambiamos. Y porque usa método: teoría clara, datos y pruebas susceptibles de corregirse cuando la realidad no encaja. Social por su objeto; ciencia por su forma de mirar.

Detengámonos un momento en esa etiqueta doble. Llamarla “social” no la rebaja; la ubica. Nos recuerda que las decisiones económicas no suceden en el vacío, sino en sociedades con instituciones, cultura, derecho, historia. Y llamarla “ciencia” no la convierte en física: implica un compromiso con la verificación, con explicar y predecir hasta donde se pueda, con ser transparentes sobre lo que sabemos y lo que no. Dos palabras que a veces se pelean. Precisamente por eso merece la pena explicarlas despacio.

Qué estudia de verdad la economía

La definición clásica cabría en un post-it: elecciones bajo escasez. Personas y organizaciones que persiguen fines múltiples con recursos limitados. Cada decisión tiene un coste de oportunidad —lo que dejas de hacer por elegir lo que haces— y esas decisiones se entrelazan en mercados, empresas y Estados. Por eso la economía no es solo “precios y salarios”: también es tiempo (qué priorizamos), riesgo (cómo gestionamos lo incierto) y coordinación (cómo evitamos el caos cuando millones de personas toman decisiones a la vez).

Ese tejido cotidiano se despliega en dos planos que conversan. La microeconomía observa individuos, hogares y empresas: incentivos, información, competencia, negociación. La macroeconomía mira el resultado agregado: inflación, empleo, crecimiento, ciclos. Una no vive sin la otra. Entender por qué sube un precio concreto ayuda a comprender por qué sube el nivel general de precios; al mismo tiempo, el ciclo económico altera los márgenes y el poder de negociación en cada sector. El diálogo es constante.

Individuos, mercados e instituciones

Si la economía fuese solo preferencias y tecnología, bastaría con un puñado de ecuaciones. Pero no: el contexto institucional moldea incentivos y comportamientos. Un mismo impuesto produce efectos distintos si hay economía sumergida elevada o si la justicia mercantil es lenta; fijar una jornada laboral máxima funciona distinto según la cultura empresarial y la fiscalización. Por eso la economía incorpora derecho, politología, sociología y psicología: sin instituciones y sin sesgos no hay diagnóstico realista.

Positiva y normativa: dos preguntas distintas

Otra distinción útil. La economía positiva intenta explicar lo que es: qué ocurre si se sube el IVA, si se abre un sector a la competencia, si se limita el alquiler. La economía normativa discute lo que debería ser: si esa medida es deseable a la luz de la eficiencia, la equidad o la sostenibilidad. No se separan del todo —elegir objetivos ya implica valores—, pero diferenciarlas evita confundir hechos con juicios. Es una advertencia saludable, sobre todo en debates públicos calientes.

Por qué es ciencia: método, modelos y pruebas

Decir “ciencia” exige algo más que un tono serio. Exige método. La economía contemporánea combina modelos —representaciones simplificadas de la realidad— con evidencia que los ponga a prueba. El modelo sirve para pensar con disciplina: explicita supuestos, genera predicciones y, sobre todo, te obliga a aceptar cuando no aciertan. La evidencia llega en forma de datos observacionales y experimentales, con una meta clara: identificar causalidad y no solo correlaciones vistosas.

Teoría para pensar, datos para comprobar

Un buen modelo reduce el ruido al mínimo necesario: ¿qué incentivos tienen los agentes?, ¿qué restricciones enfrentan?, ¿qué información comparten?, ¿qué reglas del juego operan? Con eso se derivan hipótesis contrastables: si cambias un impuesto, si introduces un bono verde, si alteras la regulación del alquiler. Luego toca comprobar. Y aquí está el salto de calidad de las últimas décadas: la obsesión por distinguir causa de efecto con diseños creíbles.

Causalidad en el mundo real

En un laboratorio controlas todo; en la calle, casi nada. Por eso la economía usa tres familias de estrategias que, combinadas, dan confianza.

La primera son los ensayos con asignación aleatoria en políticas concretas: eliges al azar quién recibe una intervención (una beca, una tutoría, un empujón conductual) y comparas con un grupo gemelo que no la recibe. Al ser aleatoria la asignación, las diferencias observadas pueden atribuirse con mucha más seguridad a la política y no a factores previos. No es una varita mágica, pero reduce sesgos de forma notable.

La segunda son los experimentos naturales o cuasi-experimentos: situaciones en las que la realidad genera, casi por azar, grupos comparables —un cambio legal que afecta a unos municipios sí y a otros no; una frontera administrativa; un criterio de edad o renta para recibir una ayuda—. Si la variación no la eligieron los individuos, se parece a la asignación aleatoria y permite estimar efectos causales con datos administrativos o encuestas.

