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Cultura y sociedad

Cuál es el plan de paz que Netanyahu aceptó delante de Trump

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manos de politicos aplauden

Netanyahu respalda ante Trump un plan de paz para Gaza: alto el fuego condicionado, liberación de rehenes en 72 horas y retirada escalonada.

Benjamín Netanyahu aceptó públicamente en la Casa Blanca la propuesta de Donald Trump para detener la guerra en Gaza y abrir una salida política. El núcleo del esquema es inmediato y muy concreto: alto el fuego si ambas partes lo refrendan, devolución de todos los rehenes en un máximo de 72 horas desde la aceptación formal de Israel, y retirada escalonada de las tropas israelíes hacia líneas previamente acordadas mientras se ejecuta un canje masivo de prisioneros. El texto —difundido por la Casa Blanca en un documento que ha circulado con versiones de 20 y 21 puntos— fija además una administración de transición en Gaza con un comité tecnocrático palestino supervisado por una Junta de Paz liderada por Trump e integrada por figuras internacionales, entre ellas Tony Blair. El plan descarta desplazamientos forzosos de población, prevé amnistía para militantes que depongan las armas y propone una fuerza internacional de estabilización para controlar el terreno mientras se profesionaliza una policía palestina.

Netanyahu defendió que la propuesta encaja con los objetivos que ha repetido su Gobierno: volver con los rehenes, neutralizar la capacidad militar de Hamás y asegurar que Gaza no vuelva a ser una plataforma de ataque. Trump, por su parte, presentó el documento como una “oportunidad histórica” y dejó otra puerta entreabierta: si Hamás rechaza el marco, Estados Unidos respaldaría a Israel para “acabar el trabajo”. La pelota, por tanto, queda en el campo de las facciones palestinas —que no han dado su visto bueno— y en la capacidad de Washington para armar en días una coalición de países y organismos capaz de sostener una transición tan delicada.

El plan de paz aceptado: alto el fuego y canje acelerado

La secuencia operativa del plan está diseñada como una cadena de medidas verificables en tiempo real. La primera fase activa el alto el fuego en cuanto ambas partes expresan su aceptación. Ese gesto, aparentemente simbólico, tiene efectos prácticos: se congelan las líneas de combate, se suspenden los bombardeos y se crea un pasillo diplomático y logístico para la liberación simultánea de todos los rehenes —vivos y fallecidos— con verificación de terceros. El plazo de 72 horas tiene una carga política evidente: enviar a la sociedad israelí la señal de que la prioridad humanitaria se resuelve ya y, a la vez, forzar a Hamás a demostrar capacidad de entrega inmediata de cautivos.

La segunda fase arranca justo después: Israel retira unidades de zonas sometidas durante los últimos meses y activa un canje masivo de prisioneros. En la versión más detallada que se ha difundido, figuran cifras concretas: 250 condenados a cadena perpetua y 1.700 gazatíes detenidos tras el 7 de octubre de 2023, con prioridad para mujeres, menores y enfermos. El canje está atado al orden anterior: primero regresan los rehenes, luego salen los presos. Es una ecuación política tan cruda como nítida. Y está pensada para atravesar a la opinión pública de ambos lados.

Quién hace qué en las primeras 72 horas

El reloj manda. En ese arranque, la Cruz Roja y las agencias de la ONU se convierten en actores operativos para los traslados y la gestión sanitaria. Israel coordina rutas seguras y mantiene un dispositivo defensivo en torno a la Franja, pero con fuego detenido. Egipto y Qatar —mediadores imprescindibles desde el inicio del conflicto— validan listados y garantizan accesos. Se prevé la reapertura de pasos con protocolos reforzados de inspección de carga y personas, a fin de regularizar la entrada de ayuda y activar desde el día uno energía, agua y combustible bajo auditoría internacional. Ese paquete logístico no es decorativo: busca desactivar la espiral de emergencia y dar una señal de normalización básica —hospitales operativos, panaderías, retirada de escombros— que haga políticamente vendible la transición.