La tercera es la validación estructural: construir modelos que capten mecanismos clave, estimarlos con datos y ver si predicen patrones fuera de la muestra que no se usó para ajustar. Si la predicción falla, hay que revisar supuestos o buscar mecanismos que faltan. Doloroso, pero es ciencia.

Transparencia y reproducibilidad: datos y código a la vista

A la par que mejoraban las técnicas, se endurecieron las reglas de transparencia. Hoy, en la investigación seria, publicar implica compartir datos y código de manera que otros puedan replicar resultados, detectar errores y ampliar análisis. Un ideal sencillo: quien no pueda ser replicado, no está haciendo ciencia. Esto ha profesionalizado la disciplina y ha reducido el espacio para afirmaciones no verificables. Se nota en las revistas, en los archivos suplementarios, en el debate posterior.

Lo que la diferencia de las ciencias naturales

Comparte ambiciones con la física —buscar regularidades y mecanismos—, pero trabaja con personas, y eso complica la película.

Expectativas y reflexividad

Los agentes anticipan. Cambian de plan si prevén que el Gobierno cambiará de plan. Ese bucle —lo que creemos que va a pasar altera lo que pasa— se llama reflexividad. Un anuncio fiscal puede mover el consumo hoy, no cuando la norma llegue al BOE. Las expectativas atraviesan el resultado; por eso las predicciones requieren prudencia y constantes ejercicios de actualización a medida que llega nueva información.

Contexto, reglas y cultura

El mismo impuesto, la misma subvención o el mismo límite de alquiler no producen idénticos efectos en todas partes. Depende de la capacidad de vigilancia, de la cultura de cumplimiento, del diseño legal fino, del ciclo en el que se implanta. En ciencias naturales el electrón de Madrid se comporta como el de Seúl; en economía, las instituciones importan y la evidencia viaja con pasaporte. Esto no invalida las regularidades; obliga a especificar condiciones.

Predicción con humildad

Predicar sin matices vende, pero engaña. La economía puede anticipar tendencias y comparar escenarios; puede estimar impactos esperados bajo supuestos explícitos; puede detectar mecanismos robustos. Lo honesto es decir también dónde no sabe o qué puede torcerse si cambian las reglas, la tecnología o el comportamiento colectivo. La etiqueta “ciencia social” es, en este punto, una vacuna contra la arrogancia.

Tres ejemplos que bajan a tierra

No hace falta cruzar medio mundo para ilustrarlo. Con tres debates frecuentes se ve claro: salario mínimo, políticas contra la pobreza y vivienda en alquiler.

Salario mínimo: una discusión que maduró con mejores datos

Durante décadas se repitió que subir el salario mínimo destruía empleo de forma mecánica. La evidencia de experimentos naturales —comparaciones creíbles entre territorios o sectores afectados de forma diferente— pintó un cuadro más matizado: los efectos varían con el sector, la estructura de mercado, la productividad y el momento del ciclo. En algunos casos hay impactos modestos en empleo y mejoras claras en salarios; en otros, se observan ajustes en horas, en precios o en automatización. La lección es metodológica y social a la vez: mide bien, no generalices con ligereza y explicita quién gana y quién puede perder para diseñar compensaciones si hacen falta.

Políticas contra la pobreza: del eslogan al impacto medido

Programas con buena prensa fallan; medidas discretas funcionan. Las evaluaciones con asignación aleatoria y el seguimiento a medio plazo mostraron que intervenciones relativamente baratas —apoyos escolares focalizados, transferencias condicionadas bien diseñadas, salud preventiva simple— pueden tener efectos persistentes en escolarización, ingresos o salud. Otras políticas, más vistosas, no movieron la aguja o lo hicieron a un coste desproporcionado. Aquí la economía es social por partida doble: se mete en barrios y escuelas, y utiliza un método que obliga a rendir cuentas. Si algo no funciona, se cambia. Y si funciona, se escala con cautela.

Vivienda y alquiler: reglas sutiles, efectos distintos

La conversación pública suele reducirse a un eslogan: “controlar precios sí o no”. Pero la evidencia enseña que el diablo está en el diseño. No es lo mismo topar rentas de forma rígida y amplia que hacerlo con criterios finos, límites temporales, zonas tensas bien delimitadas, evaluaciones periódicas y sanción creíble. Cambia la oferta, cambian las calidades, cambian los incentivos para rehabilitar o construir. El aprendizaje serio pide diagnosticar el objetivo —estabilidad de precios, protección de inquilinos vulnerables, ampliación de oferta asequible— y medir impactos netos: entradas y salidas del mercado, tiempos de vacancia, construcción nueva, efectos barrio a barrio. Social, otra vez, porque las reglas y la cultura de cumplimiento lo son.