El engranaje político: Junta de Paz y administración transitoria

Superada la ventana de 72 horas, se abre la fase de gobernanza. Aquí el plan se juega su credibilidad. La Junta de Paz —un órgano de tutela con Donald Trump como presidente y un consejo de acompañamiento en el que aparece Tony Blair— se erige como garante político de la hoja de ruta. No es un “gobierno paralelo”, sino una instancia de verificación y dirección estratégica para ordenar los pasos, alinear a donantes y levantar hitos medibles. Debajo, la administración de transición en Gaza correría a cargo de un comité de tecnócratas palestinos, sin filiación armada, con mandato de gestión de servicios esenciales, reconstrucción y reformas administrativas. El texto evita las palabras más inflamables —“estatidad”, “soberanía”— y se refugia en la gestión, con la vista puesta en una reforma profunda de la Autoridad Palestina como destino probable.

En paralelo, el plan ordena el despliegue de una fuerza internacional de estabilización. La idea no es novedosa, pero sí el grado de precisión: efectivos con capacidad policial, adiestradores de una policía palestina profesional y mecanismos de coordinación con Israel para la seguridad perimetral mientras se retiran progresivamente las FDI. El documento es tajante en un punto sensible: Israel no ocupará ni anexará Gaza. El perímetro de seguridad —una de las cuestiones más espinosas por su impacto en la vida diaria y el comercio— se redu­ciría conforme la fuerza internacional y la policía local demuestren control efectivo del territorio. Sobre el papel, esa gradualidad evita vacíos de poder y reduce incentivos para el rearme clandestino.

Una fuerza internacional de estabilización sobre el terreno

La composición de esa fuerza es, por ahora, un dibujo. Se mencionan países árabes con experiencia policial y militar —Emiratos, Marruecos, Jordania, Egipto—, así como socios europeos dispuestos a ofrecer agentes, instructores y dinero. La gobernanza operativa se basaría en mandatos específicos, con reglas de enfrentamiento no ofensivas y una cadena de mando civil coordinada con la Junta de Paz. Se trataría, en definitiva, de sustituir presencia militar por seguridad pública, con foco en control de fronteras, antiterrorismo y delincuencia organizada. Para que funcione, la inteligencia compartida y la tecnología de inspección en pasos como Rafah o Kerem Shalom no son accesorios, sino columna vertebral.

Qué gana Israel, qué obtienen los palestinos, qué se exige a Hamás

Israel pone por delante una realidad inapelable: sus rehenes regresan. Ahí reside el mayor capital político del plan para Netanyahu, que ha pagado costes internos por no lograr una solución en meses. Con el marco propuesto, además, Hamás pierde su capacidad militar —o eso se busca— y su control político sobre la Franja. La retirada escalonada ofrece a Israel la posibilidad de salir del atolladero sin la foto de una “derrota”, con garantías de seguridad externas y la promesa de que Gaza no volverá a ser un santuario de proyectiles y túneles.

Para los palestinos, la propuesta tiene luces y sombras. En el lado luminoso: fin del fuego, apertura sostenida de ayuda, reconstrucción con dinero de donantes árabes y europeos, amnistía para militantes que entreguen armas y salvoconductos controlados para quienes se desmovilicen. En el lado oscuro: tutela externa durante un periodo que puede alargarse, desarme obligatorio de las facciones y un camino político que no garantiza, de entrada, la plena estatalidad. El incentivo es material —luz, agua, salarios, movilidad— y, con el tiempo, reformas en la Autoridad Palestina que abran una puerta a un encaje institucional aceptable. Pero el precio también es claro: deponer la lógica militar y ceder el timón a una administración de tecnócratas.

¿Y Hamás? El documento marca tres exigencias: alto el fuego real, entrega de rehenes y desarme verificable. A cambio, amnistías y un rol nulo en la nueva administración, con la posibilidad de que individuos sin delitos graves se reintegren a la vida civil. Es la parte más improbable y, a la vez, el núcleo del plan. Si Hamás decide no aceptar, Trump ya ha adelantado que apoyará a Israel en su objetivo de desarticularlo por la fuerza. La alternativa —mantener la guerra sin un horizonte claro— es precisamente lo que el documento intenta evitar con incentivos inmediatos y plazos cortos.

Cómo se compara con propuestas anteriores y por qué ahora

El antecedente más evidente es el plan de 2020 —aquella “Paz para la Prosperidad”— presentado por Trump con Netanyahu también a su lado. Entonces, la conversación era fronteras, anexiones y mapas: la soberanía israelí sobre partes del Valle del Jordán, la Jerusalén indivisible, un Estado palestino desmilitarizado y corredores económicos. Aquella visión naufragó en cuanto topó con la realidad política y el rechazo palestino. Cinco años después, el enfoque es otro: no se dibujan fronteras ni se decide el estatus final; se apaga el fuego y se monta una administración funcional sobre el terreno. Es, en cierta forma, un plan de emergencia con pilares de seguridad, gobernanza y reconstrucción, más que un tratado de paz clásico.

La experiencia de los Acuerdos de Abraham también asoma entre líneas. En 2020, la normalización con Emiratos se usó para congelar la anexión en Cisjordania. Hoy, la implicación de países árabes sería la bisagra operativa del plan: financiación, agentes sobre el terreno y una especie de garantía regional de que Gaza no se desbocará otra vez. Arabia Saudí, actor inevitable, condiciona su aproximación a Israel a una mejora tangible de la situación palestina. El plan, tal y como se presenta, permite a Riad y a otras capitales ensayar una participación sin cruzar líneas rojas domésticas.

Del “acuerdo del siglo” a un plan de emergencia

El contraste es claro. Donde el “acuerdo del siglo” apostaba por redibujar el tablero —asentamientos, soberanía, mapas detallados—, la nueva propuesta aplaza esas piezas y se centra en estabilizar un territorio devastado. En lugar de discutir límites, pasa fronterizo por frontero: cómo reabrir Rafah y Kerem Shalom, con qué escáneres, qué tiempos de inspección y qué listas de mercancías. En vez de proclamar una capital o escribir una constitución, levanta una administración que pague salarios, retire escombros, reconecte electricidad y ponga policías —no milicianos— en las esquinas. El lenguaje puede sonar menos solemne, pero es más utilitario y, quizá, más vendible en un contexto de fatiga de guerra.

Lo que puede romperse: riesgos, actores y trampas operativas

La propuesta depende de piezas extremadamente frágiles. Primero, el frente interno israelí. La coalición de Netanyahu incluye socios ultranacionalistas reacios al canje masivo de prisioneros y al repliegue condicionado por terceros. Si esos aliados deciden romper, el Gobierno podría tambalear, abriendo un capítulo de incertidumbre doméstica en pleno proceso. Segundo, la gobernanza palestina. La Autoridad Palestina llega erosionada por años de deslegitimación y necesita reformas profundas —transparencia, sucesión, seguridad— para asumir algún papel en Gaza sin provocar rechazo ciudadano o choques internos. Tercero, la geopolítica: Irán y sus apoderados (Hezbolá, milicias en Siria o Irak, los hutíes en Yemen) mantienen capacidad de desestabilización con un par de ataques de precisión contra infraestructuras o rutas marítimas.

Hay además trampas técnicas. La verificación del desarme no es una línea en un documento: exige inventarios, censos de armamento, destrucción controlada y auditorías periódicas. Cuanto más intrusivo sea ese mecanismo, más resistencia generará en el terreno. El control de túneles y la interdicción del contrabando por mar requiere sensores, drones, barreras físicas y cooperación egipcia sostenida. Los pasos fronterizos necesitan software de riesgo, escáneres de alta energía, equipos mixtos y horarios amplios para evitar cuellos de botella que asfixien la economía y alimenten mercados negros. Y la fuerza internacional no puede quedarse sin mandato claro ni reglas de enfrentamiento: si se degrada a observadores sin poder, el vacío lo ocuparán mafias o residuales armados.