Diálogos que la vuelven más útil

Una ciencia social que no conversa con sus vecinas se queda coja. La economía lleva años abriendo puertas.

La primera, con la psicología. La economía conductual incorporó sesgos y heurísticos que distorsionan la toma de decisiones: aversión a perder, presente que nos tira de la manga, preferencias sociales. Esto ayudó a diseñar “empujones” —arquitecturas de elección— que hacen más fácil la opción saludable o financieramente prudente sin prohibir nada. Con matices: no todo empujón funciona siempre, ni en todos los colectivos, y conviene medir impacto real y duración de los efectos.

La segunda, con la historia y la geografía. Las trayectorias institucionales y los choques de largo plazo dejan huellas en productividad, demografía y cultura económica. Las distancias y las fricciones espaciales importan para entender precios de vivienda, transporte, localización de empresas y externalidades urbanas. El cruce de archivos históricos, catastros, censos y nuevas fuentes —imágenes satelitales, trazas digitales— ha dado un impulso formidable a estos campos.

La tercera, con el derecho y el diseño de mercados. Desde subastas de espectro a plataformas digitales, pasando por licitaciones públicas o asignación de plazas escolares, la economía aporta reglas de juego que alinean incentivos y minimizan pérdidas de bienestar. Aquí el laboratorio es el proceso administrativo, y la prueba de fuego, su implementación.

Y, por supuesto, con la ciencia de datos. El aprendizaje automático ayuda a predecir fraudes, quiebras o riesgo de impago; también a explorar heterogeneidades que la media oculta. Con cuidado: predecir no es explicar, y un gran modelo sin una estrategia causal clara puede confundir correlaciones con mecanismos. Gran potencia, misma obligación de validar y documentar.

Qué implica llamarla ciencia social para el debate público

Decir que la economía es social es aceptar que casi cualquier política tiene perdedores y ganadores. No las hay inodoras. Una reforma laboral puede proteger a quienes ya están dentro y dificultar la entrada de quienes esperan; una subvención puede mejorar una inversión necesaria y, a la vez, generar rentas inesperadas en otros actores; un impuesto verde corrige una externalidad y abre discusiones sobre equidad territorial. Por eso la economía insiste en explicitar objetivos, medir impactos y mostrar supuestos. No para dictar política desde un despacho, sino para que el debate sea menos retórico y más útil.

También implica una ética sencilla: transparencia con los datos, apertura del código, documentación de decisiones de limpieza y análisis, y evaluaciones periódicas que permitan rectificar. La ciencia social funciona como un circuito: se diseña, se prueba, se publica, se replica, se corrige y se rediseña. La ciudadanía, los periodistas, las empresas y los decisores tienen derecho a revisar ese circuito.

Una última derivada práctica. Cuando asumimos que es ciencia social, entendemos mejor por qué las recetas universales fallan. Lo que funcionó en una ciudad con mercados profundos, alto cumplimiento fiscal y capacidad sancionadora, puede malograrse donde faltan esas piezas. No es relativismo; es precisión. Y nos previene contra la tentación de importar políticas sin adaptación. La evidencia, como las personas, viaja mejor si reconoce el terreno que pisa.

Para terminar sin rodeos

La pregunta parecía menor, semántica. No lo es. Entender por qué la economía es una ciencia social cambia la forma en que leemos titulares, evaluamos políticas y conversamos sobre lo que nos afecta a fin de mes. “Social” nos recuerda que trata de personas, de empresas y de gobiernos que interactúan bajo reglas modificables; que los efectos dependen del contexto y de la historia. “Ciencia” nos obliga a pedir modelos explícitos, evidencia replicable y predicciones que se arriesguen a fallar; a desconfiar de las frases redondas sin datos y de los datos sin diseño.

Ese doble apellido, bien entendido, es una ventaja. Nos libra de la ingenuidad de creer en leyes inmutables para sociedades cambiantes y del cinismo que sostiene que “todo depende” y, por tanto, nada puede saberse con seriedad. Entre ambos extremos, la economía propone un camino más arduo pero fértil: hipótesis claras, identificación causal donde sea posible, transparencia para que otros examinen y, cuando toque, rectificación pública. Si te suena a calle, a universidad, a empresa y a administración, es porque lo es. Y si a veces se equivoca —sucede—, también lo es que se corrige en sociedad, a la vista de todos. Ahí reside su fuerza. Y, diría, su utilidad.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: OECDUNESCO UISBoletín Oficial del Estado (BOE)American Economic Association (AEA).

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