La financiación, por su parte, es una carrera de fondo. Miles de millones de dólares en infraestructura, vivienda, agua, saneamiento y salud no llegan solos. El plan menciona una conferencia de donantes y la activación de instrumentos del Banco Mundial, el BID y fondos del Golfo. Si esa lluvia de dinero no se percibe en el asfalto —obras visibles, empleo, cobros puntuales—, la transición perderá legitimidad en semanas. Los retrasos y la burocracia pueden ser tan corrosivos como una bomba.

Financiación, fronteras y verificación del desarme

Conviene mirar estos tres pilares como un triángulo interdependiente. Sin fondos, no hay servicios ni reconstrucción, y sin señales económicas la desmovilización de combatientes se vuelve letra muerta. Sin fronteras bien gestionadas, resurgen redes de contrabando, entran armas y se cuelan materiales prohibidos que dinamitan la confianza. Sin verificación del desarme, Israel no retirará unidades y la fuerza internacional quedará atascada en una seguridad de emergencia perpetua. El plan, en el fondo, acierta al encadenar los tres elementos. Pero acertar en el papel no garantiza armar el puzzle sobre el terreno.

Diplomacia alrededor: Estados Unidos, Europa y los países árabes

Washington se reserva el papel central: lidera la Junta de Paz, pone presión política y ofrece paraguas de seguridad. Europa empuja con financiación y expertise civil —reconstrucción, gestión de fronteras, formación policial—. Los países árabes son el cuerpo del plan: dinero, gente y legitimidad regional. Egipto es imprescindible por Rafah y por su inteligencia en túneles; Qatar, por su capacidad de interlocución con Hamás; Emiratos y Arabia Saudí, por el cheque y la coherencia estratégica que puede aportar su implicación. La disculpa de Netanyahu a Qatar por un incidente reciente —un error grave con impacto diplomático— no es un pie de página: restablecer la confianza con Doha ayuda a aceitar los engranajes de la negociación.

En este tablero, España y otros países europeos pueden multiplicar su peso si alinean ayuda humanitaria con proyectos de reconstrucción medibles y programas de formación en gestión municipal, salud o educación. Son áreas donde la UE tiene experiencia y puede descargar a la Junta de Paz de tareas técnicas. La diplomacia parlamentaria —delegaciones que visiten la Franja y validen avances— no es menor: visibilidad y control democrático ayudan a sostener el interés y la rendición de cuentas.

Qué significan los números y por qué importan

Los números que se han puesto sobre la mesa —72 horas, 250 cadenas perpetuas, 1.700 detenidos— no son capricho. 72 horas es el tiempo político en el que una opinión pública movilizada puede percibir un cambio real sin que se desgaste el apoyo. 250 condenas a perpetua es un gesto mayor que, en Israel, tiene opositores ruidosos, pero que puede compensarse con el regreso de rehenes —un consenso moral muy fuerte—. 1.700 detenidos no es una cifra cualquiera: apunta a la realidad carcelaria posterior al 7 de octubre y aliviaría una tensión que atraviesa cada familia en Gaza. Esos números, además, dan estructura a la negociación: permiten comprobar si se ejecuta lo prometido y graduar las siguientes liberaciones o retiradas.

Otra cifra invisible pero crítica es el calendario de retirada. El plan no detalla cuántos batallones salen y cuándo, pero sí encadena el repliegue a indicadores de seguridad: tantos distritos con policía operativa, tantas armas entregadas y almacenes destruidos, tantos pasos con escáneres y listas de riesgo funcionando. Ese modelo de “paga por resultados” —muy conocido en el mundo del desarrollo— permite premiar avances y castigar incumplimientos. También abre debates incómodos: ¿quién certifica esos resultados?, ¿cómo evitar que los indicadores se maquillen?, ¿qué hacer si la ciudadanía no ve reflejados esos supuestos éxitos en empleo, salarios o seguridad?

Las dudas que sobreviven: legitimidades, justicia y memoria

Cualquier transición en Gaza chocará con preguntas profundas: ¿quién representa a quién?, ¿cómo se atienden las víctimas?, ¿qué pasa con los crímenes de guerra? El plan los rodea con dispositivos técnicos —comités, verificaciones, amnistías condicionadas—, pero no puede resolver de golpe lo que procesos judiciales y verdad histórica suelen tardar años en asentar. Habrá familias israelíes que consideren un agravio la salida de presos de alta pena; habrá familias palestinas que vean insuficiente cualquier reparación sin responsabilidades claras. Ese choque no se sofoca con infraestructura; requiere verdad y reconocimiento. El documento, realista, aplaza ese capítulo para no enfangar la ventana corta que abre. No es bonito, pero sí pragmático.

La legitimidad es otra roca. Un comité tecnocrático puede gestionar, pero no sustituye a una representación política. El plan sugiere reformas en la Autoridad Palestina y un camino hacia un marco político más estable. Evita decir “Estado” para no dinamitar el consenso inicial, pero deja la puerta entreabierta. En el mejor de los escenarios, la seguridad funcional y la reconstrucción crearían condiciones para un proceso político serio. En el peor, la tutela se cronifica y se fosiliza una no-soberanía con apariencia de gestión técnica. El tiempo será el árbitro.

Dónde encaja Jerusalén y qué pasa con Cisjordania

El plan no toca Jerusalén ni entra a rediseñar Cisjordania. Es una deliberada omisión. Netanyahu evita abrir el melón de los asentamientos y el estatus de la ciudad en un momento de máxima sensibilidad. Trump, que en 2020 apostó por mapas y soberanías explícitas, ahora prefiere un producto que pueda venderse ya con el argumento humanitario y la seguridad. Cisjordania queda como agenda paralela: reformas de la Autoridad Palestina, coordinación de seguridad y contención de los picos de violencia. Es imperfecto, sí. Pero esa imperfección hace posible mover piezas en Gaza sin reventar el tablero entero.

Lo que queda por decantarse en los próximos días

La respuesta de Hamás, la cohesión interna del Gobierno israelí y la capacidad de Estados Unidos para armar rápidamente la Junta de Paz con nombres, mandatos y dinero marcarán el ritmo inmediato. Si llega el “sí” de las facciones palestinas —con o sin matices—, veremos rehenes en la pista de un aeropuerto y prisioneros saliendo de prisiones israelíes en cuestión de horas. Si llega el “no”, el plan cambia de piel: se transforma en percha política para una ofensiva final que, con apoyo explícito de Washington, intentará desactivar lo que quede de infraestructura militar de Hamás. Entre ambos extremos, el terreno —siempre caprichoso— decidirá si la idea de que Gaza sea gobernable sin milicias ni ocupación aguanta el primer embate de la realidad.

Mientras tanto, hay dos señales a observar que dirán mucho de la salud del proceso: pasos fronterizos funcionando —horarios amplios, colas razonables, camiones entrando— y sueldos pagados a médicos, maestros, basureros. Si esas dos cosas ocurren y se mantienen, habrá margen político para pedir a la gente que espere lo difícil: desarme, reformas, justicia. Si fallan, todo lo demás sonará a papel mojado.

En suma, lo que Netanyahu aceptó delante de Trump no es un tratado definitivo, sino una arquitectura de emergencia que, si encaja, puede cerrar la guerra y abrir un corredor hacia una normalidad posible en Gaza. Poco glamur y mucho oficio. El plan aterriza la paz en tareas concretas —liberar rehenes, retirar tropas, pagar sueldos, formar policías— y lo apuesta todo a que esa normalidad mínima produzca confianza. No hay garantías. Sí un camino más corto que los grandes discursos. Y, a veces, ese es el único camino que existe.


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Este artículo ha sido redactado basándose en información procedente de fuentes oficiales y confiables, garantizando su precisión y actualidad. Fuentes consultadas: El País, La Vanguardia, ABC, Agencia EFE, elDiario.es.

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